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David Copperfield

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Por primera vez sabía que aquella odiosa comedia de humildad era hereditaria en la familia Heep; había visto la cosecha, pero no se me había ocurrido pensar en la siembra.

-No era más alto que esto -decía Uriah- cuando aprendí a apreciar la humildad y a aprovecharla. Comía mis humildes patatas con buen apetito. No he querido llevar demasiado lejos mis humildes estudios, y me he dicho: «Sé terco». Usted me ofreció enseñarme latín; pero no soy tan tonto. Mi padre me decía siempre: «A las gentes les gusta dominar; baja la cabeza y déjales hacer». En este momento, por ejemplo, yo soy muy humilde, míster Copperfield; pero eso no impide que haya conseguido ya algún poder.

Todo lo que me decía (lo leía en su rostro a la claridad de la luna) era sencillamente para hacerme comprender que estaba decidido a servirse del poder aquel. Yo no había dudado nunca de su bajeza, su astucia y su malicia; pero únicamente entonces empecé a comprender todo lo que la larga violencia de su juventud había amontonado en venganza sin piedad en aquel alma vil y baja.

Lo que hubo de más satisfactorio en aquel relato repugnante que me acababa de hacer es que me soltó el brazo para poder volver a agarrarse la barbilla con las dos manos. Una vez separado de él estaba decidido a seguir en aquella posición. Andábamos a cierta distancia uno del otro, cambiando únicamente algunas palabras.

No sé lo que le había puesto contento, si era lo que yo le había comunicado o el relato que él me había hecho de su pasado; pero estaba mucho más animado que de costumbre. En la comida habló mucho; preguntó a su madre (a la que había relevado de su guardia cuando volvimos de nuestro paseo) si no era hora de que él se casara; y en una ocasión lanzó tal mirada sobre Agnes, que hubiera dado todo lo que tengo por poder aplastarle.

Cuando después de la comida nos quedamos solos míster Wickfield, él y yo, Uriah se lanzó más todavía. Había bebido muy poco vino; por lo tanto, no era eso lo que podía excitarle; debía de ser la embriaguez de su triunfo insolente y el deseo de demostrarlo en mi presencia.

La víspera ya había observado que trataba de hacer beber a míster Wickfield; pero Agnes me había lanzado tal mirada al dejar la habitación, que al cabo de cinco minutos propuse ir a reunimos con ella al salón. Estaba a punto de hacer otro tanto cuando Urialh se me adelantó.

-Vemos muy rara vez a nuestro visitante de hoy -dijo dirigiéndose a míster Wickfield, sentado al otro lado de la mesa (qué contraste entre las dos cabeceras)-, y si usted no tiene inconveniente podríamos beber uno o dos vasos de vino a su salud. ¡Míster Copperfield, bebo a su salud y por su prosperidad!

Me vi obligado a tocar, por fórmula, la mano que me tendía a través de la mesa; después cogí, con una emoción muy diferente, la mano de su pobre víctima.

-Vamos, mi querido socio -dijo Uriah-, permítame que le dé el ejemplo bebiendo también a la salud de algún amigo de Copperfield.

Pasé rápidamente sobre los diversos brindis propuestos por mister Wickfield: a mi tía, a míster Dick, al Tribunal de Doctores, a Uriah. Cada vez se bebía dos veces su vaso, aunque se daba cuenta de su debilidad, y luchaba vanamente contra aquella miserable pasión. ¡Pobre hombre! ¡Cómo sufría con la conducta de Uriah y, sin embargo, cómo trataba de agradarle! Heep, triunfante, se retorcía de gusto, hacía gala del vencido, del que desplegaba la vergüenza a mis ojos. Yo tenía el corazón oprimido; ahora todavía mi mano se niega a escribirlo.

-Vamos, mi querido socio; yo también voy a proponer otro brindis; pero pido humildemente que nos den vasos grandes. ¡Bebamos por la más divina de su sexo!

El padre de Agnes tenía las manos sobre su vaso vacío. Lo dejó en la mesa, y sus ojos se fijaron en el retrato de su hija; después se llevó la mano a la frente y se dejó caer en un sillón.

-Sé que soy un personaje demasiado humilde para atrevenne a brindar a su salud -repuso Uriah-; pero la admiro; mejor dicho, ¡la adoro!

¡Qué angustia la del padre, que apretaba convulsivamente su cabeza gris entre las manos para contener su sufrimiento interior mil veces más cruel de contemplar que todos los dolores físicos que pudiera sufrir nunca!

-Agnes -dijo Uriah, sin fijarse en el estado de míster Wickfield, o sin querer fijarse-, Agnes Wickfield, puedo decirlo, es la más divina de las mujeres. Es más, puedo hablar libremente entre amigos; se puede estar orgulloso de ser su padre; ¡pero ser su marido… !

Dios no permita que vuelva a oír jamás un grito como el que lanzó míster Wickfield levantándose bruscamente.

-¿Qué ocurre? -dijo Uriah, que se puso pálido como la muerte-. ¡Ah, vamos! Debe de ser un ataque de locura, ¿no, míster Wickfield? ¡Tengo tanto derecho como cualquier otro a decir que un día su Agnes será mi Agnes! Es más; creo que tengo más derecho que nadie.

Pasé mi brazo alrededor del cuello de míster Wickfield y le rogué, por todo lo que pude imaginar, que se tranquilizara; pero sobre todo se lo rogué en nombre de su afecto por Agnes. Estaba fuera de sí y se arrancaba los cabellos, se golpeaba la frente y trataba de rechazarme lejos de sí, sin contestar una sola palabra, sin ver nada, sin saber, ¡ay!, en su desesperación ciega, lo que quería, con la mirada fija y extraviada. ¡Qué espectáculo tan terrible!

Le supliqué, en mi dolor, que no se abandonara a aquella angustia y que me escuchara. Le suplicaba que pensara en Agnes, en Agnes y en mí; que recordara cómo Agnes y yo habíamos crecido juntos; ella, a quien yo quería y respetaba; ella, que era su orgullo y su alegría. Me esforzaba en poner a su hija ante sus ojos; le reprochaba el no tener bastante firmeza para evitarle el que se enterase de semejante escena. No sé si mis palabras surtieron algún efecto, o si la violencia de su cólera terminó por gastarse; pero poco a poco se tranquilizó y empezó a mirarme, primero sin pensar, después con un rayo de razón, y por fin me dijo: «Ya lo sé, Trotwood; mi hija querida y tú… , ya lo sé; pero él, ¡mírale!».

Me enseñaba a Uriah, pálido y tembloroso en un rincón. Evidentemente se había precipitado, y esperaba una cosa muy distinta.

-Mira a mi verdugo -repuso míster Wickfield-; al hombre que me ha hecho perder poco a poco mi nombre, mi reputación, mi tranquilidad, la felicidad de mi hogar.

-Decid más bien el que le ha conservado su nombre, su reputación, su tranquilidad y la felicidad de su hogar -dijo Uriah, tratando de arreglar las cosas con una expresión de enfado y desconcierto-. No se enfade, míster Wickf¡eld, si he llegado más lejos de lo que esperaba; retrocederé ¡ya lo creo! Y después de todo, ¿dónde está el daño?

-Ya sabía yo que tenía un objetivo en la vida —dijo míster Wickfield- y creía que estaba unido a mí por motivos de intereses; pero… ¡oh, lo que es este hombre!

-Haría usted bien obligándole a callar, Copperfield, si puede -exclamó Uriah volviendo hacia mí sus manos huesudas-. Va a decir, fíjese bien, va a decir cosas que después sentirá haber dicho y que usted mismo sentirá haber oído.

-Lo diré todo -exclamó míster Wickfield con acento desesperado-. Puesto que estoy en tus manos ¿por qué no he de ponerme en las del mundo entero?

-Tenga cuidado, se lo repito -repuso Uriah dirigiéndose a mí-; si no le hace callar es que no es usted su amigo. ¿Pregunta usted por qué no se pondrá en manos del mundo entero? Míster Wickfield, porque tiene usted una hija. Usted y yo sabemos lo que sabemos, ¿no es cierto? No despertemos al perro que duerme. No soy yo quien cometerá esa imprudencia. Puede usted ver que soy lo más humilde posible, y le digo que si he ido demasiado lejos lo siento. ¿Qué más quiere usted, caballero?

-¡Oh, Trotwood, Trotwood -exclamó míster Wickfield retorciéndose las manos-. ¡He caído tan bajo desde que lo vi por primera vez en esta casa! Estaba ya en esta pendiente fatal; pero, ¡ay!, ¡cuánto camino! ¡Qué triste camino he recorrido desde entonces! Me ha perdido mi debilidad. ¡Ah! ¡Si hubiera tenido la fuerza de recordar menos, o al menos de olvidar! El recuerdo doloroso de lo que había perdido al perder a la madre de mi hija se ha vuelto una enfermedad; mi amor por mi hija, llevado hasta el olvido de todo lo demás, me ha dado el último golpe. Una vez con esta enfermedad incurable he infectado a mi vez cuanto he tocado. He causado la desgracia de lo que más quiero. ¡Tú sabes si la quiero! He creído posible amar a una criatura del mundo excluyendo a todas las demás. He creído posible llorar a una que había dejado el mundo sin llorar con los que lloran. Así he perdido mi vida. Me he devorado el corazón en una tristeza cobarde, y él se venga devorándome a su vez. He sido sórdido en mi dolor, sórdido en mi amor, sórdido en el modo en que he escapado del lado oscuro del dolor y del afecto. Y ahora sólo soy una ruina. ¡Oh, mira, mira mi miseria! ¡Huye de mí! ¡ódiame!

Cayó en una silla y se puso a sollozar. Ya no le sostenía la exaltación de su pena. Uriah salió de su rincón.

-No sé todo lo que habré podido hacer en mi locura —dijo míster Wickfield extendiendo la mano como para suplicarme que no le condenase todavía-; pero él lo sabe; él, que ha estado siempre a mi lado para apuntarme lo que debía hacer. Ya ves la cadena que me ha puesto al cuello; le encuentras instalado en mi casa; le encuentras metido en todos mis asuntos. Ya le has oído hace un momento. ¿Qué más puedo decirte?

-No tiene usted necesidad de decir más, y mejor hubiera hecho usted no diciendo nada -repuso Uriah, en tono a la vez arrogante y servil-. No se hubiera puesto usted en ese estado si no hubiera bebido tanto; ya se arrepentirá usted mañana, caballero. Si yo también he dicho algo más de lo que debía, ¡vaya una cosa! Ha podido usted ver que no me he obstinado.

 

La puerta se abrió y Agnes entró suavemente, pálida como una muerta; pasó su brazo alrededor del cuello de su padre y le dijo con firmeza: «¡Papá, no te encuentras bien, vente conmigo! ».

Él dejó caer la cabeza en el hombro de su hija, como si estuviera agobiado de vergüenza, y salieron juntos. Los ojos de Agnes se encontraron con los míos, y vi que sabía todo lo que había pasado.

-No creía yo que iba a tomar la cosa así, míster Copperfield -dijo Uriah-; pero esto no es nada; mañana nos habremos reconciliado. Es por su bien. Yo deseo humildemente su bien.

No le contesté una palabra y subí a la tranquila habitación donde Agnes había venido tan a menudo a sentarse a mi lado mientras yo trabajaba. Allí permanecí hasta bastante tarde, sin que nadie viniera a hacerme compañía. Cogí un libro y traté de leer; esperé a que dieran las doce en los relojes, y leía todavía, sin saber lo que leía, cuando Agnes me tocó suavemente en el hombro.

-¿Te vas mañana temprano, Trotwood? Vengo a decirte adiós.

Había llorado; pero su rostro estaba ya bello y tranquilo.

-¡Que Dios te bendiga! -me dijo tendiéndome la mano.

-Mi querida Agnes -respondí-; veo que no quieres que te hable esta noche de ello-, pero ¿no podríamos hacer nada?

-Confiar en Dios -contestó.

-¿No puedo hacer nada, yo que vengo a aburrirte con mis pobres penas?

-Tú haces las mías menos amargas, mi querido Trotwood.

-Agnes, querida mía; es una gran pretensión por mi parte el pensar darte un consejo, yo que tengo tan poco de lo que tú posees tanto: bondad, valor, nobleza; pero ya sabes cuánto te quiero y todo lo que te debo. Agnes, ¿no te sacrificarás nunca a un deber mal comprendido?

Retrocedió un paso y dejó mi mano. Nunca la había visto tan inquieta.

-Dime que no has tenido semejante pensamiento, querida Agnes; tú que eres para mí más que una hermana, piensa en lo que vale un corazón como el tuyo, un amor como el tuyo.

¡Ah! ¡Cuántas veces he vuelto a ver después aquel dulce rostro y aquella mirada de un instante, aquella mirada donde no había sorpresa ni reproche ni resentimiento! ¡Cuántas veces he visto después la encantadora sonrisa con que me dijo que estaba segura de ella misma y que no había nada que temer; después me llamó su hermano y desapareció!

Todavía era de noche cuando al día siguiente subí a la diligencia en la puerta de la posada. El día comenzaba a despuntar, a íbamos a partir, cuando en el momento en que mi pensamiento se volvía hacia Agnes vi la cabeza de Uriah que se encaramaba a mi lado.

-Copperfield -me dijo en voz baja agarrándose al coche-, he pensado que le gustaría saber antes de su partida que todo está arreglado. Ya he estado en su habitación y está dulce como un cordero. ¿Ve usted? A pesar de lo humilde que soy le sirvo de algo; y cuando no está bebido lo comprende. ¡Qué hombre tan amable después de todo! ¿No es verdad, míster Copperfield?

Me esforcé y le dije que me alegraba mucho de que se hubiera disculpado.

-¡Oh!, de verdad -dijo Uriah-. ¿Qué importa pedir excusas? ¡Cuando se es humilde es tan fácil! A propósito: ¿supongo, míster Copperfield -añadió con una ligera contorsión-, que le habrá ocurrido alguna vez el coger una pera antes de que estuviera madura?

-Es probable -respondí.

-Es lo que hice yo ayer noche -dijo Uriah-; pero la pera madurará; no hay más que estar al cuidado. Puedo esperar.

Y agobiándome con sus saludos, se bajó en el momento en que el conductor subía al pescante. Según creo, iba comiendo algo para evitar el frío de la mañana; al menos, por el movimiento de su boca se hubiera dicho que la pera estaba ya madura y que la saboreaba haciendo chasquear los labios.

Capítulo 20 El vagamundo

Aquella noche tuvimos una conversación muy seria en Buckingham Street sobre los sucesos que he detallado en el último capítulo. Mi tía se tomaba el mayor interés y estuvo paseando de arriba abajo por la habitación, con los brazos cruzados, durante más de dos horas. Siempre que tenía algún disgusto ejecutaba una proeza semejante, y se podía saber la importancia de su disgusto por lo que duraba el paseo. En aquella ocasión estaba tan afectada, que necesitó abrir la puerta de la alcoba para tener más sitio, y recorría las dos habitaciones de un extremo a otro, mientras mister Dick y yo, sentados inmóviles al lado del fuego, la veíamos pasar por nuestro lado una vez y otra, con la regularidad de un péndulo de reloj.

Cuando mister Dick nos dejó solos a mi tía y a mí, para irse a la cama, yo me puse a escribir mi carta a las dos señoras. Entre tanto, mi tía, cansada de su paseo, se había sentado ante la chimenea, con la falda un poco remangada, como de costumbre; pero en lugar de poner el vaso sobre sus rodillas, lo dejó encima de la chimenea y se quedó con el codo derecho apoyado en la mano izquierda y la barbilla en la mano derecha, mirándome pensativa. Siempre que yo levantaba los ojos estaba seguro de encontrar los suyos.

-Te quiero más que nunca, hijo mío -me dijo-; pero estoy preocupada y triste.

Estaba demasiado preocupado con mi carta, y no me fijé, hasta después de que se hubiera acostado, de que había dejado intacta encima de la chimenea su «poción de la noche», como ella la llamaba. Cuando hice este descubrimiento, llamé a su puerta, y con más cariño que de costumbre me dijo:

-No he tenido ganas de tomarlo esta noche, Trot -y movió la cabeza y se encerró de nuevo.

A la mañana siguiente leyó mi carta para las tías de Dora, y la aprobó.

La eché al correo. Ya no tenía nada que hacer más que esperar con paciencia la contestación. Hacía una semana que estaba en aquel estado de expectación.

Una noche volvía de casa del doctor Strong.

Había sido un día muy crudo, con un viento norte que cortaba la cara. El viento había desaparecido al anochecer y empezaba a nevar; caían gruesos copos, que cubrían ya todo el suelo, y los ruidos se habían apagado como si las calles estuvieran cubiertas de pluma.

El camino más corto para volver a casa (y naturalmente el que tomé en semejante noche) fue el de la travesía de San Martín. La iglesia que da nombre a la calle está ahora aislada; pero antes sólo tenía espacio libre por la parte de delante, y la calleja torcía hacia el Strand. Cuando pasaba por delante del pórtico vi en la rinconada el rostro de una mujer. Me miró, cruzó la calle y desapareció. Yo la conocía, la había visto en alguna parte; pero no recordaba dónde. Algo que interesaba a mi corazón se asociaba con ella; pero como iba pensando en otra cosa cuando me la encontré, sólo tuve una idea confusa.

En los escalones de la iglesia había un hombre poniendo algo sobre la nieve y arreglándolo después; le vi al mismo tiempo que a la mujer. No había salido de mi sorpresa cuando el hombre se volvió y se encontró conmigo: estaba cara a cara con míster Peggotty.

Entonces recordé quién era la mujer. Era Martha, a quien Emily había dado dinero la noche aquella en la cocina. Martha Endell, al lado de la cual él no hubiera querido ver a su querida sobrina según me dijo Ham, ni por todos los tesoros ocultos en el mar.

Nos estrechamos la mano cordialmente; al principio ninguno de los dos podíamos decir una palabra.

-Míster Davy, ¡cómo me alegro de verle! ¡Qué feliz encuentro!

-Muy feliz, querido y viejo amigo -le dije.

-Había estado pensando ir a verle esta noche -repuso-; pero al saber que su tía está viviendo con usted (pues he estado por el lado de Yarmouth) he temido que fuera demasiado tarde, y pensaba ir por la mañana temprano, antes de volver a marcharme.

-¿Otra vez? —dije.

-Sí señor -replicó moviendo la cabeza con resignación-; me marcho mañana.

-¿Y dónde va usted ahora? -pregunté.

-¡Pchs! -replicó, sacudiendo la nieve de sus largos cabellos-. Voy por ahí…

En aquella época el establecimiento de La Cruz de Oro (tan memorable para mí en relación con su desgracia) tenía una puerta cerca de donde estábamos parados. Le señalé la verja, me agarré de su brazo, y nos dirigimos allí. Dos o tres de las salas del café daban al patio, y viendo una completamente vacía y con buen fuego, nos dirigimos a ella.

Cuando le vi a la luz observé que tenía los cabellos largos y revueltos y el rostro quemado por el sol; las arrugas de su rostro eran más profundas, y tenía todo el aspecto de haber vagado a través de los climas más distintos; pero todavía parecía muy fuerte y decidido a cumplir su propósito sin que nada pudiera cansarle. Se sacudió la nieve que cubría su ellas casi como si fueran los niños de Emily. ¡Oh mi querida pequeña Emily!

Se puso a sollozar en un repentino acceso de desesperación. Yo pasaba temblando mi mano por encima de la suya, con la que intentaba taparse el rostro.

-Gracias -me dijo-, no se preocupe usted.

Al cabo de un momento se descubrió los ojos y continuó su relato.

-A menudo por la mañana me acompañaban un momento por el camino, y cuando nos separábamos y yo les decía en mi lengua: «Muchas gracias, que Dios os bendiga», ellas siempre parecían comprenderme y me respondían con cariño. Por fin llegué a la costa. No era difícil para un marino como yo ganar su pasaje hasta Italia. Cuando llegué allí seguí errando de un lado a otro. Todo el mundo era bueno conmigo, y quizá hubiera viajado de ciudad en ciudad o a través de los campos si no hubiera oído decir que la habían visto en las montañas de Suiza. Alguien que conocía al criado los había visto a los tres; hasta me dijeron cómo viajaban y dónde estaban. Anduve día y noche, míster Davy, para encontrar aquellas montañas. Cuanto más avanzaba más parecían alejarse ellas. Pero las alcancé y las atravesé. Cuando llegué al lugar de que me habían hablado empecé a preguntarme: ¿Y qué vas a hacer cuando la veas?

El rostro que nos escuchaba, insensible al rigor de la noche, se bajaba, y vi a aquella mujer de rodillas delante de la puerta, con las manos juntas como para rezar, suplicándome que no la despidiera.

-Nunca he dudado de ella -dijo míster Peggotty-, nunca, ni un minuto. Sólo con que hubiera podido hacerle ver mi rostro, hacerle oír mi voz, recordarle la casa de que había huido, su infancia, sabía que, aunque hubiera llegado a princesa de sangre real, caería a mis pies. Lo sabía. ¡Cuántas veces en mi sueño la he oído gritar: « Tío, tío mío querido!» y la he visto caer como muerta ante mí. ¡Cuántas veces en mi sueño la he levantado diciéndole muy bajito: «Emily, querida mía; vengo a perdonarte y a llevarte conmigo! ».

Se detuvo, movió la cabeza, y después añadió con un suspiro:

-Él, él no es nada para mí. Emily lo era todo. Compré un traje de campesina para ella; sabía que una vez que la hubiera recobrado vendría conmigo por las carreteras rocosas; que iría donde yo quisiera, y que no me abandonaría jamás, no, jamás. Todo lo que quería era hacerle poner aquel traje y pisotear los que llevara, cogerla, como antes, en mis brazos y volver a nuestra casa, deteniéndonos a veces en el camino para que descansaran sus pies enfermos y su corazón, más enfermo todavía. Respecto a él, creo que ni siquiera le hubiera mirado. ¿Para qué? Pero todo esto no debía ser, mister Davy, no, todavía no. Llegué demasiado tarde: habían partido. Ni siquiera pude saber dónde iban. Unos decían que por aquí, otros que por allá, y he viajado por aquí y por allá; pero no la he encontrado. Entonces he vuelto.

-¿Hace mucho tiempo? -pregunté.

-Pocos días solamente. Vi a lo lejos mi viejo barco y la luz que brillaba en la ventana, acercándome vi a la vieja mistress Gudmige sentada Bola al lado del fuego. Le grité: « No tengas miedo; es Daniel», y entré. Nunca hubiera creído que pudiera sorprenderme tanto verme en mi viejo barco.

Sacó cuidadosamente de un bolsillo de su chaleco un paquete de papeles que contenía dos o tres camas y las puso encima de la mesa.

-Esta primera carta ha llegado -dijo separándola de las otras- a los ocho días escasos de mi partida. Había dentro, a mi nombre, un billete de banco de cincuenta libras. Lo habían echado una noche por debajo de la puerta. Había tratado de desfigurar la letra, pero conmigo no le valía.

Volvió a plegar con cuidado el billete y lo dejó encima de la mesa.

-Esta otra carta, dirigida a mistress Gudmige, ha llegado hace dos o tres meses.

Después de haberla contemplado un momento me la entregó, añadiendo en voz baja: «Tenga la bondad de leerla».

 

Leí lo siguiente:

« ¡Oh, qué pensará usted cuando vea esta carta y sepa que es mi mano culpable la que traza estas líneas! Pero trate, trate, no por amor mío, sino por amor a mi tío, trate de dulcificar un momento su corazón hacia mí. Trate, se lo ruego, de tener piedad de una desgraciada, y escríbame en un pedacito de papel si está bien y lo que ha dicho de mí antes de que haya sido prohibido pronunciar mi nombre entre ustedes. Dígame si por la noche, a la hora en que yo volvía siempre, piensa todavía en la que amaba tanto. ¡Oh, mi corazón se rompe cuando pienso en todo esto! Caigo de rodillas y le suplico que no sea conmigo todo lo severa que merezco… ; sé que lo merezco; pero sea usted buena y transigente; escribame una palabra y envíemela. No me llame ya « mi pequeña», no me den ya más el hombre que he deshonrado; pero tenga piedad de mi angustia y sea lo bastante misericordiosa para hablarme un poco de mi tío, puesto que jamás, jamás en este mundo le volverán a ver mis ojos.

Querida mistress Gudmige: si no tiene usted compasión de mí, pues tiene derecho a ello, ¡oh!, entonces pregúntele a aquel para el que soy más culpable, a aquel de quien debía ser la mujer, si debe usted negarse a mi ruego. Si es lo bastante generoso para aconsejarle lo contrario (y yo creo que lo hará, pues es todo bondad a indulgencia), entonces, entonces únicamente dígale que cuando oigo por la noche la brisa me parece que acaba de pasar por su lado y el de mi tío y que sube a Dios para llevarle el mal que hayan dicho de mí. Decidles que si muriera mañana (¡oh, cómo querría morir si me sintiera preparada!) mis últimas palabras serían para bendecirle a él y a mi tío y mi última oración por su felicidad.»

También en esta carta había dinero: cinco libras. Míster Peggotty había dejado intacta aquella suma, lo mismo que la otra, y volvió a doblar también el billete. Había también instrucciones detalladas sobre la manera de hacerle llegar una respuesta; se veía que varias personas habían intervenido para disimular mejor el sitio en que estaba oculta; sin embargo, parecía bastante probable que hubiera escrito desde el sitio donde le habían dicho a míster Peggotty que la habían visto.

-¿Y qué le han contestado?

-Como mistress Gudmige no está muy fuerte en escritura, Ham se ha encargado de contestar por ella. Le han dicho que yo había salido en busca suya y lo que dije al despedirme.

-¿Y eso es otra carta?

-No; es dinero -dijo míster Peggotty desplegando a medias diez libras-; como puede usted ver, hay escrito por dentro del envoltorio: « De parte de una amiga verdadera» . Pero la primera carta la habían echado por debajo de la puerta y esa ha venido por correo anteayer. Voy a buscar a Emily en la ciudad que pone en el sello.

Me lo enseñó. Era una ciudad a orillas del Rhin. Había encontrado en Yarmouth algunos comerciantes extranjeros que conocían aquel país, y le habían dibujado una especie de mapa para que comprendiera mejor las cosas. Lo puso encima de la mesa y me señaló su camino con una mano, mientras apoyaba la barbilla en la otra.

Le pregunté cómo estaba Ham. Sacudió la cabeza.

-Trabaja mucho -me dijo-. Su nombre es ya conocido y respetado en todo el país; todo lo que puede ser un hombre en este mundo. Todos están dispuestos a ayudarle, y lo comprenderá usted, porque ¡es tan bueno con todo el mundo! Nunca se le ha oído quejarse. Entre nosotros, mi hermana cree que ha sido un golpe muy fuerte para él.

-¡Pobre muchacho! Yo también lo creo.

-Míster Davy -repuso míster Peggotty en voz baja y en tono solemne-, Ham ahora desprecia la vida. Siempre que se necesita un hombre para afrontar algún peligro en el mar, allí está él; siempre que hay un puesto peligroso que cubrir, allá va el primero. Y, sin embargo, es dulce como un niño; no hay ni un niño en todo Yarmouth que no le conozca.

Reunió las cartas con expresión pensativa, las dobló lentamente y volvió a meterse el paquetito en el bolsillo. Ya no había nadie en la puerta. La nieve continuaba cayendo; eso era todo.

-Y bien -me dijo mirando su saco-, puesto que le he visto esta noche, míster Davy, y eso me ha consolado, partiré mañana temprano. Ya ha visto usted lo que tengo aquí -y ponía la mano encima del paquetito-; lo que me preocupa es que pueda ocurrirme una desgracia antes de haber devuelto este dinero. Si me muriera y este dinero se perdiera o me lo robaran y él pudiera creer que lo he guardado, creo que el otro mundo no podría retenerme; sí; verdaderamente creo que volvería.

Se levantó, y yo me levanté también, y nos estrechamos de nuevo la mano.

-Andaría diez mil millas, andaría hasta el día en que cayera muerto de cansancio, por poderle tirar este dinero a la cara. Sólo cuando pueda hacerlo y recobre a mi Emily estaré contento. Si no la encuentro, quizá un día sabrá que su tío, que la quería tanto, no ha cesado de buscarla más que cuando ha dejado de vivir; y si la conozco bien, no hará falta más para atraerla al antiguo hogar.

Cuando salimos a la frialdad de la noche vi huir delante de nosotros a la figura misteriosa. Retuve un momento a míster Peggotty para darla tiempo a que desapareciera.

Me dijo que iba a pasar la noche en una posada en el camino de Dover, donde encontraría buena habitación. Yo le acompañé hasta el puente de Westminster. Después nos separamos. Me pareció que todo en la naturaleza guardaba un silencio religioso por respeto hacia el piadoso peregrino que volvía a emprender lentamente su marcha solitaria a través de la nieve.

Volví al patio de la posada buscando con los ojos a aquella cuyo rostro me había impresionado tan profundamente; pero no estaba. La nieve había borrado la huella de nuestros pasos, y sólo se veían los que yo acababa de imprimir, y era tan fuerte la nevada, que también empezaban a desaparecer. Solamente daba tiempo a volver la cabeza para mirarlos por encima de mi hombro.