Novecientos noventa y nueve

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Novecientos noventa y nueve
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A Lizeth, Marlene Sofía y José Ángel,

que lo son todo, quienes me salvan del abismo.

…por los avatares de una accidentada investigación policíaca, le había tocado conocer por dentro el mundillo literario de su país, más pestilente aún que el de París en tiempos de Balzac, y mientras iba de un sospechoso a otro siguiendo pistas equivocadas había sufrido una larga cadena de decepciones, hasta perder la fe en los escritores.

El miedo a los animales,

ENRIQUE SERNA

Los niños, los jóvenes, cantaban y se dirigían hacia el abismo. Me llevé una mano a la boca, como si quisiera ahogar un grito, y adelanté la otra, los dedos temblorosos y extendidos como si pudiera tocarlos.

Amuleto,

ROBERTO BOLAÑO

1

Aquella madrugada en que cayó un escritor desde el décimo quinto piso fue el primer paso hacia el abismo. Me despertó el sonido de la alarma, eran las seis y media de la mañana. La apagué aún adormilado y di la vuelta estirando la mano: ella no estaba, en siete meses no me había acostumbrado a su ausencia. El clonazepam hacía que despertar fuera tan pesado como salir de una trampa de arena. Me quedé dormido veinte minutos más. Solía levantarme con migraña, por lo que el camino para recoger a mi pequeña de tres años, de la que había sido mi casa, era en sí una tortura. Siguiendo la rutina de los últimos meses, apenas toqué el timbre, mi casi exesposa salió a entregármela. Traía la pañalera en el hombro y me recriminó porque otra vez era tarde. Insistía en que debía pasar, a más tardar, a las 7:15, no solo porque el desayuno en la guardería era a las ocho en punto, sino porque ella llegaba tarde a su trabajo al otro lado de la ciudad.

—Apenas es la media —dije mirando el reloj—, ¿cómo estás?

—Me siento muy mal, tengo la presión baja y casi no dormí —respondió acariciando su vientre.

—Solo quedan dos meses para que nazca —agregué en un intento de consuelo.

—Ya váyanse por favor —contestó con enojo.

Alcé a la niña en brazos y la subí al auto.

Íbamos de camino cuando sonó mi celular, era el Lamebotas. Pensé que era demasiado temprano para que empezara a chingar. Teníamos ya años con sobrecarga de trabajo, todos los días había más casos de gente desaparecida, de robos, homicidios y cuerpos descuartizados dejados en cualquier calle. Al igual que todos mis compañeros en la Fiscalía, estaba exhausto y harto. Respondí cuando marcó por tercera vez.

—¿No puede esperar a que llegue a la oficina?

—Debes presentarte en Puerta de Hierro —dijo con calma, sin responder a mi tono que intentaba ser de reclamo—, en este caso has sido requerido tú específicamente, alguien cayó de un décimo quinto piso. Repórtate en el edificio Torre Maya, en avenida Empresarios cuanto antes. —Me extrañó que me solicitaran, incluso pensé por un momento que era una broma.

Llegué a la guardería cinco minutos después de la hora en que empieza el desayuno, pero las chicas que reciben a los niños me dijeron que ya no alcanzaba comida, que ya eran muchas veces y tenían órdenes de no aceptarla a esas horas si no venía alimentada. Estaba tentado a sacar mi identificación de policía y gritarles que tenía un asunto oficial, pero no fue necesario. Mi hija, al ver mi rostro, pareció entender lo que venía y con mucha tranquilidad les dijo que no tenía hambre, que así estaba bien. Ellas se compadecieron y me repitieron, entre dientes, que era la última vez. Al salir, di un portazo que resonó en toda la calle. A los pocos minutos me marcó la directora: había dañado el candado eléctrico y me cobrarían la reparación. Compré una Coca-Cola light y unos Pingüinos en la tienda de la esquina, tomé un par de pastillas de omeprazol del frasco que guardaba en la guantera y emprendí el camino desde Plaza del Sol hasta Puerta de Hierro.

Arribé al lugar casi a las diez de la mañana: si odias a alguien mándalo a recorrer avenida Patria en hora pico. El edificio se encontraba en la calle Empresarios, antes del inmenso coto de Puerta de Hierro, en ese pedazo de la ciudad que ya no parece Guadalajara, sino alguna urbe norteamericana. En la calle los forenses apenas se desperezaban con café, insensibles ante la mancha de vísceras y sangre desparramada en el pavimento. Uno de ellos se esforzaba por dibujar una silueta que pareciera, aunque fuera remotamente, un cuerpo. Entrar al lugar fue como pasar por la frontera.

—Agente investigador Nepomuceno Castilla —le repetí tres veces al guardia antes de que finalmente lo escribiera bien. Noté una sonrisilla en su rostro, me era conocida esa expresión. Se quedaron con mi identificación y me hicieron pasar por un detector de metales. Dejé mi pistola encargada allí, estaba casi nueva, fuera de un par de prácticas al año nunca la había usado.

Subí los 15 pisos en un elevador que se veía modernísimo: en vez de botones usaba una pantalla digital que además mostraba noticias financieras y de política. Lo único que rompía el plateado impecable era la certificación de seguridad, un letrero de plástico con la información de la última vez que fue revisado el aparato acompañada de la frase «Daría mi mano derecha porque usted esté seguro, la izquierda ya la di». Era el eslogan de una empresa dedicada a certificar ascensores que se hizo famosa unos años atrás.

Me llamó la atención lo silencioso del pasillo. En situaciones así te encuentras con los vecinos platicando a la espera del chisme, abrazándose unos a otros o destrozando la memoria de quien hubiera muerto, con niños correteándose y mascotas ladrando a todos los policías. Aquí solo había puertas cerradas. En el departamento del cual había caído el occiso los forenses se dedicaban al levantamiento de indicios. Un par de policías municipales me vieron con recelo, lo que era usual cada que nos llamaban a los de Fiscalía. Uno de ellos me pasó el informe de muy mala gana. La empresa de seguridad del edificio dio parte a las autoridades, la policía de Zapopan llegó en unos cuantos minutos y se encargaron de localizar el departamento desde el cual creían había caído aquel hombre.

No encontraron a nadie. Aseguraron la escena y nos notificaron. Ninguna persona había salido desde por lo menos una hora antes de la caída, y tampoco ningún visitante había entrado en toda la noche.

Me asomé por el balcón aferrado al barandal. La vista de la ciudad desde allí sería grandiosa de no haber sido por la contaminación, todo lo que se alcanzaba a ver era una enorme mancha de smog hasta el horizonte. Al regresar al interior del departamento observé en silencio la escena. Todo estaba en perfecto orden a excepción de tres números nueve pintados en la única pared sin un cuadro o foto.

La voz aguda y potente del comandante Rubio me sacó de mis pensamientos. Tenía sus ojos puestos en mí, parecían diminutos en medio de la carne acumulada en el rostro y la papada. Recordaba más a un conductor de autobús que a una autoridad policíaca. Atrás venía su Lamebotas.

—Se preguntará qué hace usted aquí, Castillo. —Forcé una sonrisa, ya hacía mucho que me había cansado de repetirle que mi apellido es con a al final.

—Exactamente, comandante —contesté observando el sudor en sus axilas y su prominente barriga. Toqué mi propia panza; al ritmo que iba pronto lo alcanzaría.

—Lo asignamos a este caso en particular porque se supone que usted es el experto en este tipo de temas, mínimo desquite lo que invertimos en usted.

Yo estaba harto de ese chiste que era en realidad un reclamo. Se refería a un diplomado en asesinos seriales que había tomado en la Universidad Estatal de Michigan cinco años antes, justo cuando él fue promovido. Me había ido con el apoyo de mi anterior jefe, y al regresar me encontré no solo con el enojo de Rubio, quien aseguraba que la Fiscalía no estaba para ese tipo de gastos, sino que estaba convencido de que yo no había probado merecer tal inversión. Además solía repetir que «ese tipo de locos» eran un problema de los gringos, aquí mis estudios eran un desperdicio.

—El muerto es un escritor llamado Raúl Volta —dijo alcanzándome una carpeta—, ha de ser famoso porque me despertaron a las cinco de la mañana. Además los administradores del edificio nos han pedido que seamos lo más discretos y rápidos posible. Necesito este caso resuelto a la brevedad, es obvio que esto fue un suicidio, típico de esta gente.

—¿Esta gente?

—Ya sabe, los que se la viven en libros.

—¿Y qué me dice de ese número en la pared? —pregunté apuntando con la carpeta en mi mano como si fuera un detalle sutil.

—¿Qué con eso? —respondió moviendo su cabeza— Una prueba más de que estaba trastornado y por eso se dio un clavado al pavimento.

—Pues si está tan seguro del suicidio, ¿por qué quiere que yo lo investigue? —cuestioné mirando superficialmente las hojas en mis manos.

—Por esto —dijo Rubio y me pasó otra carpeta. La fecha en el documento indicaba un par de meses atrás, era el caso abierto sobre la desaparición de una mujer. Levanté el rostro para toparme con la expresión de pocos amigos del comandante y el Lamebotas, seguí leyendo ante su silencio. Finalmente encontré la razón para asignarme, esa mujer era profesora de literatura y, además, escritora.

—¿De verdad creen que haya una relación? —pregunté extrañado de la perspicacia de mi superior, él solía exigirnos resolver los casos por la vía más simple. Mi costumbre de buscar relaciones entre casos de homicidio para encontrar patrones era algo que él odiaba.

 

—¡Claro que no! —respondió Rubio como si yo hubiera dicho una tontería—. Pero algunas personas importantes están presionando, quieren que aseguremos que es casualidad que dos escritores hayan muerto en el lapso de unas semanas. Cierre pronto el caso Castillo, ya sabe que hay mucha chamba en la oficina.

Me quedé inmóvil y pensativo mientras él salía del departamento con el Lamebotas detrás. Apenas vi la sombra paquidérmica del comandante Rubio atravesar la puerta, me dediqué a ayudar a los forenses a levantar indicios.

El orden en la habitación era desconcertante: la ropa estaba perfectamente doblada junto a la cama, en las maletas no encontré más que prendas de vestir, en una mochila solo libros, la laptop permanecía en un escritorio, encendida y bloqueada. Lo usual en estos casos es encontrar una nota o carta póstuma, pero aquí incluso había una taza con café a la derecha del ratón. Todo señalaba interrupción: la escena no cuadraba con alguien que intentó acabar con su vida. Guardé la computadora para que la revisara el área de Policía Cibernética. No encontramos su celular, lo cual nos complicaría el rastreo de llamadas y contactos que tuvo.

Según los de la empresa de seguridad privada, la víctima llegó poco después de las cuatro de la tarde del día anterior y después no tuvo visitas. Además, no salió ni entró nadie ajeno al edificio. Cuando empecé a interrogar a los vecinos me sorprendió la indolencia de cada uno de ellos, se mostraban irritados por ser interrumpidos en sus rutinas. Incluso algunos me amenazaron con usar sus influencias para que los dejara en paz. Parecía un lugar perfecto para matar a alguien. Después de intentarlo con algunos vecinos decidí dejar eso para después, perdería por lo menos un día en obtener declaraciones.

Regresé al interior del departamento. En ese momento pensé que era fácil establecer un suicidio, pero había algo que no me cuadraba. Con una hipótesis, más cercana a un presentimiento que a una certeza, busqué señales de lucha. No vi rastros de que la puerta hubiera sido forzada ni de una pelea cuerpo a cuerpo. Cuando ya daban las cuatro de la tarde recibí una visita: el senador Fernando Bianchi en persona, mi anterior jefe.

—¿Cómo vamos? —preguntó mientras entraba al departamento. Sus guardaespaldas se quedaron en el pasillo.

—Creo que fue homicidio —respondí dudando de si Rubio ya había hablado con él.

—¿Está seguro? —insistió.

—Aún no —confesé.

—¿De verdad cree que alguien lo arrojó? —expresó al asomarse al balcón—. Si vas a matar a alguien, nada tan fácil como una bala.

—Supongo —contesté sorprendido de su cinismo—. ¿Puedo ayudarle en algo? —pregunté procurando mantener una sonrisa amistosa, noté en su mirada que él no se acordaba de mí.

—Estoy por comer con mi hijo, vive en el edificio —comentó mientras miraba fijamente los tres números nueve en la pared—. Pensé que tal vez podía pasar a saludar a quien fuera que estuviera a cargo, ya sabe, por los viejos días en la Fiscalía General.

—Claro. ¿Cree que su hijo quiera dar declaración? Todos en este edificio han estado reacios a siquiera abrirme la puerta.

—Me temo que ayer no se encontraba aquí —respondió—, estaba de viaje y llegó hace un par de horas, dudo que pueda decirle algo útil. La comida es para charlar con él y verlo. Ya sabe, podrán tener tres décadas pero siguen siendo nuestros pequeños niños.

—Entiendo.

—Pero, debo confesar algo —dijo antes de emitir un suspiro—, la curiosidad no es lo único que me ha traído aquí. Supongo que ya le informó su comandante de la escritora desaparecida hace dos meses. La Universidad ya estaba haciendo presión, pero la noticia de que falleció un escritor famoso se regará como pólvora. Además, están los dueños de este edificio que se preocupan mucho por su imagen. Varias personas me han pedido que intervenga.

—Puedo imaginarlo —comenté suponiendo a donde iba esa conversación.

—¿Cuánto necesita para resolver el caso? —agregó después—. ¿Cinco días?, ¿una semana?

—No lo sé —dije intentando verme ecuánime—, no solo estamos desbordados de casos, sino que el plazo para resolver un crimen de estas características suele ser de por lo menos tres meses. Una semana parece una locura.

—¿Tres meses? No chingue —comentó dándome una palmada en la espalda—. Esto es una asignación sencilla, aquí no hay mucho que investigar. Apenas es lunes, resuélvalo para el fin de semana. La Feria Internacional del Libro empieza en trece días, ya me llamó su directora en persona y no quieren a la gente nerviosa.

—Lo veo difícil —respondí sin ánimos.

Él sonrió guiñándome un ojo, con una expresión que me pareció demasiado ensayada, y salió del lugar.

Seguí buscando indicios, parecía que estaba en esta investigación solo para confirmar una historia oficial que permitiera salir del paso. Después de un rato de analizar la escena, me llamó la atención un libro tirado bajo el sillón. Se llamaba Los investigadores terribles escrito por Arturo Belano. Nunca había oído de él. Tomé el libro, el lomo tenía marcados los dobleces, separadores de páginas en diversos lugares y se veían anotaciones en los márgenes. No tenía manchas de sangre o algo que sugiriera que fuera relevante, por lo que lo puse sobre la mesa.

Faltaban cuarenta minutos para las seis, pensé que tenía tiempo de sobra para pasar por mi hija a la guardería. No contaba con que el tráfico de avenida Patria era, después de las cinco, tan terrible como el de la mañana. Llegué casi una hora tarde. No me molestó tanto el pagar recargos, ni las miradas acusadoras de las muchachas que entregaban a los niños por la tarde, sino la discusión con mi casi exesposa donde me reiteraba la importancia de los horarios y mis responsabilidades. Al llegar a mi departamento di un par de golpes en la mesa de la cocina antes de tomar mis pastillas, cené media caja de cereal, un par de cápsulas de omeprazol y mis medicamentos para dormir. La rutina de un día cualquiera, excepto que aquel caso seguía en mi cabeza. La imagen con los tres nueves flotaba ante mis ojos cuando ya solo quedaba oscuridad en el cuarto.

2

Llegué a las oficinas del ministerio público en la Zona Industrial tras repetir la rutina matutina: la migraña, recoger a mi hija y la presión del tráfico. Yo pertenecía a la Unidad de Investigación de Homicidios Dolosos, la cual se encontraba, al igual que otras, saturada de trabajo. Simplemente llegar a mi cubículo era abrumador: columnas de carpetas de anillos y folders se levantaban hasta casi medio metro en el escritorio, cajas de archivo ocupaban todo el suelo. Sentarme en la silla era un logro. Sin embargo, esa mañana había un detalle distinto: en el teclado de mi computadora estaba un mensaje, el comandante Rubio quería verme apenas llegara. No me sorprendió tanto su interés en el caso, sino que estuviera antes del mediodía en la Fiscalía, incluso había llegado antes que yo. Realmente estaban presionándolo.

Toqué la puerta de su oficina y me abrió el Lamebotas con una sonrisa que me recordó a una zarigüeya, una recién despanzurrada en la carretera. El lugar era enorme comparado con los cubículos amontonados en nuestra área de trabajo. Un par de litografías de Salvador Dalí adornaban las paredes, acompañadas de numerosas fotos enmarcadas de mi jefe con distintos políticos y burócratas. Él, con su masa acomodada con desparpajo sobre la silla giratoria, detrás del amplio escritorio que permanecía perfectamente ordenado, con solo una bandeja de pendientes y una laptop plateada de última generación, esperaba a que yo tomara asiento.

—¿Qué encontró, Castillo? —preguntó desde el fondo de una garganta rodeada de tanta papada que no permitía la ilusión de movilidad.

—No mucho, creo que fue homicidio, pero tampoco se puede descartar la línea del suicidio.

—¿Qué lo hace pensar en un homicidio? —Reviró con su rostro brillante de sudor.

—Los indicios muestran que lo interrumpieron mientras trabajaba en su computadora, además no encontramos medicamentos que insinúen algún padecimiento mental, tampoco nota alguna de despedida.

—Tengo entendido que la empresa de seguridad declaró que nadie entró ni salió del edificio sin identificarse, aseguraron que no recibió visitas.

—Es un edificio muy grande, el asesino bien pudo entrar acompañando a un condómino, o incluso ser alguno de ellos.

—¿Está acusando a los habitantes de uno de los edificios más exclusivos de la ciudad de ser asesinos? —gritó el comandante dando un fuerte manotazo en la mesa.

—No podemos descartar la posibilidad, además es desconcertante que no encontráramos rastros ni de su celular ni de la lata de pintura con que se escribieron los tres nueves en la sala.

—¡Y dale con ese pinche número! —gritó de nuevo dando ahora un golpe con el puño en la mesa—. Pudo haberlo pintado en pleno estado de locura, incluso puede ser que ya estuvieran pintados allí desde antes. La gente de dinero tiene gustos peculiares para adornar.

—Los forenses me aseguraron que la pintura tenía menos de doce horas, bastó rasparla un poco.

—Pudo haberlos arrojado desde el balcón antes de lanzarse él —interrumpió el Lamebotas—, desde el décimo quinto piso seguro se hicieron cachitos.

—Los forenses inspeccionaron el área cuidadosamente —respondí con una mirada equivalente a una mentada, no necesitaba de sus «inteligentes» deducciones.

—El problema —comentó Rubio resoplando como toro de lidia—, es que usted ya le dijo al senador Bianchi que en cinco días resolvería el caso.

—Él me asignó ese plazo, yo le respondí que teníamos demasiado trabajo.

—Pues parecía muy convencido de que usted cumpliría. Pero no se preocupe, si no lo logra sencillamente le asigno el caso a otro investigador —Después amplió sus labios en una sonrisa—, y así tendré un motivo para chingármelo.

—¿Puede alguno de mis compañeros apoyarme a levantar declaraciones en el edificio? —insistí antes de que terminara por correrme de su oficina. Él me miró alzando las cejas, pensé que volvería a gritar, pero le dio la orden al Lamebotas de asignar esa tarea a alguno de mis compañeros.

Mientras caminaba de regreso a mi escritorio repasaba sus últimas palabras. «Chingarme» ya no era solamente despedirme que, considerando la situación con Esther y que estaba por tener un hijo, era una terrible amenaza, pero además implicaba que me podría bloquear para casi cualquier otro trabajo, o incluso, inculparme de algo. No sería la primera vez, había sido testigo de compañeros que terminaron en la cárcel solo por enfrentarlo. Tenía años en su mira, a veces pensaba que era una especie de hobby: hacerme la vida nefasta.

Al regresar a mi cubículo encontré una hoja del calendario del mes pegada con cinta adhesiva a mi monitor. El viernes en que se cumpliría el plazo del senador Bianchi tenía una equis marcada en rojo. Los chismes del «radiopasillo» se propagaban con velocidad. La carrilla y bromas pesadas eran comunes en las fuerzas policíacas y nuestra área no era la excepción.

Seguí la investigación sobre el escritor muerto en los sistemas policíacos. Prácticamente no encontré nada, nunca había sido arrestado. Seguí con los buscadores de internet y en redes sociales: sus primeros premios literarios los obtuvo a los 16 años, su primera novela la publicó a los 19, reseñas de sus libros que declaraban que Raúl Volta era «un terremoto en la literatura mexicana, una hecatombe que cimbraría a las letras hasta volverlas polvo de imprenta». Leyendo distintas páginas que compartieron la noticia de su deceso, entendí parte de la presión para resolver el caso. El libro que estaba por estrenar era una especie de novela, al mismo tiempo que reportaje, sobre un caso de secuestro de hacía unos años. Dejaba mal tanto a políticos como al sistema judicial. Para ese momento ya algunos aseguraban que lo habían matado como venganza.

Lo siguiente era entrevistar a familiares, amigos y compañeros de trabajo para saber si el probable suicida tenía problemas amorosos, económicos o médicos. O en caso de asesinato, para saber si tenía enemigos. Según su agente literario, el escritor estaba en la ciudad de visita, dando un curso llamado «Cómo escribir novela de no ficción», que iba a concluir en pocos días. Después se quedaría un par de semanas más, hasta el final de la Feria Internacional del Libro. Venía adjunta una numerosa lista de actividades. Cuando le cuestioné por qué se quedó en un departamento en vez de un hotel, me respondió que el mismo Volta se lo había solicitado, no era la primera vez y al parecer tenía predilección por esta opción ya que sentía más tranquilidad. No me convenció del todo.

 

Mientras más información obtenía, menos claro era el panorama. La víctima era un escritor prolífico, cosmopolita e inteligente, se movía en los círculos correctos y parecía lo suficientemente ambicioso como para entablar amistad con quien debía. Tan solo entre familia, colegas y conocidos, me configuraban una lista enorme. Después de pasar toda la mañana frente al monitor no tenía ninguna respuesta, pero había empeorado mi migraña.

Dado que la mayoría de sus allegados estaban en Ciudad de México, pensé en revisar sus redes sociales. Esa parte de la investigación la conducían los del Departamento de Policía Cibernética, pero era una solicitud que, debido a la carga de trabajo y la misma burocracia, tomaba por lo menos una semana. Podía intentar presionar a Rubio para que me apoyara con la orden, pero no tenía idea de si serviría de algo. Por si acaso seguí los procedimientos. El listado de llamadas realizadas y recibidas en su número de celular era un trámite que tomaba entre dos y tres días hábiles, también tendría que esperar. No me quedó más remedio que seguir un camino tradicional: investigar a sus conocidos para ver si alguien tenía un indicio que me permitiera avanzar con la línea del asesinato.

Armé una lista de personas «prioritarias» para investigar. Pasé el resto de ese día obteniendo declaraciones telefónicas, las cuales alejaban aún más la hipótesis de un suicidio. Sus familiares y amigos coincidían en que se encontraba en un buen momento anímico: no solo tenía regalías por sus libros y traducciones, una novela en proceso por la cual ya le habían dado un adelanto y cursos por los cuales cobraba altísimas cuotas, también tenía una beca nacional que le aseguraba una cantidad mensual considerable. Era soltero y nadie le conocía, o quiso darme, el nombre de alguna pareja formal. Pensé en que esa era razón suficiente para descartar esa línea de investigación, solo los casados tendríamos razones para tirarnos de un décimo quinto piso.

Tratar de hablar con sus colegas y compañeros de profesión resultó más caótico: algunos estaban de viaje o argumentaban estar muy ocupados, unos aún estaban en duelo por la noticia, muy tristes o desconcertados, otros habían pasado del velorio un día antes a un bar y su excusa era la cruda. La mayoría desconfiaban de la policía. Cuando les preguntaba si le conocían enemigos, ninguno tuvo reparo en acusar a otro colega. Había muchos que parecían odiarlo, pero ¿sería suficiente para matarlo?

Investigué en las bases de datos de la Fiscalía sobre el departamento, era obvio que Volta solo era una visita. Resultó pertenecer a un joven hijo de una familia de industriales que ni siquiera estaba en el país. Él lo rentaba para que su padre no dijera que era un inútil sin ingresos propios. Cuando le pregunté si conocía al escritor su respuesta fue que no, sencillamente él lo había rentado mediante una aplicación de celular. Le indiqué que por ley no podía usarlo hasta que se terminara la investigación, ni siquiera pareció molesto.

Esa tarde, antes de volver a trabajar sobre algunos de los casos que tenía abiertos, pues no podía dejarlos de lado, leí el expediente de la profesora Margarita Vedeu. Su caso había sido atraído por la Unidad Especializada de Búsqueda de Personas Desaparecidas. Esto me restringía la información pues era un departamento distinto al mío. Revisé todo lo que habían hecho, o por lo menos capturado en el sistema: entrevistas a personas cercanas, establecimiento de líneas de investigación, indicios encontrados. La comunidad universitaria se había inconformado con marchas y desplegados. La presión solo hizo efecto para dar una resolución que se estaba volviendo la principal respuesta de ese departamento: había sido secuestrada por personas pertenecientes al crimen organizado. Se inculpó a un par de alumnos, que eran minoristas de sustancias prohibidas en el plantel donde ella daba clase y se le dio carpetazo. La única relación entre ellos era que se hacían llamar «escritores», contactos en común en las redes sociales y un libro donde habían aparecido cuentos de ambos. No parecía haber más conexión, y aunque existiese, dos víctimas no eran suficientes para creer en un asesino serial. Ni siquiera para llamarlo así.

Transcurrió el resto del día entre llamadas, informes forenses oficiales y reportes de indicios. Los casos de personas asesinadas se me acumulaban sobre el escritorio, al igual que a mis compañeros. Llegaba el momento donde era imposible discernir si uno estaba trabajando el caso de un cuerpo encontrado en el fondo de la barranca o el de alguien atacado a balazos en un restaurante de mariscos. Mi migraña volvía cada tarde al intentar dar claridad a, por lo menos, uno de esos rompecabezas.

Ya cerca de la hora de salida, momento en que debía ir a recoger a mi hija, recordé el número pintado en rojo en aquel departamento. Lo busqué en internet, pero tal como imaginaba, resultó una cifra muy vaga. Me encontré que era el nombre de un grupo de punk británico, de un videojuego de última generación, de un asteroide famoso y el de una sociedad de personas de alto coeficiente intelectual. Si era un mensaje de Volta, ¿qué había querido decir? Si era algo escrito por su asesino, ¿qué tipo de amenaza implicaba? Casualmente, una de las ligas me mostraba una canción del grupo llamada «Homicide». Existían días en que estaba convencido que la principal herramienta para resolver un caso en este país era el azar.

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