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La vida a medias

Carlos Bernal

©2021. Ediciones Especializadas Europeas, SL

EEEliteraria

www.eeeliteraria.com

Portada: Ramon Lanza

ISBN: 978-84-122049-7-1

Todos los derechos reservados, incluyendo, entre otros, conferencias públicas y transmisiones por radio y televisión, incluidas partes individuales. Ninguna parte del trabajo puede reproducirse de ninguna forma (por fotografía, microfilm o cualquier otro medio) o procesarse, duplicarse o distribuirse utilizando sistemas electrónicos sin el permiso por escrito del editor.

Índice de contenido

1  Primera parte. Triste mi mitad

2  Segunda parte. Te di mi vida

3  Tercera parte. La media vida que me queda

Hitos

1 Índice de contenido

2  Portada

Carlos Bernal

La vida a medias

Primera parte

Triste mi mitad

Primera parte. Triste mi mitad

Las actividades creativas ayudan, o eso dicen, a levantar el ánimo durante un tormento personal. Pero a mí lo que el cuerpo me pide, más que recomponerme, es esconderme; dejar de respirar, meterme debajo de un autobús, empezar otra relación sentimental: ocupaciones, en suma, más destructivas que creativas.

Sigo perdiendo pelo. Y ahí están, invadiéndome la cabeza cada mañana, rebaños de nuevas canas. Cuánta furia en mis desvelos, en mis noches sin centro, en el cielo de la boca que se me seca, que se me vuelve de esparadrapo.

Cada tarde paseo sobre los surcos de orines de Madrid, esquivando paquetes de tabaco reblandecidos en charcos de mugre, la ciudad cada vez más sucia desde que llegué hace más de, qué se yo, parece mentira, una década. Luego vuelvo a casa, si es que a esto se le puede llamar casa, y me siento a tratar de escribir, si es que a esto se le puede llamar escribir. La pretensión, apenas de terapia: me propongo escribir este libro con la modesta aspiración de resurgir de una tragedia amorosa, darle sentido a lo vivido haciendo inventario, amedrentar demonios, olvidar la risa nerviosa de E, seguir adelante.

El desamor, a partir de los treinta y cinco años, envejece.

Puede que el amor también.

Van a dar las diez. Escribo encorvado sobre el teclado. La nariz, tan helada como la mañana. El fiero invierno hace de las suyas contra la ventana: qué duro el clima aquí, nadie lo dice nunca, y mira que en España nos gusta hablar del tiempo. Soy friolero, sí, qué pasa: propenso como nadie a agarrar un resfriado, la gripe, a sufrir el ataque devastador de una bacteria inofensiva para todo el mundo menos para mí.

Parece una eternidad, pero ocurrió hace menos de un mes, y ahora no sé si echo de menos a E, si echo de menos lo que sentía por E o si simplemente echo de menos lo que hacía con E.

El enamoramiento, en sus momentos álgidos, cuando estás allí arriba, parece aclararte las ideas. Pero en realidad las entumece, te convierte en una calamidad, a menudo radiante y graciosa, normalmente ridícula, rara vez honrosa. Pasaba la mayoría de las noches con ella, y todas me parecían pocas.

Amar es siempre querer más. Cuando amanecía, E se marchaba apresurada a su oficina y yo, con la excitación de apenas haber dormido y tiritón por una mezcla de frío y nervio alegre, regresaba a mi piso para darme una ducha caliente y ponerme a trabajar en este mismo escritorio, cantarín como un jilguero. Sí: era aquí a donde volvía, a este piso que ahora es otro, si cabe más sombrío y más gélido sin ella, o sin la ilusión de que E llame al portero electrónico en cualquier momento.

Por las tardes nos citábamos de nuevo para besarnos despacio y subir a flotar entre nubes (a nuestra edad, que ya no pega). Pero ahora el telón ha bajado y no hay quien enderece estos horarios, el tuétano, el sueño, las ganas, el hambre, el ritmo intestinal que ya es cualquier cosa menos ritmo. Si me lo dicen hace un par de meses no me lo hubiera creído. Casi no me lo creo todavía.

Martes, 16 de enero. Empiezo a escribir este libro. Es como si el invierno no fuera a acabar nunca.

Pongo música. Me lleva en volandas por todo el piso pero, como son pocos metros cuadrados, los viajes son cortos: más bien revoloteos, del salón al dormitorio, de allí a la cocina donde abro la nevera para nada, porque ni tenía hambre ni apenas comida, saludo a unos tomates ajados, a unas hojas de lechuga ideales para un proyecto de biología. Luego vuelvo al escritorio, donde me siento a intentar escribir este desahogo adolescente.

A lo largo de mi vida he tenido novias como en el instituto, como en el colegio, como en la guardería. «Mamá, tengo tres novias. Bueno, dos, que con Cristina me he peleado». Cuántos amores huecos, me recuerdo en ellos indigno: ¿Qué hacía yo allí, desorientado en esos noviazgos absurdos, claramente sin futuro, con mujeres a las que en realidad no amaba con toda el alma, que es la única forma en que se puede amar?

Oh, demasiado tiempo desperdiciado, el de mi vida; energías derramadas en experiencias inexplicablemente largas para ser yermas: relaciones de seis meses, pero también de dos años, de tres y hasta de cuatro o cinco. Una locura. Como si en la vida le sobrara a uno el tiempo, como si fuera eterna.

En Madrid nos creemos que la vida es eterna.

Qué cantidad de errores, lustros estériles a salto insensato de mata, sin ton ni son, sin estar del todo enamorado, acaso sin estarlo en absoluto. Pero claro: cómo iba yo a enamorarme de nadie, si siempre tenía novia.

Uno no sabe cómo es más tonto, si estando enamorado o sin estarlo.

De E sí me enamoré profundamente. Todavía lo estoy: cómo librarme de su recuerdo dorado, de esos fogonazos ardientes en la memoria que me destemplan el humor, que no me permiten concentrarme en mis asuntos, en nada que no sea la búsqueda del placer inmediato, como si fuera un bebé.

Sudores nocturnos me sobresaltan y me tambalean, me hacen despertar irreconocible, vergüenza íntima, a extrañas horas del día siguiente, habiendo perdido la mañana y también la noche anterior en desvelos dolorosos de amante torpe, inexperto a estas alturas.

Se cumplirá ahora justo un año: cualquier noche de un invierno calcado a este, según entraba en este mismo piso de Lavapiés, E se deshacía del abrigo, se descalzaba grácilmente, como un cisne flotaba sobre la quejosa tarima y venía a acomodarse a mi lado, en ese mismo sofá rojo que veo desde aquí, viejo y destartalado, tristón de piso de alquiler. Alzaba su cuello también de cisne y me besaba entre frase y frase, entre sonrisa y sonrisa, entre milagro y milagro. Me deslumbraba aquel chisporroteo doble y húmedo de sus ojos, me decía que a ella los míos, que cuánto tiempo había esperado, también ella, para al fin encontrar a alguien como yo, a mí: que cuánta suerte habíamos tenido por coincidir en aquel bar.

Oh, qué fácil es tirar la casa del amor por la ventana: se tumbaba, abandonaba su cabeza sobre mis muslos y como una cascada caía al vacío su pelo sano y fresco, lozanía pura desentonando en el piso ruinoso. Poco o nada hacía falta para que ella me riera una ocurrencia y me estremeciera el pecho. Todo lo que no amparase el cerco amarillo de luz que emanaba de la lamparilla no existía.

No me importaba la penuria lumínica de este piso, sus esquinas tan negras como la sospecha de cucarachas. No me importaba que fuera tan caro el alquiler. No me importaba haber cumplido años a la velocidad de la luz, acercarme atolondrado al precipicio de los cuarenta años. No me importaban las expectativas puestas en mí desde que yo soy yo. Oh, todo cuanto me inquietaba o molestaba se veló en un segundo plano en el momento en que conocí a E: estas paredes sucias y sus humedades; los gritos posesos de mis vecinos, sus discusiones desquiciadas de juzgado de guardia, llenas de bajeza, sus salidas de quicio de patio interior, el volumen de su música durante el día y de sus televisores de noche; el tiempo, sobre todo el tiempo que se me iba y que era todo lo que yo tenía, malgastado aquí, en el centro de Madrid, cumpliendo años sin dirección ni propósito más allá de tomarme unas copas el próximo fin de semana.

Todas las dudas respecto a quién era yo y qué estaba haciendo con mi vida; todo, absolutamente todo, quedó relegado a la sombra cuando tú llegaste con tu luz fulminante.

Tengo un aspecto de sintecho que la moda actual, permisiva con cierto tipo de desaliño, me suaviza gentilmente. Tres, cuatro dedos de barba bajo el mentón desaparecido en la espesura negra. Siempre, desde niño, me imaginé barbudo de adulto (quizás por mi padre) y ya desde mi primera juventud encontré gusto por llevarla. A pesar de todo, me pregunto si mi motivación oculta será la moda. Las modas actúan en mí de un modo extraño: la gente se limita a seguir su férreo dictado, más cómodos cuanto más cerca del patrón, mejor patrón cuanto más inflexible sea. Yo, en cambio, cuando mis gustos coinciden con la moda imperante de turno, me preocupo, me cuestiono si me estaré convirtiendo en un cretino.

En cualquier caso, ojalá pudiera hablar tanto del pelo que ya no tengo en la cabeza como del que tengo en la cara. Alargar la juventud, hoy en día, no es una opción: es lo que hay, con estos sueldos y esta precariedad laboral a los treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho años, los que sean ya.

He llegado a una edad en la que yo mismo podría ser mi propio padre.

Me sigo haciendo daño. Qué nervioso anduve aquellos meses que compartí con E. Me recuerdo cavilando, sin nunca creérmelo del todo, sobre semejante sonrisa y semejantes pecas bañando semejantes mejillas, semejante pelo acompañándome a cenar a los restaurantes de la calle Juanelo o la de Santa Ana. Si estás enamorado nunca terminas de creértelo del todo: lo más normal, lo razonable, sería que E pronto me sustituyera por otra barba más cuidada, por otro autónomo más estable, por otra vida más deslumbrante en lugar de la mía lúgubre y ceniza, que se descascarillaría a poco que el tiempo rascara un poco.

Cuántos chispazos invisibles, cuántas casualidades encadenadas habían sido precisas para que E y yo nos conociéramos. Cuántas más para enamorarme de ella, para que ella también de mí.

Las dudas me mataron.

Si al menos hubiera durado algún tiempo más. ¿Por qué no para siempre, o para muchos años, como le ocurre generalmente a la gente que se enamora y no vive en Madrid?

Por qué no tuve el control o, al menos, por qué no equilibré con mi carácter el peso de la relación, por qué no estuve más seguro de mí mismo. Por qué no podré yo enamorarme y tener una pareja, quizás hijos, un piso que no huela a humedad, ni a experimentos biológicos, ni a sospecha de cucarachas. Por favor, una ventana que no dé a un patio interior desquiciado como el que atormenta a mí cada noche.

Mis sueños son de los años noventa, que es cuando mis cándidos anhelos fueron educados. Nuestros sueños siguen siendo los de nuestros padres. Ese quizás sea nuestro error y nuestra condena: nuestros corazones abrigan sueños para un mundo que ya no existe.

¿Enamorarme yo? ¿A mi edad? Cuanto mayor te haces, más ridículo resulta el amor. La única diferencia entre enamorarse siendo adolescente y enamorarse ahora es que de adulto eres consciente de lo que te está pasando, reconoces el sentimiento. Lo demás, todo igual: los sudores, las palpitaciones, el vientre suelto, los brotes de alegría insensata.

Recuerdo que una mañana, volviendo a mi piso después de una noche toledana con E, cuánta dicha, me agaché para recoger del suelo una moneda a una señora en la plaza de Cascorro. Que nadie se preocupe en el barrio, que aquí estoy yo para salvaros a todos con mi humanidad y mis buenos modales. Oh, nunca fui tan amable en mi vida como esos días de flechazo y mareo. La señora no daba crédito. Primero se abalanzó despavorida sobre la moneda, no quisiera yo arrebatársela; pero al cabo entendió: no estaba acostumbrada la mujer a semejante manifestación de amabilidad en Madrid, distrito centro. Luego, cruzando Tirso de Molina, a pesar del invierno desalmado, me pareció que las flores reventaban en los puestos.

Iba vertiginosamente hacia la cuarentena más desoladora y ya se me iba disolviendo el fantasioso anhelo de crear una familia noventera. Pero, oh, desde la primerísima vez que dormí con E, en mis ensoñaciones me vi junto a ella, jugando y correteando con nuestros teóricos, primorosos y vivarachos hijos. Hijos, he dicho, en plural, a pesar de lo caro que está todo, de los destructores de natalidad que gobiernan no ya nuestros presentes, sino sobre todo nuestros destinos.

El silencio actúa sobre mi ánimo como un cómplice. Tarda en llegar, como todo lo que se ansia, pero finalmente la madrugada hiela el barrio de Lavapiés, apoderándose sigilosamente de él, de mí, de todos nosotros: de madrugada, ni siquiera en este demencial bloque de pisos, tan estruendoso de continuo, se oye zumbar una mosca.

Benditas criaturitas de Dios, mis vecinos discuten demasiado a menudo y demasiado a voces, aunque discutir nunca sirva absolutamente para nada (eso lo sabemos todos, sí, pero quién no se deja el alma discutiendo un par de veces en semana). Yo con E tampoco me entendía: polemizar en pareja, rebatir día y noche, impugnar la opinión del otro, contradecirlo por impulso, es la cara oscura del amor que rara vez recuerda uno cuando está soltero y vive a su aire tan ricamente, sin que nadie le dé la vara. Daba igual quién tuviese la razón, lo que puntuaban eran los reflejos para contestar, la habilidad para pillar al contrincante desprevenido, arrinconarle verbalmente, convencer con empecinados argumentos, o más bien cansar con ellos, encontrar el equilibrio perfecto entre el victimismo y el arrojo, entre defensa y ataque. Qué idiotez. No existe mayor desperdicio de energía que discutir.

Primero uno se pasa la vida esperando a enamorarse y luego, cuando por fin se enamora, se pasa la vida discutiendo. Con lo bonito que es el silencio, como el que me rodea ahora mismo y que cuido como si fuera de cristal.

Semanas sin saber de ella, estaba convencido de que lo prudente y razonable sería ser ajenos el uno al otro, romper la comunicación, levantar un muro entre Lavapiés y La Latina; seguir, por separado, cada uno con su vida para así seguir con vida. Pero, ay, en el fondo del corazón la esperaba, siempre la esperé, claro que la esperaba: oh, acabo de cruzar unos mensajes con E.

Nada. Al momento me he arrepentido, he sentido el pecho revuelto y agrio, y la resaca perdura horas después. Ya ha ocurrido otras veces: ella me envía un mensaje y yo, alterado, respondo irreflexivo, intentando agradarla a mi pesar. Por qué este empeño mío de seducirla, de que ría igual que cuando venía a acurrucarse después del sexo en este sofá en el que ahora escribo tumbado, agazapado en esta oscuridad siniestra, agravada por la luz blanca de la pantalla del portátil.

No va a volver, no va a volver, me repito severo, supongo que por miedo a sufrir. No va a volver. No va a volver. No quiere estar conmigo. E no me quiere. E no va a volver.

Los mensajes de E me sientan mal.

E me sienta mal.

Qué perturbado aquel tiempo en que compartimos vida. Vibrante, tóxico, adictivo como una droga, como una desgracia. Nueve meses, casi diez, de alboroto emocional. Una relación que duró lo que un embarazo, pero que solo ha dado a luz desdicha, ansiedades y complejos de los que no consigo deshacerme. Parezco un adolescente, qué sonrojo, computando al dedillo el tiempo de relación, escribiéndolo aquí, reteniendo la fecha del primer beso, rememorando en soledad febril aquellas noches, el primer polvo, la primera cena en un restaurante, ahí conservo como un imbécil el recibo de la cuenta.

Contra mi voluntad, me asaltan pensamientos mezquinos: sigue siendo tóxico nuestro amor aunque haya acabado. Quizás más todavía por el hecho de haber acabado. Muchas desgracias empiezan de verdad cuando acaban, la droga cuando se vuelve más impetuosa y tirana es cuando se intenta abandonar. Culpo a mis inseguridades de que la relación con E no cuajara. Me hago daño yo, yo solito, sin poder evitarlo, un acto reflejo como morderse una llaga que late a punto de sangrar.

Amarla era un acto reflejo. Demoledor y aniquilador, pero un acto reflejo.

Qué poco margen de decisión hay en el amor, tan poco como tiene un adicto. Somos adictos al amor por naturaleza. Sin remedio, adictos al amor desde que nacemos.

Uno, prendado, atravesado, perdido, preparaba a conciencia cada cita con su amada, su dulce pajarillo. Lúcidamente vislumbraba que en la cena parlotearíamos sobre temas más o menos cultos, de cierta profundidad y enjundia, que debería mostrarme como un seductor incluso con la boca desbordada de musaka o ventresca, darme importancia también gesticulando mientras ella hablaba, mostrándole vivísimo interés, levantando atractivo una ceja, luego la otra, levantando la barbilla, levantando un hombro, levantando España entera si hiciera falta para demostrar que me interesaba lo que E pudiera decir.

Luego, a la hora de la verdad, para que una cita fluya no hace falta contorsionar los músculos de la cara. Hay que ser natural. Cuando el amor es correspondido, no es necesario esmerarse en que a uno le amen, pues el enamorado de enfrente pondrá eso y más de su parte. Y si no lo pone, qué le vamos a hacer, en cualquier caso nunca dependerá de la profundidad de los temas de conversación, de la calidad de los chistes, de que levantemos una ceja o así hagamos con España entera, que tal y como está, pues cualquiera la levanta. Tres palabras claras: tienes-que-relajarte. ¿Para qué sirve en la vida subirse por las paredes? Para lo mismo que discutir.

Y sin embargo, aun sabiéndolo, un nervio pendenciero me recorría la columna vertebral, me cosquilleaban hasta los riñones cuando E llamaba anunciando que se presentaría ociosa en mi piso. Yo lo preparaba todo a conciencia, hacía compra en el mercado de Antón Martín, metía algún pescado en el horno, dorada, lubina, algo con sal, con un chorro de aceite de oliva, con complicaciones las justas. Y durante toda la tarde me levantaba, me volvía a sentar en el sofá y me volvía a levantar, una y diez veces. La inquietud de la espera me zarandeaba, me pegaba y me despegaba de este escritorio, volviéndome loco con cada red social, con cada idiotez publicada en un chat, agarrando y soltando el móvil con la concentración dada por perdida. Apenas iniciaba una actividad y ya estaba pendiente de otra, mientras se quejaba de tantos golpes mi conmovido y grácil corazón.

Me remiraba en el espejo del baño, ensayaba caras de atención, dándome importancia mientras fingía conversar con E, mi dulce pajarillo, simulando reír, contarle una gracia y levantar una ceja mientras la escuchaba. Qué dolor de cejas ya de tanto levantarlas. Era un gran actor. De los nervios tenía conversaciones ficticias hasta con la dorada.

¿Fue una especie de compensación? Quizás porque a otras tantas no las quise nada, a E la quise demasiado. Como siempre en mi vida tengo unas maneras muy raras de buscar el equilibrio.

Mediados de enero. Es ya tradición: cada año, al presentarse el invierno en Madrid, hierven en mí unas ganas locas de quemar las naves y decir hasta siempre. Este año, con este regusto amargo del desamor, más si cabe.

Escapar, sí. Lo malo es a dónde. Madrid será de los pocos sitios en los que uno puede vivir perfecta y satisfactoriamente sin rumbo, sin propósito alguno, perdido y a ciegas en la vida. En esta ciudad no hacen falta objetivos más allá de qué hacer el próximo fin de semana, esta misma noche. Es más, justo así es como mejor se vive aquí: a lo loco, improvisando, como si uno tuviera toda la vida por delante en lugar de solo media. Engañándose. Yo ya estoy en edad de divorciarme y todavía apenas he hecho nada con mi vida, nada que haya durado más de unas pocas primaveras; pero escribo esto y dentro de diez minutos estaré dando un paseo, riéndome a carcajadas y maldiciendo la vida con apenas segundos de diferencia, atormentado y feliz a un tiempo, tomando algo con amigos, puede que conociendo al amor de mi vida, puede que volviendo solo y borracho a las tantas, haciendo nuevas amistades para toda una vida, porque toda una vida, en esta ciudad, dura hasta el fin de semana que viene.

Hablar bien y mal de Madrid es posible en la misma frase.

Todas las canciones me parecen tristes. Oh, sin excepción. Las buenas, porque todas los son. Las malas me ponen triste de lo malas que son. Canto sobre la música y pongo acento sudamericano. Los vecinos, de escucharme, se estarán deshuevando.

El patio interior al que se asoma este piso es un pozo como el de una depresión, un tubo oscuro y húmedo de gritos, cocina exótica, disgustos, sombras, qué le vamos a hacer. Salgo a la ventana y me sobreviene poderoso el curry que sudan las cocinas. Entonces pienso en mis cosas antes de ponerme a escribir. Pienso, con melancolía pastosa, que nunca más besaré de nuevo a E por primera vez.

Pienso en que nada te aleja de la melancolía más que el amor, y que nada te acerca más que el desamor.

Todo el mundo cree de sí mismo que, en el fondo, es una persona tímida. Yo también: yo no sé cómo me atreví a hablarte aquella noche en el bar, en el que ya se quedó como nuestro bar. Es así como he forjado más de un cuarto de siglo de relaciones amorosas y, sin embargo, sigo convencido de que soy un tímido y un negado, un pobre hombre que morirá en soledad por cobarde.

Como siempre en esta ciudad, diseñada como a propósito para que las personas se conozcan y hablen y consuman, una cosa llevó a otra. Yo todavía no te conocía, ese yo mío antiguo, más ingenuo y más despistado todavía que este que ahora escribe; aún no sabía que caería prendado de ti tras esa noche de enero, que terminaría por someter mi vida al capricho de tus encantos.

Una nube de azúcar nos envolvió a los dos, aunque ahora en mi desdicha me parezca que solo fue a mí. Nos preservó de los orines y de la bronca de los borrachos. Quiero más noches como aquella. Quiero que el futuro no importe nunca más, como cuando salimos del bar y nuestros cuerpos bajaron la calle Montera, guiñándose hasta desembocar en Sol, una fiesta de lenguaje no verbal y de intenciones, parlanchines aunque apenas hubiera dos menguantes grados de temperatura sobre nuestros gruesos chaquetones de gente del interior.

Apenas recuerdo lo conversado, nuestras palabras serán para siempre un misterio perdido en el vaho de la madrugada en que viajaban, aunque en mi memoria sí quedaron registrados otros detalles muy concretos de esa primera vez que te acompañé hasta tu piso en la calle Calatrava. Disfruto de la amargura de rememorar, como un adolescente melancólico un verano que nunca volverá, tu pelo, asombroso incluso bajo el alógeno pobretón de tu cocina, el mechón rebelde que se liberó de tu coleta y te ocultó en parte un ojo que me miraba sonriente, inaugurando este amor nuestro que tan seguro estuve de que, esta vez sí, sería elevado, definitivo.

Así ya lo creí, insensato, con la edad que tengo, esa misma noche volviendo a mi piso después de besarte antológicamente en el rellano, de verte recogerte el pelo en una nueva coleta liberando el ojo semioculto, de prometerte que te llamaría pronto. Muy pronto.

El amor no entiende de edad: da igual tener quince que cuarenta años. El amor no entiende de precariedad laboral, de gobiernos corruptos ni de salvajismo ideológico. El amor sacó, saca, y sacará lo mejor y lo peor que tenemos dentro, supurándolo de nuestra piel. Y el amor es insaciable hasta lo demencial: es difícil de explicar, pero aquellos días incluso estando con ella en su casa deseaba estar con ella en su casa.

Aguardaba ansioso desde primera hora, el pecho hinchándoseme apresurado y violento como el de un animalillo, el ojo puesto sobre el móvil como si esperara la donación urgente de un órgano: ella me solía escribir, oh, un mensaje desde su oficina, como tarde a media mañana. O más bien una retahíla, frases en cascada atiborran el teléfono móvil y se lo llevan todo por delante, ansiosas, exigiendo respuesta inmediata. Las nuevas tecnologías nos obligan a ser resueltos y ocurrentes a cada momento, los emoticonos son en parte el resultado de eso. Y así, encadenando diálogos de besugo, emoticonos infantiloides y coqueteo variado, con cualquier pretexto nos terminábamos dando prometedora cita para esa misma noche, con el festejo alborotado con el que la gente queda en Madrid para tomar algo, sea con quien sea, da igual si el amor de tu vida o unos tíos pesados del trabajo.

La recogía o ella a mí, caminábamos a medio metro del suelo hasta una tasca del barrio, a refugiarnos en nuestro amor del frío grosero y de las meadas de los perros, envolviéndolo de vinos y quesos en Lavapiés, donde todo el mundo es joven para el resto de la vida.

Antes se era joven una vez en la vida, ahora cualquiera se atreve a no ser joven.

Son tan poderosos los inicios del amor que siempre parecen serlo de uno duradero, seguramente del que más. Por desgracia, rara vez nos duran más de un suspiro.

Este año el invierno ha vuelto a congelar Lavapiés. En contraste, me arden los recuerdos de E, evoco frases, cosas que dije o callé. Sobre todo, la memoria me tortura con el sexo candente de aquellos meses de tormento y de amor aparatoso, de fantasmas, de los monstruos emocionales que para entonces ya éramos ella y yo, creyendo que apenas jugábamos cuando en realidad nos destrozábamos vivos.

Nos veíamos con tanta asiduidad como nos permitían nuestros compromisos profesionales. Es la coacción a nuestra generación: o nos matamos a trabajar o no tenemos trabajo, sin término medio. Y encima va por rachas. Y encima las rachas son cortas. Ella, maltrecha debido a su horario de explotación; yo, con una jornada laboral algo más flexible gracias a haberme liberado para ser autónomo (o freelance, que en inglés suena menos precario), después de más de una década desangrándome en esas oficinas de Dios, habiendo sido despedido un número indeterminado de veces (terminé perdiendo la cuenta y hacerla ahora para qué).

Para mi disgusto y el suyo, con frecuencia me daba aviso, la pobre: que tenía la tarde a rebosar de cosas en inglés,

brainstormings para el pitch de mañana, había que presentarle las ideas al senior marketing manager advisor (así le llamaban en la empresa, su mujer le llamará con otro apodo más cariñoso) antes del deadline, porque iban fatal de timing y el CEO estaba de los putos nervios. Ay, esos palabros en inglés, pero en inglés nativo de Majadahonda: monitoring y reporting, KPIs y budget. En España somos como Michael Robinson, pero al revés. Lo más claro, sin duda, lo de los putos nervios. “Nivel medio de inglés”, eso tan nuestro basado en pronunciar con marcado acento castellano-mesetario (esas jotas de Dios, oh, esas erres, esos imprudentes convencidos de que el acento castellano es más apropiado para hablar inglés que el andaluz, el murciano, el canario, cuando para tantos registros fónicos es justamente lo contrario). Oh, los colegios de la Comunidad de Madrid dicen que son bilingües, pero uno se conformaría con que en ellos no calara tanto leísmo y laísmo.

Es curioso constatar cómo el inglés ha colonizado nuestro ibérico día a día en la oficina, comprando un regalo, hasta consumiendo droga o fardando sobre prácticas sexuales: aquí todo el mundo suelta anglicismos todo el tiempo, aunque la realidad es que nadie tiene pajolera idea de hablar inglés. Los dejas solos en Londres y no se piden un sándwich sin hacer el ridículo a la manera de los ignorantes: sin darse cuenta.

Y al contrario: si metiésemos a un anglófono en nuestros centros de trabajo, ni se daría por aludido, pues no es inglés eso que hablamos en nuestras oficinas. Tampoco es español. Mi experiencia dice que es un idioma para entenderse entre acomplejados.

Contar más de treinta años, o ya cuarenta, y que irte bien en la vida sea permitirte un mísero piso de alquiler, minúsculo y oscuro, tétrico; un trabajo gracias al que, al menos, no pedir manutención a tus padres; no pasar afligido la vergüenza de no ganarte la vida. Eso es lo máximo a lo que aspiramos ahora mismo. No parece mucho pedir. Con casi cuarenta años, decía, señoras y señores, que ya empezamos a tener achaques, y todavía pasar el apuro, la ofensa, el bochorno monumental de levantar el teléfono para decir “mamá, me han despedido, otra vez”, de pelear en cada entrevista de trabajo como si fuera, más que una oportunidad de prosperar, un clavo ardiendo, un salvoconducto para dejar de compartir pisos ruines con extraños.

Nosotros, nacidos en los primeros años de la democracia, oh, educados para una España en la que sería fundamental dejar pasar antes de entrar, escribir sin faltas de ortografía, cumplir puntualmente con la ley, tratar respetuosamente al prójimo, no sé, pagar honradamente lo que se compra con dinero limpio, también los impuestos que se deben en un sistema de reparto avanzado, justo y que, garantizando la igualdad de oportunidades, nos haría más europeos, incluso, que los propios europeos.

Pero en esta España inexplicable lo normal es que, si se alinean los astros y consigues un empleo, amigos y familiares te pregunten si te han hecho un contrato, si te han dado de alta en la seguridad social, si todo es legal. Y si la respuesta es afirmativa, oh, te lloverán las felicitaciones. ¡Madre mía, qué suerte ha tenido el niño, que está cotizando! (Efectivamente, con “el niño” se refieren al que va camino de cumplir cuarenta.)

Yo sí me sentía con suerte, oh, al menos en el amor: a veces, de improviso, que lo del dichoso pitch y el resto de palabros, la competitive differentiation, los manage marketing, communication plans, las content strategies y el project management, que todo, por suerte todo, había quedado zanjado hasta el día siguiente. Que si me apetecía verla en su casa. ¡Pues claro que me apetecía! Un torrente de sangre brava me cabalgaba el cuello adelantando el rato que pasaría con ella.

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