Educar mejor

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EDUCAR MEJOR
ONCE CONVERSACIONES PARA ACOMPAÑAR A FAMILIAS Y MAESTROS

Carles Capdevila

Carme Thió

Jaume Cela

Maria Jesús Comellas

Jaume Funes

Eva Bach

Gregorio Luri

Mariano Fernández Enguita

Joan Manuel del Pozo

Roser Salavert

José Antonio Marina

Francesco Tonucci

A R C À D I A

ÍNDICE

En tan buena compañía

Carme Thió

Jaume Cela

Maria Jesús Comellas

Jaume Funes

Eva Bach

Gregorio Luri

Mariano Fernández Enguita

Joan Manuel del Pozo

Roser Salavert

José Antonio Marina

Francesco Tonucci

Agradecimientos

Carles Capdevila

A Isabel y a Carles, mis padres, los mejores del mundo.

Y a Adela, Josep Maria y Bruna, los maestros de los que más he aprendido.

EN TAN BUENA COMPAÑÍA

Hace veintiún años que soy padre. De cada vez más hijos, hasta cuatro. Y en estas dos décadas tan intensas, apasionantes y ocupadísimas, he desarrollado un curioso método de conciliación laboral y familiar: llevarme a los niños al trabajo. Literalmente, cuando puedo, como hacía mi padre, a quien cuando yo era un crío observaba boquiabierto en su taller de carpintería. Y también en un sentido más metafórico. He escrito en clave humorística sobre la paternidad, he impulsado programas de radio y televisión sobre la educación, y hace una década que doy charlas para padres desesperados en escuelas e institutos de toda España, para que vean que todos estamos más o menos igual. Y algunos peor, que siempre nos sirve de consuelo.

Cada vez estoy más convencido, y tengo muchas pruebas de ello, de que no hay nada más transformador que hablar en positivo de la labor educativa, desdramatizándola, ayudando a que los que educamos a los niños tengamos más seguridad y alegría, y menos miedo y complejos. Se trata de compartir batallitas, de reírnos de nuestros fracasos y de aprender de los demás. Este libro trata de esto. Intenta ayudar a educar mejor, porque mejorar, como aprender, son objetivos esenciales de la vida. Solo pretendo, humildemente, acompañar a las familias y a los maestros. Recuperar los que considero cinco sentidos básicos: el sentido común, el del ridículo, el del deber, el sentido moral y por supuesto el sentido del humor.

No busquéis en este libro métodos personalistas ni recetas mágicas ni soluciones espectaculares. Encontraréis, eso sí que os lo garantizo, la sabiduría de once expertos y muchas pistas para que seáis vosotros mismos los que lleguéis a las conclusiones, ya que, al fin y al cabo, seréis los que tomaréis las decisiones. Son once profesionales con trayectorias diversas y visiones diferentes. Y me siento orgulloso de mi labor como director de casting, porque en los últimos años he conocido a decenas de expertos, y aquí he elegido a algunos de mis preferidos, los que más me han inspirado y ayudado, los que pontifican poco pero iluminan mucho.

De hecho, la lectura de estas páginas es una invitación al debate, porque en algunos aspectos encontraréis puntos de vista opuestos; no piensan lo mismo, pero les unen algunas virtudes básicas: la pasión por la educación, la experiencia práctica, el contacto con las familias y los docentes, y la firme voluntad de empoderar a los padres y a los maestros en vez de asustarlos o aleccionarlos. El respeto a los que cada día procuramos educar.

Me encanta conversar. Y hacerlo sobre el modo en que educamos me parece extraordinario. La dialéctica es la base de la educación, ir definiendo los temas, propiciar un acercamiento, profundizar. He aprendido tanto de estas once personas que tengo la certeza de que este libro puede resultaros muy útil, en el sentido práctico, y muy enriquecedor, desde un punto de vista más intelectual. Son personas con criterio, aman su profesión, que mayoritariamente es vocacional, y transmiten ganas de hacerlo bien y una voluntad optimista para conseguirlo.

Cada conversación acaba poniendo un montón de ideas sobre la mesa, que suponen un reto mental a la hora de abordarlas y que reclaman un corazón dispuesto a combinar nuestra delicada misión con el amor incondicional, la esencia de la educación. Amar lo que tenemos entre manos es siempre el primer paso. El libro quiere hacer un buen servicio a padres y a maestros. Y a abuelos y a abuelas, naturalmente, y a tíos y a todos aquellos que están decidiendo si se atreven con la aventura de la procreación, que algunos insisten en pintar como un túnel oscuro y que otros pensamos que es una fuente de alegrías y contradicciones. Nada nos enfrenta tanto a nosotros mismos como intentar educar a nuestros hijos, espabilarlos y controlarlos, estimularlos y ponerles límites.

Empiezo por Carme Thió porque con ella empezó todo. Es la primera que conocí de los once entrevistados y la quiero mucho. Pero también empiezo con ella –aunque cualquier orden tiene un rasgo aleatorio– porque he intentado que las primeras conversaciones estén más enfocadas al ámbito práctico, y que en la segunda mitad haya más reflexión sobre la educación profesional, sobre los maestros y sobre la necesidad de innovación en la escuela. Pero el libro es lo suficientemente flexible y los entrevistados solventes en ideas para que cada conversación ofrezca motivos de reflexión a cualquier lector.

Además, la frontera entre padres y maestros es muy porosa si consideramos que la mayoría de docentes también tiene hijos en casa, que los padres y madres tenemos a los profesores como nuestros aliados y que todo lo que les afecta a ellos también debería afectarnos a nosotros. A lo largo del recorrido veréis que busco verbos que sean sinónimos de educar: impulsar, tirar, empujar, provocar, estimular, escuchar, respetar… Son un montón y resulta muy interesante hacer una lista mental. Hay un verbo clave, acompañar. El educador acompaña a la criatura y para hacerlo debe saber encontrar la distancia exacta. Sin estar encima, pero tampoco sin quedarse lejos. Tiene que ir modulando esa distancia, hasta convertirse en prescindible, que es el mayor éxito que se puede lograr. También por eso he elegido este subtítulo para el libro. Acompañar a familias y maestros es el objetivo, es el propósito. Los educadores tenemos que acompañarnos, nos tenemos que animar mutuamente, debemos ayudarnos. Si estas conversaciones os hacen reflexionar y os ayudan a vivir vuestra tarea con mayor seguridad y espontaneidad, los doce que hemos participado en este libro estaremos contentos y agradecidos a la vida por permitir que nos dediquemos a aquello que nos hace más felices, y además en tan buena compañía.

CARLES CAPDEVILA

CARME THIÓ


© Ruth Marigot Murillo

Carme Thió de Pol (Barcelona, 1943) es psicóloga especializada en educación infantil. Se ha dedicado tanto a la orientación y a la formación de maestros como a la asesoría familiar. Colabora con el Institut de Ciències de l’Educació de la Universitat Autònoma de Barcelona y es autora entre otros libros sobre la educación de los niños de Me gusta la familia que me ha tocado (2015).

15 de julio de 2014. Hace diecisiete años que la conocí, cuando acabábamos de tener dos bebés y estábamos absolutamente desbordados. Fue mi primera psicóloga, y nunca le agradeceré lo suficiente la serenidad y el entusiasmo que nos transmitió a un grupo de padres. Vaya terapia colectiva, vaya hartón de reír que nos dimos hablando de nuestros complejos. Carme Thió sabe escuchar y su método no es ninguna receta, es mucho más transformador: nos ayudó a pensar y nos acompañó para que nosotros mismos decidiéramos cual era la vía más adecuada. Ella nos convenció de que cada problema es una oportunidad educadora, y nos lo creímos tanto que, entusiasmados, doblamos el número de hijos para tener el doble de oportunidades.

Eres una experta en el trabajo con grupos de padres y madres angustiados.

Sí, uno de los objetivos es tranquilizarlos. Los padres de hoy en día lo tienen difícil porque están cansados, sobre todo las madres, que están extenuadas; y cuando estamos extenuados no acostumbramos a funcionar bien. Uno de los objetivos de los encuentros de padres es que se relajen, se tranquilicen y no conviertan en tragedias lo que son anécdotas de la vida.

 

¿Cómo te educaron tus padres?

Soy la última de ocho hijos y mis padres eran mayores. Diría que mi padre no era una persona de su época; de hecho él ejercía más de madre que ella, que se pasaba todo el día cosiendo, planchando y con las tareas de la casa. En cambio, mi padre era el que nos contaba cuentos, nos daba la comida y nos cuidaba cuando estábamos enfermos, y creo que eso nos convirtió en una familia un poco diferente.

Debió ser excepcional.

Mucho. Nos llevaba a pasear, a nosotros y a nuestros primos, juntaba a todos los críos para que nos lo pasáramos bien. En aquella época, en que predominaba el autoritarismo, él no lo era en absoluto; pero tenía una autoridad impresionante que expresaba así: «Yo confío en ti y sé que lo harás». Aquello te dejaba atado de pies y manos porque de ninguna manera querías decepcionarle. Nunca hubo ningún insulto ni ninguna bofetada; allí viví que se puede educar sin violencia y creo que, gracias a esa educación inicial, he podido dedicarme a lo que me he dedicado, porque lo he vivido.

Dices que se puede educar sin castigar, por experiencia propia.

Sí, lo he comprobado personalmente. Partía de un inicio que creo que me ha ayudado mucho y me siento privilegiada.

Siendo la más pequeña de ocho, tus hermanos también debieron educarte.

Me quejaba de que en vez de dos padres tenía ocho o diez. Ser la pequeña resultaba un poco pesado; pero al mismo tiempo era fantástico porque tenía donde elegir, cada uno tenía su propia personalidad y yo me sentía bien con todos.

¿Los pequeños son los mimados?

En mi casa los mimados éramos unos cuantos, no solo yo. Por ejemplo, la hermana que me precede, que llegó después de tres chicos, era mucho más débil y se ponía enferma a menudo… ¡Estaba mucho más mimada!

¿Cómo llegaste a la psicología?

Al principio fue una cuestión personal. Cuando era una adolescente creía que nadie me entendía y que podría dedicarme a entenderme a mí misma para después entender y ayudar a los adolescentes. Pronto pasé de los adolescentes a los niños porque tuve una veintena de sobrinos antes de tener a mis hijos y me enamoré de los críos pequeños, disfrutaba enormemente y una de mis diversiones favoritas era reunir a siete u ocho sobrinos y jugar con ellos. Me despertó el interés la manera en que iban aprendiendo y madurando, me parecía apasionante. Desde siempre, lo que más me ha interesado son las personas, y con las personas pequeñas aprendes constantemente.

¿Ser experta en educación te ha ayudado a educar a tus hijos o no tiene nada que ver?

Si los tuviera ahora, lo haría mejor. Todavía estaba estudiando cuando tuve a mis hijos y no había empezado a ejercer; pero la experiencia con mis sobrinos y lo que había aprendido sin darme cuenta me ayudó muchísimo, más que lo que estaba estudiando. Ahora, cuando los padres me preguntan algunas cosas, pienso que hay mucho desconocimiento y recuerdo todo lo que sabía sin ser consciente de ello. Un día, los padres de un bebé me contaron que habían ido a urgencias porque su hijo había tenido convulsiones durante una semana, y cuando les pregunté en qué había quedado todo me dijeron que había sido hipo. El primer bebé que habían visto era el suyo y es evidente que el hipo en un niño recién nacido es bastante espectacular porque le sacude completamente, y si no lo has visto nunca puedes acabar en urgencias.

Por eso son necesarios los grupos de padres.

Sí. No me gusta llamarlos «escuelas de padres» porque parece como si tuvieran que superar asignaturas. Yo no enseño nada, sino que acompaño en la reflexión, en el conocimiento de ellos mismos y de sus hijos. Yo los llamo «grupos de reflexión compartida». Se trata de compartir experiencias, de no juzgar, de no decir nunca si algo está bien o mal si no te funciona y de apoyarnos los unos a los otros.

¿Quién debería ir más al psicólogo, los niños o los padres?

Creo que a la mayoría de los padres les va bien una orientación. Los padres no necesitan la terapia de un psicólogo, sino que alguien les acompañe, porque en la actualidad no existe el tejido social que existía antaño. La mayoría de las veces, los problemas que observamos en los niños no son suyos, sino de los padres o de la escuela.

Antes has dicho que los padres estamos cansados… ¿También estamos acomplejados?

Mucho. Hace unos años se publicó una encuesta en la que una de las preguntas que se hacía a los padres era si creían que estaban educando bien a sus hijos, y más del 80% respondió que no. Esto es una tragedia, porque el sentimiento de culpa que hay detrás es enorme: «Yo ya sé lo que debería hacer, pero no lo hago». Esta situación tiene que cambiar y se ha de recuperar la autoestima del padre y de la madre, no es necesario ir a la universidad para ser padres. Hoy en día todo se ha especializado mucho y parece que también existan los padres especialistas. Lamento mucho cómo están funcionando las cosas porque los niños siempre están en manos de especialistas. Una vez, bromeando, dije que un día habría especialistas para enseñar a ir en bicicleta y un padre me respondió que ya existían y que, en el centro cívico de su barrio, los sábados, se ofrecen monitores para enseñar a ir en bicicleta. ¿Qué les queda a los padres? No demasiado; ni nadar ni ir en bicicleta, que son las cosas más divertidas que vinculaban a padres e hijos. Es triste porque se disfruta mucho menos de los hijos.

Lo vivimos desde la culpa.

La ansiedad es enorme, sobre todo en las madres, porque, si bien es cierto que el hombre participa cada vez más, la mayoría de las mujeres son las que cargan con el peso de la organización. Son las que llaman al padre para recordarle que le toca a él ir a buscar a los niños.

Ahora es el momento en el que hay más supernannys, materiales, libros, psicólogos, expertos…

A veces la cantidad tampoco ayuda. Para los padres resulta difícil porque no saben qué elegir y acaban adoptando soluciones absolutamente contradictorias.

Necesitamos una visión más global…

Sí, más coherente. Los padres están desorientados y cuando alguien está desorientado pocas cosas saca en claro de todo esto, porque un libro contradice al otro. Lo que deben intentar es ser coherentes con ellos mismos y que vayan decidiendo lo que funciona con sus hijos y lo que no. Los especialistas sabemos cosas en general, pero quien mejor conoce a un niño en concreto son sus padres, por tanto, las decisiones deben tomarlas ellos. Nosotros hemos de ayudarles a tomar esas decisiones, es decir, a que puedan relacionar causa y efecto. Recuerdo que un día, en una charla en una escuela, un padre me dijo que él hacía que sus hijos compitieran para ver cuál de ellos se acababa antes el zumo de naranja y yo le respondí que aquello no estaba ni bien ni mal, que todo dependía de lo que se propusiera: si quería que la relación entre sus hijos fuera de rivalidad, perfecto, pero si no quería que lo fuese… pues entonces ya no estaba tan bien.

Pensamos poco sobre lo que estamos haciendo.

Sí, aparecen muchos automatismos. Cuando yo era joven regresábamos a casa antes de la diez, lo hacía todo el mundo y ni lo cuestionábamos; la razón es que a aquella hora se cerraban las puertas y no teníamos llave, había un sereno y… Hoy en día, si les preguntas a un grupo de padres que tienen hijos en edad de salir cuál es la hora a la que tienen que regresar, descubres que a algunos directamente no les dejan salir y que a otros les dicen que vuelvan cuando quieran, el abanico es muy amplio. Esto implica riqueza, pero también dificultad, porque nunca están seguros de que lo que deciden sea correcto.

Los padres tenemos poca seguridad, espontaneidad y confianza.

Es necesario tener seguridad en uno mismo. Tenemos la suerte de vivir bastantes años con nuestros hijos, por tanto, tenemos la posibilidad de equivocarnos, de darnos cuenta y de rectificar. No pasa nada. Bruno Bettelheim, que murió hace tiempo, tenía un libro con un título que me encanta: No hay padres perfectos. Los buenos modelos de padre y de madre son aquellos que intentan hacer las cosas lo mejor posible cuando se dan cuenta de que se han equivocado: rectifican y ya está. Además, este es un modelo asequible para los hijos porque los niños también se equivocan y si nos presentamos como perfectos los desanimamos. Yo no puedo alcanzar la perfección.

Tu libro Me gusta la familia que me ha tocado transmite este mensaje de confianza porque es el fruto de la experiencia con muchos grupos.

La frase es de un crío y no mía: en un grupo de padres, una pareja dijo que su vida era un infierno, que no les gustaba porque se pasaban el día gritándose y de mal humor. La gente del grupo quiso trabajar este tema. Uno de los padres comentó que su hijo había dicho esta frase: «Me gusta la familia que me ha tocado»; y otro lo dijo de un modo más poético: «En esta casa siempre hay sol».

¿Crees que a los niños les dejamos poco hacer de niños?

Por un lado, los tratamos como si tuvieran muchos hándicaps, porque se lo hacemos todo. No es tanto el tratarlos como a pequeños, sino como a minusválidos y, en cambio, les exigimos mucho en otros aspectos, sobre todo escolares. Es contradictorio.

Cuando entramos en el mundo extraescolar, se impone el adoctrinamiento hacia el éxito.

El objetivo educativo siempre está presente, pero los niños tienen que jugar; hay muchos críos que no llevan vida de niño y que no juegan porque van a clases de fútbol y a otras actividades, no a jugar. Es evidente que aprendes jugando, pero el objetivo del juego es divertirse, no aprender, porque la manera característica que tiene un niño de aprender es jugando. El objetivo debe ser que los pequeños se diviertan.

Probablemente deberíamos educar más la creatividad y no tanto unos contenidos que evolucionan constantemente.

Los contenidos deben estar porque hay que hacer algo; pero deben estar como un medio de aprendizaje, de aprender a aprender, por decirlo de alguna manera; de ser capaces de buscar, de investigar y de ir construyendo nuestro propio currículum para lo que te llegue o lo que quieras hacer. A veces, la escuela se encorseta sin darse cuenta; pero ese es el problema de readaptación que tiene toda la sociedad y también la escuela.

Cuando hay un problema, cualquier ciudadano o político siempre dice: «Esto debería enseñarse en la escuela».

A la escuela se le encargan cosas para las que los maestros no tienen formación, y esto también produce personas con ansiedad. Una de las cosas que, de entrada, me encantó cuando fui a Bolonia a visitar sus escuelas de preescolar fue el nexo que existía entre estas y la universidad. Era fantástico porque en la universidad investigaban sobre los temas que les transmitía la gente de las escuelas de preescolar. Por ejemplo: si reciben mucha inmigración, piensan qué pueden hacer para acompañar a toda esta gente en su integración en el país y, entonces, la universidad se pone a investigar sobre la inmigración y la integración. Los estudiantes de la universidad hacían prácticas en los parvularios, y estos recibían apoyo educativo y formativo. Así sí que podemos encargar que las escuelas se ocupen de algunos temas, porque todos salimos ganando: los maestros se forman para hacer otras cosas y amplían su abanico de servicios y competencias profesionales, y lo hacen correctamente, no se deprimen y saben cuál es su sitio. No hay nada peor que hacer algo para lo que no te sientes capacitado. No es extraño que los maestros padezcan tantas ansiedades y depresiones: están sometidos a una gran presión social.

¿Qué angustia más a los padres?

Los premios y los castigos, la autoridad, la autonomía, la comida, el sueño, el cambio de pañales… depende de la edad. También están los miedos. Son temas muy cotidianos. Una vez tuve un grupo que formó el «club del tú no». Hay momentos evolutivos en los que los niños tienen conductas curiosas como, por ejemplo, decidir a cuál de los padres quiere, y los padres se toman como un castigo cuando el niño dice «tú no, mamá» o «tú no, papá». Los grupos también permiten descubrir que, si todos los niños se hacen pipí en el pañal, no caminan y te dicen «tú no», es que debe ser lo que toca y que no debes vivirlo como si solo fuera cosa tuya, sino que estás dentro de un proceso evolutivo.

 

Hagamos una prueba: Carme, cuando le digo algo a mi hijo y me responde «tú no, mamá», ¿qué puedo hacer?

Yo le diría que si la madre lo puede atender, muy bien, pero si no que se aguante. Y lo haría con un poco de gracia para que el niño se lo tome bien. Le diremos que mamá no puede, que a ti te encanta hacerlo y que estás dispuesto a jugar. El juego y el buen humor son la clave. Hace falta alegría porque todo el mundo anda tan liado con el trabajo que, cuando estamos cansados, nos cuesta estar alegres; pero las familias necesitan reírse, jugar, divertirse y estar más relajadas.

Tendemos a sermonearlos.

Exacto, no hacen falta tantas historias. Por ejemplo, si no pegamos no es porque exista una ley, sino porque no queremos hacer daño. Los críos tienen conductas agresivas, pero empiezan a morder antes de saber el daño que causan. Entonces, lo primero que debemos enseñarles es que morder hace daño. ¿Por qué muerden o empujan? Porque quieren el juguete del otro, pero no para hacerle daño. Por tanto, hemos de ayudarlos a descubrir otros recursos y posibilidades para conseguir el juguete que desean. Es lícito desear el juguete del vecino, ¿por qué no?

Tus consejos piden tiempo y paciencia.

Sí. El otro día una madre se peleaba con su hijo porque no quería irse a dormir y al final la madre exclamó: «¡Me da igual que no quieras irte a dormir, tienes que acostarte!». «¡Me da igual!» es una expresión dura que, además, no es cierta. ¿Podríamos decir, por ejemplo, «Lo siento, pero tienes que irte a la cama?» Una frase como esta no puedes decirla enfadado, porque ya has erradicado la violencia añadiendo el «Lo siento». Hay expresiones que no pueden emplearse con violencia y otras que llevan implícita esa violencia.

Reclamas más empatía con los hijos.

Nuestra sociedad es antipática; ya no es empática, sino antipática, porque no sabemos empatizar. ¿Qué es lo que estimula y ayuda? El reto. Hay cosas que no nos gusta hacer o que nos dan pereza, por eso hemos de tener en cuenta y aceptar el sentimiento negativo que tienen los niños con respecto a aquello que tienen que hacer. Hemos de educar emociones. El ejemplo clásico es el del miedo. Les decimos: «No tengas miedo, no debes tener miedo». Pero el miedo está ahí. Si el objetivo es no tener miedo, todos fracasamos porque tanto los niños como los adultos lo tenemos. En la vida, el miedo tiene la función de ayudarnos a no asumir riesgos excesivos y a no ser imprudentes; si no tuviéramos miedo, saldríamos a la calle y nos atropellaría el primer coche que pasara. El sentimiento es ese y siempre será ese; pero hemos de aprender a gestionar la reacción a la emoción, una cosa es la emoción y otra la reacción. La emoción no es ni buena ni mala, podemos decir que es positiva o negativa dependiendo de si nos hace sentir bien o no; debemos ver cuál es la emoción que sentimos y gestionarla. Si estamos muy enfadados, hemos de procurar que ese enfado no suponga ninguna violencia hacia los demás o hacia nosotros mismos. Debemos enfadarnos por determinadas cosas, porque si llega un día en que nada nos enfada es que estamos muertos. Hemos de tener cuidado con eliminar emociones porque debemos tenerlas todas y vivirlas. Y es evidente que, a medida que dominamos la reacción a la emoción, influimos indirectamente en la disminución de sus efectos.

¿Puedo castigar o no?

Haz lo que quieras, Carles, pero yo diría que ni los castigos ni los premios son educativos; y no solo lo digo yo, es que es algo comprobado desde hace muchos años. ¿Por qué no son educativos? Porque crean adicción: has de castigar cada vez para que funcione, si es que funciona. Los niños que sufren muchos castigos aprenden a esconderse, a mentir y a ocultar todo aquello que hacen y que no han de hacer para que no les castiguen. Por tanto, no aprende lo que tiene que hacer y lo que no tiene que hacer, aprende a hacer trampas, por decirlo de alguna manera.

Entonces, ¿qué hacemos? ¿Cómo ponemos los límites?

Pues debemos sustituir lo que llamamos «castigos» por aquello que yo llamo «consecuencias». Y digo «yo» porque hay gente que cree que estas consecuencias también son castigos. A mí me gusta diferenciarlos porque unos son educativos y los otros no, por tanto, son cosas diferentes. Una medida es educativa cuando el niño puede valorar las consecuencias, le ofrecemos la oportunidad de que decida y vaya construyendo su propio criterio. Por ejemplo: unos padres me explicaron que su hijo de 4 años estaba pasando una etapa de mucha confrontación, estaba muy provocador y una de las cosas que sus padres no lograban era que se bañara sin ponerlo todo perdido, lo mojaba todo empleando cualquier cosa que tuviera a mano. Lo habían castigado y también le habían prometido premios, pero nada parecía funcionar. Entonces, le hice ver que la consecuencia del chapoteo era que el agua tenía que recogerse y que, por tanto, era él el que tenía que hacerlo. Educar no es presionar, sino ayudar a hacer aquello que han de hacer por voluntad propia. Este niño cantaba y bailaba el primer día que tuvo que fregar; el segundo, ya no estaba tan contento, y el tercero, dejó de chapotear. ¿Qué le proporcionaron a este crío? La capacidad de poder decidir que no quería mojar nada. Al niño le damos la oportunidad de pensar y decidir por sí mismo si vale la pena o no hacer una determinada cosa. Antes, el objetivo educativo era lograr niños obedientes; ahora no, ahora queremos niños responsables y con criterio.

¿Cómo educamos en valores?

A veces nos olvidamos de que los niños no aprenden de los discursos, sino viviendo y experimentando. Los valores, las actitudes y las maneras de hacer se aprenden observando a los modelos, que son el padre y la madre; si el discurso va por un lado y la actuación por otro, el niño siempre se quedará con la actuación; y, si no, también hay una manera solidaria de actuar, el niño no lo aprenderá porque no podemos aprender un valor determinado sin vivirlo y ejercerlo. Las palabras son importantes; pero solo cuando son coherentes, porque si decimos que no se han de decir mentiras y después ponemos la excusa de una enfermedad para no hacer una determinada cosa, y no es verdad, el niño duda: «¿Esto es una mentira o no? ¿En qué quedamos?». Un ejemplo clásico sería decirle al niño, con un grito, que no debe gritar, o que no se debe pegar, con una bofetada.

Danos un buen consejo.

Divertirse juntos, escuchar y, sobre todo, hablar. Esta es una de las cosas más necesarias. Algunos días, en mi casa, del almuerzo a la cena no nos habíamos levantado de la mesa. A mi padre le gustaba escucharnos. El padre, la madre y los ocho hijos… En vacaciones era una delicia y todos tenemos un recuerdo extraordinario de aquellas conversaciones interminables en las que hablábamos de todo: religión, política, armamento… Hoy en día se ha perdido mucho de todo esto con la aparición de esos aparatos tan atractivos y que sirven para muchas cosas, pero que si no vigilas te invaden la vida. Se debe hablar y escuchar. Con los niños hablamos poco. Si observamos cómo la gente se dirige a ellos, normalmente les preguntan cosas como, por ejemplo, si les gusta la escuela, y el niño debe decir que sí por fuerza. O aquello tan frecuente de «¡Qué bien, has tenido un hermanito!». En vez de hablar de esta manera, induciendo sus respuestas y sin posibilidad de saber lo que piensan realmente, deberíamos invitarlos a que nos expliquen cómo les va en la escuela o con el hermanito.

O sea, crear un ambiente favorable a las conversaciones francas.

Tengo una nieta que me dice que lo que más le gusta son los desayunos en Can Rigau, en la casita que tenemos en el campo. ¿Y qué tienen de especial esos desayunos? Pues que nos vamos levantando, nos sentamos a la mesa, empezamos a desayunar… después llega otro, todo el mundo se queda en la mesa, la vamos ampliando y todos hablamos sin prisas, y si alguno vuelve… vuelve. Se trata de estar tranquilos y de hablar de todo. Y no los interrogatorios de ascensor o las charlas de circunstancias de si «hace buen o mal día». Si nuestro hijo no nos interesa, mejor que lo dejemos correr.