Buch lesen: «Nacionalismos emergentes»

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Al pueblo de México, con el deseo de contribuir a una mayor consciencia de su ser nacional y del respeto que debe a todas las naciones.

ÍNDICE

PORTADA

CONTRAPORTADA

CITA

DEDICATORIA

INTRODUCCIÓN

1. ALGO ESTÁ PASANDO EN EL MUNDO

2. HACIENDO UN POCO DE MEMORIA

3. LOS -ISMOS: ANVERSO Y REVERSO DEL NACIONALISMO

4. GLOBALIZACIÓN FRENTE A NACIONALISMO

5. LAS CONTRADICCIONES INTERNAS DE LA GLOBALIZACIÓN

6. EL NACIONALISMO COMO DISCURSO ANTIGLOBALIZACIÓN

7. EL NACIONALISMO MEXICANO EN LA ENCRUCIJADA DE LOS NACIONALISMOS EMERGENTES

8. LA LUCHA POR LA IDENTIDAD NACIONAL

NOTAS

BIBLIOHEMEROGRAFÍA

CRÉDITOS FOTOGRAFÍAS

CARLOS REQUENA

PÁGINA LEGAL

PÁGINA DE CIERRE



El mundo está cambiando

Parece que el mundo está cambiando con tal intensidad y velocidad que se hace necesario detener un momento nuestra atención y pensar estos cambios, tratarlos de comprender o, como lo propone Moisés Naím en uno de sus más recientes libros, pararnos a repensarlo para tratar de descifrar sus nuevos paradigmas.

Con la finalidad de contribuir a esas ideas he escrito estas páginas, en las que recojo la opinión y la información de otros autores para incorporarla a mi propia reflexión y compartirla. No lo hago por un impulso básico de comunicación que tenemos todos los seres humanos, sino con un afán solidario de colaborar en su comprensión y en el reforzamiento de nuestra propia conciencia nacional en un mundo que nos condiciona.

El nacionalismo: un medio para comunicar el poder

En un interesante libro acerca del poder, Moisés Naím[1] apunta que este se ejerce de cuatro maneras distintas: la primera y más común es el recurso a la fuerza para someter a los demás; la segunda se refiere a un acuerdo plasmado en un código de conducta; la tercera emplea mensajes para comunicarse como, por ejemplo, imágenes simbólicas en la propaganda política; y en cuarto lugar está la relación que se establece entre el que manda y el que obedece basada en la promesa de una recompensa.

Pues bien, los nacionalismos actuales no son únicamente un resurgimiento de los Estados nación de los siglos XIX y XX, donde predominaban mensajes que seducían al pueblo y se exaltaban los sentimientos de adhesión por medio de símbolos (himnos, banderas, insignias, etcétera). Son fenómenos de una mayor complejidad; tanta como la que caracteriza a los medios de los que dispone la sociedad actualmente para comunicarse. Pues el poder es precisamente eso, un fenómeno comunicativo. El efecto de la expresión del poder puede ser la adhesión voluntaria, la obediencia ciega, el sometimiento forzado o un poco de cada una. Si asumimos que se trata de un fenómeno comunicativo en el que hay un emisor (quien posee el poder, es decir, la capacidad de hacerse obedecer) y un receptor (quien obedece), debemos identificar el tercer elemento que conlleva todo proceso de comunicación humana: el medio, que como dice Naím, puede ser la fuerza, un código, un mensaje o la promesa de una recompensa. Elementos todos que se expresan en el nacionalismo actual.

Uno de los problemas que de inmediato se manifiesta cuando abrimos las páginas de un periódico impreso o electrónico, o cuando encendemos la televisión para ver los noticieros es que en muchas ocasiones dan una interpretación sesgada al nacionalismo, considerándolo como un fenómeno de barbarie que recurre a la violencia o, como suele decirse hoy, al lenguaje del odio. Lo cual es tanto como reducirlo a uno solo de sus usos en la comunicación del poder.

El nacionalismo como vehículo para transmitir una orden y ser obedecido no es un recurso demagógico o contrario a la democracia; tampoco es un medio violento para orillar al receptor o destinatario del poder a someterse sin hacer un uso real de su libertad de crítica y decisión. El nacionalismo es un fenómeno propio del poder, como la uña a la carne. Si hablamos de un nacionalismo cultural no podemos separarlo del nacionalismo político; son dos conceptos cuyos linderos se pierden en el horizonte de la realidad.

Por qué escribir ahora sobre nacionalismos

Pero ¿por qué escribir sobre un tema como el nacionalismo político y su intrínseca relación con el poder en un mundo dominado por reali­dades cosmopolitas como los macrodatos (big data) o los acuerdos internacionales de intercambio comercial? La pregunta es pertinente, pues la cultura en la que nacen y respiran las nuevas generaciones (los milenials, por ejemplo) tiene poco que ver con ideas y sentimientos sociales de patriotismo. Crecen sabiéndose ciudadanos de la red (netcitizens) antes que miembros de una nación, una etnia o un grupo con un pasado común. Las banderas, los himnos nacionales, los redobles de una banda de guerra, tienen poco que ver con el ciberespacio, donde viven buena parte del día, o con los intereses cosmopolitas del capitalismo global que alimentan su mundo de representaciones culturales y de valores.

El cosmopolitismo impulsado por el capitalismo global es poco acorde con los sentimientos colectivos, que exige y reclama para sí el patriotismo de los dos siglos anteriores. Las personas en el siglo XXI no se disciplinan si no es con un fin útil claramente previsto por un programa realizado con mentalidad de cálculo, de previsiones, de rentabilidad. ¿Por qué un joven, al salir de la universidad, habría de sentirse obligado a sacrificar parte de su vida en aras del fortalecimiento de unos nexos que a ciencia cierta no entiende o no le interesan?

Tal como lo explicaremos en las siguientes páginas la generación emergente, comúnmente llamada milenial, posee un sentido de la existencia poco apto para asumir un ideal nacionalista, o quizá debería decir poco apto para asumir una función en la colectividad que no implique un extremo respeto a su individualidad y a la esfera de protección jurídica de esta. ¿Egoísmo?, ¿falta de solidaridad?, ¿falta de conciencia social? Me niego a emplear esos calificativos que, si bien nos ahorraría tinta, papel y críticas de ciertos sectores nacionalistas, resultan demasiado apresurados y quizá injustos para definir la postura de la nueva generación frente a un mundo de ideales nacionalistas y patrióticos.

Ni aun la generación anterior a la que pertenecemos los que nacimos entre 1961 y 1981, a quienes se nos denominó la generación X, puede dar razón de un tipo de nacionalismo como el que vemos surgir y que no conocíamos más que en los libros de historia.

El nacionalismo que conocimos los que pertenecemos a esa generación era difuso. En México llegamos a escuchar un discurso sobre el nacionalismo revolucionario que no comprendíamos porque desconocíamos si aquella revolución a la que se referían los presidentes de la República, como José López Portillo o Miguel de la Madrid, había sido tan exitosa como se afirmaba en los libros de historia, pues lo que veíamos en nuestro entorno, no era sino un país depauperado por una reforma agraria inviable y por una práctica de corrupción cada vez más clamorosa, aunque se guardaran las apariencias bastante mejor que ahora.

En nuestro entorno internacional tampoco experimentamos o vimos el tipo de nacionalismo que ahora parece reconquistar fueros perdidos. Crecimos en un mundo polarizado entre dos grandes Estados que incorporaban a sus respectivos bloques, países a los que poco importaba el valor de lo nacional si la posición geoestratégica era lo primordial. En el bloque soviético, inspirado por un universalismo revolucionario del proletariado internacional, el nacionalismo se convirtió en una palabra impronunciable, en una postura sospechosa de alta traición. Se domesticó el nacionalismo imponiendo una lengua, borrando del mapa fronteras y sustituyendo banderas y símbolos patrios por la hoz y el martillo.

En Occidente no se llegó a ese nivel de fusión de antiguas naciones, pero tampoco se reafirmaron valores propios, sino occidentales, capitalistas o de lealtad a la otan. En América Latina los nacionalismos tuvieron muy mal cartel hasta hace unos cuantos años, pues los partidos de izquierda los vieron como expresión de valores poco solidarios con el ideal de unión del proletariado y, en su mayor parte, los de derecha acudieron al nacionalismo para dar golpes de Estado en nombre del interés de la nación frente a enemigos del exterior. Solo es necesario pensar, por ejemplo, en la más absurda de las guerras que presenciamos: la de las Malvinas, declarada en nombre de la defensa del territorio nacional argentino, pero que en realidad fue un pretexto para fortalecer el gobierno militar de Galtieri.

Así pues, ni los milenial ni los de la generación X hemos tenido la experiencia de sentimientos nacionalistas. Nada hubo para nosotros más lejano e incomprensible que los honores a la bandera o el juramento de lealtad que nos hacía repetir palabras ininteligibles: bandera de nuestros héroes, símbolo de la unidad de nuestros padres y de nuestros hermanos (…). Nuestro patriotismo era como nuestro civismo: formal, aparente, y sin convicción. En una palabra, políticamente correcto.

Los capítulos 7 y 8 están dedicados específicamente a los retos que esa emergencia del nacionalismo supone para México. Planteo algunas interrogantes acerca de nuestro patriotismo, de nuestro modo particular de entender lo propio y lo ajeno, y nuestra manera de vivirlo. Pero no me conformo con generar inquietudes; me he propuesto en este libro sondear posibles respuestas a los desafíos del nacionalismo en un mundo de neonacionalismos. Por obvias razones, me he planteado esos desafíos y he reflexionado sobre posibles respuestas en el marco de un antimexicanismo que parece amenazarnos a raíz del triunfo del conservador, nacionalista y populista Donald Trump. Pero no quisiera que mi reflexión fuera únicamente de reacción. Me parece que el momento presente es ideal para reinventar nuestro nacionalismo, superar ciertos traumas históricos y presentarnos al mundo con un rostro nacional más humano y positivo.

No puedo dejar de mencionar en esta introducción la influencia que he recibido de mis maestros de la Universidad Panamericana, así como de un sinfín de lecturas en torno al fenómeno que me ocupa en el presente estudio. Pero mi aportación está quizá más allá de la academia, es una reflexión derivada también de mis años de experiencia profesional como abogado, en los que he aprendido a gozar con los éxitos de mi país y a compadecer sus sufrimientos e injusticias.



1.1. El resurgir del discurso nacionalista

En los últimos meses del año 2015 y a lo largo de 2016 vimos aparecer un discurso nacionalista derivado de una serie de fenómenos relacionados con la migración a nivel mundial y el despertar de ciertas tendencias polarizadas. La mayoría de los estudios y análisis que se han realizado sobre este fenómeno hablan de un desencanto del mundo globalizado y de los nocivos efectos del capitalismo rampante que ahogó todo sentimiento de justicia e igualdad. Pero sin duda la cuestión es más compleja. Estamos viendo aparecer o expandirse brotes de nacionalismos perfectamente localizados en países o regiones que no se vieron afectados gravemente por la globalización o incluso que se beneficiaron de ella, como en Cataluña, Escocia, Irlanda del Norte o Italia. Aunque también en algunas zonas que vienen cargando con el problema nacionalista de odios e injusticias como el Kurdistán.

En ese contexto han surgido con renovado brío algunos movimientos más radicales de corte fundamentalista que no debemos confundir con el nacionalismo, a pesar de moverse en las mismas coordenadas de pensamiento (reivindicaciones territoriales, lingüísticas, religiosas, étnicas e históricas). No son lo mismo, pues mientras el nacionalismo al que podemos llamar occidental busca caminos generalmente democráticos para sus reivindicaciones, como el plebiscito, las asambleas o los pactos a futuro, los movimientos fundamentalistas tienden a hacerlo por medios violentos como la guerrilla, la guerra abierta o el terrorismo, o a través de los encontronazos callejeros con aquellos grupos que piensan de un modo diferente.

Las causas de esta aparición de nacionalismos y fundamentalismos, como he dicho, son muy variadas y trataremos de esclarecerlas a lo largo de estas páginas. Sin embargo, por razones de orden expositivo daré cabida a la que se considera como causa de muchos de esos movimientos de reivindicación de lo nacional frente a los universalismos culturales, políticos y económicos: la crisis de la economía global de corte neoliberal.

En ese marco donde tuvo su desarrollo un discurso universalista que desestimó la identidad nacional por no convenir a intereses comerciales e incuso obstaculizar la creación de mercados cautivos, ¿cómo una empresa de lujo pudo crear un monopolio en el que se consumen sus productos si estos son vistos como pecaminosos o excesivos por una sociedad que sigue a pie juntillas los preceptos de austeridad y renuncia como el islam o ciertos grupos calvinistas? Lo primero fue, por tanto, llevar a cabo un proceso de desculturización de los valores autóctonos y enseguida la transculturación de valores sociales favorables al consumo y al estilo de vida que vendían las empresas capitalistas. La nación pasó así a un segundo plano, al menos en la práctica cotidiana de los países y sus gobiernos, en los que pesaban más los dos criterios comerciales y mercantilistas que el ideal nacional.

Desde luego, ese proceso de desculturización o despojo de valores y la transculturación, también llamada por ciertos sectores occidentalización de las sociedades no occidentales, obedeció a un plan perfectamente estructurado. Eso ha ocurrido en casos muy contados, y lo normal es que se produzca por vía de hecho. Por ejemplo, si en una sociedad regida por la sharía o ley islámica —donde las mujeres deben llevar el rostro cubierto y en ocasiones el cuerpo entero— se escuchan canciones inglesas o francesas que aluden al cuerpo femenino sin demasiado recato, o al menos sin el recato que exige la sharía, es lógico que esa canción altere de alguna manera las costumbres de esa comunidad. Y así, podríamos multiplicar los casos en los que el modelo de vida capitalista y occidental se ha convertido en un agente de cambio para muchas culturas. Para bien o para mal, según se vea y se juzgue, el comercio no solo es un intercambio de bienes, sino también de valores culturales anexos.

Por ello, el capitalismo doctrinal o práctico ha sido siempre uno de los factores desestabilizadores del nacionalismo, igualmente, doctrinal o práctico, y que en muchas ocasiones ha sido causa de prácticas que marginan a los países que entran en el juego comercial internacional con desventajas de origen, como sucede por ejemplo con la mayor parte de los países africanos y latinoamericanos. Por ello, al abordar cualquier tema relativo al nacionalismo hemos de considerar esa fuente de diferencias y obstáculos para su desarrollo, al que podemos denominar de manera genérica, globalización.

Es así como en las dos décadas anteriores el nacionalismo se convirtió en un discurso que es visto con rareza, como una ideología un tanto pasada de moda, puesto que lo de hoy es lo global. Pero a partir de la crisis financiera de 2007 y 2008, y de los atentados ocurridos en España y Francia en 2011 y 2015, el interés por lo nacional se volvió a colocar en el centro de la reflexión. Las consignas de defensa de lo nacional frente a lo extranjero aparecían cada vez más, no únicamente en los movimientos de extrema derecha sino en los partidos políticos que enarbolaron esa defensa como causa para allegarse un mayor número de votos en las elecciones. El miedo hizo presa de muchas sociedades democráticas o incluso con un régimen más abierto, que miraron de nuevo al olvidado nacionalismo al que ahora muchos consideran un discurso de salvación, de seguridad y defensa interior, cierre de fronteras o aumento de trabas a la libre circulación de personas de distintas nacionalidades. Un ejemplo evidente es el del vecino país del norte: Estados Unidos de América.

1.2. La expansión del fundamentalismo nacionalista

Decíamos que aun cuando no son lo mismo, y en ocasiones difieren de manera radical, actualmente existe una tendencia de los nacionalismos y los fundamentalismos a cruzarse en el camino, que en no pocos casos llegan a converger en intereses e incluso en ideales.

Algo está pasando en el mundo; algo que desconocíamos y que no previmos que ocurriera de esa manera: un giro hacia ideologías extremas e incluso un aumento de los fundamentalismos.

El más extremo de ellos, como sabemos, es el islámico y de manera particular una de sus expresiones contemporáneas: el Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS, por sus siglas en inglés). En este sentido dice el ensayista canadiense Michael Ignatieff:

El autoproclamado Estado Islámico es algo nuevo bajo el sol: terroristas-extremistas con tanques, pozos petroleros, territorios propios y una habilidad escalofriante para dar publicidad a las atrocidades. El poder aéreo es capaz de detener su avance, pero no de derrotarlos, y las fuerzas terrestres con que cuenta Estados Unidos —los peshmergas kurdos— van a tener más que suficiente con defender su patria. En Siria, Assad ha entregado las provincias del desierto al Estado Islámico.[1]

El fundamentalismo coincide con la ideología nacionalista especialmente en un punto: la reivindicación de la identidad, así como su defensa frente a las invasiones de organizaciones a las que ven como una amenaza. La reacción del nacionalismo ante esa amenaza externa no es necesariamente violenta; en cambio, el fundamentalismo responde con una exclusión radical que habitualmente recurre a la violencia. Grupos como el Estado Islámico recurren a la llamada guerra irrestricta, que es una teoría elaborada por los militares chinos Qiao Liang y Wang Xiangsui, y que consiste en hacer la guerra a los países enemigos sin hacer distinciones entre población civil y ejércitos regulares o entre campo de batalla y mundo entero. Es la guerra en el más amplio sentido del término: hackers internacionales, tráfico de drogas para afectar la seguridad de las personas y las ciudades, campañas de desprestigio, formación de bloques para fortalecer el ataque por todos los medios, la guerra financiera que subvierte el sistema bursátil y bancario, guerra mediática y, desde luego, como quedó demostrado en el ataque a las torres gemelas de Nueva York, cualquier forma de terrorismo. Todo esto montado en un discurso nacionalista de salvación en el que se suele justificar cualquier medio.

Los defensores de esta ideología fundamentalista y nacionalista ven a Occidente con recelo y más aún, como un desafío a sus raíces, a su esencia, a sus fundamentos; por ello reaccionan con violencia, pues no exigen la devolución de un bien o de capitales y recursos materiales expropiados, sino de un patrimonio espiritual que para ellos ha sido robado por el consumismo, la promiscuidad, y los intereses inhumanos y crueles de Occidente; una ideología que ha llevado a cabo sistemáticamente una labor de transculturación que los vacía y aliena. El fundamentalismo, en general, se refiere a la expropiación de fundamentos sagrados, inamovibles e innegociables.

El caso de la guerra en Siria en 2016, agudizada en los últimos meses, ha hecho estallar la política nacionalista anti-nacionalista que, aunque parezca un trabalenguas, es lo que resulta del tratamiento que le dan al problema los rusos y los estadounidenses. Trump, por ejemplo, declaró en su campaña que aun cuando no aprobaba a Bashar al-Ássad le parecía que lo más conveniente era apoyarlo para que acabara de destruir el fundamentalismo islámico y de esa manera se garantizara la seguridad de Estados Unidos. Al margen de que Trump cumpla o no su promesa, lo cierto es que revela un discurso nacionalista nebuloso en el que pueden caber tendencias incluso contradictorias, pues la idea que el ISIS tiene de nación dista mucho de la del presidente estadounidense, sin mencionar las que tienen y proclaman los presidentes ruso y sirio.[2]

En efecto, la idea de nación no es única ni igual para todos, pues mientras que para algunos se identifica con el Estado territorial (Siria, por ejemplo), para otros es un concepto más amplio que no se ciñe a las fronteras establecidas por medio de acuerdos internacionales, sino que es una comunidad espiritual (como el Estado Islámico) aglutinada en torno a una ley de origen sobrenatural o divino como la sharía. En cambio, para otros países como Estados Unidos, por ejemplo, la nación es un conjunto de intereses vinculados a su cultura y a sus sistemas económico, legal y político.

En una entrevista con la BBC, el enviado especial de la ONU para Siria, el diplomático ítalo-sueco Staffan de Mistura, dijo que el presidente de EE.UU. tiene razones para querer trabajar con Rusia en contra del Dáesh, que es como se le denomina en ciertos medios al ISIS,[3] pues una victoria a largo plazo contra el Estado Islámico requiere un enfoque que sea completamente nuevo, en el que se incluya la posible alianza entre las dos potencias (EE. UU. y Rusia), pues se corre el riesgo de que ese país árabe se convierta verdaderamente en un Estado Islámico, lo cual pondría en riesgo la paz y la seguridad internacional. Y el temor a que eso ocurra no es infundado, basta ver la mala respuesta que tuvo en la sociedad siria a la llamada de Bashar al-Ássad a la “conciencia nacional y a la unidad para la defensa de su soberanía”. Nadie creyó en esa conciencia ni en el discurso nacionalista del gobernante sirio, en cambio es un hecho que día a día grandes sectores de la sociedad se han unido a las fuerzas yihadistas.[4] Y no precisamente por un sentimiento nacionalista sino sobre todo por el miedo que tienen al ver el debilitamiento creciente de su Gobierno y lo paradójico que resulta invocar una conciencia nacional de unidad mientras que le abre las puertas a los bombarderos rusos.

En Europa ha surgido una tendencia nacionalista que también se mueve en los terrenos del fundamentalismo, si bien no con un discurso de regeneración de corte religioso: el neonazismo, que ha vuelto a aparecer con renovados bríos en países en los que creíamos que se había cruzado el umbral de la barbarie tribal como Italia, Holanda, Bélgica, Alemania, Francia y Suiza. En este último —ejemplo en muchos aspectos de tolerancia multicultural— tuvo lugar recientemente un concierto neonazi que en realidad era una manifestación ideológica nunca antes vista en la Europa de la posguerra, organizada por el grupo ultraderechista y ultranacionalista Blood & Honour (conocido por su belicismo) en la que alrededor de 5000 jóvenes skinheads manifestaron su odio al enemigo común de Europa: el terrorismo internacional de los países islámicos del norte de África[5] o de lo que en Alemania se ha denominado islamización de occidente. Estas ideas han provocado la reacción de grupos de ultraderecha, que atacan los refugios de inmigrantes de manera violenta;[6] actos que nos recuerdan aquel concepto que desarrolló Hannah Arendt: el enemigo objetivo (objektiven Gegner), es decir, el que ha sido declarado de manera formal y concreta. Esta idea parece latir en los discursos del presidente de un movimiento ultraderechista llamado Frente por la Libertad de Austria, Heinz-Christian Strache, quien afirmó un ideal nacionalista que ha tenido gran resonancia, no como principio ideal sino como consigna que incita a la acción directa: “Somos hermanos europeos y nos hermana el hecho de no querer ser islamizados”.[7]

Expresión típica de un nacionalismo exacerbado, que en lugar de afirmar una identidad por lo que se es, lo hace señalando lo que no es. Cuestión que, además de su pobreza racional e intelectual, suele ir acompañada de acciones violentas con las que se pretende afirmar el ser nacional.

El fundamentalismo recurre siempre a un discurso populista, es decir, de exaltación emocional de los fundamentos, de lo que fuimos y ya no somos, de un ser histórico expropiado por un ser extraño y ajeno al espíritu fundacional de la comunidad. “Exacerba el arcaísmo en lo que tiene de fundamental, de estructural y de primordial. Cosas que se encuentran bastante alejadas de los valores universalistas o racionalistas característicos de los actuales detentadores del poder.[8] En el caso de los islamistas puros, como he dicho, se exalta la moral de la sharía amenazada por la cultura invasiva del consumismo capitalista occidental.

Algo similar podemos encontrar en el fundamentalismo estadounidense (nativismo étnico y religioso del blanco, anglosajón y protestante [WASP, por sus siglas en inglés]), que Trump utilizó en la campaña electoral de 2016 como medio para provocar la adhesión del mayor número de sectores que pudieran votar por él. Lo hizo explícitamente, al hablar de los valores norteamericanos amenazados por el enemigo externo, por el invasor que pone en riesgo la pureza fundacional de la Constitución. Como se ha señalado reiteradamente en diversos medios, lo anterior no hace sino demostrar su ignorancia y desconocimiento de la historia de su país, pues si hay un valor fundacional que distinga a Estados Unidos es la garantía de la libertad del mayor número, tal como lo exponen Adams y Jefferson. Lo cual ha dado lugar a que, históricamente, sea una nación de inmigrantes. Y si bien muchos creímos que su discurso era una estrategia de campaña, la sorpresa fue grande al escucharlo en la toma de protesta el 20 de enero de 2017, donde afirmó que esas ideas constituían el eje de su programa.

1.3. Partidos nacionalistas en expansión

Más allá de esos fundamentalismos, que hasta el día de hoy siguen siendo movimientos de minorías, lo que estamos viendo emerger ante nosotros es más bien un tipo de nacionalismo híbrido, en el que parecen converger tendencias colectivistas y populistas, al lado de sentimientos de exclusión, más relacionados en todo caso con el estatismo y el corporativismo de Estado. No es de extrañar, por tanto, que los partidos políticos de derecha en los que se exaltan y defienden valores nacionales sigan ganando terreno en gran número de países.

Aun cuando hayan surgido en un contexto de decepción causada por los resultados obtenidos por aperturas de fronteras y libre mercado, no siempre son partidos políticos que se sitúen en ese hibridismo. Me refiero a los nacionalismos exacerbados de un buen número de partidos a los que generalmente se les ubica dentro de la derecha, en la cual se incluye erróneamente, la ultraderecha ideológica, que suele ser más radical, y contraria a la democracia.

Este tipo de posiciones radicales ha proliferado tanto en Estados Unidos como en Europa, y ha llegado a tener una presencia notoria en el Parlamento Europeo, en donde incluso se han expresado opiniones de racismo y xenofobia, en particular entre los representantes del partido Frente Nacional, de Francia; el Partido Nacional Democrático, de Alemania; el Partido de la Libertad de Austria; así como la Liga Norte, en Italia; el Partido por la Libertad, de los Países Bajos; el grupo político polaco llamado Nueva Derecha, que en total se conforma de una representación extremista de 38 diputados de ese cuerpo representativo.[9] Partidos y grupos que, como veremos más adelante, están ganando posiciones en sus respectivos países; al grado que, como lo señala un estudio realizado en Austria “se calcula que en Europa 100 millones de personas piensan de esa manera”.[10]

Me refiero a ese tipo de nacionalismo que no podemos abordar bajo una óptica confusa: una cosa es el nacionalismo de los partidos de ultraderecha, como aquellos a los que se refiere el informe austriaco, y otro es el nacionalismo que puede ser de derecha o de izquierda. Distinción que me parece pertinente ya que diariamente leemos en los periódicos expresiones que hacen pocos matices y confunden los términos, sin hacer las diferencias pertinentes.

Lo que aquí quiero resaltar es que hoy, y me parece que en los próximos diez o quince años, la tendencia es hacia el repliegue de los Estados frente a las grandes organizaciones; lo que nos hace suponer que volveremos a escuchar expresiones que teníamos guardadas en el baúl del pasado o en el armario de los temas superados, como, por ejemplo, soberanía nacional, pueblo, nación, patria. Términos que expresan una vuelta a esquemas de gobierno más manejables y quizá a una escala más humana. ¿Cómo resolveremos la posible colisión de gobiernos nacionalistas y sistemas que en muchos aspectos son irreversibles dentro de la globalización? Es una cuestión cuya respuesta no es evidente o convincente, al menos hasta el día de hoy, y que en buena medida constituye el quid de este ensayo.


Primero fue el Brexit y, ahora, la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Solo falta que Marine Le Pen gane los próximos comicios en Francia para que quede claro que en Occidente, cuna de la cultura de la libertad y del progreso, asustado por los grandes cambios que ha traído al mundo la globalización, quiere dar una marcha atrás radical, refugiándose en lo que Popper bautizó la llamada de la tribu —el nacionalismo y todas las taras que le son congénitas, la xenofobia, el racismo, el proteccionismo, la autarquía—, como si detener el tiempo o retrocederlo fuera solo cuestión de mover las manecillas del reloj.Mario Vargas Llosa

Más allá de matices, lo que es un hecho incontrastable es que el nacionalismo es hoy un tema de debate en todos los países del mundo, tanto en los ricos como en los pobres, en los que cuentan con gobiernos capitalistas o proglobalización, o los de tendencia socialista. En Francia, por ejemplo, durante la Eurocopa 2016 se suscitaron interesantes debates en torno al tema, pues con motivo del juego de este país contra Portugal, se reunió en la Torre Eiffel de París una gran multitud (muchos de ellos pertenecientes a partidos de derecha) en la que se expresaron todo tipo de emociones patrióticas y nacionalistas: los jóvenes tremolaron la bandera de aquel país mientras cantaban con emoción la Marsellesa. Todo como un acto de solidaridad del pueblo francés con las víctimas de la yihad y de exaltación de la unidad nacional como baluarte para hacer frente a los agresores. Tras algunas críticas de los partidos liberales y de izquierda, que acusaron a los organizadores de esa magna reunión de ser belicistas de ultraderecha, estos se apresuraron a responder. Según una editorialista del periódico francés Le Figaro, los nacionalistas acusaron a los proeuropeos franceses, esclarecidos europeístas amigos de la UE y de las decisiones supranacionales de Bruselas (les européistes éclairés), de tomar el camino fácil de identificar al nacionalismo con la violencia, una forma de descalificar a los partidos de derecha que incurre en el grave error, según ellos, de olvidar que un nacionalismo fuerte es la única manera de hacer frente a los ataques del enemigo exterior.[11] Más claro no puede ser, el mundo parece estar dividiéndose entre los defensores de la globalización y los que exaltan como valor olvidado y venido a menos: la nación, que no es necesariamente una disyuntiva radical entre el bien y el mal.

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