Sueño En El Pabellón Rojo

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Sueño En El Pabellón Rojo
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Cao Xueqin

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Índice

  Capítulo I

  Capítulo II

  Capítulo III

  Capítulo IV

  Capítulo V

  Capítulo VI

  Capítulo VII

  Capítulo VIII

  Capítulo IX

  Capítulo X

  Capítulo XI

  Capítulo XII

  Capítulo XIII

  Capítulo XIV

  Capítulo XV

  Capítulo XVI

  Capítulo XVII

  Capítulo XVIII

  Capítulo XIX

  Capítulo XX

  Capítulo XXI

  Capítulo XXII

  Capítulo XXIII

  Capítulo XXIV

  Capítulo XXV

  Capítulo XXVI

  Capítulo XXVII

  Capítulo XXVIII

  Capítulo XXIX

  Capítulo XXX

  Capítulo XXXI

  Capítulo XXXII

  Capítulo XXXIII

  Capítulo XXXIV

  Capítulo XXXV

  Capítulo XXXVI

  Capítulo XXXVII

  Capítulo XXXVIII

  Capítulo XXXIX

  Capítulo XL

  Capítulo XLI

  Capítulo XLII

  Capítulo XLIII

  Capítulo XLIV

  Capítulo XLV

  Capítulo XLVI

  Capítulo XLVII

  Capítulo XLVIII

  Capítulo XLIX

  Capítulo L

  Capítulo LI

  Capítulo LII

  Capítulo LIII

  Capítulo LIV

  Capítulo LV

  Capítulo LVI

  Capítulo LVII

  Capítulo LVIII

  Capítulo LIX

  Capítulo LX

  Capítulo LXI

  Capítulo LXII

  Capítulo LXIII

  Capítulo LXIV

  Capítulo LXV

  Capítulo LXVI

  Capítulo LXVII

  Capítulo LXVIII

  Capítulo LXIX

  Capítulo LXX

  Capítulo LXXI

  Capítulo LXXII

  Capítulo LXXIII

  Capítulo LXXIV

  Capítulo LXXV

  Capítulo LXXVI

  Capítulo LXXVII

  Capítulo LXXVIII

  Capítulo LXXIX

  Capítulo LXXX

  Capítulo LXXXI

  Capítulo LXXXII

  Capítulo LXXXIII

  Capítulo LXXXIV

  Capítulo LXXXV

  Capítulo LXXXVI

  Capítulo LXXXVII

  Capítulo LXXXVIII

  Capítulo LXXXIX

  Capítulo XC

  Capítulo XCI

  Capítulo XCII

  Capítulo XCIII

  Capítulo XCIV

  Capítulo XCV

  Capítulo XCVI

  Capítulo XCVII

  Capítulo XCVIII

  Capítulo XCIX

 

  Capítulo C

  Capítulo CI

  Capítulo CII

  Capítulo CIII

  Capítulo CIV

  Capítulo CV

  Capítulo CVI

  Capítulo CVII

  Capítulo CVIII

  Capítulo CIX

  Capítulo CX

  Capítulo CXI

  Capítulo CXII

  Capítulo CXIII

  Capítulo CXIV

  Capítulo CXV

  Capítulo CXVI

  Capítulo CXVII

  Capítulo CXVIII

  Capítulo CXIX

  Capítulo CXX

  Notas

  Familias

  Mapa

Capítulo I

En sueños, Zhen Shiyin ve el Jade de las

Comunicaciones Trascendentales.

En la miseria, Jia Yucun se enamora de una

flor del gineceo.

Así empieza el capítulo que abre esta novela. Su autor, que ha vivido largo tiempo entre sueños e ilusiones, admite que al emprender la escritura de estas Memorias de una roca [1] ocultó los verdaderos hechos de su vida detrás de la ficción de un jade al que llama «de las Comunicaciones Trascendentales»; por eso el primer nombre que emplea para un personaje es el de Zhen Shiyin [2] .

Pero ¿cuáles son los hechos recogidos en este libro y quiénes son los personajes?

El autor declara:

Habiendo fracasado en todo cuanto emprendí en este mundo atareado y polvoriento, vine en recordar a todas las muchachas que antaño me rodearon. Entonces, como un trueno, me asaltó la idea de que cada una de ellas me había superado en conducta y raciocinio. ¿Cómo yo, orgulloso de mi condición de varón, podía ser menos que una mujer? Pero ya la vergüenza estaba de sobra y el arrepentimiento era inútil. Sí, realmente no había nada que hacer.

En ese momento decidí divulgar de qué manera, cubierto de sedas y delicadamente atendido por el favor imperial gracias a los méritos de mis antepasados, contravine la bondad de mis padres y los buenos consejos de maestros y amigos hasta disipar la mitad de mi vida sin haber aprendido un solo oficio. No puedo eludir mi responsabilidad, pero tampoco permitiré que, por culpa de mis errores o el deseo de ocultar mis defectos, se desvanezcan en el olvido aquellas adorables muchachas que conocí. Que hoy viva humildemente en una choza con techo de paja y ventanas de estera, horno de arcilla y lecho de lianas, no ha de impedir que abra de par en par las puertas de mi corazón. La brisa matinal, el rocío nocturno, los sauces en el umbral y las flores de mi patio me animan a tomar el pincel; y, aunque no sean grandes mi instrucción y mis talentos literarios, poco importará que escriba esta historia con palabras falsas y en lengua vulgar si ha de servir para dejar testimonio de todas esas jóvenes adorables, Por eso he llamado a mi segundo personaje Jia Yucun [3] .

En este capítulo, las palabras «sueño» e «ilusión» que utilizo sirven para alertar la vista del lector, al mismo tiempo que dotan de sentido mi obra.

¿Saben ustedes, dignos lectores, cómo nació este libro? Su origen puede parecerles fantástico, pero no duden que, si se acercan a él con ánimo dispuesto, descubrirán que su lectura encierra mucho interés y puede ser de gran provecho. Permítanme explicárselo de manera que no quede en ustedes sombra de duda sobre el particular.

Cuando la diosa Nüwa necesitó rocas para reparar la bóveda celeste [4] acudió al Acantilado de lo Insondable, en la Montaña de la Inmensa Soledad, con la intención de fundir treinta y seis mil quinientos y un bloques de piedra, cada uno de doce zhang [5] de altura y veinticuatro de superficie sobre el suelo, de los que sólo empleó treinta y seis mil quinientos. El sobrante lo abandonó al pie del Pico de la Cresta. Azul. Aunque parezca extraño, aquella roca, después de ser templada por el fuego, había cobrado una esencia trascendental. Como el destino de las demás fue servir para remozar la bóveda celeste y sólo ella había sido desechada para tan alto menester, día y noche los pasaba en lamentaciones, desconsolada y llena de vergüenza.


La roca al pie del Pico de la Cresta Azul.

Anónimo de la dinastía Qing (edición de 1791).

Cierto día, mientras la roca se lamentaba de su suerte, vio venir a lo lejos a dos monjes, uno budista y otro taoísta, de porte imponente y apariencia distinguida. Se le acercaron y allí mismo se sentaron a conversar. Hablaron primero de montañas entre nubes, mares de bruma, dioses e ilusiones taoístas; luego, de las glorias y riquezas de los hombres. Al oír sus palabras, la roca se turbó con el profundó deseo de conocer ese mundo de los hombres y disfrutar ella también del placer y la felicidad. Se compadeció de sí misma por su rudeza y, sin poderse contener, habló en la lengua del género humano. Dijo al bonzo y al taoísta:

—Maestros, disculpad a este torpe discípulo que apenas es digno de saludaros. Me maravillan las glorias y riquezas de ese mundo del cual os he oído hablar. Mi cuerpo es áspero pero mi alma tiene algo trascendental, y como cuando os veo con vuestros hábitos entiendo que no sois gente ordinaria, sino con talento para salvar al mundo y virtud para procurar beneficios a la humanidad, os suplico que seáis bondadosos conmigo y me permitáis descender a ese mundo, donde pueda disfrutar algunos años de riquezas y placeres. Os quedaría agradecido eternamente por este inmenso favor.

—¡Bonitas palabras! —El bonzo y el taoísta sonrieron—. Es verdad que en el mundo de los hombres existen alegrías, pero también es cierto que no son eternas. Se dice que, allí, en la belleza se esconde el defecto, y que sólo se consigue el objetivo perseguido después de vencer muchos obstáculos. Además, en un santiamén nace del placer la tristeza, y todo, personas y cosas, se esfumará un día convirtiéndose en un sueño e ingresando en el vacío. No ir sería más sensato por tu parte.

Pero la roca estaba decidida y continuó con sus ruegos. Ambos inmortales supieron que sería imposible convencerla, así que suspiraron resignados:

—Siempre que uno permanece inmóvil mucho tiempo acaba deseando el movimiento, y todo lo que existe nace de la Nada. Puesto que tanto insistes conocerás esos placeres, pero no te arrepientas cuando las cosas te vayan mal.

—¡No me arrepentiré! —exclamó la roca.

—Tu alma es inteligente pero tu cuerpo es áspero, y además careces de algún valor extraordinario —prosiguió el bonzo—; por eso tendrás que prosperar en el mundo de los hombres haciendo un enorme esfuerzo. Ahora te ayudaré con la magia del budismo. Cuando termine el kalpa [6] retornarás a tu forma natural para poner fin a este proceso. ¿Estás de acuerdo?

La roca asintió, profundamente agradecida. Entonces el bonzo recitó ciertas fórmulas de encantamiento y puso en práctica toda su magia, de modo que redujo la roca gigante a un simple trozo de jade no más grande que un colgante de abanico; y poniéndolo sobre la palma de su mano le dijo sonriendo:

—Tienes la apariencia de un objeto precioso, pero todavía careces de auténtico valor. Te grabaré encima algunos caracteres para que la gente perciba de un simple vistazo que eres algo especial; entonces podremos llevarte a algún reino civilizado y próspero, a una familia culta de rango, a un lugar donde abunden las flores y los sauces, a un hogar de placer y de lujo donde te puedas establecer cómodamente…

La roca no cabía en sí de gozo.

—Maestros, ¿cuáles son esos dones maravillosos que me concederéis? ¿Y dónde pensáis llevarme?

—No preguntes —le advirtió el bonzo—. Ya lo sabrás a su debido tiempo.

Dicho lo cual se guardó el jade en la manga [7] y emprendió la marcha con el taoísta, pero se ignora en qué dirección.

Pasados quién sabe cuántos siglos y kalpas, otro taoísta conocido como el reverendo Vanidad de Vanidades llegó, en su búsqueda del Dao [8] y la Inmortalidad, hasta la Montaña de la Inmensa Soledad, el Acantilado de lo Insondable y el pie del Pico de la Cresta Azul. Sus ojos se posaron sobre la antigua inscripción todavía discernible de una enorme roca, y la leyó entera. Era un relato del rechazo sufrido por aquella piedra cuando se hizo la reparación del cielo, así como de su transformación en un jade y su posterior traslado al mundo de los hombres por el budista del Espacio Infinito y el taoísta del Tiempo Interminable; de las alegrías y tristezas, encuentros y despedidas, tratos cálidos y fríos que allí había experimentado. Detrás había un poema budista:

Indigno de ser parte del cielo,

¡tantos años en vano pasé en la tierra…!

Aquí se narra mi vida en los dos mundos,

¿a quién pediré que la divulgue?

Luego aparecía el nombre de la región donde la roca había ido a parar, el lugar exacto de su encarnación y la relación de sus aventuras, incluidos triviales asuntos familiares y versos livianos compuestos para aliviar las horas de ocio. No obstante, no figuraban los nombres de la dinastía, del año y del país, de modo que Vanidad de Vanidades concluyó:

—Hermano Roca, considero que la historia en ti grabada tiene cierto encanto y merecería alguna difusión; sin embargo observo que no figuran la dinastía ni el año, ni se encuentran referencias a ministros dignos y leales ni a cómo manejaron el gobierno y la moral pública. Sólo aparecen unas cuantas muchachas singulares en pasión y en locura, en pequeños dones o intrascendentes virtudes, pero incomparables en cualquier caso con aquellas damas de gran talento que fueron Ban Zhao y Cai Yan [9] . Aunque la transcribiera no sería del interés de nadie.

—Maestro, ¿cómo puede ser tan implacable? —protestó la roca—. Si la fecha no aparece bastaría con situar esta historia en las dinastías Han o Tang [10] , pero ya que ése es un tópico común a todas las novelas, una manera de evitarlo sería transcribir sencillamente mis propios sentimientos y peripecias. ¿Qué necesidad hay de señalar tal o cual fecha precisa? Además, los lectores comunes prefieren la literatura liviana a los libros de Estado. Ya hay demasiadas obras que contienen anécdotas vilipendiosas contra soberanos o ministros, calumnias sobre las esposas o hijos de los demás, descripciones licenciosas y violentas… ¡Y son todavía peores esos escritos lujuriosos de la escuela de la brisa y la luz de luna que corrompen a los jóvenes con el veneno de su asquerosa tinta [11] ! En cuanto a las novelas galantes, aparecen a montones siendo todas iguales y ninguna deja de frisar la impudicia, llenas como están de alusiones a jóvenes apuestos y talentosos y a muchachas bellas y refinadas de la historia; no obstante, para poder insertar sus propios poemas, el autor inventa héroes y heroínas manidos frente al inevitable villano intrigante, como aquellos pérfidos bufones de las obras de teatro… En esas novelas, llenas de contrasentidos y ridículamente engoladas, incluso las criadas acaban hablando con pedantes palabras sin sentido. ¡Eran mejores aquellas muchachas que yo mismo conocí en mis días de juventud! No me atrevería a ponerlas por encima de todos los personajes de anteriores obras, pero la historia de cada una puede servir para disipar el tedio y las preocupaciones, y los pocos versitos que he intercalado pueden provocar alguna que otra sonrisa y añadir gusto al vino… En cuanto a las escenas de despedidas tristes y jubilosos encuentros, de prosperidad y decadencia, todas son puntualmente ciertas y no han sufrido la más pequeña modificación para producir alguna sensación especial o apartarse de la verdad. En estos tiempos, la preocupación cotidiana de los pobres es comer y vestir, mientras los ricos no tienen hartura: ocupan su ocio en aventuras galantes, en acumular riquezas o en complicarlo todo. ¿Qué tiempo les queda a unos y a otros para leer tratados políticos y morales? Ni quiero que la gente se maraville con mi historia ni exijo que la lean por placer; sólo espero que les sirva para distraerse sentados en torno al licor y los manjares, o en el curso de alguna huida de las tribulaciones terrenales. Dedicando su atención a esta obra y no a otras vanas actividades podrán quizás ahorrar sus energías y prolongar sus vidas, librándose del daño que producen las disputas y rencillas o la aburrida persecución de lo ilusorio. Además, este relato ofrece a los lectores algo nuevo, distinto a esos trillados y rancios revoltijos de despedidas y súbitos encuentros, repletos de talentudos eruditos y adorables muchachas: Cao Zijian, Zhuo Wenjun, Hongniang, Xiaoyu [12] y los demás. ¿No le parece, Maestro?

 

El bonzo tiñoso y el taoísta cojo.

Anónimo de la dinastía Qing (edición de 1791).

El reverendo Vanidad de Vanidades consideró sus palabras y volvió a leer cuidadosamente estas Memorias de una roca. Descubrió que contenían condenas a la traición y críticas a la adulación y al mal, y que no habían sido escritas para pasar la censura de los tiempos; pero en todo lo concerniente a las correctas relaciones entre los hombres y al encomio de actos virtuosos superaba a otros libros repletos de voluminosas descripciones de príncipes benefactores, ministros benévolos, padres complacientes e hijos henchidos de amor filial. Aunque el tema principal era el amor, se trataba sencillamente de una crónica de acontecimientos reales superior a aquellas falsas obras envilecidas que tratan de citas licenciosas y aventuras disolutas. Y, en fin, como no abordaba en absoluto acontecimientos de actualidad transcribió de principio a fin lo grabado y se lo llevó para buscar quien lo editara.

A partir de entonces el taoísta Vanidad de Vanidades percibió que todos los fenómenos del mundo nacen de lo vacío y despiertan la pasión, y como él convirtió la pasión en los fenómenos y desde los fenómenos percibió lo vacío [13] , se cambió el nombre por el de «monje Apasionado». Modificó también el título de la obra por el de Crónica del monje Apasionado.

Kong Meixi, de Donglu [14] , sugirió otro título: Precioso espejo de la Brisa y la Luna. Más tarde, Cao Xueqin pasó diez años en su pabellón de Luto por el Rojo revisando la obra y redactándola cinco veces sucesivas. La dividió en capítulos, a cada uno de ellos puso un encabezamiento y designó el libro con el título definitivo de Las doce bellezas de Jinling [15] . Luego añadió la siguiente estrofa:

Un reguero de lágrimas tristes,

páginas llenas de palabras absurdas.

Dicen que su autor está loco,

¿pero quién leerá su escondida amargura?

Ahora que tenemos claro el origen de la historia, veamos lo que había grabado sobre la roca.

Hace mucho tiempo la tierra entró en declive por el sudeste, y en aquel lugar había una ciudad llamada Guau [16] . El barrio de la puerta Chang de Gusu era uno de los más elegantes, ricos y bellos del mundo de los hombres. Al otro lado de la puerta se encontraba la calle de los Diez Lis [17] , en la que venía a desembocar el pasaje de la Humanidad y la Pureza; allí había un viejo templo muy pequeño conocido, por su forma, como templo de la Calabaza. Cerca vivía Zhen Fei, cuyo nombre social era Shiyin. Su esposa, nacida Feng, era una mujer virtuosa y digna con un fuerte sentido de la moral y la decencia. Aunque ni muy rica ni muy noble, su familia era muy respetada en aquella localidad.

Zhen Shiyin era un hombre tranquilo y sencillo. En lugar de afanarse por la riqueza o el rango disfrutaba cultivando flores, sembrando bambúes, bebiendo vino o escribiendo poemas. Disponía de su tiempo casi como un inmortal, pero una cosa le faltaba: había cumplido más de cincuenta años sin un hijo varón; sólo tenía una hija de tres años llamada Yinglian.

Cierto agobiante día de verano, mientras se encontraba leyendo en su estudio, dejó caer Zhen Shiyin el libro de sus manos y, apoyando la cabeza en el escritorio, se quedó profundamente dormido. En sueños viajó a un lugar desconocido donde divisó a un monje budista y a otro taoísta que se aproximaban enfrascados en una animada charla. Oyó que el taoísta preguntaba al bonzo:

—¿Dónde piensas llevar ese estúpido objeto?

—Ten paciencia. El telón está a punto de alzarse para un drama de amor, pero hay actores que aún no han cobrado vida. Voy a colocar este estúpido objeto entre ellos para que viva la experiencia que desea.

—Así que otra tanda de amorosos pecadores se dispone a un nuevo drama a través de la reencarnación… —comentó el taoísta—. ¿En dónde tendrá lugar la representación?

—Es una historia entretenida. Nunca habrás oído una cosa igual. Al oeste, sobre las márgenes del Río Sagrado, junto a la Roca de las Tres Encarnaciones [18] , crecía una planta de Perlas Bermejas regada cada día con dulce rocío por el jardinero Shenying, del palacio del Jade Rojo. Con el paso de los meses y los años la planta de Perlas Bermejas bebió las esencias del cielo y de la tierra y el alimento de la lluvia y el rocío hasta despojarse de su naturaleza vegetal y adquirir forma humana, si bien sólo la de una muchacha. Se pasaba los días vagando más allá de la Esfera del Dolor de la Despedida, saciando su hambre con el fruto del Amor Secreto y aplacando su sed en el Mar de la Pena Rebosante. Como no podía corresponder a las atenciones que le prodigaba el jardinero, anidaba en sus entrañas un sentimiento de ternura infinita que la obsesionaba. Precisamente en esos días, aprovechando la paz y la prosperidad de la dinastía reinante, Shenying deseó cobrar forma humana para poder visitar el mundo de los hombres. Formuló su deseo a la diosa del Desencanto, que vio una oportunidad para que Perla Bermeja pudiera saldar su deuda de gratitud. «Él me dio dulce rocío —dijo Perla Bermeja—, pero yo no tengo agua para compensar su bondad. Si baja al mundo de los hombres me gustaría acompañarlo; así podré saldar mi deuda derramando por él las lágrimas de toda una vida.» Esto indujo a muchos otros espíritus amorosos que no habían expiado sus pecados a ir con ellos y participar también en ese drama.

—Extraño asunto —comentó el taoísta—, nunca había oído hablar del pago de una deuda en lágrimas. Imagino que este relato será más fino y detallado que las vulgares historias de brisa y luz de luna.

—En los viejos relatos sólo se aportan unos pocos rasgos sobre las vidas de los personajes mediante algunos poemas —dijo el bonzo—, pero nunca se exponen los detalles íntimos de la vida familiar o las comidas cotidianas. Además, la mayor parte de las historias de brisa y luz de luna se ocupan de citas secretas y fugas, y nunca han expresado el verdadero amor entre un joven y una muchacha. Estoy seguro de que cuando esos espíritus desciendan a la tierra veremos locos de amor, enloquecidos por el deseo carnal, gente sensata, mentecatos e individuos indignos distintos a los de obras anteriores.

—¿Por qué no aprovechamos nosotros también esta oportunidad para bajar y liberar a unos cuantos de los sufrimientos que les esperan? Sería una buena acción.

—Precisamente venía pensándolo. Pero antes debemos llevar este estúpido objeto al palacio de la diosa del Desencanto para entregárselo. En cuanto todas las almas soñadoras bajen al mundo de los hombres podremos hacerlo nosotros, pero hasta ahora sólo ha bajado la mitad.

—En ese caso estoy listo para acompañarte —dijo el taoísta.

Zhen Shiyin había oído cada palabra de aquella conversación, pero ignoraba qué podría ser ese «estúpido objeto» al que se referían, de manera que no pudo resistir la tentación de averiguarlo y acudió a ellos con una reverencia.

—¡Saludos, maestros inmortales! —dijo con una sonrisa, y apenas hubieron devuelto el saludo prosiguió—: Esta oportunidad de escuchar su conversación sobre causas y efectos ha sido extraordinaria, pero soy demasiado torpe para comprenderla; si pueden ilustrarme un poco sobre el particular prometo escuchar atentamente, pues percibo que su sabiduría puede procurarme la salvación.

Ambos inmortales sonrieron.

—Se trata de un misterio que no podemos divulgar. Cuando llegue el momento piensa en nosotros. Quizás entonces consigas escapar de las llamas.

Al oírlo, Shiyin supo que no debía insistir más.

—Sé que no debo inmiscuirme en un misterio —dijo—, pero al menos podrían enseñarme el estúpido objeto que acaban de mencionar.

—Si quieres saber de qué se trata, tu destino es verlo una sola vez —dijo el bonzo sacándose de la manga un bellísimo fragmento de jade traslúcido y entregándoselo a Shiyin.

En el anverso tenía grabadas las palabras «Jade Precioso de las Comunicaciones Trascendentales». Antes de que Shiyin pudiera observar con atención unas líneas de caracteres más pequeños grabados en el reverso, el budista se lo arrancó de las manos diciendo:

—Hemos llegado a la Tierra de la Ilusión.

Y, acompañado por el taoísta, pasó a través de un arco de piedra que mostraba la siguiente inscripción: «Tierra de la Ilusión del Gran Vacío». Sobre ambas columnas, en perfecta simetría:

Cuando se toma lo falso por verdadero, lo verdadero se torna

falso; cuando de la nada surge el ser, el ser permanece nada.

Shiyin quiso seguirlos, pero oyó de repente un pavoroso estrépito, como si las montañas se desplomaran o la tierra se resquebrajara. Despertó con un grito y miró en torno suyo. Allí estaba el sol brillando sobre las hojas de los plátanos. El sueño se había esfumado.

En ese momento se acercó la nodriza con Yinglian en brazos, y Shiyin pensó que su hija estaba más bella y adorable cada día. La tomó en brazos y la apretó contra su pecho, jugó con ella unos momentos y luego la llevó a la puerta para que viera pasar un cortejo que en ese momento desfilaba. Ya se disponía a entrar cuando, desde el otro lado de la calle, vio acercarse a un bonzo y a un taoísta riendo y platicando mientras gesticulaban como locos. El budista iba descalzo y tenía la cabeza tiñosa; el taoísta cojeaba y llevaba el cabello revuelto. Al llegar a la puerta de Shiyin, viendo a la niña, el bonzo prorrumpió en lamentos:

—¡Ay, señor! ¿Qué hace en sus brazos esa criatura de triste destino? ¡Será la desgracia de sus padres!

Pensando que el hombre desvariaba, Shiyin lo ignoró.

—¡Entréguemela! —gritó entonces el budista—. ¡Entréguemela!

Shiyin perdió la paciencia, apretó con más fuerza a la niña y se dispuso a entrar en su casa. El monje, señalándola con el dedo, dejó escapar una rugiente carcajada y recitó:

Me río de ti: quieres cuidar a esa tierna criatura

que habrá de ser un nenúfar sepultado por la nieve.

Cuídate de lo que llega: la fiesta de los Faroles:

evanescencia del humo cuando la llama se apaga [19] .

Shiyin lo oyó claramente y quedó pensativo, como si todo aquello le recordara algo. Justo cuando iba a preguntar la procedencia de ambos, el taoísta le dijo al bonzo:

—Aquí se separan nuestros caminos; cada uno debe ocuparse de sus propios asuntos. Te espero dentro de tres kalpas en el monte de Beimang [20] ; juntos podremos ir hasta la Tierra de la Ilusión para decirle a la diosa del Desencanto que la deuda está saldada.

—Muy bien —asintió el budista.

Y ambos se desvanecieron sin dejar rastro.

Fue entonces cuando Shiyin comprendió que no eran simples mortales, y lamentó no haberles prestado la debida atención. Sus lastimosas cavilaciones fueron interrumpidas por la llegada de un letrado pobre que vivía en las proximidades, en el templo de la Calabaza. Tenía por apellido Jia, y su nombre era Hua; su nombre social, Shifei, y Yucun era su seudónimo literario. Era el último de una estirpe de eruditos y funcionarios oriunda de Huzhou [21] . Sus padres, que habían consumido el patrimonio familiar, murieron dejándolo solo en el mundo. Puesto que nada ganaba quedándose en casa encaminó sus pasos a la capital con la esperanza de lograr una posición y restaurar su fortuna. Hacía dos años que había llegado, y cuando hubo gastado todo su dinero decidió mudarse al templo, donde se ganaba precariamente la vida trabajando como pendolista. De ahí que Shiyin lo viera con frecuencia.

Tras saludar a Shiyin le preguntó:

—¿Qué mira parado en la puerta, señor? ¿Algo que ocurre en la calle?

—Nada. Mi hijita lloraba, de manera que la saqué a jugar. Has llegado justo a tiempo, porque estaba empezando a aburrirme. Entra y ayúdame a pasar este largo día de verano.

Ordenó a un criado que se llevara a la niña y condujo a Yucun a su estudio, donde un muchacho sirvió el té. Apenas habían intercambiado algunos comentarios cuando entró un sirviente para anunciar la llegada de un tal señor Yan.

Shiyin se excusó diciendo:

—Disculpa mi descortesía. ¿Te molestaría esperarme unos minutos?

—Nada de formalismos, estimado amigo —dijo Yucun incorporándose—, soy un invitado habitual en su casa y no me importa esperar.

Cuando Shiyin salió del cuarto, Yucun se dedicó a hojear algunos libros hasta que oyó a alguien toser en el jardín. Se acercó a la ventana y vio a una joven sirvienta recogiendo flores; tenía los ojos brillantes y las cejas llenas de gracia, y, aunque no era propiamente una belleza, su gran encanto hizo que Yucun la contemplara absorto. Cuando se disponía a marcharse con sus flores, la sirvienta levantó de pronto la mirada y vio a un hombre que, aunque mal vestido, era apuesto, con un rostro abierto de labios firmes, cejas como cimitarras, ojos como estrellas, nariz recta y mejillas agradablemente curvadas. Se volvió pensando: «A pesar de sus harapos es un hombre de buen porte. Debe tratarse de Jia Yucun, del que mi señor habla todo el día y al que con gusto ayudaría si se le presentase la ocasión. Sí, ciertamente debe tratarse de él, nuestra familia no tiene otros amigos pobres. Con razón dice mi señor que es el tipo de hombre que no permanecerá mucho tiempo en su situación». No pudo resistir la tentación de volver a mirarlo un par de veces, lo que llenó de júbilo a Yucun, quien pensó que la muchacha se había prendado de él y que tenía buen juicio y era una de las pocas personas que podían apreciar su valor más allá de su mísero aspecto.