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Aprende a amar el plástico
Carlos Velázquez
Aprende a amar el plástico
Sé que nadie me quiere por cabrón. Pero soy un cabrón sensible. Y aunque les cueste creerlo, en ocasiones he querido hacer las cosas bien. Pero siempre que un hombre desea enderezar su destino aparece un téibol para conducirlo por el camino del mal. Me encontraba en Monterrey. Y ahí está uno de mis lugares favoritos del mundo: El Matehuala. La capital del table dance del noreste de México. Visitar Monterrey y no pisar El Mate es como ir al Vaticano y no besarle la mano al Papa. Meses atrás habría acampado sin miramientos en la pista con una cubeta de Indio. Pero trataba de enmendarme. Tenía morra. Presumo que me quería. Sí, a este cabrón que nadie quiere. Y ese día era su cumple. Mi plan consistía en comer en La Nacional y después treparme a un autobús que me llevara a Torreón para asistir a la fiesta de cumpleaños de mi chica.
Sufro de un mal extremo, soy incapaz de negarme a acudir a un téibol. Un par de compas me rogaron, literalmente, para que los acompañara a uno. Te mamas un par de chelas, pides un taxi, pasas por tus chivas al hotel y te tiendes hacia la central camionera. El plan sonaba bastante inofensivo. Honestamente, no se me antojaba. Mi corazón me dictaba otra cosa. Pero me derrotó el mal consejo. Total, qué podía pasar. Estaba convencido de que no me dejaría tentar. Podía huir a medio cubetazo. La clásica: voy al baño (desaparezca aquí). Salí de La Nacional embarazado de mollejas, atropellado y chicharrón de Rib Eye. No es el mejor estado para entrar al téibol, de acuerdo, pero la necedad es como el deporte. Siempre hay que exigirle más al cuerpo. Llevarlo a sus límites.
Dios estaba de mi lado. Caminé por Madero acompañado por dos matalotes, cuya identidad protegeré para no afectarlos en su relación sentimental, pero por no dejar agregaré que me sacan más de quince centímetros de altura y como cuarenta y cinco de cintura. A unas calles divisamos el letrero del Mango, nuestra primera parada.
Existió un tiempo en que la sola mención de Monterrey me inducía visiones. Cada vez que yo escuchaba a alguien pronunciarlo me veía a mí mismo sentado en la pista del Infinito con los billetes apretujados en ambas manos, algunos cayéndoseme al piso, con una morra encajada en mis piernas. Ocurrió durante la era paleolítica. Traducción: antes de la guerra vs. el narco. Cuando MonteHell era el paraíso de la tabla. El Infinito siempre fue mi animal de poder. Mi animal fantástico. Pero tenía mi puti tour. Entre mis preferidos también destacaba el Givenchy. Qué tiempos, Señor del Rincón. Mi juventud la repartí entre la lectura y el deambulaje por la calle Villagrán. Cómo extraño ese Monterrey.
En el Mango nos aplastamos alejados del tubo. Pero así nos hubiéramos sentado en la pista, estaba a salvo. Nada me quebraría. Era un hombre enamorado. Los dos matalotes se sentaron viejas en las piernas. Típico. Cuándo se ha visto que la vaca no lama el terrón de sal. Entonces comenzó el desfile de gordas. Con todo respeto, pero qué gachas estaba las bailarinas en el Mango. Mejor para mí, así me mantendría a salvo. Me mandaban una, otra, y otra, y otra, y a todas, caballeroso, las mandé de papirrol. No sólo estaba decidido a largarme en unos minutos, sino que mi propósito era no gastar un solo peso en carne. Sólo en chelas. Pa que me arrullaran y jetearme en el bus.
Comencé a bostezar de aburrimiento. Los matalotes intentaron disuadirme. Siéntate una morra. Pero no cedí. Era una película que me sabía de memoria. Pagarle tragos caros a teiborrucas sedientas. No miento, en compañía de El Cabrito, Luis Valdés, recorrí todos los téiboles de la ciudad. Desde el más cutre al más caro. Desde El Rancho Loco, donde vi por primera vez el show de sexo en vivo, hasta el Poison o el Obsession.
Ese Carlos ya quedó atrás, me dije sereno mientras le daba un trago a mi cerveza. Me perfilaba para abandonar la expedición. Los matalotes se percataron, así que hicieron un movimiento que, considerado a la distancia, fue maestro. Soltaron la combinación de la caja fuerte. Vamos al Matehuala. Chíngales. El culo se me hizo chiquito y tragué saliva. El Mate es uno de los antros sobrevivientes de aquel Monterrey que me conquistó. Se me removieron las tripas. Y por supuesto no me negué.
Dicen que no existe mejor ablandador de carne que el alcohol, creo que es cierto porque acepté ir al Mate. Yo me consideraba un hombre íntegro. Y era sin duda una prueba de fuego. Si en el Mango me mantuve firme, qué me impedía repetir la hazaña en el Mate. Caminamos hasta Bernardo Reyes. En secreto albergaba la esperanza de que estuviera clausurado. Cada rato lo clausuran. Por todo tipo de pedos. Y, a güevo, por asuntos relacionados con la violencia. Porque madrearon a un güey, porque balacearon a otro. En 2012 masacraron a nueve. Y desde ese atentado muchos de mis compas dejaron de acudir. Yo también. Pero la calentura es más poderosa que el miedo. Sabiendo lo peligroso que resulta, un día volví. Qué sexual es exponerse, ¿no? Aquel día a nadie se le ocurrió pensar en la seguridad.
En el Mate nos acomodamos en la pista principal. Se repitió la historia. Me quedé petrificado, dándole sorbitos a mi Indio bien caliente. Sí, guachaba al par de matalotes manoseando morras. Parecía videojuego, se sentaban a una y a otra. Se largaban al privado con una y otra. Y la padecía, pero poquito. Sabía la recompensa que me esperaba en casa. Una novia bien riqui ricón. Que no le pedía nada a ninguna de las teiboleras del Mate. Y como si la hubiera invocado, madres, sonó mi celular. Salí corriendo a la calle a contestar. Hola, Chiqui Baby, sí, ya acabé, me estoy despidiendo. Un par de chelas más y me trepo al bus. Claro que yes. Cómo crees que no voy a ir a tu cumple. Llegaré a tiempo. Antes de que empiece a tocar el conjunto norteño.
Me arrané en mi silla e informé a Matalote 1, ya me voy, güey, Matalote 2 andaba en un privado. Ai me despides de aquél. Oh, pérate tantito, pinche Marrana. Aviéntate de jodido un privadito. Yo te lo picho. Están dos rolas por cincuenta varos. Ni madre, respondí. Me puse de pie y entonces subió a la pista la güera operada. Santo guacamole. Fue como ver la imagen de la virgen en una tamal de rojo. Sus tetas me recordaron al Hombre Elástico (Stretch Armstrong), un juguete que tuve de morro. Un hombre en calzones que podías estirar hasta lo indecible. Qué tubo, yoga, ni qué la chingada. Ese cabrón sí podía contorsionarse. Recordé entonces una frase de Lou Reed: “Aprende a amar el plástico”. Pinche Lou, con esa frase me jodió la vida. Entonces valió madre todo. Tengo que tocar esas tetas, pronuncié en voz alta. Necesitaba que mis manos hicieran contacto con esa textura.
Nunca he sido fan de las chichotas de utilería, pero aquello no se debía a la calentura. Era pura nostalgia. Pst, pst, cuando acabe de bailar esa morra me la trais, le dije al mesero mientras le untaba uno de a cincuenta en la bolsa de la camisa. La mona se contorsionó por dos rolas. Guaché embelesado sus tetas. Y comencé a pensar en el fomi que usa mi hija para los trabajos escolares. No no no, no pienses en eso, Carlos, me dije. Y mi mente regresó al Hombre Elástico. Neta parecía que habían destripado al mono para hacerle las tetas a la vieja. He visto miles de chichis operadas, ya casi todas las morras del Mate están cirujeadas, pero nunca había visto unas como las de la güera. Me comenzaron a sudar las manos. Pedí otro cubetazo. Era oficial. Había caído en la trampa. Pinches matalotes. Apagué mi celular.
La güera stretch se me montó a horcajadas. Empecé a masajearle las tetas. Me sentía cirujano plástico. Era un asunto más científico que erótico. Pidió una bebida y se la chupó en menos de dos minutos. Luego otra. ¿Se le estirarán como al muñeco?, me preguntaba. Me sacó del embeleso con una petición. Vamos al privado. No, pérate, mija, me defendí. Tas viendo que el niño es puto y le pones peluca. Continuaba en mis auscultaciones. Lo acepto. Me causaba un inmenso placer. Por unos instantes volví a ser el niño que estiraba al Hombre Elástico. También tuve al enemigo, el Monstruo Elástico. Un pandroso que también se estiraba parecido al monstruo de la laguna verde. Y recordé también al Hulk que tuve. Uno que con una bombita que echaba aire se le inflaba el pecho y desgarraba su camisa. Ya saben, los privilegios de tener un padre fayuquero.
Como ven, era más cuestión de nostalgia que de sexo. Ni el pito parado traía. Qué harían ustedes si un juguete les hablara. Como Ted, el oso que cobró vida para convertirse en compañero de juegos de su dueño. Vamos al privado se volvió una petición del Hombre Elástico. No le pude decir que no. La güera y yo bajamos unas escaleras. Pagué un par de privados por adelantado y nos metimos en un cubículo diminuto. Sólo había una silla. La morra se desnudó y se me montó encima. Vamos a coger, me ordenó. No traigo condones, respondí. Y sacó uno de no sé dónde, sólo traía la tanga y los tacones, abrió el empaque con los dientes e intentó ponérmelo. Aguarda, aguarda, le dije. No, no puedo. Tengo novia. Soltó una carcajada y se puso de pie. Tiempo, gritó uno de los guarros y subimos las escaleras.
Los matalotes no estaban en sus lugares. Andan abajo, me chismeó un mesero. Salí del Mate y prendí mi celular. Usted tiene un mensaje de buzón. Mi amor, dónde estás. Te marco y me manda a buzón. Seguro porque vienes en camino y no hay señal. Te estamos esperando. Ya comenzó el festejo.
Verga. Lo volví a apagar y retaché al téibol. Las tetas operadas me despertaron la sed de más. Vi a una morena en la pista, buenísima. Y también cirujeada. Mesero, cuando acabe, échamela para acá. Sí la armo, me dije. Todavía hasta alcanzo a ir por el regalo. Y si llego con mariachis me va a perdonar la tardanza. Con eso desarmo a todos. A mi vieja y a los criticones de mis suegros. Llegó la morena y me perdí otra vez en las llanuras del silicón.
Vamos al privado. Fries, le respondí. Bajando las escaleras me topé a Matalote 1. ¿No que no, cabrón? Cállate el pinche hocico. Todo se complicó en el cubículo. Es un decir. Porque era un pinche cuartito improvisado que delimitaba a derecha e izquierda por unas sábanas que fingían ser unas cortinas, y al fondo por el muro. Podías ver al paisa de enfrente batallando para que se le parara. Se complicó porque yo le dije a la morra que no iba a coger. Pero mi rey, sólo así me sale, los privados no son ganancia. Eso es pal lugar. Pero si cojo el dinero es para mí. Mira, le expliqué, mi morra me está esperando. Estoy chido con ella y no quiero cagarla. Pues por la boca no es infidelidad, me dijo. Y me la comenzó a mamar.
No sé por qué Dios no me otorgó la habilidad de venirme de pie. Pinche desconsiderado. La morra traía unos taconzotes y no quería estar en cuclillas. Así que se aplastó en la silla. Me la sopló como cuatro rolas y nada. Ya me cansé, chilló. Ai muere, le dije, no vamos a completar la misión. Y subimos hacia el congal. Los matalotes se estaban tomando un descanso. Quiobo, güey, te hacíamos en la central. Pinches mal amigos. Burlándose. Estaba en peligro mi relación. Hacía siglos que nadie quería andar conmigo por cabrón. Saben qué, putos, ya me voy, dije y me puse de pie. Y valiendo verga y llamando al Santo. Se subió a la pista una mujer, uff, que tenía unas tetas bien lindas, y no estaban operadas. Eran naturalitas. ¿Cómo lo sé? Ya soy un experto. He magreado tanta tecla cirujeada que las distingo a varios kilómetros.
Ya me largo, puños, pero antes, me voy a sentar un ratito a esa nenorra. En lo que terminaba de bailar salí a la calle. Prendí mi celular. Usted tiene un mensaje en el buzón. Amor, dónde estás, sí vas a llegar, ¿verdad? Mira, Carlos Manuel, si no te apareces en mi fiesta olvídate de mí. Hasta aquí la dejamos. Seguro andas en un putero. Pobre de ti que no vengas.
De lo perdido lo hallado. Orita me la contento, me dije. Le marqué y, chíngales, se me descargó el puto teléfono. Fuck. Préstame tu fon, le dije a Matalote 1. Le tengo que hablar a mi vieja. En eso llegó la bailarina y me escuchó. ¿Vas a pedir permiso?, tan grandecito que te ves. Destapé una cheve, me la trepé en las piernas y procedí a babearle las teclas.
Vamos al privado. Oh, chingao, no sé qué tengo que a todas se les antoja meterse al privado conmigo, le dije. Me pasa lo mismo con las morras con las que ando. Primero no quieren nada serio y pasado un chico rato empiezan a joderme con que quieren que les haga una bendición. Tas feo pero seguro tienes buenos genes, me dijo. Las mujeres olemos eso. Y que nos vamos al privado. Y lo que no consiguió el plástico lo obtuvo la carne: mi semen. Cogimos como por veinticuatro canciones hasta que me vine.
Cuatro condones después me dijo: eres un pinche burgués. ¿Moi? Eres de los que no te vienes si no es en una cama. He cogido en la calle, me defendí. Pos nomás por farol, me dijo. Pero seguro ni lo disfrutas. Y me acordé de la ocasión en que cogí de pie en una cochera a un lado de la Pirámide. Era cierto, no fue memorable. No fue como retar al peligro. Ni la posibilidad de que me atrapara la poli logró excitarme.
¿Te confieso algo?, consulté. A ver, me dijo. Mi novia me está esperando. Hoy es su cumpleaños. Y no voy a llegar a la fiesta. Ah, por eso no podías venirte. Tiempo, gritaron, y volví a subir las escaleras. Las había subido más de doce veces en la noche. Pidan otra cubeta, les espeté a los matalotes. Me voy hasta mañana.
No, carnal, me dijo uno bien preocupado. Tu vieja te va a mandar a la chingada. Vamos a llevarte a la central. Y aunque la oferta era tentadora, ya no llegaba. Saldría más caro el caldo que las albóndigas. Aparecer a las cinco de la madrugada, bien pedo y oliendo a téibol no era negocio.
Pensaste que ibas a salir ileso del Mate, ¿no, Marranita?, me dijo Matalote 2. Fui al baño y revisé mi cartera. Me había gastado 2 mil 800 pesos en dos horas y media. Me dolió, pero no tanto como que había vuelto a la friendzone. No me lo perdonarían por andar aprendiendo a amar el plástico. Porque detrás del plástico no hay nada.
Pinche Lili Ledy, por su culpa le fallé a mi novia.
Abril de 2017
Darks de boutique
Sabía que ir a The Cure era una necedad. Pero para mí la música es como unas nalgas, apenas se mueven encantadoramente, valgo lo que se le unta al queso. Y no puedo objetar que no se me advirtió. En un texto publicado en Página 12, el periodista Nicolás Artusi había declarado que no iba al show de The Cure en Argentina porque iba a estar “más largo que El lago de los cisnes”. Sin embargo, atenté contra algo que es muy común que arremeta el asistente a conciertos en este país: la supervivencia. Me había mentalizado para cualquier cosa, estaba preparado para cualquier ballet, para ver a Robert Smith en puntas de pie, desnudo o para ver a la banda entera en tutú, excepto para lo que sucedió: más de cuatro horas de concierto. Ni siquiera La última tentación de Cristo de Martin Scorsese en dos vhs duraba tanto.
Los presagios de que las cosas podían salir del nabo se asomaron días antes. El más impoluto de todos: el llamado de los fans en Facebook a cantarle las mañanitas a Robert Smith durante el primer encore. Ahí empezó la raíz de todo mal, el día de la presentación de The Cure coincidía con el cumpleaños de su líder y vocalista. Y como dice la canción: era mentira, nomás nos fue tanteando. Tanto habían presumido que el festejado se deprimía en esta fecha que no esperábamos que, pese a su inaccesibilidad, aquel día luciera contento. Bad mistake. Porque entonces una parte que no entiendo del ego del público se sintió resarcida. Y se perdió toda capacidad crítica para discernir lo que sucedería arriba del escenario.
Había decidido no pararme en The Cure porque temía enfrentarme a un remake de Where the Wild Things Are. Robert Smith como el émulo de Carol destruyéndose emocionalmente. Los dioses comenzaron a confabularse en mi contra para que asistiera. Alguien me ofreció un boleto de gradas. Como yo me encontraba lesionado de una pierna, lo acepté. Y un sentimiento de culpa parecido al que ataca al Alcohólico Anónimo durante una de sus recaídas comenzó a carcomerme el poco espíritu que me quedaba. ¿Iría a The Cure lesionado como me encontraba? ¿Sacrificaría mi salud por un jodido concierto? Nimiedades. Para incapacidades, las de tres personas que vi en el Foro Sol enyesados y en muletas.
Lo que estaba en peligro no eran mis problemas físicos, sino mi salud mental. Pero no lo advertí. Nadie pudo haber pronosticado que esa lluvia se prologaría por más de cuatro horas. Sin contar los días que haría eco en mi interior.
El día del concierto, como siempre pasa, uno de esos acymbalados fans que compran boletos en preventa me avisó que le sobraba una entrada para General a. El destino se empeñaba en salvarme del desprestigio de las localidades populares. Así que me pegué a él con el dinamismo de una mosca golosa que se posa sobre el suadero de un puesto afuera de metro Balderas. Podría decirse de mí cualquier cosa, menos que era un marginal. Hasta podían gritarme “Maldita lisiada” si les apetecía, pero nadie se atrevería a exentarme de la categoría de dark de boutique.
Además de The Cure, a quienes las horas de tedio de la peli Titanic no les pueden hacer sombra, se presentarían tres teloneros. Aquello parecía un día del Vive Latino. Las puertas se abrirían a las 5. No me atrevería a llegar a esa hora. Como dice Lupita D’Alessio: “ni que estuviera loca”. Así que llegué a las 8:10. Minutos antes de que saliera la banda “estelar”.
Lo primero que me aguijoneó al llegar al Foro Sol fueron los puestos de souvenirs. Pero qué pinches playeras tan horribles. No exagero si afirmo que eran las más feas que he visto en mi vida. Qué pésimo gusto. Quién demonios producía esa basura. Abigarradas. Con plastas de serigrafía por ambos lados. Con la impresión de la regordeta cara de Robert por el frente, ocupando toda la tela. Imagínense una prenda de esas en un cuerpo gordo como el mío: parecería el rostro de un Smith acuciado por el hipotiroidismo. Nadie pensaría en ella como una playera de The Cure, sino en una con la foto de la Beba Galván.
Lo segundo que me paró los pelos fue la ausencia de darks. Había algunos cuantos, pero no tantos como era de suponerse. Algo había pasado. O se convirtieron en emos y perecieron junto a My Chemical Romance, o nomás salen los sábados al Chopo.
El público estaba compuesto mayormente por cuarentones. Había algunos que incluso le pegaban más arriba. Seguro que ya hasta con tarjeta del inapam cargaban. Por primera vez en muchos eventos a los que había acudido, las huestes juveniles eran casi minoría. Pululaban por ahí varios niños. Un as bajo la manga, ir con un infante. Así lo reveló el momento en que la fuga de capital humano comenzó. Algunos no tuvimos pretexto para quedarnos hasta el final. Pero otros sí gozaron de una tabla de salvación para poder renunciar y marcharse. “El niño tenía sueño”.
Momentos antes de comenzar el concierto, se presentó otra premonición. Tembló. Una sacudida de 6.5 marambeó el Foro Sol. Muchos interpretaron el momento como una buena señal. Ah, The Cure cimbraba a la capital. Pero yo no. Para mí fue un signo más de truculencia. Ese sismo era una nota de rechazo. Los dioses estaban tratando de comunicarse con Smith. Era una señal. Un aviso. De que reconsiderara lo que iba a perpetrar esa noche. Pero el ego de Robert es como un cuerpo hinchado por la cortisona, o una cabeza asediada por la alopecia, te mata lenta pero seguramente.
El espectáculo arrancó veinte minutos después de lo acordado. No voy a negar que el temblor y otros aspectos le estaban imprimiendo a la noche un toque especial. Aunque no sabíamos con certeza qué tocarían, los setlists de la gira nos daban pistas, yo estaba esperando algo parecido al video Trilogy. Que en algún instante The Cure se arrancara a interpretar un álbum completo. Pornography o Desintegration. Lo hubiera preferido a lo que hizo. Mi vaticinio era que no tocaría más de dos horas y media. Tiempo suficiente para salir de ahí extáticos. Con un recuerdo vívido. Y sí, con ganas de más. Pero no hastiados.
El pretexto para mi autoinmolación había sido que deseaba ver a Reeves Gabrels, un guitarrista que admiro. Pero al final fue una panacea. Si bien Gabrels estuvo ahí, fue sólo un músico de relleno. Sólo en dos o tres pasajes pudo requintear a placer. Otro pin más que colgarle al ego de Smith. Como si su humanidad permitiera que alguien le robara cámara. Imposible.
Lo único rescatable de esa noche fue que no se aperró como de costumbre. La gente no se empujaba. Podías disfrutar del show de manera holgada. Había meseros. Y los baños tenían tanto papel de baño como servilletas para secarte las manos. Nada que ver con la inmundicia de nuestro querido foro Alicia. Seguro Smith, ante la comitiva de darks de boutique que se apersonarían, solicitó condiciones propicias. Si ya iba a deprimirnos, de jodido que fuera de manera higiénica.
La primera hora del concierto la disfruté. Todo se desarrollaba de acuerdo a mi mapa mental. Un campechaneadito de la producción robertsmithsiana. Confieso que durante todo ese tiempo pensé que el líder de la banda era una figura de cera. Un holograma no, porque está cabrón, tanta grasa no puede digitalizarse. La tecnología todavía no da para esas dimensiones. Hasta que se movió. Dizque bailó. Entonces sí es ballet, me dije. Conté las ocasiones en que se retorció. Fueron tres. Seguro rompió su propio récord. El que no paraba de saltar era el bajista, Simon Gallup. Y al principio contagiaba su buena fortuna, pero al final terminó por caer gordo. Parecía robot. A qué hora se le va a acabar la pila a este cabrón, me preguntaba.
Y aunque gozaba de una buena ubicación, casi hasta adelante, la maldita grúa que grababa el concierto me impedía una visión plena del escenario, yo me encontraba del lado izquierdo. Pinche cacharro. Vino a suplantar a los celulares, cámaras, iPods y iPads que se había pronosticado iban a impedir que se disfrutara el show a pelo. Excepto unas tres o cuatro personas, nadie estaba con el gadget en alto. Si sí son ordenaditos estos darks de boutique. Y eso me jodió el concierto. Porque a pesar de que veía a la banda a unos veinte metros, prefiero verlos en el escenario que reproducidos en las pantallas de los costados. No importa que los vea del tamaño de un juguete de Kinder Sorpresa. Es mejor presenciarlos así, de manera orgánica, que pagar para verlos en una pantalla. En todo caso me quedo en mi casa a ver el blu-ray.
Los que sí la padecieron fueron los de gradas. Porque esta ocasión las pantallas no estaban lo convenientemente grandes. Así que allá atrás debió estar tan aburrido como un San Luis-Querétaro. Y aunque yo escuché a toda madre, en General b la raza se quejó de que unas bocinas estaban apagadas y no se oía ni madre.
La segunda y tercera horas fueron un suplicio. La pierna me comenzó a doler. La gente se comenzó a largar. Atrás de General a muchos se echaron en el piso. Y ese movimiento resume para mí todo lo acontecido aquella noche. Que muchos estábamos ahí más por nuestra necedad que procurando nuestro deleite. Algo que no podía entender es por qué Robert Smith estaba tan gordo si sudaba tanto.
Muchos se preguntarán por qué no me largaba. Ganas no me faltaban. Pero me agarró desprevenido. Cuando se produjo el primer encore las cosas pintaban bien. Hasta ese momento sólo habían tocado 25 canciones. Un regresito de tres rolas y se chingó. Además, el frustrado intento de cantarle las mañanitas a Robert Smith me insufló de la seguridad que requería para continuar en el recinto.
Entonces se produjo una tormenta de encores. Y aquí sí que Robert Smith no tuvo madre. Porque estaba faltando a un principio fundamental del rock. El encore es una petición del público. No una imposición del grupo. Vamos, si hasta Vicente Fernández lo sabe. No deja de cantar mientras el público no pare de aplaudir. Pero nosotros nunca pedimos a The Cure que volviera tantas veces al escenario. El encore tiene una función dentro del espectáculo. Es la cereza del pastel. Y el último duró once canciones. Háganme el chingado favor. Y en la recta final se vio a un Robert Smith sonriente. Yo no creo que estuviera contento, más bien se burlaba torturándonos.
¿Qué deseaba demostrar el cantante de The Cure? ¿Que posee uno de los mejores songbooks del rock? No me parece la manera correcta de enfatizarlo. Hubo un momento en que me dije “quiero de las drogas que usa ese cabrón”. No se cansaba de cantar. Lo que no entendía era como Reeves Gabrels se había aprendido todas aquellas patrañas. En total fueron 50 canciones. Después de aburrir a todos, propiciar la huida de unos cuantos y regodearse en sí mismo como si amasara la masa para los tamales, despertó al público con algunos hits. Los que algunos estaban esperando desde hacía tres horas. Pero todos estaban ya tan destruidos que no disfrutaron con la misma intensidad.
Al segundo encore yo ya había proclamado: “si es verdad que Dios existe que venga y detenga esto”. Pero Ocesa no hizo nada por nosotros. Al tercer encore comprendí todo. Llegó a mí como una revelación. El puto de Robert Smith estaba retrasando nuestra salida para que no alcanzáramos nada abierto y no encontráramos dónde cenar. Era venganza por el puto sobrepeso que lo acongoja. Sabía que era domingo y que todo estaría cerrado, el cabrón.
Cuando terminó el cuarto encore con “Killing an Arab”, y ya no hizo el amague de retornar por un quinto, mi alma descansó. Me encaminé a la salida decepcionado. Después de haber sido testigo de una de las muestras de onanismo más burdas, absurdas y sin sentido que he presenciado en mi existencia. El colmo fue lo que oí de algunas personas: “no mames, no tocó ‘Just Say Yes’”. No llenaban. Lo que le faltó cantar fue “Mis tontos fanáticos”.
Ojalá el amor durara tanto como un concierto de The Cure. A partir de esa experiencia sólo cuento con una certeza: no quiero volver a escuchar una puta canción de The Cure en mi vida.
Abril de 2013