Las Cruzadas

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El origen de esta larga crisis coincide con el fin del período macedónico, que, pese a no ser ajeno en sus últimos años a la inestabilidad, había conocido la esplendorosa época expansiva de Basilio II (976-1025), el “matador de búlgaros”, quien había devuelto al imperio gran parte de sus antiguas fronteras y, sobre todo, su dignidad. Bizancio vivió algún tiempo de sus rentas, pero hacia mediados del siglo XI viejos problemas internos y nuevos enemigos exteriores se combinaron en una demoledora crisis que a punto estuvo de acabar con su existencia.

El enfrentamiento partidario

En el interior se acrecentó una antigua pugna que enfrentaba ambiciones personales y familiares pero que, sobre todo, manifestaba la contradicción entre dos modelos distintos de entender el poder y cimentar sus interesados apoyos. Por un lado, crecía cada vez con mayor pujanza una especie de partido cortesano de naturaleza burocrática que pugnaba, desde el indiscutible protagonismo de la capital del imperio, por la imposición de una sólida administración civil, firmemente apuntalada por ciertos círculos intelectuales y por la poderosa iglesia patriarcal; la familia Ducas representaba bien este entramado de intereses. Por otro lado, un segundo “partido” lo integraban quienes desde las siempre amenazadas provincias orientales veían peligrar sus extensos patrimonios fundiarios por una política insensible ante la necesidad militar de la defensa; algunos miembros de esa aristocracia rural eran ellos mismos representantes de la clase militar, que, en cualquier caso, veía con recelo y escasa simpatía la actuación prioritaria que, en detrimento de gastos militares, el Gobierno y los sectores burocráticos concedían a una desmesurada administración civil; una de las familias que más cercana se hallaba a esta sensibilidad aristocrático-militar era la de los Comneno.

El reinado de Constantino X Ducas (1059-1067) constituye un momento especialmente delicado en el enfrentamiento partidario por el que discurre la lógica interna de Bizancio en aquellos años. El emperador era un fiel representante del partido cortesano y burocrático que prácticamente ignoró las demandas del ejército en un momento en que los turcos empezaban a asfixiar al imperio, tanto los pechenegos y uzos en las fronteras balcánicas como, sobre todo, los selyúcidas en las provincias orientales; a ellas se dirigió el sultán Alp Arslan tomando Armenia y su capital Ani en 1064 y procediendo después a la ocupación de Capadocia, cuya capital, Cesarea, fue cruelmente saqueada, sin que se viera libre de la violencia turca esa seña de identidad capadocia que era el santuario de San Basilio el Grande.

Las cosas habían ido demasiado lejos, y algunos miembros del propio partido cortesano reconocieron la necesidad de permitir un cambio en el gobierno. Así, a la muerte de Constantino X, subió al trono un arquetipo de emperador-soldado, Romano IV Diógenes (1068-1071). El nuevo responsable de la política bizantina era un hombre capaz y valeroso al que, desde luego, no le acompañó la fortuna. Nada más hacerse con el control de la situación, dirigió algunas campañas victoriosas contra los selyúcidas intentando neutralizar su avance por Anatolia. Pero no eran los turcos sus únicos enemigos. En los aledaños mismos del trono, el antiguo partido cortesano esperaba hacer de cualquier fallo del emperador un motivo para la discordia, y por otra parte, la política llevada hasta ese momento había convertido al ejército en una indisciplinada mezcolanza de mercenarios mal armados. Nada parecía actuar a favor del buen ánimo del nuevo emperador. En estas circunstancias se produjo la dramática y decisiva jornada de Manzikert –verano de 1071–, donde el imperio se jugó y perdió algo más que su control sobre Anatolia.

El desastre de Manzikert y sus consecuencias

La de Manzikert es una extraña batalla. En realidad, la plaza fuerte de tal nombre, situada al noroeste del lejano lago Van, había sido tomada por el emperador, y el turco Alp Arslan solicitó entonces negociaciones que probablemente hubieran devuelto a Bizancio parte de las conquistas de los turcos, y habrían permitido a éstos reorientar sus energías contra quienes entonces se presentaban como su peor enemigo: los fatimíes de Egipto. Romano IV no aceptó las negociaciones porque deseaba una solución definitivamente favorable para Anatolia al tiempo que, mediante una victoria, reforzaría su precaria posición política frente al partido cortesano de Constantinopla. Lo cierto es que se trató de una solución fatal para su propio futuro y el de su imperio. Empeñado en buscar a los turcos en campo abierto, Romano puso en marcha su ejército, un ejército muy numeroso pero que, además de ser mayoritariamente mercenario, estaba en parte inexplicablemente comandado por enemigos políticos del emperador: los arqueros y la caballería turcos se mostraron eficaces, el resto lo hicieron las deserciones producidas entre los bizantinos. Romano IV, prácticamente abandonado, cayó prisionero, y mientras negociaba con Alp Arslan una liberación que permitiera a Bizancio no perderlo todo, en Constantinopla un golpe de Estado le privaba del trono y situaba al frente del Estado a un nuevo representante del partido cortesano, Miguel VII Ducas (1071-1078), hijo de Constantino X.

Fue a partir de este momento cuando las consecuencias de la derrota de Manzikert cobraron todo su significado: con Romano IV cruelmente retirado de la escena –murió como consecuencia de la brutal extracción ocular a que fue sometido por los responsables del nuevo gobierno bizantino–, Alp Arslan se consideró libre de los compromisos contraídos con aquél, y aprovechó para invadir la práctica totalidad de Asia Menor. Pero no era éste el único frente abierto al que debía atender el inestable gobierno bizantino. Aquel mismo año de Manzikert esos mercenarios normandos liderados por Roberto Guiscardo, que mantenían una equívoca posición respecto al papado pero que muy pronto actuarían bajo su protección, habían ocupado Bari tras tres años de asedio. Era el fin de la dominación bizantina sobre el sur de Italia y el comienzo de una ofensiva en toda regla que muy pronto se fijaría en el territorio bizantino de la costa adriática de los Balcanes. Y por si todo ello fuera poco, nuevamente pechenegos y uzos mostraban intenciones más que intranquilizadoras en la desarticulada frontera danubiana.

En medio de este panorama, el restaurado régimen burocrático de Miguel VII se mostraba impotente para resolver el problema militar, y tampoco daba con la fórmula adecuada para superar la insostenible crisis económica: la corrosiva ironía del pueblo de Constantinopla no tardó en apodar al emperador como Parapinakes, “el menos de un cuarto”, y es que la carestía era tal que con una moneda de oro ni siquiera se podía comprar una fanega entera de trigo. En estas circunstancias, no sorprende que el gobierno optara por la única salida que parecía tener: planificar toda una ofensiva diplomática que le proporcionara algún balón de oxígeno.

Es significativo que el primer destinatario de la ofensiva diplomática fuera el papa Gregorio VII. Su preocupante y ambigua conexión con los normandos aniquiladores de la soberanía bizantina en Italia y, quizá sobre todo, su obsesiva preocupación por la unidad de las Iglesias lo convertían en un buen objetivo político. La Iglesia bizantina estaba formalmente separada de la romana desde el cisma protagonizado en 1054 por el papa León IX y el patriarca Miguel Cerulario. La recuperación de la unidad pasaba por que las autoridades bizantinas quisieran “sugerirla” a sus prelados, y si el imperio desaparecía, la dispersión y el acorralamiento de las comunidades cristianas la harían prácticamente imposible. El papa era el primer interesado en sostener el tambaleante trono de Miguel VII. No es de extrañar por ello que, en lo que se conoce, la embajada que en 1073 enviaba el pontífice a Constantinopla, en respuesta de la que a su vez el emperador bizantino había remitido a Roma, no se hablara más que de la necesidad de superar el cisma. Sin embargo, no parece creíble que en ella no hubiera también algunas palabras acerca de la ofensiva normanda en Italia y, sobre todo, acerca de la presión que los selyúcidas ejercían en Oriente. De otro modo no es fácil explicar los llamamientos a una auténtica guerra santa que Gregorio VII realiza en los primeros meses de 1074. A través de ella, se trataba de someter a los normandos entregados a un pillaje contrario a los intereses de la Sede Apostólica, y después de conseguido este objetivo, de marchar a Constantinopla “para auxiliar a los cristianos que piden nuestra ayuda porque están continuamente expuestos a los embates de los sarracenos”; el papa convocaba a los cristianos a un auténtico sacrificio “por nuestros hermanos” del que, como ya sabemos, no se excluía personalmente, ya que preveía liderar el ejército liberador que, en realidad, nunca llegó a movilizarse. Tampoco se materializó un proyecto del emperador Miguel VII consistente en emparentar con los normandos de Italia propiciando el matrimonio de su heredero con una hija de Roberto Guiscardo. Lo que sí hizo, en cambio, fue casar a su hermana con el dux de Venecia, que muy pronto se mostraría irreconciliable enemigo de los normandos.

Una febril actividad diplomática que se mostró, en último término, inútil. El emperador, desbordado por la crisis bélica y los numerosos golpes internos propiciados por el partido de la aristocracia militar, acabó abandonando el trono para convertirse en un monje. A partir de entonces, y durante tres años, Bizancio fue presa de una imparable carrera de descontrol y violencia que, finalmente en 1081, pudo superar un joven general, Alejo Comneno, bien visto por los círculos militaristas de los terratenientes provinciales y que, además, por su matrimonio con una representante de la familia Ducas, supo granjearse el apoyo del viejo partido cortesano, hasta ese momento cegado por torpes prejuicios antimilitaristas.

 

La restauración Comneno

Alejo I (1081-1118) inaugura el gobierno de una nueva dinastía restauradora, y él mismo se mostraría extraordinariamente eficaz en la resolución de los inmediatos problemas militares. La ocupación selyúcida de Anatolia, desde luego, no parecía tener solución, pero el emperador dejó inteligentemente abierta la puerta a una futura recuperación firmando pactos de cesión con las autoridades turcas que, en último término, mostraban con claridad quién era el soberano del territorio.

Mucho más agudo se presentaba el problema normando. Roberto Guiscardo, tras apodearse de la Italia bizantina y no ajeno a la fascinación de su cultura, concibió la posibilidad de hacerse con el control de todo el imperio romano-oriental. En esa perspectiva había aceptado gustoso el matrimonio del heredero bizantino con una de sus hijas, matrimonio que, como ya sabemos, nunca llegó a producirse. Por ahora su objetivo era menos ambicioso: se trataba de dar el salto desde Bari a la costa bizantina del Adriático, haciéndose con el control del estratégico puerto de Dyrrachium, el actual Durazzo; de él partía la vieja calzada Ignatia, camino de peregrinos y más tarde también de cruzados, que unía el enclave portuario con la propia Constantinopla.

Los normandos habían cumplido su primer objetivo antes de finalizar el año 1081, y a partir de Durazzo se extendieron sin grandes dificultades por tierras tesalónicas y macedónicas. Alejo I no permaneció impasible y su contraofensiva constituyó todo un éxito. Esa contraofensiva se apoyó en dos iniciativas sin duda eficaces: la desestabilización de los territorios normandos de Italia y la conclusión de una decisiva alianza con la república veneciana. En efecto, y gracias a complejas gestiones diplomáticas que necesariamente incluían sustanciosos sobornos, Alejo I conseguía el apoyo del emperador alemán Enrique IV para poner en pie de guerra Apulia y Calabria y presionar al papa en la propia ciudad de Roma: a fin de cuentas los normandos, aunque díscolos, eran vasallos de la Sede Apostólica y nada podía satisfacer más al monarca germánico que su peor enemigo, el papa Gregorio VII, se viera en dificultades. Lo cierto es que, ante la gravedad de los sucesos y la propia llamada del pontífice, Roberto Guiscardo regresó a Italia dejando en los Balcanes a su hijo Bohemundo, el futuro protagonista de la primera cruzada. Por otra parte, no le fue difícil al emperador bizantino atraerse hacia sí el poder naval veneciano: si algo no interesaba a su dux era que los normandos extendieran su poder a un lado y otro del Adriático, lo que obviamente les dificultaría en gran medida el tránsito comercial por la zona. En consecuencia, los venecianos ayudaron a los bizantinos a recuperar Durazzo y a neutralizar la presencia normanda en la costa adriática del emperador, pero el precio fue muy elevado: el acuerdo bizantino-veneciano de 1082 establecía franquicia para los comerciantes venecianos en toda la jurisdicción del imperio, un privilegio que los situaba por delante, incluso, de los propios súbditos bizantinos. Era una jugada maestra del emperador Alejo, pero una jugada que suponía el definitivo reconocimiento por su parte de la pérdida bizantina de la hegemonía naval en el Mediterráneo.

La contraofensiva dio sus frutos, pero apenas neutralizado el peligro normando –a ello contribuyó decisivamente la muerte de Roberto Guiscardo en 1085–, el emperador hubo de hacer frente al último y más violento ataque de los pechenegos. Dos circunstancias lo hicieron entonces especialmente peligroso: el apoyo recibido de los paulicianos y su estratégica alianza con los turcos de Asia Menor. Los paulicianos constituían una secta maniquea –creían en la existencia contradictoria de dos principios divinos, el del bien y el del mal– radicada en las regiones centrales de Anatolia hasta que la política de deportaciones del gobierno bizantino decidió trasladarlos en oleadas sucesivas a la expuesta zona fronteriza de los Balcanes. Allí, en tierras búlgaras, experimentaron a lo largo del siglo X un proceso de regeneración gracias a las predicaciones de un pope llamado Bogomila. Por eso recibieron desde entonces el nombre de bogomilos, al tiempo que se identificaban cada vez más con el espíritu de resistencia nacional eslavo contrario al autocrático centralismo bizantino. En su lucha contra él, en aquella ocasión no dudaron en apoyar abiertamente a los pechenegos. Bárbaros y bogomilos llegaron a las puertas mismas de Constantinopla, cuyo puerto, gracias a la flota de los turcos de Esmirna, coaligada con ellos, quedó bloqueado en el invierno de 1090-1091. El colapso de la capital presagiaba el del conjunto del imperio, pero en esta ocasión Alejo I también supo reaccionar a tiempo y lo hizo uniendo a su insuficiente ejército el de un aliado ocasional, los cumanos, otro pueblo bárbaro no especialmente bien dispuesto hacia Bizancio pero convenientemente comprado para la ocasión. Su aportación fue efectiva pero probablemente añadió más violencia y brutalidad al aplastamiento definitivo de los pechenegos y sus aliados en la sangrienta jornada de Lebunio en la primavera de 1091. La hija del emperador Alejo, la princesa Ana Comneno, cronista excepcional del reinado de su padre, lo refleja con toda claridad en su Alexiada: “todo un pueblo, si no infinito, al menos superior a todo número, fue aniquilado en aquella jornada sin perdonar ni a sus mujeres ni a sus niños” (VIII.v.8).

En los años inmediatamente posteriores el emperador no cesó en sus iniciativas de estabilización militar y política: con los Balcanes sosegados y sus fronteras orientales en la tranquilidad que proporcionaba la división de los turcos, Alejo pudo empezar a respirar con algo más de sosiego e incluso pudo empezar a planificar una eventual recuperación de Anatolia. Es entonces, hacia finales de 1094, cuando la realidad del Occidente latino reclama nuevamente su atención.

Alejo I y el Occidente latino

Como ya sabemos, no era la primera vez que la diplomacia del emperador Alejo se veía obligada a mirar a Occidente. Cuando lo hizo a comienzos de su reinado, las difíciles circunstancias de la invasión normanda no habían hecho sino tensar más el recíproco malestar entre Bizancio y Roma. Gregorio VII se había mostrado siempre inflexible con el “cismático” que se sentaba en el trono de Constantinopla, y después de excomulgarlo, nada bueno podía esperar de él el emperador Alejo. La muerte del papa, que coincidió con el fin del problema normando, trajo un nuevo clima de distensión en las relaciones del imperio con Roma. Ese nuevo clima fue especialmente impulsado por el papa Urbano II (1088-1099) que, nada más acceder al trono pontificio, empezó por levantar la excomunión de Alejo en el concilio de Melfi de 1089, al que habían acudido invitados sus embajadores. Al año siguiente otra embajada bizantina expresaba al papa su cordial y flexible disponibilidad de ánimo respecto al cisma abierto en la Iglesia y que, en realidad, no respondía a cuestiones teológicas de fondo. Por eso, la nueva invitación del papa para que el emperador estuviera presente a través de sus representantes en el magno concilio que la Iglesia católica iba a celebrar en Piacenza en marzo de 1095 y en el que se abordaría el tema de la unión de las iglesias, no sorprendió realmente a nadie, como tampoco lo hizo la favorable respuesta de Alejo.

¿Qué había detrás de este acercamiento tan evidente de posiciones entre el papa y el emperador? La cuestión no resulta difícil de responder. Urbano II, aunque abandonando los agresivos planteamientos de Gregorio VII, no fue menos firme que éste en la defensa de los postulados reformistas de la Iglesia. Aunque volvamos sobre el tema en el próximo capítulo, baste indicar ahora que el reformismo, abordado con tesón a lo largo de todo el rosario de concilios provinciales que jalonan el pontificado de Urbano II, hacía de la afirmación de la autoridad del primado apostólico la clave de su programa. Esa autoridad se extendía al conjunto de la cristiandad, por lo que la eliminación de los obstáculos que llevaba consigo el cisma y la consecución de la unidad de las iglesias se presentaban como tareas prioritarias. Pero la vuelta a la unidad –ya hemos tenido oportunidad de indicarlo– no era posible sin un acercamiento real a las autoridades bizantinas, cuyas tendencias cesaropapistas mantenían a la Iglesia del imperio en un marco de dependencia relativamente estrecho. La actitud del papa era en este sentido clara y coherente.

¿Y la de el emperador? ¿Qué perseguía Alejo con este acercamiento a Occidente a través del papa? Es obvio que no los mismos fines que éste. Al emperador no le interesaba una unión que alejara a la iglesia bizantina de su control. Lo que Alejo I buscaba era el apoyo de Occidente y de su líder espiritual, el papa, para afrontar con éxito la definitiva recuperación del imperio y la proyectada reintegración de las provincias orientales. El emperador interpretaba esa ayuda en forma de mercenarios o incluso de combatientes voluntarios que, en cualquier caso, habrían de estar convenientemente sujetos a su autoridad, y el papa, la persona moralmente más influyente de Occidente era quien, a través de sus predicaciones e iniciativas, podría proporcionárselos.

Alejo I apreciaba mucho a los guerreros occidentales. Desde hacía tiempo ya combatían en las filas del ejército bizantino especializados cuerpos de soldados normandos de origen escandinavo –la guardia varega– y también mercenarios anglosajones huidos de Inglaterra a raíz de la invasión normanda de 1066. Concretamente Alejo también disponía a su servicio de 500 caballeros flamencos dirigidos por su amigo el conde Roberto el Frisón, al que había conocido cuando éste regresaba de una peregrinación a Tierra Santa; de hecho, los efectivos flamencos habían participado a favor del emperador en las difíciles circunstancias de 1091 cuando Bizancio luchaba por su supervivencia frente a pechenegos y turcos. Y es que ciertamente al emperador le agradaba el apoyo de unos soldados militarmente eficaces y cuya lejanía respecto a las tierras y pueblos en que se desarrollaban sus operaciones los situaba al margen de las habituales tentaciones de deslealtad o deserción.

Por eso, y porque Alejo I necesitaba del apoyo de soldados occidentales para reorganizar y reforzar su ejército con vistas a una previsible reconquista de Anatolia, en Piacenza los embajadores bizantinos no dudaron en presentar un panorama sombrío de la situación, más sombrío de lo que realmente se correspondía con las circunstancias del momento, haciendo hincapié en los aspectos que más podían tocar la fibra sensible del papa y de su Iglesia: la resistencia del imperio no tardaría en ceder ante el empuje de los turcos y con su desaparición la opresión que ya sufrían las comunidades cristianas bajo el yugo de los infieles, se tornaría sencillamente insoportable.

No hace falta decir que la proclama de los embajadores bizantinos era exagerada. Por un lado, en 1095 la situación del imperio distaba de ser agobiante: todo lo contrario, el gobierno de Constantinopla planeaba tomar la iniciativa contra los turcos. Por otro lado, y aunque es cierto que tras la conquista de Jerusalén y la incorporación de la región palestina a los turcos en torno a 1076 la situación de los cristianos –o al menos de algunos de ellos– pudo empeorar, en vísperas de las cruzadas esa situación no era peor que quince años antes y, desde luego, no tan trágica como para justificar un llamamiento a la solidaridad así de dramático. Es evidente, que las reglas de una llamativa propaganda se impusieron, y también lo es que dicha propaganda, que tanto influyó en el papa y su entorno episcopal, acabó revolviéndose contra el emperador: éste esperaba de Occidente un buen número de disciplinados mercenarios, y se acabó encontrando con una masiva e incontralable presencia de cruzados.

HETEROGÉNEA REALIDAD DE LAS COMUNIDADES CRISTIANAS DE ORIENTE

Cuando en el concilio de Piacenza de 1095 se hablaba de cristianos oprimidos por el turco, ¿de qué cristianos se estaba realmente hablando? Claude Cahen distingue oportunamente entre tres categorías de cristianos: los que habitaban Asia Menor y ahora se hallaban bajo control de los turcos, los de los antiguos países musulmanes gobernados en este momento o bien por los propios turcos o por los fatimíes, y los peregrinos occidentales que arribaban a Tierra Santa. Las dos primeras categorías se corresponden con las comunidades cristianas orientales que, ante todo, presentan una extraordinaria diversidad doctrinal, al tiempo que situaciones sensiblemente distintas respecto a las autoridades islámicas. Detengámonos, aunque sea brevemente, en esta heterogénea realidad del cristianismo oriental.

 

Cuando los árabes invadieron las provincias orientales de Bizancio en el siglo VII, el imperio era ya un complejo mosaico de diversas Iglesias cristianas fruto de los conflictos doctrinales de carácter cristológico que se habían producido desde el siglo V. Ese mosaico, que, en líneas generales, se mantuvo intacto hasta el primer siglo de las cruzadas, lo componían principalmente seis Iglesias. La primera y más importante era la Iglesia imperial o melquita, también llamada ortodoxa o calcedoniana por haber aceptado en su integridad las proposiciones dogmáticas del trascendente concilio de Calcedonia de 451. Era la Iglesia gobernada por el patriarca de Constantinopla en sintonía con el gobierno imperial, y mayoritaria tanto en tierras balcánicas como en buena parte de Asia Menor, pero también con importantísimas comunidades dependientes de los patriarcados siriopalestinos de Antioquía y Jerusalén y del egipcio de Alejandría.

La segunda de las Iglesias que vamos a destacar es la Iglesia armenia. Los armenios constituyen un viejo pueblo muy tempranamente cristianizado que se extendía de modo difuso por un amplio territorio situado al noreste de Asia Menor, zona fronteriza cercana al Caúcaso y al lago Van y que presenció, por tanto, la desastrosa derrota bizantina de Manzikert. La Iglesia armenia, desarrollada doctrinalmente al margen del concilio de Calcedonia, no tardaría en asumir el monofisismo: una sola naturaleza divina en la persona de Cristo. Lo haría en 491, además de como explicación cristológica de su esencia religiosa, como expresión de especificidad “nacional” frente a la ortoxia melkita y las presiones centralizadoras del gobierno bizantino. Por lo demás, cuando los selyúcidas hicieron su aparición en tierras armenias poco antes de Manzikert, muchos de sus habitantes decidieron trasladarse a Cilicia y allí, parapetados por el Taurus, acabarían creando el reino cristiano de la Pequeña Armenia, poniéndolo al margen tanto de la soberanía turca como bizantina. A él habremos de referirnos más adelante, pues jugará un interesante papel en el período propiamente cruzado.

La tercera de las Iglesias es también precaldedonense, es decir, separada de la comunión de la “gran Iglesia” con anterioridad a la celebración del concilio de Calcedonia. Es la llamada Iglesia sirio-oriental, asiria, caldea o nestoriana, que por todos esos nombres se la conoce. Agrupaba a la inmensa mayoría de los cristianos que habitaban en el antiguo imperio persa, es decir, en los territorios islámicos de Iraq e Irán, y tenía su centro en la mesopotámica sede patriarcal de Seleucia-Ctesifonte, junto a Bagdad. Toda esta amplia zona había recibido la evangelización del primitivo núcleo cristiano de Edesa, aquél que, a su vez, una viejísima tradición asociaba a la presencia de Tadeo, el discípulo de Jesús, cuyo nombre traducido al siríaco es Addai. La doctrina oficialmente defendida por la Iglesia asiria desde el siglo V era la nestoriana, la cual, siendo muy cercana a la ortodoxa, apostaba por una radical separación de naturalezas en Cristo y rechazaba el título de Madre de Dios para la Virgen.

La cuarta es la Iglesia sirio-occidental o jacobita. Vinculada también a la vieja tradición cristiana de Antioquía-Edesa, se extendía por casi toda la región de la antigua Siria y de Palestina, siendo sus referencias de irradiación doctrinal, además de Antioquía y Edesa, la ciudad mesopotámica de Takrit. El monofisismo es su seña de identidad, y el nombre de jacobita proviene del obispo de Edesa, Jacobo el Pordiosero –Baradai en siríaco–, quien, a mediados del siglo VI, reorganizó e impulsó extraordinariamente el credo monofisita en toda la región sirio-palestina.

Dentro de la compleja realidad asiática del Próximo Oriente nos queda por mencionar una Iglesia relativamente pequeña respecto a las anteriores y circunscrita al área libanesa. Nos referimos a la Iglesia maronita. Sus oscuros orígenes se remontan a la existencia de un centro religioso de especial pujanza evangelizadora, el monasterio erigido en memoria de san Marón, un popular eremita muerto a comienzos del siglo V. El monasterio se hallaba situado junto al Orontes, cerca de la Apamea siria, y tradicionalmente se asocia con una inquebrantable adhesión a los postulados cristológicos definidos en el concilio de Calcedonia. La indiscutible ortodoxia de los seguidores de los monjes de San Marón se vio empañada por su no menor lealtad al emperador Heraclio, quien en la última fase de su reinado –década de 630– impulsó e intentó imponer una doctrina cristológica conciliadora entre las facciones en pugna, el monotelismo –las dos naturalezas de Cristo estarían gobernadas por una única voluntad–, que muy pronto sería condenada por Roma. Los maronitas quedaron de este modo vinculados a esa corriente heterodoxa, cuando lo que realmente defendían era la figura de su emperador. La inmediata ocupación del territorio sirio por parte de los árabes les obligó a replegarse hacia el sur sobre la zona montañosa del Líbano, donde han permanecido hasta nuestros días haciendo gala de posiciones doctrinales siempre identificables o al menos muy cercanas a los postulados de la Iglesia romana.

Nos encontramos finalmente con la Iglesia copta. Se trata de la “Iglesia nacional egipcia”. La propia palabra “copto” es una arabización de la palabra aigyptios. A raíz de Calcedonia se formalizó su adscripción al monofisismo. De su extraordinaria centralización, apoyada en una compleja y extensísima red monástica, nos habla su único obispado-patriarcado, el de Alejandría, que muy significativamente fue trasladado a la ciudad de El Cairo a mediados del siglo XI.

¿Cuál era la situación de este complejo y heterogéneo colectivo de cristianos en vísperas de las cruzadas? ¿Sufrían realmente la opresión de que hablaban los representantes del emperador Alejo I en el concilio de Piacenza de 1095 y que sirvió, en buena medida, de factor justificativo para la intervención de los cruzados? Desde luego, antes de la dominación turca, es decir, con anterioridad a mediados del siglo XI, por regla general las relaciones de las autoridades islámicas con las comunidades cristianas fueron pacíficas y tolerantes, en línea con lo que en el siglo IX el patriarca Teodosio de Jerusalén comunicaba a Ignacio, titular del de Constantinopla: las autoridades musulmanas “son justas y no nos hacen ningún daño ni nos muestran ninguna violencia”. De hecho, los episodios en que ese espíritu de respeto se interrumpe fueron puntuales y normalmente obedecían a causas graves que los dirigentes islámicos identificaban con traiciones manifiestas. A mediados del siglo X, por ejemplo, uno de los sucesores del mencionado Teodosio de Jerusalén, el patriarca Juan, fue detenido y cruelmente linchado por la población musulmana: era la respuesta a la invitación que el eclesiástico había realizado para que el emperador Nicéforo Focas no tardara en liberar Palestina de la dominación islámica. Hubo también violencias totalmente injustificadas, como lo fueron las derivadas del desequilibrado califa fatimí al-Hâkim, quien, antes de destruir el Santo Sepulcro, confiscó todos los bienes de los monasterios egipcios, hizo desaparecer en ellos las cruces o cualquier otro signo distintivo cristiano, prohibió el comercio del vino, impidiendo las celebraciones eucarísticas, y lo que es peor, obligó a todos los cristianos a llevar un humillante y pesado elemento identificativo: una cruz de cinco libras de peso colgada del cuello. Pero la locura de al-Hâkim acabó cuando lo hizo su gobierno, y el Egipto fatimí restauró sus tradicionalmente buenas relaciones con la Iglesia copta que, en general cercana al poder, a mediados del siglo XI decidió trasladar, como ya sabemos, su sede patriarcal de Alejandría a El Cairo, la capital política del califato.

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