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ATADA AL SILENCIO


CHARO VELA

ATADA AL SILENCIO

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2019

ATADA AL SILENCIO

© Charo Vela

© de la imagen de cubiertas: Artesanías Torres

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2019.

tado por: ExLibric

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reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria,

artística o científica.

ISBN: 978-84-17334-98-7

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

CHARO VELA

ATADA AL SILENCIO

Índice de contenido

Portada

Título

Copyright

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1 Córdoba - 2003

Capítulo 2 Sevilla, cuarenta años antes

Capítulo 3 Enamorada de José

Capítulo 4 Entregada al amor

Capítulo 5 Vacaciones en la playa

Capítulo 6 Cara a cara con la realidad

Capítulo 7 La novicia del convento

Capítulo 8 El enorme vacío

Capítulo 9 La vida en Zaragoza

Capítulo 10 Duelo en Sevilla

Capítulo 11 Haz el bien...

Capítulo 12 Rocío abre su corazón

Capítulo 13 Van pasando los años

Capítulo 14 El reencuentro

Capítulo 15 La confesión de José

Capítulo 16 Regalo de Dios

Capítulo 17 Córdoba guarda un secreto (1996)

Capítulo 18 Empieza una nueva vida

Capítulo 19 Lucía se confiesa

Agradecimientos

Dedicado a mi padre, mi «Manolito», por su cariño y apoyo siempre incondicional.

Sé que ahora me guía desde el cielo.

Capítulo 1
Córdoba - 2003

Lucía, sentada en su sillón uniplaza de cuero marrón, leía una novela de suspense mientras observaba a su nieta Alejandra hacer los deberes. Ingenua, no sospechaba el duro trago por el que tendría que pasar, debido a la dolorosa petición que pronto le harían. Sin lugar a duda, esa solicitud hará temblar los cimientos de unos sentimientos, muy bien guardados bajo llave en su corazón, y que ella pensaba llevarse a la tumba. Seguramente, no podrá negarse a dicha súplica, aunque sea lo último que desease hacer en su vida.

Como cada tarde, Alejandra se sentaba al calor de la chimenea del salón, al lado de su abuela Lucía. «¡Qué frío hace fuera! Claro, estamos ya en diciembre. ¡Cómo pasa el tiempo!», pensó Lucía, mientras miraba con cariño a su nieta.

Los padres de Alejandra son doctores y, cuando tienen turno de tarde, la yaya Lucía cuida de ella. Le ayuda con los deberes o la acompaña a las clases de baile. Lucía vive con ellos desde hace cinco años. Están bien económicamente, tienen una vida llena de comodidades y bienestar, no se pueden quejar. Cierto es, que los padres trabajan muchas horas en el hospital para que no les falte nada.

Lucía adora a su nieta, es la alegría de sus días. Alejandra, después de terminar los deberes, coge el bocadillo de jamón y el zumo de piña que su abuela le ha preparado. Se sienta junto a ella, al calor de la lumbre, y se dispone a merendar. Mientras, la yaya toma un té de frutas. Pasan el resto de la tarde inventando cuentos y relatos. Les encanta y, así, están entretenidas hasta que, ya de noche, llegan sus padres del trabajo.

Lucía le cuenta mil leyendas a su nieta. Juntas inventan fábulas con las que sueñan, ríen y se emocionan, dejando volar su imaginación. A Alejandra le gusta mucho crear historias. Es muy ingeniosa, está escribiendo su propio libro de cuentos, con la ayuda de su abuela. En él no faltan lindas princesas, apuestos príncipes de reinos encantados y románticas historias de amor, que cada tarde las dos planean. Existe mucha complicidad entre ellas, se parecen bastante en su carácter y forma de ser. Esto les hace ser cómplices cada tarde de más de una historia. Se lo pasan bien juntas.

Hubo un momento de silencio, donde solo se escuchaba el crujir de los troncos en la chimenea y el silbar del viento en la terraza. Lucía se levantó mientras su nieta seguía escribiendo, fue a por un vaso de agua a la cocina. Aprovechó para apagar la sopa de pollo que había cocinado para la cena. Estaban en el salón, era amplio y acogedor, con grandes ventanales que llenaban de luz la estancia. Aunque hoy el día estaba gris y frío. Vivían en una casa grande de dos plantas, con jardín, sótano, piscina y garaje, en una buena zona residencial de Córdoba.

—Ya he terminado la merienda. Voy a organizar la mochila para mañana. —Lucía se sentó de nuevo y cogió el libro que estaba leyendo, era de Agatha Christie, Un cadáver en la biblioteca y se dispuso a leer—. Yaya, cuéntame cómo va tu novela. ¿Sabes ya quién es el asesino?

—No, aún no, por ahora solo han aparecido dos sospechosos. Está muy interesante, después te detallaré todo lo que vaya descubriendo.

—¡Ah, tengo que contarte un secreto!

—A ver, dime. —Lucía la observó curiosa mientras pensaba de qué se trataría.

—Abuela, me gusta un chico de primero de bachiller, es el hermano de mi amiga Isa —le contaba con complicidad a su abuela—. Es guapísimo y creo que yo le gusto también, pues siempre me mira y me sonríe.

—¡Ay, mi niña! Eres muy joven para estar pensando en esas cosas. Tú estudia, lo demás ya llegará a su debido tiempo.

—¡Abu, ya no soy tan niña! ¿Sabes que mi amiga Isabel sale con un chico de bachiller? Es un amigo de su hermano. —Se lo dijo en voz baja, como si de un secreto se tratase.

—¿Saliendo ya con lo joven que es? ¡Si solo tiene quince años, santo cielo! —Lucía se movió inquieta en el sillón, no deseaba que su nieta corriese tanto—. No debe tener tanta prisa por vivir la vida, por Dios, es una cría todavía.

—Ella se ha enamorado, dice que es el amor de su vida. —Y sin dejar de mirar a su abuela, Alejandra le confesó entre risas—: Es un chico muy guapo. No me extraña que esté colada por él.

—Mi niña, el amor no siempre es tan bonito. Al principio, todo es de color de rosas, luego, es más complicado de lo que parece. Ella estará ilusionada, pero asegurar que es el amor de su vida es algo precipitado. Tú no vayas a ir tan deprisa. La vida hay que beberla despacito, en pequeños sorbos, disfrutarla poco a poco sin atragantarse —le aconsejaba por experiencia propia.

—Ja, ja, abuela, no te preocupes por mí, yo no voy tan rápido. Solo me gusta, nada más. Ah, por cierto ¿sabes qué día es mañana? —preguntó Alejandra con risa nerviosa e intentando desviar el tema.

—Claro. ¿Crees que me voy a olvidar de tu cumpleaños?

—Sabía que no, por eso quiero pedirte mi regalo. Es un deseo muy especial.

—A ver, mi querida Alejandra ¿Qué me vas a pedir? —indagó Lucía con una sonrisa.

 

—Necesito que me cuentes cosas de tu juventud, de cuando tenías mi edad. ¿Cómo se vivía en tu tiempo? Por lo que he estudiado, has vivido en una época política bastante complicada, con muchas penurias y una fuerte dictadura.

—Sí, cariño, fueron años muy difíciles, con hambruna, muchas prohibiciones y una mentalidad bastante cerrada. —Recordó Lucía con tristeza.

—Abu, llevas cinco años viviendo con nosotros. Nunca me has contado nada sobre ti y deseo conocer tu pasado. —Lucía se puso pálida al escucharla—. ¿Sabes? Cuando le pregunto a mamá sobre tu vida, siempre me dice que debes ser tú quien me la cuente.

Alejandra le rogaba con persistencia, sentada junto a ella y cogiéndole las manos con cariño.

De pronto, la sonrisa de Lucía se había apagado. Ese tema aún dolía en sus entrañas.

Ella estaba delicada del corazón y debía evitar sufrimientos.

—Pero, hija, esas son historias de mayores. Tú aún eres pequeña. Algún día…

—¡Yaya, no soy tan niña como tú crees! —Alejandra, un poco enfadada, le cortó la conversación a su abuela—. Compréndeme, tengo curiosidad por saber de ti, de esa parte desconocida de tu juventud y de tu vida. Tengo muchas dudas y cientos de cosas que preguntarte. —No se iba a dar por vencida tan fácilmente e insistió de nuevo—. Yo te lo cuento todo a ti. ¿Por qué no confías tú también en mí?

—Cariño, es largo de contar. Otro día con más tiempo te lo cuento todo ¿vale? —le contestó Lucía inquieta y con desgana, e intentó disuadirla de su petición—. Además, ya tengo tu regalo preparado para mañana.

—Yaya, ese es el único regalo que deseo por mi cumple. Porfa, ya nunca te volveré a preguntar sobre tu pasado —le decía mirándola suplicante a los ojos, necesitaba saber de la vida de su abuela. ¡Había tantas cosas que no comprendía!—. Soy tu nieta y tengo derecho a saberlo. Imagina cuántas preguntas tengo en mi cabeza y nadie me las responde.

Lucía estaba seria, desencajada, no le apetecía remover su pasado, no le hacía nada bien. Se levantó nerviosa, de pronto su mente rememoró momentos de su vida. Recuerdos y pasajes que acudían a su memoria como si de una película se tratase. Una lágrima resbaló por su mejilla. Negaba con la cabeza. Un nudo se instaló en su garganta y le impedía pronunciar palabra.

—Abuela, no quiero que sufras, pero hay cosas que me intrigan y quiero saber ¿Por qué te metiste a monja? —preguntaba curiosa. Seguía intentando convencerla, sin apartar los ojos de ella. Lucía cabizbaja no la miraba—. Aunque ya no llevas hábito, ¿todavía eres monja? Yo te veo rezar mucho. —Alejandra estaba empecinada en saber y no se rendía—. Venga, yaya, cuéntame. ¿Cuándo tuviste a mamá? ¿Y mi abuelo cómo era?

Lucía dio un profundo y sentido suspiro. Tenía ya el pelo plateado por los años, los próximos que cumpliese en mayo serían los sesenta. Era una mujer delgada, de estatura media, pelo corto, amable, seria, cariñosa y muy católica.

Su nieta mañana cumpliría los quince, ya era toda una mujercita, Si bien, para ella seguía siendo su niña querida. No obstante, ya era más alta que Lucía, tenía el pelo largo, rubio y anillado. Era una niña madura, buena estudiante, le gustaba mucho el baile y la natación. De mayor quería ser médico, como sus padres. Era muy guapa, se parecía mucho a su madre. Y la tenía delante suplicándole que le abriese su corazón.

Lucía había disfrutado mucho con Alejandra estos últimos cinco años…

Volvió a suspirar. Su nieta llevaba razón en lo que le decía, ya tenía edad de saber la verdad. Sin embargo, le acababa de hacer las preguntas más difíciles de contestar a Lucía. Era su secreto y siempre pensó que estaría atada al silencio de por vida. Por el bien de todos era mejor ocultar la verdad. Si su historia saliese a la luz… ¡Qué locura!

Alejandra volvió a mirarla suplicante. Se lo rogaba con los ojos velados por las lágrimas. Ella veía a su nieta sufrir por no saber de su vida y se apenó. De repente, comprendió que no podía, ni debía negarse por más tiempo a contestarle lo que le inquietaba. Había llegado el momento de enfrentarse a los fantasmas del pasado. Con el dorso de la mano, se limpió las lágrimas, que seguían bajando silenciosas por sus mejillas. Se volvió a sentar en su sillón, tras tomar la dura determinación de abrirle a su nieta su corazón y confiarle todos sus secretos.

—De acuerdo, mi niña. Te lo contaré todo con una condición, debes prometerme que toda la historia de mi vida, no puedes contársela a nadie. Será un pacto de silencio entre nosotras. Voy a detallarte mi pasado, no obstante, esto no puede salir de esta casa. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, yaya, te doy mi palabra. Te prometo mi silencio. Mi boca estará sellada.

Así fue como esa tarde y sin imaginarlo ni en sueños, Lucía se preparó para abrir su caja de Pandora. Los secretos que guardaba bajo llave desde hacía cuarenta años. Los cuales imaginó nunca confesaría. Se movió inquieta en su sillón que, de pronto, había dejado de ser cómodo. En ese instante, el silencio reinaba en la estancia, solo el crujir de la lumbre y la respiración agitada de Lucía lo quebró. Volvió a suspirar mientras miraba a su nieta, esta esperaba anhelante a que empezase a hablar. Iba a ser muy doloroso para Lucía remover su pasado. Escarbar en esa parte de su vida que sepultó hace años dentro de su alma. Ya de poco iba a servir retrasarlo. Había llegado el momento. Tarde o temprano Alejandra lo averiguaría todo.

Pensándolo bien, lo mejor era que supiese la historia de su vida por ella misma. Además, andaba soñando con chicos, debía aconsejarla para que no la hiciesen sufrir, tanto como ella sufrió. La mejor forma de hacerlo era con el relato de lo que vivió en carne propia. Se levantó de nuevo, fue al baño, estaba nerviosa. Volvió a sentarse, bebió un buen sorbo de agua, se acomodó en su sillón y respiró hondo. Entrecerró los ojos, notó un pellizco en el estómago y un nudo en la garganta. Miró a su nieta con cariño. Y comenzó a relatarle la dura historia de su vida…

Capítulo 2
Sevilla, cuarenta años antes

Es primavera en Sevilla y sus calles se impregnan de olor a azahar. El humo del incienso ya se huele por el centro de la ciudad. Este año, 1964, la ciudadanía religiosa de Sevilla tiene una importante cita a finales de mayo. Coronan a la santísima Virgen Esperanza Macarena y la ciudad se engalana de fiesta para tal evento.

Dos jóvenes hermanas, Lucía y Rocío, pasean relajadas por la orilla del río Guadalquivir. Se sientan en el fresco césped y charlan muy dicharacheras sobre sus cosas cotidianas.

—¡Hermana, qué bien se está aquí! Me encantan estas vistas con Triana al frente. Aquí junto al río hace más fresquito. Mira, mira ese moreno que va corriendo, ¡es guapísimo! ¡Ay, me he enamorado! —exclamó Rocío entre risas, dándose suaves golpes con la mano en el pecho.

—Calla, loca, a ver si se va a enterar y como mire para acá, me muero de vergüenza — le contestó Lucía ruborizada por el descaro de su hermana.

Así, hablando y bromeando pasaban las dos hermanas la tarde del sábado. Relajadas les sorprendía el anochecer, cuando tras el paseo volvían a casa.

Lucía tiene veinte años, es bordadora y costurera. Es alta, no muy delgada, de ojos marrones claros, color miel. Tiene una larga melena, que le cubre toda la espalda hasta la cintura. Su pelo es castaño oscuro, le favorece bastante a su cara. Es tímida, noble y cariñosa. Tiene unas manos privilegiadas para la costura. Ella sueña con ser algún día diseñadora de moda. Se compra retales de tela y se inventa los modelos. Así que, se hace los patrones y se confecciona su propia ropa.

Es católica y sueña con conocer a un hombre bueno, trabajador, que la quiera y la haga feliz. También, por supuesto, casarse y tener hijos con él.

Desde pequeña, su madre la ha llevado algunas tardes al convento de Santa Isabel, donde las hermanas religiosas le enseñaron a coser y bordar como los ángeles. Lo mismo cose un traje de flamenca para la Feria de Abril, que borda un mantón de manila o una mantilla para Semana Santa. Lucía es educada, recatada y callada. «Ver, oír y callar», ese es su lema en el trabajo y le va bien. Pese a su juventud, es respetada y querida entre sus clientas. Le cose a gente de la alta sociedad sevillana. También es muy apreciada por las hermanas religiosas de la congregación, donde acude algunas tardes para ayudarlas en las labores de costura.

Lucía les trabaja a damas distinguidas de la ciudad, sobre todo por la zona del centro.

Tiene muchos encargos de mantones y mantillas en estas fechas de primavera. Asimismo, confecciona y borda el ajuar de algunas jóvenes casaderas de clase alta.

Su hermana Rocío tiene dieciocho años recién cumplidos, es más alocada y moderna que Lucía. Tiene buen cuerpo, su cabello es castaño claro y anillado. Su melena rizada le da la apariencia de chica traviesa. Le gusta mucho la pintura. Estudia arte y le fascina pintar al óleo. Los bodegones y paisajes son sus preferidos.

Rocío le da a su madre más quebraderos de cabeza que Lucía. Además de ser la menor, es muy zalamera, convirtiéndose en la niña mimada de la casa que al final siempre consigue lo que quiere. Su madre, a pesar de su rebelde forma de ser, la adora. Su hija pequeña solo piensa en divertirse y vivir la vida, como Rocío continuamente le recuerda, cuando esta la regaña. Tiene una mentalidad muy liberal para su edad. No le gusta mucho estudiar, así que su madre, en tono cariñoso, le aconseja:

—Hija, o estudias o trabajas, decídete, no puedes estar sin hacer nada. Mas, no te veo yo a ti dependiendo de un hombre que te mantenga toda la vida.

—¡Ay, no, madre! No necesito ningún hombre que me sostenga. Quiero estudiar arte, la pintura es mi pasión. Voy a buscar trabajo en alguna tienda para poder ayudaros a pagar mis clases —le confesaba a su madre, no con mucho interés por trabajar—. No obstante, después de las clases, me va a quedar poco tiempo y sin experiencia, no sé si encontraré algún trabajo que se adapte a mis necesidades.

—Rocío, pues manos a la obra, hija, el que algo quiere… —Y agarrándola por el brazo, su madre le seguía diciendo—: Mira tu hermana, no le falta la faena, está contenta con su trabajo, de camino, se ahorra un dinerito confeccionándose ella su ropa.

Las dos hermanas, pese a ser tan distintas, se llevan bien, apenas discuten. Lucía es muy noble, siempre cede ante los caprichos de su hermana. A veces, por no escucharla protestar constantemente y, también, porque ella es la mayor. Lucía se sofoca por la frescura y el modo de actuar de Rocío, sin embargo, adora a su alocada hermana menor y al final, se lo perdona todo.

Algunos domingos las vecinas salen a pasear por la barriada, para que se les acerquen los chicos a pretenderlas y las acompañen en el paseo, pero Lucía nunca va con ellas. No tiene ningún interés ahora mismo en conocer a nadie. Piensa que el amor no se busca, se encuentra. Ella para eso es muy romántica.

Lucía tiene una amiga, María Jesús, desde que eran pequeñas iban juntas al colegio y compartían los secretos, eran inseparables. El padre de María Jesús, trabajaba de guardabarrera en una estación de tren de Sevilla. Hace dos años, lo destinaron de jefe de estación a un pueblo de Castilla, llevándose a vivir con él a toda su familia. De esta manera, ahora las dos amigas solo saben de sus cosas por carta. Cada dos meses, se escriben y cuentan sus rutinas. Sin embargo, la vida de ambas es demasiado tranquila, sin nada especial que reseñar.

En la barriada hay un chico que mira mucho a Lucía. Él la quiere acompañar a pasear y cortejarla, si bien, a ella no le gusta, lo evita y no le sigue el juego. Incluso ha dejado de ir a los guateques de su barriada, pues este chico solo quiere acercarse para bailar con ella. No obstante, esto solo sirve para que su amiga María Jesús y ella se diviertan, cuando lo comentan en sus cartas, pues, el pobre chico, según Lucía, es bastante soso.

Desde hace un tiempo, Lucía guarda un secreto. Aún no lo ha compartido con nadie. Ni siquiera se lo ha contado a su amiga, ni a su hermana, por miedo a que se pudiese gafar. Hace un par de meses, en febrero, ha conocido a José, un chico del barrio de Triana.

El río Guadalquivir divide Sevilla en dos. En una orilla se encuentra el centro histórico de la ciudad y en la otra orilla del Guadalquivir, cruzando el puente, está Triana.

José cruza ese puente cada día, para ir a trabajar al centro de la ciudad. Es el mayor de cinco hermanos, de una familia humilde y trabajadora. Él, con su sueldo, colabora con sus padres en los gastos de la casa. Este había coincidido muchas veces al salir de su trabajo con una joven morena, guapa y de muy buen ver, a la que cada día saludaba con simpatía, pues se sentía atraído por ella. Cada mañana la esperaba para verla pasar. La observaba desde su trabajo. «Esta morena me tiene loco, la tengo que enamorar como sea», se decía para sus adentros. Esa morena era Lucía. Ella nunca le respondía al saludo, era muy vergonzosa. Solo aligeraba el paso con la cabeza agachada cuando lo veía o lo escuchaba piropearla.

 

Una tarde, José, desde la ventana del edificio donde estaba trabajando, la vio venir y decidió que debía ser osado y lanzarse a hablarle una vez más. Así que, al verla pasar, se animó y le dijo un piropo en voz alta:

—Morena, ¡ole los andares con garbo y salero! Hasta la Giralda se vuelve para verte caminar. Hasta el sol pierde brillo ante tus lindos ojos.

Lucía, roja como un tomate al escucharlo, no le contestó ni lo miró. Ella no hablaba nunca con hombres desconocidos. Su madre era muy estricta sobre este tema y la tenía bien aleccionada sobre ese particular. Eso no significaba que no se sintiese atraída por los hombres, a veces la piropeaban por la calle y se sentía alagada, pero en su interior se moría de vergüenza. Como toda joven, soñaba con su príncipe azul. Un hombre que la enamorase y le bajase la luna si ella se lo pidiese. Era romántica, mas ese hombre, aún no había llegado a su vida.

Lucía, inquieta por los piropos que en voz alta le decía José desde la acera de enfrente, cruzó con rapidez la calle con la cabeza agachada. Con los nervios no vio una motocicleta, que venía en la misma dirección por donde ella iba a cruzar y casi la atropella. Asustada e inquieta al ver la moto tan cerca, casi rozando su cuerpo, intentó esquivarla con celeridad, pero perdió el control y cayó al suelo. El motorista siguió veloz sin pararse siquiera a mirarla ni auxiliarla. No había pasado ni un minuto, cuando un chico fuerte la cogió entre sus brazos, la levantó de la calzada y con sumo cuidado la sentó en un escalón cercano.

—¿Cómo te encuentras? Perdona si te he molestado, no era mi intención ponerte nerviosa —se disculpó José. Ella conoció al instante la voz del joven que la había piropeado momentos antes.

—No estoy nerviosa —disimuló mal Lucía—, solo iba un poco despistada.

—Me llamo José y simplemente quería ser tu amigo. Siento mucho que por mi culpa, por yo distraerte, te hayas podido hacer daño. Casi te arrolla el tío ese.

—No te preocupes, de verdad, estoy bien. No es tu culpa. Solo iba distraída, con la cabeza pensando en otra cosa —le mintió Lucía, mientras intentaba levantarse.

—Menos mal que no te ha atropellado, si no me hubiese visto obligado a buscar al motorista por toda Sevilla —le dijo José con gracia, mientras le ofrecía la mano para ayudarla, pero ella la eludió.

Lucía, avergonzada, no se atrevía a mirarlo, aunque no pudo evitar sonreír al escucharlo. Entonces, con disimulo lo miró de reojo y se sorprendió. Era un chico guapísimo, de piel morena, ojos grises y con el pelo negro alborotado. Parecía sacado de un cuadro cordobés. Llevaba un pantalón azul marino y un jersey de pico marrón. Se notaba que estaba trabajando, pues tenía restos de yeso blanco en su ropa.

—Gracias, José, pero me tengo que ir. No me puedo entretener más —dijo impaciente.

Sentía una repentina prisa por alejarse de él. Su cercanía la inquietaba bastante.

Se levantó para irse y, al intentar andar, un dolor en el tobillo se lo impidió, casi se vuelve a caer de nuevo. José con un movimiento rápido la sujetó.

—No tengas prisa, espera un momento. Déjame verte el tobillo, creo que te lo has lastimado. —Sin dejarle decir nada, José empezó a masajearle el pie.

Después de un breve instante sintió alivio, sin embargo, se sentía aturdida, acalorada.

Ningún hombre le había tocado nunca. Sintió en su fuero interno que le gustaba ese contacto. Sonrojada lo siguió mirando de reojo, lo encontraba muy atractivo. Ya más aliviada se levantó, le dio de nuevo las gracias y se despidió con prisas. La proximidad y el olor de este joven la aturdían. «Huele a hombre», pensó Lucía inquieta. De repente, en un solo instante, algo nuevo se había despertado dentro de su ser y el culpable se llamaba José.

—Ya me encuentro mejor. Tengo que irme. —Y aunque cojeaba, necesitaba alejarse de él—. Gracias, José, yo soy Lucía.

—Encantado, Lucía, cuídate ese pie. Me alegro de haberte conocido —exclamó ofreciéndole la mano como saludo de presentación. Ella, esta vez, sí se la estrechó, aunque con cierto reparo.

Lucía se la aceptó por agradecimiento, no quería ser descortés. José se la apretó con suavidad y ella sintió un leve temblor que recorrió todo su cuerpo, como una descarga.

Todo el camino hasta su casa, e incluso el resto de la noche, no dejó Lucía de pensar en esos ojos grises que la miraban y en esas manos que la acariciaban con suavidad el pie. Incluso a la mañana siguiente se despertó alterada y excitada, había estado toda la noche soñando con él. Se sintió avergonzada del sueño tan sensual que había tenido. José le acariciaba todo el cuerpo con deseo y lujuria. Se levantó acalorada, intranquila, e incluso pensó si debía confesarse por ello. ¿Sería pecado lo que había soñado? Ese hombre con tan solo mirarla y acariciarle el pie había despertado una sensación nueva que ella antes no había conocido y la aturdía bastante.

Lucía se levantaba temprano, sobre las 7:30 h. Después de desayunar una rebanada de pan con aceite y un vaso de leche recién hervida, recogía su habitación, luego, se dirigía a su trabajo. Siempre antes de irse, le llevaba a su padre un vasito de leche a la cama y le daba los buenos días. Ella lo adoraba y le apenaba mucho verlo enfermo.

Ese día, José la esperaba en la misma calle que ella cruzaba cada mañana, para ir a trabajar. La vio venir, con un vestido de falda plisada color celeste y una rebeca azul, a esa hora de la mañana todavía hacía fresco. Llevaba unos zapatos de tacón bajo y el pelo recogido en una coleta. Estaba radiante. Al verlo, Lucía se ruborizó al recordar el sueño. Él la encontró muy guapa con las mejillas arrebatadas. Ansioso se acercó y le preguntó:

—Buenos días, Lucía. ¿Cómo estás? —le preguntó animado de volver a hablar con ella—. ¿Te duele mucho el tobillo? Veo que cojeas todavía un poco.

—Hola, José, no mucho. Solo es una leve molestia al andar, pero poca cosa. Gracias por socorrerme ayer —le contestó agradecida. Lo miró con reparo a esos ojos grises que la habían tenido en vilo toda la noche.

—¡Al menos eso valió para conocerte! Al final, voy a estar agradecido del motorista — exclamó sonriendo—. Espero que ayer te aliviaras con la frotación que te di. Yo he jugado mucho al futbol y algo sé de torceduras y masajes.

—Sí, me mejoró bastante, ya apenas me duele —le dijo casi en un susurro, al recordar como todo su ser vibró cuando él la acarició. Sintió que ese ardor volvía a recorrer de nuevo su cuerpo y sus mejillas volvieron a ruborizarse, cosa que no pasó inadvertida para José.

—Lucía, ¿trabajas por aquí cerca? —indagaba él, intentado intimar con ella, que cada vez le gustaba más.

—Sí, trabajo de bordadora y costurera para algunas señoras de este barrio.

—¡Ahora lo entiendo todo! Si es que, con esas manos tan bonitas, tenías que hacer solo cosas preciosas. ¡Debes bordar como los mismísimos ángeles!

Lucía no pudo evitar sonreír al escucharlo. «Es gracioso y agradable», pensó.

—¿Vives por aquí? —volvió a preguntarle José.

—Vivo cerca de la calle Feria, en el barrio de la Macarena —confesó pudorosa al darse cuenta de que le agradaba bastante hablar con él.

—¡Uy, tú macarena y yo trianero! Mal empezamos señorita —declaró con gracia. Había cierta rivalidad entre estas dos barriadas por sus hermandades y sus vírgenes. Sobre todo en Semana Santa—. Eso lo vamos a tener que compensar con un tranquilo paseo.

Ella soltó una carcajada, este chico era simpático y educado. Le gustaba su forma de hablar y decir las cosas, la hacía reír. Se sentía bien con su compañía.

Lucía notaba que su corazón, cuando lo miraba y escuchaba, le latía desbocado, como un potro salvaje en medio de una llanura, y su pulso se aceleraba. José la había socorrido y ayudado. Ella era una chica educada y estaba agradecida a él, eso era verdad.

«No debo negarme, solo va a ser un simple paseo, no hay nada de malo en ello», pensó e intentó convencerse de que solo sentía agradecimiento por él.

—¡Ah, eres de Triana! Pensé que vivías por aquí —le contestó ella sorprendida.

—No, vivo allí. Soy trianero de pura cepa y vengo al centro a trabajar cada día.

—Bueno, no suelo pasear sola con un hombre, pero te agradezco que me socorrieras. Un día de estos damos un paseo —le confirmó algo turbada y sin atreverse a mirarlo directamente.

—¿Por qué dejar para otro día lo que podemos hacer esta tarde? —le preguntó él, atrevido, mirándola directamente a los ojos.

—Está bien, si quieres esta tarde al terminar mi trabajo, tengo un rato libre.

—Aquí estaré esperándote, será todo un honor para mí. ¡Qué largas se me van a hacer las horas! —le anunció José con una sonrisa e ilusionado por haber conseguido lo que durante días había anhelado, una cita con su morena.

—Ja, ja, vale. Entonces, hasta después, José. —Lucía se alejó con una sonrisa en los labios y con esos lindos ojos grises grabados en su retina.

Ambos estuvieron pensando en el próximo encuentro todo el día. Deseaban que llegase el momento de encontrarse de nuevo para dar ese esperado paseo. De ese modo, llegada la hora señalada, se encontraron y pasearon juntos. Hablaron de sus vidas y quehaceres diarios. Lucía, poco a poco, fue perdiendo la timidez. Cada vez se sentía más relajada con su compañía. Era un chico muy agradable.