Buch lesen: «María y el fuego»

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MARÍA Y EL FUEGO

© 2021, Carmen García Palma

© Neón, septiembre 2021

Neón Ediciones es un sello editorial del grupo ebooks Patagonia

@neonediciones

www.neonediciones.com

San Sebastián 2957, Las Condes

Santiago de Chile

RPI Nº 2021-A-3192

ISBN Edición Impresa: 978-956-9984-22-8

ISBN Edición Digital: 978-956-9984-23-5

Editora: María Paz Rodríguez

Asistente editorial: Katherine Hoch

Diagramación: Carolina Zúñiga

Arte de portada: Josefina Gajardo

Créditos de la foto de autora: Carla Mc-kay

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Le agradecemos la compra de este libro, ya que apoya al autor y al editor, estimulando la creatividad y permitiendo que más libros sean producidos. La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización del editor.

Proyecto financiado por el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, Convocatoria 2020


A Santino, gracias por traer el fuego

«Jadeantes de niebla y agotados, los árboles se yerguen en este mundo irreal, en una miseria irreal; y yo, como en la estrofa de un poema en una lengua extranjera que no entiendo, estoy allí, profundamente asustado».

Werner Herzog

Índice

María y el fuego

Un paso más cerca del mar

El idioma de las cuevas

El unicornio

Aullido

Noches sin luna

Graznidos en el cielo

Ningún otro lugar en el que estar

La hora correcta

Al ritmo de sus pulsaciones

María y el fuego

Me aferré a María, o quizás, a la idea de María como quien se abraza a un árbol viejo, con un poco de compasión, pero también porque había algo en ella que me devolvía a la vida. Al menos eso era lo que yo creía. Lo cierto es que de ella vi sólo lo que quería ver. Como una proyección equivocada de todo lo que me hacía falta.

Antes de eso, sólo nos habíamos visto algunas veces, siempre con más gente, siempre de lejos. Su pelo era una marca, un punto de referencia en la multitud. María era parte de un decorado, una escenografía por la que transitaba a veces. Podía verla en el fondo, de la misma manera en que se identifica una calle o una plaza en la que no tenemos ningún recuerdo en particular.

Sabía por Manuel, un amigo en común con el que me acostaba a veces, que pintaba. María pintaba cuadros que exponía en galerías de escasa reputación, donde asistían personas que en vez de mirar las obras, iban a mostrarse a sí mismas. Nuestro amigo me contaba del trabajo de María, dejando entrever una secreta admiración por los lugares a los que ella llegaba; una forma de misterio a la que él no había accedido.

Eso hasta los fuegos. Fuegos que empezaron a ocurrir de pronto.

Comenzaban de la nada.

En distintos lugares de mi casa, a diferentes horas. A veces veía cómo se encendía una pequeña chispa, que luego se volvía fuego. Otras, llegaba cuando ya el fuego había comenzado. Nunca era algo agresivo, siempre eran sutiles, como si sólo fuesen pequeños llamados de atención.

Esas primeras semanas tuve miedo. Pensaba que había una fuerza maligna que hacía que esos fuegos comenzaran. Luego me empecé a acostumbrar a ellos y los recibía como se recibe a un invitado al que estábamos esperando.

Cuando se lo comenté a Manuel no pareció sorprendido. Esbozó una leve sonrisa, como si supiera algo que yo no. Un típico juego de Manuel en el que yo ya no caía. A eso le atribuía que la extraña relación que manteníamos continuara en el tiempo. Un tiempo que había sido especialmente desolado para mí, donde había dejado ir muchas de las cosas que me sostenían. Pero no Manuel. Él había sobrevivido a esa avalancha de cortes en mi vida. Supongo que nos servíamos el uno al otro. Funcionábamos sin ataduras, sin expectativas, en un limbo de sobrevivencia que llenábamos con películas y alcohol.

Y sin embargo lo había aprendido a conocer lo suficiente. Conocía sus mecanismos. Cómo seducía de una manera poco ortodoxa. Lo había transformado en un deporte. Había muchas chicas que caían ahí, a mí no me importaba realmente. Tampoco me interesaba lo que tuviera que decir acerca de mis fuegos. Yo estaba bien con ellos. Los atesoraba como si de pronto hubiese llegado a mi puerta un perro, pequeño y frágil, y yo lo hubiese dejado entrar, para luego aparecer en distintos lugares de mi casa.

Pero Manuel no me pudo dejar en paz con mi perro-fuego. Tuvo que abrir su boca. Entonces empezó a hablar de las pinturas de María, de su técnica, de cómo hacía que el óleo se viera vivo con esos brochazos gordos y espesos que daba a la tela.

—¿Y eso qué tiene que ver con mis fuegos? —le pregunté con impaciencia, acentuando el «mis», como diciéndole no te metas con mis fuegos y a la vez, basta de hablar estupideces, a mí qué me importan María y su técnica.

—Sucede —comenzó a decir, pausadamente, retomando el fastidioso jueguito del misterio— que justo María está pintando fuegos.

Entonces sí captó mi atención el muy maldito. Se dio cuenta y lo empezó a disfrutar.

Lo miré con desconcierto. ¿Cómo era posible que algo así ocurriese?

—No es primera vez que María pinta cosas que luego pasan. Suena inverosímil, pero lo he visto ocurrir antes. Deberían juntarse las dos, conversar. No sé. Quizás descubran algo.

Fue entonces cuando la empecé a ver de otra forma. Ya no era parte del paisaje, ahora María parecía un mensajero del más allá, como si tuviera la respuesta a ese misterio que algo de sentido me había devuelto. ¿Qué era lo que seguía insistiendo en aparecer sin ser llamado? Decidí averiguarlo. Hacerlo era darle un pequeño objetivo a mi vida, como ponerle un motorcito, una pila que sabemos va a durar un determinado tiempo, para una única función. Eso me bastaba. Nada parecía tener demasiado sentido entonces y tratar de encontrarle uno a las apariciones me daba algo en qué pensar. Algo en qué creer.

Un día decidí llamarla.

—Hola, nos hemos visto un par de veces, nunca hemos hablado. Soy amiga de Manuel. ¿Recuerdas su cumpleaños en agosto? Ahí estaba yo. —Ella parecía desconcertada. Sabía quien era, eso era evidente, pero aun así respondía con monosílabos. Como si creyera que lo mío era una trampa. Tampoco intenté convencerla de lo contrario, simplemente dejé que creyera lo que quisiera. En un minuto se produjo un silencio. Yo no tenía nada más preparado para decir y a ella se le habían acabado los monosílabos. Entonces le propuse encontrarnos.

—¿Te gustaría tomar un café?

—Es muy tarde para tomar café —contestó. No sabía si lo decía en un sentido metafórico, como que ya no había tiempo para eso, además, ya había pasado la hora de tomar café, así que opté por la interpretación literal de su respuesta.

—¿Entonces una cerveza? —otro silencio.

—Bueno —se escuchó al otro lado de la línea.

Acordamos una hora y un lugar. Pensé que María podría creer que la estaba intentando seducir. Me aterró la idea. Para evitar cualquier señal que la llevara a pensar en algo así, no me cambié de ropa, no me bañé. Salí de mi casa tal cual había estado todo el día. Una versión desaliñada de mí caminó por la ciudad callada. Caí en cuenta de que era algo que venía haciendo hace un tiempo. Esa versión de mí. Como diciéndole al mundo: «no te acerques que huelo mal y bebo casi siempre».

Era verano. Había poca gente en la ciudad, además era domingo. El calor no parecía bajar en la noche así que nadie se asomaba, sólo unas travestis aburridas que le hacían señas hasta al transporte público para que les prestaran algo de atención. Las saludé con respeto para que no la tomaran conmigo. Me ignoraron, como hacía casi todo el mundo últimamente. Una mujer mayor tiraba agua a la acera, sin levantar los ojos del suelo. La miré con insistencia, aunque ella no me miró de vuelta. Había algo en su actitud que me hizo sentir identificada, parecía un espejo. No en el plano físico, desde luego, pero sí parecía encarnar una emoción, un agotamiento que se había vuelto parte de mí.

Cuando llegué al bar estaba casi vacío. Había una televisión encendida con un programa de viajes donde mostraban imágenes de Islandia. Un ventilador en el techo. Un barman demasiado cansado de escuchar pelotudeces. Me senté en una mesa recientemente ocupada. Restos de servilletas. Cuescos de aceitunas. La aureola de agua que dejan los vasos cuando transpiran. Pude haber elegido otra, más limpia, pero la ubicación de esa mesa era estratégica. Era la única que miraba hacia fuera. Podría ver a María cuando llegara.

Pedí un trago. Era mentira lo de la cerveza. El barman me trajo además un maní rancio y unas aceitunas negras y arrugadas. Repasé en mi mente lo que debía decir. Podía asumir los silencios que inevitablemente se iban a producir en una situación extraña como esa.

Aproveché de recriminarme por seguir bebiendo. Había hecho un pacto —por cierto, silencioso— de no tomar los domingos y a veces, tampoco los lunes. No lo estaba cumpliendo. Pero bueno, me dije, es lo que queda.

María apareció sin apuro a pesar de su retraso. Le hice un gesto con la mano aunque ya sabía que era yo quien la esperaba. Ni siquiera saludó. Sólo se sentó y pidió lo que dijo que iba a tomar.

Rápidamente me arrepentí de haberla llamado, hubiese sido mejor dejar las cosas como estaban; seguir conviviendo con los fuegos hasta que desaparecieran. Entonces ella interrumpió mis pensamientos. Habló de Manuel. Dijo que hace poco lo había visto, que le había mostrado algunos libros y una colección de películas de enanos. Ambas reímos. A Manuel le encantaban los enanos. Era un buen punto de partida. Comenzamos a repetir las historias de enanos que él nos contaba.

—A mí una vez me llevó a una lucha libre —dije con pudor.

—¿De enanos? —preguntó María.

—Sí —contesté avergonzada. Entonces rio con ganas y fue muy sencillo ver que esa apariencia oscura era tan sólo una fachada.

Pero ese minuto de confianza fue sólo eso, un minuto. Después de sentir que las cosas se habían relajado entre nosotras, que habíamos abierto un espacio común, ella se volvió a replegar sobre sí misma, como un caracol o un chanchito de tierra. Era como si de pronto hubiese decidido retomar el aspecto sombrío que la identificaba.

No fue fácil volver a comunicarme con ella, además yo tampoco tenía la energía para hacerlo. Se había desconectado, no sólo de mí, sino del momento. Fue tan evidente que se puso de lado, con la mitad de su cuerpo mirando hacia la televisión encendida. Todo volvió rápidamente a sentirse incómodo y fuera de lugar. No sabía cómo salvar la situación. Supe que ya no había nada más que perder.

—María —le dije mientras me miraba de reojo, poniendo más atención en las imágenes de Islandia que en lo que le estaba diciendo— quería verte hoy porque me han estado ocurriendo cosas que creo tienen que ver contigo. Mi casa se ha estado llenando de fuegos. Aparecen de pronto y así como aparecen, desaparecen. Entonces Manuel me habló de tus pinturas.

Ella me miró sin decir nada.

—Verás —continué trastabillando—, no sé si es una señal, pero necesito creer en algo, seguir un camino que me lleve a algún lugar distinto en el que estoy ahora. Hay días en que me levanto, preparo una taza de café. Sigo la luz que ilumina de a poco la cocina. Miro mis plantas, todas robadas de otros jardines. Las veo crecer espontáneamente. Luego veo a la vecina salir a su trabajo, bien arreglada siempre, con una actitud, digamos, viva. Pasa el camión de la basura. Pasa la misma niña todos los días con su uniforme. Baja el cerro caminando, casi corriendo, a veces bailando. Pasan los días y todo sigue así, continúa su curso. Y yo me pregunto por qué, por qué yo no puedo; por qué no puedo ser como esa planta o como esa niña. Por qué no puedo seguir...

Para cuando terminé de hablar, lloraba. No me había dado cuenta. Fue como abrir una válvula de pensamiento que desconocía. María me miró con lástima. Supongo que me vio ahí, tan vulnerable frente a ella, que se sintió obligada a hacer algo. Me ofreció una servilleta.

Cuando me calmé un poco, comenzó a hablar. Dijo que a todos nos mueve algo, y que hay que saber encontrarlo; que probablemente lo que me pasaba era solo una fase, un momento. Y que por los fuegos no me preocupara. Era sólo una coincidencia, sumada con la imaginación de Manuel.

Le creí. Nos despedimos con afecto, a pesar del pudor que me produjo haber llorado frente a ella. Pensé que María jamás haría algo así. Se notaba que era una mujer fuerte, intensa. En ella había fuego. Y yo quería estar cerca del fuego.

Pasaron los días y no volví a saber de ella. Creí que me iba a buscar, escribir quizás, pero nada. Simplemente se desvaneció. No me atrevía a dar de nuevo el primer paso, así que llamé a Manuel. Fingí que era a él a quien quería ver, que había pasado tanto tiempo desde nuestro último encuentro. Fue fácil.

Fuimos a una fiesta. Era probable encontrar a María ahí. No me equivocaba. Cuando la vi llegar sola, con su pelo encendido, me emocioné. Me acerqué a ella sin pensar, lo mismo que si me hubiese encontrado con un gato en medio de la calle. Dije hola. Ella fue distante. Saludó rápidamente y luego pasó de mí. Se puso a conversar con otros tipos que estaban en la fiesta. Bebían cerveza de pie y hablaban cosas que yo desconocía.

Tuve rabia así que decidí ignorarla de vuelta y me focalicé en mi amigo. Bebimos, bailamos tal vez, y aunque miraba a María de vez en cuando, con la secreta esperanza de que nuestras miradas se cruzaran y me sonriera, aun cuando fuera de lejos, nunca sucedió. Siempre estaba concentrada en otra cosa, en otra persona. Se hacía insoportable. Decidí irme. Iba saliendo del lugar cuando me crucé con ella. Me sonrió y tocó suavemente mi hombro para luego seguir su camino. Yo, que había decidido olvidarla, sentí que un nuevo fuego se encendía en mí.

Un manto azul caía sobre la ciudad. Una luz que se encontraba en todo y que se hacía más evidente a la hora del crepúsculo. Para entonces ya me había convertido en una versión oscurecida de mí misma, una versión sin rumbo. Por mientras, mi casa parecía desmoronarse. Las cosas se iban acumulando a mi alrededor sin siquiera tener la energía para cambiarlas de lugar. Las miraba ahí como acciones o como los proyectos de vida que fueron, y que estaban suspendidos en ese lugar en el que habían quedado. Un libro por leer, una taza de café que nunca tomé, unas acuarelas que no usé. Todos estos proyectos de vida paralela me rodeaban, mientras yo seguía suspendida. Los fuegos también dejaron de aparecer, entonces sólo quedó el vacío.

Hasta que un día ella volvió.

Lo supe cuando, de pronto, un pequeño fuego comenzó a encenderse sobre mi cama. Me emocioné al verlo. Hubiese querido abrazarlo, pero me quedé ahí observando cómo bailaba sobre mis sábanas sucias.

Esa noche caminé por la ciudad sin un destino en particular. Avancé guiada por mi intuición. Fue entonces cuando la vi. Fumaba un cigarro afuera de una galería. Me saludó sin sorpresa, como diciendo sabía que vendrías. Ella parecía saber más de mí de lo que jamás le hubiese contado. Yo en cambio, seguía sorprendida de verla. Quise abrazarla, contarle del fuego, pero antes de poder decirle algo me pidió que entrara a ver sus pinturas. Fue lo que hice. Entré a la galería vacía y comencé a pasearme por los cuadros que eran vivas imágenes de mi memoria. Ahí estaban, todos los proyectos que no fueron. El desorden de mi habitación, la ropa tirada, el té servido, los libros sin terminar. Ahí estaba yo en la oscuridad, tomando un baño para tratar de que algo en mí cambiara, para volver a sentir, mientras el tiempo transcurría y sólo era el frío el que se apoderaba de mi cuerpo. Ahí estaban las ollas sucias, los platos rotos, los vasos con colillas de cigarrillos y las baratas que aparecían de vez en cuando. Ahí estaba mi cama encendida y mi sombra asomada, observando, como si de alguna manera, María hubiese entrado al espacio más íntimo de mi vida. Ahí estaban los fuegos iluminando cada una de las escenas de los cuadros. Un juego de luces y sombras que hacía aún más evidente lo obvio: mi vida sin esos fuegos estaba en penumbras. El fuego era lo que me sacaba de la oscuridad. Su fuego era lo que me iluminaba. Sentí una mezcla de asombro y miedo. Hasta que llegué al último. En ese cuadro, se podía distinguir la galería en la que estaba, con sus pasillos vacíos, salvo por mi figura que aparecía en la escena abrazando su cuerpo, su pelo rojo entre mis manos, mientras el fuego comenzaba a consumirlo todo.

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