Discursos y ensayos sobre estudios universitarios

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Introducción

Paula Jullian y Ana María Neira

John Henry Newman

Contexto histórico

La Inglaterra del siglo xix disfrutaba del estatus de la potencia más influyente del mundo, en el centro del imperio “donde nunca se pone el sol”; a la vez gozaba de un avance científico y progreso tecnológico que impulsaron una industrialización y una producción en masa sin precedentes, lo que le otorgó el apodo de la “fábrica del mundo”. Como consecuencia de este desarrollo, una parte importante de la población disfrutaba de gran prosperidad económica, pero contrario a este escenario de esplendor, son bien conocidas las adversidades y miserias que el sistema social de la revolución industrial trajo consigo.

En forma paralela se engendraba una generación de grandes intelectuales, de literatos y filósofos, de científicos y reformadores sociales, cuyas ideas y teorías se extendieron más allá de los límites de la isla. Entre los literatos destacan algunos como Charles Dickens, Walter Scott y celebradas escritoras como las hermanas Brontë y Jane Austen. Asimismo, una generación de notables poetas inspirados en corrientes románticas y naturalistas entre los que resuenan nombres como William Wordsworth y John Keats. Del mismo modo emergen reformadores sociales: Matthew Arnold, John Stuart Mill, John Ruskin, y el científico Charles Darwin, por mencionar algunos. Dentro de esta lista de nombres destacados aparece John Henry Newman (1801-1890), como uno de los representantes más notables de los años 1800 y un humanista en el sentido más amplio de la palabra.

La Europa del siglo xix destaca por las numerosas corrientes

de pensamiento racionalista y liberal que se imponían en el mundo de

las ideas. En el contexto británico, esta tendencia transcurre en el contexto del british enlightment, fuertemente arraigado en el racionalismo del siglo xviii que se caracterizó por las intensas expresiones secularistas, racionalistas y utilitaristas que tuvieron un gran impacto en la esfera social. Los pensadores británicos de entonces, más que filósofos eran cientistas políticos, economistas o educadores, cuyas propuestas —filosofías más bien prácticas— hacían una enérgica crítica del establishment y tuvieron gran impacto entre reformadores sociales.

Semblanza biográfica del cardenal John Henry Newman

John Henry Newman nació en Londres el 21 de febrero de 1801, en el seno de una acomodada familia anglicana. De pequeño asistió al colegio privado de Ealing, donde se destacó como alumno brillante. Tras la quiebra del banco donde trabajaba su padre la prosperidad económica familiar llegó a su fin. Desde muy joven fue un ávido lector con intereses poco comunes para su edad. A los 14 y 15 años además de novelas y los romances de Walter Scott, que lo deslumbraban, a menudo leía historia (Gibbon), autores griegos como Esquilo1, e incluso filosofía de Voltaire y Hume2. Estas lecturas lo llevaron a cuestionarse muchos aspectos de la religión, a adoptar una postura escéptica y crítica ante todo y, a fin de cuentas, a alejarse de la fe. Encontrándose en esta condición, a los 15 años fue afectado por una grave y larga enfermedad, que lo llevó a lo que el luego llamaría “su primera conversión”, en este caso, a una religión de corte marcadamente calvinista. Entonces escribió “aprendí a descansar en el pensamiento de dos, y solo dos, seres absoluta y luminosamente evidentes: yo y mi Creador”3. A partir de entonces decide seguir la carrera eclesiástica en el celibato, lo que no era práctica corriente en la Iglesia anglicana.

A los 16 años ingresó, más joven de lo habitual, al Trinity College, Universidad de Oxford, donde viviría los próximos 27 años de su vida. Se graduó con un Bachelor of Arts (ba), lo que equivaldría hoy a un bachillerato o licenciatura en humanidades, con menciones en historia y lenguas clásicas y en matemáticas. Ahí sobresalió una vez más como uno de los estudiantes más inteligentes de la universidad, sin embargo, a causa del agotamiento mental y la presión de las expectativas puestas en él, fracasó en los exámenes finales en los que obtuvo calificaciones mediocres al final de la carrera. Esto anulaba sus posibilidades de seguir la carrera académica a la que aspiraba y por lo tanto los medios económicos que necesitaba para mantener a su familia luego de la muerte de su padre. Este sería el primer fracaso de los muchos que posteriormente marcarían su vida. Con todo, dado el reconocimiento de su excelencia académica fue animado por sus profesores a postular a una posición académica y, a la joven edad de 22 años, fue electo para la posición de fellow del Oriel College, uno de los más antiguos y el más prestigioso de la universidad y el centro del anglicanismo y de la discusión intelectual del momento. En Oriel estableció grandes amistades que durarían toda su vida, con intelectuales que compartían sus intereses y preocupaciones en torno a la fe cristiana en la Iglesia de Inglaterra. Para entonces, Newman se había tornado en un alma de profunda oración, a los 20 años había recibido su primera comunión tras una cuidadosa preparación y a los 24 fue ordenado diácono con lo cual asumió la atención de la parroquia de St. Clement’s en una zona rural en las afueras de Oxford, donde vivió su primera experiencia pastoral. Junto con esto fue promovido a tutor, lo que le suponía la tarea de enseñanza y seguimiento académico de los alumnos que le eran asignados y favorecía un contacto muy cercano y formativo de ellos. Se desempeñaba como profesor de historia, literatura y lenguas clásicas, disciplinas que se ubicaban en el centro del currículo universitario de entonces y por las que tenía una especial pasión. En 1825 recibió la ordenación como presbítero anglicano y al poco andar fue nombrado vicario de la iglesia universitaria, Saint Mary’s Church de Oxford, que incluía también el cuidado de algunas localidades rurales de los alrededores. Su trabajo pastoral, que llevaba a cabo en forma simultánea con su tarea académica, atrajo a multitudes de jóvenes y profesores por su convincente predicación, su enorme prestigio académico, su atractiva personalidad y, sobre todo, por su calidad humana y espiritual. Sin embargo, sus buenos resultados causaron recelo entre algunas de las autoridades del college que terminaron por relevarlo de su función académica. A pesar de la tristeza que esto le causó, también le supuso un alivio de horas de clases, lo que le permitió concentrarse en el estudio, especialmente en el de los Padres de la Iglesia y a la traducción de algunas de sus obras.

En tanto, uno de sus amigos más cercanos, Hurrel Froude, sufría de una severa dolencia respiratoria por lo que se le recomendó viajar a lugares más secos y cálidos. Newman fue invitado por Froude a una travesía por el Mediterráneo que haría con su padre. Este viaje entusiasmó enormemente a Newman ya que le permitiría conocer los lugares de la historia y literatura antigua que conocía muy bien. En Roma tuvo su primer encuentro con la Iglesia católica.

La ciudad le causó sentimientos encontrados, por un lado, reforzó su genuino aborrecimiento a la Iglesia católica, a la que calificaba como una perversión de la verdad llena de distorsiones y supersticiones4, y por otro lado le causó una profunda impresión por su belleza y por ser tierra de tantos mártires de los primeros siglos. Fue un viaje muy acontecido y al fin de la travesía resolvió quedarse un tiempo más por su cuenta en Italia, y estando solo sufrió una gravísima enfermedad que lo tuvo al borde de la muerte, y lo retuvo un mes agonizante en Sicilia. Años más tarde escribiría en sus memorias que esta fue ocasión de una segunda conversión, durante la cual Dios le aseguró que se sanaría puesto que “le aguardaba una gran tarea en Inglaterra”5.

A su vuelta retomó el estudio del cristianismo en los primeros siglos, que lo llevaría a convertirse en la autoridad absoluta de los escritos de los padres. A la par de su tarea académica, llevaba a cabo su labor pastoral, la que atraía a jóvenes y profesores por su convincente predicación y firmeza de carácter, por su prestigio intelectual y sobre todo por su calidad humana y espiritual.

No obstante, sus posturas se fueron distanciando con los años en muchos puntos y finalmente encontraría fuerte oposición por parte de ellos a causa de su conversión al catolicismo, a pesar de que Newman les guardaría enorme cariño toda su vida y continuaría escribiéndoles por años.

En la década de 1830, ante medidas políticas que se imponían en la Iglesia anglicana e influencias liberales que se iban aceptando en ella, se fue consolidando en Oxford una fuerte oposición con un movimiento que se fortaleció con la adhesión de prestigiosos seguidores bajo el liderazgo de Newman. Esta reacción se convertiría en el Movimiento de Oxford, que duraría toda la década de los treinta y buscaba purificar la Iglesia anglicana de deformaciones doctrinales y malas prácticas, además de robustecer su autoridad y renovar la vida ascética y religiosa de los fieles y para esta tarea de purificación se remontaron a las raíces del cristianismo original6. Las posturas de sus miembros sobre la religión se propagaron por toda Inglaterra a través de los tracts 7, aunque estas no siempre fueron bienvenidas por las autoridades anglicanas, pero luego del Tracto 90[8], por disposición de los obispos de la Iglesia de Inglaterra, dio término a las publicaciones9. Durante este periodo también asumió la dirección de la revista British Critic10 y la convirtió en un órgano eficaz del movimiento tractariano11. Para entonces, con toda esta actividad, además de sus numerosas publicaciones, Newman había pasado a ser un personaje conocido más allá de los círculos de Oxford. A pesar del volumen de trabajo que esto suponía, no descuidaba la atención a sus amigos y familia, asistía a múltiples reuniones y asambleas de todo tipo, cenas y veladas, y mantenía abundante correspondencia. Sin embargo, para alejarse de todo conflicto, Newman se retiró con algunos seguidores a vivir a la aldea de Littlemore a pocos kilómetros de Oxford, la que también pertenecía a la jurisdicción de St. Mary’s Church. En ese lugar adoptaron una vida semimonástica de oración y estudio, y en su caso a la profundización de los orígenes históricos del cristianismo en los escritos de los padres de la Iglesia, traduciendo y comentando algunas de sus obras.

 

Este trabajo no hizo más que despertarle serias dudas sobre la sucesión apostólica en el anglicanismo y de su fidelidad a las enseñanzas de Jesucristo, mientras que veía cada vez con mayor claridad que la Iglesia católica había mantenido el depósito de la fe intacto. Estos descubrimientos lo apartaron de la Iglesia anglicana y lo acercaron a la católica, de modo que a consecuencia de sus dudas en 1843 dimitió de su cargo de capellán universitario. Eso le permitió trabajar en una de sus obras más sobresalientes: el Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina de la fe, donde establece que lo que él había concebido como corrupción de la doctrina en la Iglesia católica consistía más bien en desarrollos del dato bíblico para salvaguardarlo de herejías y que este proceso era un signo de vida en la Iglesia, la que manteniendo lo esencial iba desplegando la doctrina contenida en la verdad revelada. Esto para Newman era prueba de la verdadera Iglesia. A pesar de su resistencia inicial, tras un largo retiro, el 9 de octubre de 1845 hizo su profesión de fe y fue recibido en la Iglesia católica por el pasionista italiano Benedicto Barbieri, que se encontraba de paso en Littlemore. Para entonces algunos de sus seguidores ya se le habían adelantado y habían dado el paso a la Iglesia católica y otros muchos lo darían después12. Su conversión fue un gran acto de humildad, ya que debió aceptar que la verdad estaba en la Iglesia de Roma, luego de años de repudio público a ella, en la que incluso llegó a ver el anticristo en su juventud, pero sobre todo la decisión fue muy dolorosa, ya que sufrió el rechazo de su familia y amigos, algunos de ellos de por vida, y el repudio de la jerarquía de la Iglesia de Inglaterra, de la que había sido un súbdito fiel e incondicional. Asimismo, debió terminar toda vinculación con la universidad y abandonar Oxford, su lugar de residencia durante más de dos décadas y donde había deseado terminar sus días. Si bien ya en sus días era un destacado personaje, su nombre se difundió más aún tras su bullada conversión en el entorno académico, donde se le catalogó de traidor, perdió su posición de prestigio y reconocimiento intelectual, además dejar de percibir ingresos, para pasar a ser asociado a la escoria de la sociedad que eran entonces los católicos. En su autobiografía confesó que al convertirse, “dejó todo lo que él amaba y apreciaba, que podría haber conservado, sin embargo, prefirió su propia honestidad por sobre su propio nombre, y la Verdad, más que a sus queridos amigos”13. Y lo mismo en la Iglesia católica en la que, en vez de ser acogido, encontró un fuerte antagonismo de católicos que miraron al nuevo converso con recelo y suspicacia. Newman lo sufrió en silencio.

Tras ser acogido en la Iglesia católica vio la necesidad de recibir el sacerdocio católico para continuar con la misión pastoral como lo había hecho en la Iglesia de Inglaterra. Para ello se trasladó a Roma donde cursó su seminario en el Instituto Propaganda Fidei14 siguiendo un plan de estudios diseñado especialmente para él y sus compañeros y en 1857 recibió el sacramento del Orden Sagrado bajo condición. Durante su estadía conoció la institución del Oratorio fundado por San Felipe Neri en el siglo xvi15 —una congregación de sacerdotes seculares que se ajustaba a su nueva condición de clérigo católico—. Animado por el papa Pío ix, de vuelta en Inglaterra estableció un Oratorio en Birmingham según la inspiración de la romana16.

Dado su renombre en el mundo intelectual, los obispos de Irlanda lo invitaron a fundar y dirigir una universidad católica en ese país. Muy a su pesar aceptó la oferta, ya que esto le suponía ausentarse del oratorio recién instituido, pero a la vez veía en ello una oportunidad de hacer una contribución en el campo de la educación para los católicos irlandeses, que en este sentido estaban en franca desventaja con los protestantes británicos17 —un aspecto al que daba gran importancia—. En 1852, en la fase fundacional de la universidad, dictó algunas conferencias sobre lo que él entendía por universidad, que más tarde recogería en The Idea of a University junto con otras que no llegó a dictar a causa de una demanda por infamia que lo llevó a los tribunales.

Tras la ratificación de su cargo de rector de la Universidad Católica de Dublín por el papa León ix, esta abriría sus puertas en noviembre de 1854, con un equipo de profesores de primera categoría y un reducido número de estudiantes. Después de servir durante cerca de siete años en la tarea de su fundación, a causa de discrepancias en incomprensiones por parte de los obispos irlandeses, que no llegaron a entender su ideal de institución católica pero con un marcado espíritu secular, renunció a su cargo y se estableció nuevamente en Birming­ham. Desde entonces dedicó su vida al cumplimiento de su misión sacerdotal. A pesar de ello, su pasión por la educación lo movió a embarcarse en una nueva iniciativa: un colegio adherido al oratorio, con el fin de proporcionar una educación intelectual y espiritual de calidad a niños católicos, como el mejor de los colegios anglicanos, al que los católicos no tenían acceso.

Desde su conversión, sus días habían estado sembrados de incomprensiones, descréditos y calumnias por parte de los anglicanos y de los católicos, especialmente de la jerarquía, que tildaron su postura en ciertas materias religiosas como demasiado liberal. A partir de un artículo cuyo contenido fue mal comprendido y cuyos dichos intencionalmente desvirtuados, fue acusado de herejía al Vaticano. Durante años Newman calló ante los agravios de los que era objeto, concentrándose en las tareas de su sacerdocio y la educación en el colegio del oratorio. Sin embargo, en 1864 quebró su silencio ante una imputación del famoso académico Charles Kingsley18 contra su veracidad. En esa ocasión optó por responder con una sincera y desapasionada confesión de su proceso de conversión, en el que abre su corazón exponiendo con honestidad los motivos más profundos que lo habían llevado a Roma, de los sufrimientos que esto había conllevado y de la paz que había encontrado en ella. Su defensa salió a la luz en escritos publicados semanalmente en forma de boletines, que más tarde serían aunados y publicados en la Apologia pro Vita Sua. La sinceridad y humildad de su exposición le ganó el cariño y respeto de sus contemporáneos, y el agradecimiento de sus amigos anglicanos por el cariño con que se había referido a ellos y a su iglesia durante los años que había pertenecido a ella. Con todo, independientemente del valiosísimo contenido autobiográfico de la Apologia, esta obra es además una joya de la más fina prosa inglesa.

A los 69 años, Newman publicó su obra magna filosófica Un ensayo sobre la gramática del asentimiento, un estudio epistemológico, resultado de décadas de reflexión, en el que formula su pensamiento sobre la naturaleza de la mente y su capacidad de asentir a la verdad y a los distintos tipos de evidencia. Newman pensó que este tratado sería su última obra, pero esto cambió en 1875, con la declaración del dogma de la infalibilidad papal en el Concilio Vaticano i, cuando salió una vez más en defensa del catolicismo, a raíz de cuestionamientos sobre la lealtad de los católicos ingleses a su país, puesto que se entendía que su obediencia al papa estaba sobre su obediencia a la Corona. Esta vez respondió a una acusación del primer ministro Gladstone, a quien conocía personalmente, de que los católicos carecían de libertad mental, por medio de una carta pública, dirigida a su amigo el duque de Norfolk, en la que trata el tema de la consciencia en forma brillante, analizando su autoridad y los límites de la soberanía y la obediencia. Es uno de sus escritos más bellos y más valioso teológicamente hablando. Para entonces habían muerto muchos de sus amigos y familiares, con lo cual él veía su misión cumplida y por lo tanto su próximo fin. Pero los eventos que estaban por venir dejaron en evidencia cuán errada era su impresión. Al final de su vida, el desprecio hacia su persona y pensamiento se revirtió y recibió el reconocimiento y cariño incluso de quienes lo habían enfrentado, y así, para su sorpresa, en 1878 el Trinity College le otorgó el título de Honorary Fellow, lo que le permitió volver a su querida alma mater después de 35 años de forzada ausencia. Esta fue ocasión de entrañables encuentros con antiguos amigos con quienes había perdido contacto. Otra señal de reivindicación hacia su persona vino de parte del papa León xiii, quien lo elevó al orden cardenalicio en correspondencia a su fidelidad a la Iglesia católica como agradecimiento a su contribución a la Iglesia de Inglaterra así como a la universal. El papa tuvo con él múltiples muestras de cariño tales como apodo de “Il mio Cardinale”. Fue el primer nombramiento de su pontificado, dispensándolo de residir en Roma, la práctica de entonces, lo que le permitió permanecer en su Oratorio de Birmingham hasta su muerte. El lema que adoptó para su escudo cardenalicio cor ad coliquitur refleja lo que fue su vida de oración, una conversación de corazón a corazón con su Dios.

En su discurso de investidura resumió el principio que le había guiado toda su vida, tanto como anglicano como católico:

desde el comienzo me he opuesto a un gran mal. Durante años he resistido con lo mejor de mis fuerzas al espíritu del liberalismo religioso […] la doctrina que afirma que no hay ninguna verdad positiva en religión, que un credo es tan bueno como otro, una enseñanza que va ganando solidez y fuerza diariamente. Es incongruente con cualquier reconocimiento de cualquier religión como verdadera19.

Los últimos años de su vida estuvieron en marcado contraste con los turbulentos años precedentes, ya que se había ganado la admiración y el cariño de católicos y anglicanos. Para entonces, a pesar de una salud muy deteriorada, continuó involucrado en el funcionamiento del colegio del Oratorio hasta donde sus fuerzas se lo permitían, intensificó su vida de oración, mantuvo su actividad epistolar y se dedicó a ordenar los cientos de escritos que había producido en su vida. En este periodo estuvo siempre acompañado de sus próximos colaboradores y miembros de su comunidad y rodeado de numerosos amigos y sus familias. Para su muerte, el funeral constituyó una sentida manifestación popular de duelo; miles de personas de todos los rangos sociales desfilaron por la capilla ardiente para acercarse a rezar junto a sus restos mortales y acompañaron al cortejo fúnebre hasta el lugar donde yace enterrado, en el cementerio de la congregación en Rednal a las afueras de Birmingham. En su lápida se esculpieron las palabras Ex umbris et imaginibus in veritatem que revelan su deseo de pasar de este mundo, que no es más que una sombra y apariencia de la verdad, a la Verdad con mayúscula.

Los diarios de todas las tendencias, incluso aquellos que lo habían deshonrado y ridiculizado en su momento, enviaron dolidas condolencias y publicaron columnas que expresaban respetuosos elogios y admiración.

En 1990, a los cien años de su muerte, fue declarado venerable por san Juan Pablo ii, en el 2010 su beatificación fue celebrada por el papa Benedicto xvi y el papa Francisco lo canonizó en Roma el 13 de octubre del 2019.

Su obra y pensamiento

En los años 1800, Oxford era el centro de la discusión intelectual y Newman era parte activa de este medio, que fue donde inicialmente desarrolló su pensamiento, el cual se fue ampliando y consolidando con los años ya lejos de Oxford. Fue en este contexto que se desempeñó como profesor de historia, literatura y lenguas clásicas, disciplinas que se ubicaban en el centro del currículo universitario de entonces y por las que tenía una especial pasión. Platón, Aristóteles y Cicerón eran figuras centrales en su enseñanza, con quienes “dialogaba” en sus clases y citaba frecuentemente en sus escritos. Los clásicos eran para él obras maestras donde podía vislumbrar la profundidad del hombre con sus maravillas y flaquezas, tanto que sostenía que “el libro del hombre es llamado literatura”20. Esta devoción quedó bellamente plasmada en las palabras del autor:

La Literatura no debate, sino que declama e insinúa, es multiforme y versátil, persuade en vez de convencer, seduce, cautiva, apela al sentido del honor, fomenta la imaginación y estimula la curiosidad. Se abre paso por medio de la alegría, la sátira, el romance, lo bello y lo placentero21.

 

Su pasión por las humanidades derivaba de su asombro ante el misterio inefable del ser humano y de todo lo que de cualquier modo se relacionaba con este, y eso lo abría a todos los campos del saber. Un rasgo sorprendente de su persona era su amplia gama de intereses; su mente ágil e inquieta se caracterizaba por su incansable búsqueda de la verdad —la que duraría toda su vida—. Con el fin de encontrar respuestas, exploró en todos los ámbitos del saber. Era reconocido como un “ávido lector de todos los temas, desde la historia y teología a las ciencias y lógica formal”22, lo que explica su familiaridad con casi cualquier materia de estudio. Su gran amigo Froude constata que:

la mente de Newman era universal. Se interesaba en todo lo que ocurría en las ciencias, en la política o en la literatura. Nada era demasiado grande o demasiado trivial para él en cuanto todo daba luces a la cuestión central: qué era realmente el Hombre y cuál era su destino23.

De esto dan cuenta sus escritos, salpicados de numerosas y variadas referencias de autores de obras literarias, ideologías, ciencias e inventos de todos los tiempos y lugares. Resultado de su amplio rango de intereses, no es sorprendente entonces que sea considerado uno de los pensadores más versátiles de su era: teólogo, filósofo, educador, historiador, traductor, ensayista, poeta, músico, entre otros. Pese a eso, él desestimaba cualquier crédito o título que se le otorgara. El Oratoriano Henry Tristam, que recopiló todo su trabajo después de su muerte, destaca este rasgo de su personalidad:

No se consideraba ni teólogo ni filósofo, ni historiador, ni escritor, ni poeta. Renegaba de su condición sobre cualquiera de lo que él denominaba estos “cinco grandes nombres”. Desde algún punto de vista tenemos que agradecerle que no haya perseguido una sola

de estas líneas de estudio, puesto que, si se hubiera especializado en una de ellas, la literatura inglesa hubiera sido más pobre24.

Su genialidad se ve reflejada en su riqueza literaria, cuya notabilidad radica tanto en el contenido como en el estilo. Dada la diversidad de géneros que abarcó, se le puede encajar cómodamente en una variedad de temas y estilos. Como en el caso de todo literato, sus escritos difícilmente se comprenden al margen de su historia personal. Newman comenzó a escribir desde muy joven y su obra debe ser interpretada desde su experiencia de la búsqueda de la verdad.

Aparte de unas pocas composiciones que escribió como un solo manuscrito (con la excepción de Gain and Loss, Calista, The Dream of Gerontious, The Grammar of Assent), su obra se compone mayoritariamente de compilaciones de discursos, artículos, cartas, sermones, poesías, que fueron publicadas después como unidad. Pero desgraciadamente la producción literaria por el placer de escribir no fue la tónica en su vida como escritor. Su producción literaria fue en gran medida motivada por lo que él definía como una “llamada a escribir”: esto es movido por una provocación externa que lo impulsara a hacerlo. En su diario anota: “Rara vez he escrito por el placer de hacerlo, como hubiese querido. Envidio a quienes han podido seguir su línea de interés, como tantos escritores y poetas lo hacen hoy”25. Estas motivaciones frecuentemente fueron a causa de las circunstancias del momento, compromisos ineludibles o deberes que recaían sobre él. Pero ciertamente mucho de su trabajo intelectual nació de su inquebrantable defensa de la verdad. Como se mencionó en la biografía, a menudo sus escritos surgieron de la necesidad de defender cuestiones filosóficas o teológicas e incluso respuestas a ataques personales o falsas acusaciones a cuyas réplicas les debemos algunas de sus obras más prominentes.

Durante su vida, dialogó básicamente con todas las corrientes de pensamiento y manifestaciones ideológicas que dominaban el ambiente intelectual. Esta dimensión filosófica cultural de sus días se trasluce en toda su obra, a la que en ocasiones alude de manera implícita, mientras que en otras hace referencia directa a esas materias, en especial cuando trató de defender cuestiones de mayor envergadura levantando la voz ante las ideologías relativistas sostenidas sobre premisas erróneas o basadas en nociones reduccionistas del ser humano. Gran parte de su actividad en este sentido se llevó a cabo por medio de folletos o boletines —como lo fueron los tractos del Movimiento de Oxford que Newman encabezó— cartas y editoriales en diarios y revistas.

En repetidas oportunidades reaccionó ante errores filosóficos y antropológicos que atentaban contra la verdad y que se expandían rápidamente en Inglaterra, confrontándolas atendiendo a argumentos filosóficos, teológicos, educacionales e incluso políticos. Esto explica la naturaleza dialógica de su obra, que de hecho se podría resumir en una gran respuesta a cuestiones en torno a la persona y la religión. Con ello intentaba esclarecer las confusiones de estas posturas, lo que en más de una ocasión desató discusiones que generaban acalorados debates públicos, en los que se destacaba por la solidez de sus argumentos. A pesar de sus ofensivas, era respetado incluso por la contraparte, como una persona de una gran entereza moral e intelectual.

Una vida ligada a la educación

A pesar de sus variados intereses, Newman era en esencia un educador y su vida transcurrió íntimamente ligada al mundo de la enseñanza a la que, directa o indirectamente, se dedicó en un espectro de contextos educativos.

Más allá de su propia educación, que dejó una profunda huella en él, su implicación con la educación comenzó desde muy joven. En Oxford, además de su tarea en Oriel, se desempeñó como examinador de la universidad, y luego simultáneamente con su trabajo en la Universidad Católica de Irlanda, se responsabilizó personalmente por la formación de cada uno de sus seguidores, en su mayoría conversos, que pasaron a formar parte de la comunidad y más tarde lo haría con la formación de los niños del Colegio del Oratorio, a partir de los siete años. Si bien su tarea estaba más que todo dirigida a la formación del intelecto inglés26 también dedicó largos periodos de su vida a empresas juzgadas como “menos prestigiosas” para una mente de su categoría. En una faceta más desconocida, se desempeñó como maestro de niños en las parroquias rurales de St. Clement’s27 y en la aldea de Littlemore, y más tarde lo haría en los suburbios y zonas industriales miserables de Birmingham. En ambos casos destinó innumerables horas a enseñarles el catecismo y la música litúrgica, rudimentos de alfabetización, nociones básicas de matemáticas, así como también hábitos de higiene. Lo mismo ocurrió en la Universidad de Dublín, donde impartió cursos vespertinos a trabajadores y obreros imposibilitados de estudiar durante el día, toda una novedad para sus tiempos.

El futuro cardenal se refería a la educación como una high word que tenía un propósito más elevado que el concebido por el sistema social, con un enfoque holístico que abrazaba el crecimiento de la persona en toda su integridad y que, por lo tanto, además del desarrollo intelectual, abarcaba el cultivo de las virtudes y de una vida espiritual. Este principio quedó articulado en La idea de una universidad al discutir la distinción entre el conocimiento y la mera instrucción.

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