Buch lesen: «En viaje (1881-1882)»
MIGUEL CANÉ
Nació en Montevideo, en 1851, durante la emigración. Estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires y se graduó en Derecho en la Universidad el año 1872. Perteneció al grupo de espíritus selectos que formó la "generación del ochenta", en momentos en que la cultura argentina se renovaba substancialmente en el orden científico y literario.
Su actividad fue solicitada alternativamente por la política, la diplomacia y la vida universitaria; pero siempre se mantuvo fiel cultor de las buenas letras, con aticismo exquisito. Nadie pudo ser más representativo para ocupar el primer decanato de nuestra Facultad de Filosofía y Letras, a cuya existencia quedó para siempre vinculado su nombre.
Inició su carrera de escritor en "La Tribuna" y "El Nacional". En 1875 fue diputado al Congreso; en 1880 director general de correos y telégrafos; después de 1881 ministro plenipotenciario en Colombia, Austria, Alemania, España y Francia. En 1892 fue Intendente de Buenos Aires y poco después Ministro del Interior y de Relaciones Exteriores.
Publicó los siguientes libros, que le asignan un puesto eminente en nuestra historia literaria: "Ensayos" (1877), "Juvenilia" (1882), "En viaje" (1884), "Charlas literarias" (1885), Traducción de "Enrique IV" (1900), "Notas e impresiones" (1901), "Prosa ligera" (1903). Ha dejado numerosos "Escritos y Discursos" que pueden ser reunidos en un volumen tan interesante como los anteriores.
Con excelente gusto crítico y ductilidad de estilo, cualidades que educó en todo tiempo, logró ser el más leído de nuestros "chroniqueurs", igualando los buenos modelos de este género esencialmente francés. Más se preocupó de la gracia sonriente que de la disciplina adusta, prefiriendo la línea esbelta a la pesada robustez, como que fue en sus aficiones un griego de París.
Falleció en Buenos Aires el 5 de Septiembre de 1905.
JUICIO CRÍTICO DE ERNESTO QUESADA
Tarde parece para hablar del libro del Sr. Miguel Cané, resultado de su excursión a Colombia y Venezuela en el carácter de Ministro Residente de la República Argentina. Hoy el autor se encuentra en Viena, de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de nuestro país cerca del gobierno austro-húngaro. Habrá quizás extrañado que la Nueva Revista de Buenos Aires haya guardado silencio sobre su último libro, tanto más cuanto que – ¡rara casualidad! – a pesar de ser el señor Cané conocidísimo entre nosotros, jamás lo ha sido, puede decirse, sino de vista por el que esto escribe. Y eso que siempre ha tenido los mayores deseos de tratarle personalmente, por las simpatías ardientes que su carácter, sus prendas y – sobre todo – sus escritos me merecían. De ahí, pues, que estuviera obligado a hablar de este libro. Digo esto para demostrar que la demora en hacerlo ha sido del todo ajena a mis deseos. El señor Cané, periodista de raza, sabe, por experiencia, cuán absorbente es el periodismo, máxime cuando es preciso hacerlo todo personalmente, como sucede en empresas, del género de la Nueva Revista.
Había leído el espiritual artículo que sobre este mismo libro publicó en El Diario, tiempo ha, M. Groussac – otro escritor a quien todavía no me ha sido dado tratar. El sabor francés disfrazado de chispa castellana, me encantó en ese artículo, en el cual se decían al señor Cané verdades de a puño, terminando a la postre con un merecido elogio. Posteriormente, y en el mismo diario, publicose una carta del criticado autor, en la que se defendía con gracia infinita, y con finísimo desparpajo reproducía el bíblico precepto del «ojo por ojo, diente por diente».
Oída la acusación y la defensa, puede, pues, abrirse juicio sobre el valor del libro. Crítico y criticado parecen estar de acuerdo acerca de algunos defectillos, disienten en otros, y parecen no haber querido recordar el verso clásico:
Ni cet excés d'honneur, ni cette indignité
Cané es un estilista consumado. Dice en su carta que don Pedro Goyena se intrigaba buscando su filiación literaria, y M. Groussac formalmente declara haberla encontrado en Taine. Error completo en mi concepto. Si de alguien parece derivar directamente Cané, es de Merimée, y el autor de Colomba comparte su influencia en esto con lo que ha dado en llamarse el beylismo. No diré que tuviera la altiva escrupulosidad de Merimée en limar hasta diez y siete veces un mismo trabajo, para no chocar con su concepto artístico, sin importársele mucho de la popularidad; pero sí que está impregnado de la desdeñosa filosofía del autor del Rouge et Noir. Pero el autor de los Ensayos, como de En Viaje, es más bien de la raza de Th. Gautier, de P. de Saint-Victor, y – ¿por qué no decirlo? – del escritor italiano a quien tanto festéjase ahora en Buenos Aires: De Amicis. Es ante todo y sobre todo, estilista. No diré que para él la naturaleza, las cosas y los acontecimientos son simplemente temas para desplegar una difícil virtuosité (para echar mano del idioma que tanto prefiere el autor de En Viaje). ¡No!, se ha dicho de De Amicis que es el ingenio más equilibrado de la moderna literatura italiana: su pensamiento es variado y de un colorido potente; pero atraído por su índole generosa y cortés, prefiere las descripciones que se amoldan mayormente con su carácter: se conmueve y admira. Creo que hay mucho de eso en Cané, pero por cierto no es el sentimentalismo lo que campea en su libro, sino que hay mucha – ¿demasiada? – grima en juzgar lo que ve y hasta lo que hace. Cané lo confiesa en su carta. Pero, en cambio, ¡qué facilidad!, ¡cómo brotan de su pluma las descripciones brillantes, los cuadros elegantes! El lector nota que se encuentra en presencia de un artista del estilo, y arrullado por el encanto que le produce la magia de la frase, se deja llevar por donde quiere el autor, y prefiere ver por sus ojos y oír por sus oídos.
He oído decir que el carácter del señor Cané es tan jovial como bondadoso y franco: en su libro ha querido, sin duda, hacer gala de escepticismo, y deja entrever con mucha – ¿demasiada? – frecuencia, la nota siempre igual del eterno fastidio. Y, sin embargo, ¡qué amargo contrasentido encierra ese original deseo de aparecer fastidiado! Fastidiado el señor Cané, cuando, en la flor de la edad ha recorrido las más altas posiciones de su país, no encontrando por doquier sino sonrisas, no pisando sino sobre flores, ¡niño mimado de la diosa Fortuna! ¿No será quizá ese aparente fastidio un verdadero lujo de felicidad?..
* * *
Estamos en presencia de un libro de viajes escrito por una persona que, a pesar de haber viajado mucho, no es verdaderamente un viajero. El autor no siente la pasión de los viajes: soporta a su pesar las incomodidades materiales, se traslada de un punto a otro, pero maldice los fastidios del viaje de mar, el cambio de trenes, los pésimos hoteles, etc., etc. Habla de sus viajes con una frialdad que hiela: adopta cierto estilo semiescéptico, semiburlón, para reírse de los que pretenden tener esa pasión tan horripilante.
«¡Cuántas veces – dice – en un salón, brillante de luz, o en una mesa elegante y delicada, he oído decir a un hombre, culto, fino, bien puesto: tengo pasión por los viajes, y tomar su rostro la expresión vaga de un espíritu que flota en la perspectiva de horizontes lejanos; me ha venido a la memoria el camarote, el compañero, el órdago, la pipa, las miserias todas de la vida de mar, y he deseado ver al poético viajero entregado a los encantos que sueña!».
¡Ah!, el placer de los viajes por los mismos, sin preocupación alguna, buscando contentar la curiosidad intelectual siempre aguzada, jamás satisfecha No hay nada en el mundo que pueda compararse a la satisfacción de la necesidad de ver y conocer: la impresión es de una nitidez, de una sinceridad, de una fuerza tal, que la descripción que la encarna involuntariamente transmite al lector aquella sensación, y al leer esas páginas parece verdaderamente que se recorren las comarcas en ellas descriptas.
Esa vivacidad de la emoción, ese placer extraordinario que se experimenta, lo comprende sólo el viajero verdadero, el que siente nostalgia de los viajes cuando se encuentra en su rincón, el que vive con la vida retrospectiva e intensa de los años en que recorriera el mundo. Y para un espíritu culto, para una inteligencia despierta y con una curiosidad inquieta, ¡qué maldición es ese don de la pasión de los viajes! El horizonte le parece estrecho cuando tiene que renunciar a satisfacer aquella amiga tiránica; la atmósfera de la existencia rutinaria, tranquila, de esos mil encantos de la vida burguesa, lo sofoca: sueña despierto con países exóticos, con líneas, con colores locales, con costumbres que desaparecen, con ciudades que se transforman, ¡con el placer de recorrer el mundo observando, analizando y comparando! Y el maldito cosmopolitismo contemporáneo, con su furia igualadora, por doquier invade con su sempiterno cant, su horrible vestimenta, la superficialidad de costumbres incoloras – haciendo desaparecer, merced al adelanto de las vías de comunicación, el encanto de lo natural, de lo local, el hombre con su historia y sus costumbres, según la latitud en que se encuentra.
El placer de los viajes es un don divino: requiere en sus adeptos un conjunto de condiciones que no se encuentran en cada boca-calle, y de ahí que el criterio común o la platitud burguesa no alcanzan a comprender que pueda haber en los viajes y en las emigraciones goce alguno; sólo ven en la traslación de un punto a otro la interrupción de la vida diaria y rutinera, las incomodidades materiales; tienen que encontrarse con cosas desconocidas y eso los irrita, los incomoda, porque tienen el intelecto perezoso y acostumbrado ya a su trabajo mecánico y conocido.
Pero los pocos que saben apreciar y comprender lo que significan los viajes, viven de una doble vida, pues les basta cerrar un instante los ojos, evocar un paisaje contemplado, y éste revive con una intensidad de vida, con un vigor de colorido, con una precisión de los detalles que parece transportarnos al momento mismo en que lo contemplamos por vez primera y borrar así la noción del tiempo transcurrido desde entonces.
La vida es tan fugaz, que no es posible repetir las impresiones; más bien dicho, que no conviene repetirlas. En la existencia del viajero, el recuerdo de una localidad determinada, reviste el colorido que le trasmite la edad y el criterio del observador: si, con el correr del tiempo, regresa y quiere hacer revivir in natura la impresión de antaño, sólo cosechará desilusiones, porque pasan los años, se modifica el criterio y las cosas cambian. Mejor es no volver a ver: conservar la ilusión del recuerdo, que fue una realidad. Así se vive doblemente.
El señor Cané parece tener pocas simpatías por esa vida, quizá porque la encuentra contemplativa, y considera que restringe la acción y la lucha. ¡Error! ¡El viajero, cuyo temperamento lo lleve a la lucha, se servirá de sus viajes para combatir en su puesto, y lo hará quizá con mejor criterio, con armas de mejor precisión que el que jamás abandonó su tertulia sempiterna!
Es lástima que el autor de En Viaje no tenga el «fuego sagrado» del viajero, porque habría podido llegar al máximum de intensidad en la observación y en la descripción de sus viajes.
No puedo resistir al placer de transcribir algunos párrafos, verdadera excepción en el tono general del libro, y en los que describe a Fort-de-France, en la Martinica:
«Las fantasías más atrevidas de Goya, las audacias coloristas de Fortuny o de Díaz, no podrían dar idea de aquel curiosísimo cuadro. El joven pintor venezolano que iba conmigo, se cubría con frecuencia los ojos y me sostenía que no podría recuperar por mucho tiempo la percepción dei rapporti, esto es, de las medias tintas y las gradaciones insensibles de la luz, por el deslumbramiento de aquella brutal crudeza. Había en la plaza unas 500 negras, casi todas jóvenes, vestidas con trajes de percal de los colores más chillones, rojos, rosados, blancos. Todas escotadas y con los robustos brazos al aire; los talles fijados debajo del áxila y oprimiendo el saliente pecho, recordaban el aspecto de las merveilleuses del Directorio. La cabeza cubierta con un pañuelo de seda, cuyas dos puntas, traídas sobre la frente, formaban como dos pequeños cuernos. Esos pañuelos eran precisamente los que herían los ojos; todos eran de diversos colores, pero predominando siempre aquel rojo lacre, ardiente, más intenso aún que ese llamado en Europa lava del Vesubio; luego, un amarillo rugiente, un violeta tornasolado, ¡qué se yo! En las orejas, unas gruesas arracadas de oro, en forma de tubos de órgano, que caen hasta la mitad de la mejilla. Los vestidos de larga cola y cortos por delante, dejando ver los pies… siempre desnudos. Puedo asegurar que, a pesar de la distancia que separa ese tipo de nuestro ideal estético, no podía menos de detenerme por momentos a contemplar la elegancia nativa, el andar gracioso y salvaje de las negras martiniqueñas.
»Pero cuando esas condiciones sobresalen realmente, es cuando se las ve, despojadas de sus lujos y cubiertas con el corto y sucio traje del trabajo, balancearse sobre la tabla que une al buque con la tierra, bajo el peso de la enorme canasta de carbón que traen en la cabeza… Al pie del buque y sobre la ribera, hormigueaba una muchedumbre confusa y negra, iluminada por las ondas del fanal eléctrico. Eran mujeres que traían carbón a bordo, trepando sobre una plancha inclinada las que venían cargadas, mientras las que habían depositado su carga descendían por otra tabla contigua, haciendo el efecto de esas interminables filas de hormigas que se cruzan en silencio. Pero aquí todas cantaban el mismo canto plañidero, áspero, de melodía entrecortada. En tierra, sentado sobre un trozo de carbón, un negro viejo, sobre cuyo rostro en éxtasis caía un rayo de luz, movía la cabeza con un deleite indecible, mientras batía con ambas manos, y de una manera vertiginosa, el parche de un tambor que oprimía entre las piernas, colocadas horizontalmente. Era un redoble permanente, monótono, idéntico, a cuyo compás se trabajaba. Aquel hombre, retorciéndose de placer, insensible al cansancio, me pareció loco»…
Y termina el señor Cané su descripción de Fort-de-France con estas líneas en que trasmite la impresión que le causó un bamboula:
«…Me será difícil olvidar el cuadro característico de aquel montón informe de negros cubiertos de carbón, harapientos, sudorosos, bailando con un entusiasmo febril bajo los rayos de la luz eléctrica. El tambor ha cambiado ligeramente el ritmo, y bajo él, los presentes que no bailan entonan una melopea lasciva. Las mujeres se colocan frente a los hombres y cada pareja empieza a hacer contorsiones lúbricas, movimientos ondeantes, en los que la cabeza queda inmóvil, mientras las caderas, casi dislocadas, culebrean sin cesar. La música y la propia imaginación las embriaga; el negro del tambor se agita como bajo un paroxismo más intenso aún, y las mujeres, enloquecidas, pierden todo pudor. Cada oscilación es una invitación a la sensualidad, que aparece allí bajo la forma más brutal que he visto en mi vida; se acercan al compañero, se estrechan, se refriegan contra él, y el negro, como los animales enardecidos, levanta la cabeza al aire y echándola en la espalda, muestra su doble fila de dientes blancos y agudos. No hay cansancio; parece increíble que esas mujeres lleven diez horas de un rudo trabajo. La bamboula las ha transfigurado. Gritan, gruñen, se estremecen, y por momentos se cree que esas fieras van a tomarse a mordiscos. Es la bacanal más bestial que es posible idear, porque falta aquel elemento que purificaba hasta las más inmundas orgías de las fiestas griegas: la belleza…
* * *
El libro del señor Cané, es, en apariencia, una sencilla relación de viaje. Dedica sucesivamente seis capítulos a la travesía de Buenos Aires a Burdeos, a su estadía en París y en Londres, y a la navegación desde Saint-Nazaire a La Guayra. Entonces, en un capítulo – cuya demasiada brevedad se deplora – habla de Venezuela, pero más de su pasado que de su presente.
En seguida, en seis nutridos y chispeantes capítulos, describe su pintoresco viaje de Caracas a Bogotá; su paso por el mar Caribe; el viaje en el río Magdalena, y las últimas jornadas hasta llegar a la capital de Colombia. A esta simpática república presta preferentísima atención el autor: no sólo se ocupa de su historia, describe a su capital, sino que pinta a la sociedad bogotana, sin olvidar – como lo ha dicho M. Groussac – el obligado párrafo sobre el Tequendama. Detiénese el autor en estudiar la vida intelectual colombiana en el capítulo, en mi concepto, más interesante de su libro, y sobre el cual volveré más adelante. El regreso le da tema para varios capítulos en que se ocupa de Colón, el canal de Panamá, y sobre todo de Nueva York. Y aquí vuelve de nuevo la clásica descripción del Niágara.
Tal es en esqueleto el libro de Cané. Prescindo de los primeros capítulos, a pesar de que insistiré sobre el de París, porque si bien su lectura es fácil, las aventuras a bordo del Ville de Brest no ofrecen extraordinario interés. Poco tema da el autor sobre Venezuela: más bien dicho, deja al lector con su curiosidad integra, sobreexcitada, pero no satisfecha. Sus pinceladas son vagas; parece como si quisiera concluir pronto, como si tuviera entre manos brasas ardientes. ¿Por qué?
En cambio, sus pinturas de Bogotá, de la sociedad y de los literatos colombianos, es realmente seductora: nos hace penetrar en un recinto hasta ahora casi desconocido por la generalidad, especie de gyneceo original causado por el relativo aislamiento de la vida de Colombia. No me cansaré de ponderar esta parte del libro de Cané. Pocas lecturas más fructíferas, pocas más agradables; ejerce sobre el lector algo como una fascinación. Hay ahí una mezcla sapientísima del utile cum dulci.
Por lo demás, el libro entero está salpicado de juicios atrevidos, de observaciones profundas. La superficialidad aparente es rebuscada: el autor, sin quererlo, se olvida con frecuencia de que se ha prometido ser tan sólo un jovial a la vez que quejumbroso compañero de viaje. Al correr de la pluma, ha emitido juicios de una precisión y exactitud admirables. Otras veces ha lanzado ideas que van contra la corriente general. El lector no se detiene mucho en los capítulos sobre París y Londres, cuando en la rápida lectura encuentra tal o cual opinión sobre Francia o Inglaterra. Pero poco a poco comprende que hay allí intención preconcebida, y cuando llega a los capítulos sobre Colombia, se encuentra insensiblemente engolfado en un análisis sutil de aquella constitución, que, según el dicho de Castelar, «ha realizado todos los milagros del individualismo moderno». Entonces se refriega los ojos, vuelve a leer, y con asombro halla que el autor critica – y critica con fuerza – el régimen federal de gobierno. Y no es la única página en que el libro ejerce una influencia sugestiva, forzando a meditar. Hay párrafos, al tratar del canal de Panamá y de los Estados Unidos, que hacen abrir tamaños ojos de asombro.
Pero sobre algunas cuestiones tuvo ya el autor un cambio de cartas con el señor Pedro S. Lamas, como puede verse en la Revue Sud-Americaine. No volveré, pues, sobre ello, siquiera por el vulgarísimo precepto de non bis in ídem.
Imposible me sería analizar con detención todas y cada una de las partes de este libro. Y ya que he dicho con franqueza cuál es la opinión que sobre él he formado, séame permitido ocuparme de algunos de los variadísimos tópicos que han merecido la atención del autor.
* * *
Corto es el capítulo que dedica a su estadía en París el señor Cané. Y es lástima. En esas breves páginas, hay dos o tres cuadros verdaderamente de mano maestra. Pero el autor ha sido demasiado parco: su pluma apenas se detiene: la Cámara, el Senado, la Academia: he ahí lo único que ha merecido su particular atención.
Los párrafos dedicados a las Cámaras son bellísimos: los retratos de Gambetta, de Julio Simon y de Pelletán, perfectamente hechos.
Es, en efecto, en sumo grado interesante, asistir a los debates de las Cámaras francesas. Cuando aún estudiaba el que esto escribe en París (1879-1880), acostumbraba asistir con la regularidad que le era posible, a las discusiones parlamentarias.
Entonces era necesario ir expresamente por ferrocarril hasta Versailles, donde aún funcionaba el Poder Legislativo.
Gracias a la nunca desmentida amabilidad del señor Balcarce, nuestro digno Ministro en París, conseguía con frecuencia entradas para la tribuna diplomática, donde, entonces como hoy, era necesario – son palabras del doctor Cané – «llegar temprano para obtener un buen sitio».
La sala de sesiones de la Cámara de Diputados era realmente espléndida. Hace parte del gran palacio de Luis XIV y es cuadrilonga. El presidente estaba enfrente de la tribuna diplomática, en un pupitre elevado, teniendo a la misma altura, pero a su espalda, de un lado a varios escribientes, de otro a varios ordenanzas. Una escalera conducía a su asiento. Más abajo, la celebrada tribuna parlamentaria, a la que se sube por dos escaleras laterales. Detrás de ésta, y a ambos lados, una serie de secretarios escribiendo o consultando libros o papeles, sea para recordar al presidente qué es lo que se hizo en tal circunstancia, o los antecedentes del asunto, o cualquier dato necesario.
Al pie de la tribuna parlamentaria estaba el cuerpo de taquígrafos. Entre ellos y el resto de la sala existía un espacio por donde circulaba un mundo de diputados, ujieres, ordenanzas, etcétera.
En seguida, formando un anfiteatro en semicírculo, están los asientos de los diputados, con pequeñas calles de trecho en trecho. Cada diputado tiene un sillón rojo y en el respaldo del sillón que se encuentra adelante hay una mesita saliente para colocar la carpeta en la que lleva sus papeles, apuntes, etcétera.
La derecha, entonces, como hoy, era minoría; el centro y la izquierda, la gran mayoría.
Frente al cuerpo de taquígrafos encontrábanse los asientos ministeriales y para los subsecretarios de Estado.
Las fracciones parlamentarias, perfectamente organizadas, tienen sus espadas como sus soldados en lugares adecuados, los unos más cerca, los otros más alejados del medio. El primero con quien tropezaba al entrar por la puerta de la derecha era… M. Paul de Cassagnac. El primero con quien se encontraba uno al entrar por la puerta de la izquierda era el gran orador M. Clemenceau. El duelista de la derecha: M. de Cassagnac; el de la izquierda: M. Perrin.
La tribuna de la prensa estaba debajo de la del cuerpo diplomático. En la misma fila están las destinadas a la presidencia de la República, a los presidentes de la Cámara y Senado, a los miembros del Parlamento, etc: todos los dignatarios tienen su tribuna especial. Más arriba estaban las llamadas galerías, donde es admitido el público, siempre que presente sus tarjetas especiales.
Las sesiones son tumultuosísimas. Se camina, se habla, se grita, se gesticula, se ríe, se golpea, se vocifera, mientras habla el orador, al unísono. En presencia de semejante mar desencadenado, se comprende que el orador no sólo debe tener talento sino sangre fría, golpe de vista y audacia a toda prueba. La mímica le es indispensable, y la voz tiene que ser tonante y poderosa para dominar aquella vociferación infernal. Tiene que apostrofar con viveza, que conmover, que hacerse escuchar.
He asistido a sesiones agitadísimas, a la del incidente Cassagnac-Goblet, a la de la interpelación Brame, y a la de la interpelación Lockroy, que tanto conmovió a París en mayo del 79. Tiempo hace de esto, pero mis recuerdos son tan frescos que podrían describir aquellos debates como si recién los presenciara.
He oído, o más bien dicho: visto, oradores que no pudieron hacerse escuchar y que bajaron de la tribuna entre los silbidos de los contrarios y las protestas de los amigos; otros, como el bonapartista Brame, en su fogosa interpelación contra el Ministro del Interior, M. Lepère, dominaban el tumulto; M. Lepère en la tribuna, estuvo un cuarto de hora sin poder imponer silencio, en medio de una desordenada vociferación de la derecha, y de los aplausos y aprobación de la izquierda, hasta que, haciendo un esfuerzo poderoso, gritando como un energúmeno, acalló momentáneamente el tumulto, para apostrofar a la derecha, diciendo: «vociferad, gritad, puesto que las interpelaciones no son para vosotros sino pretexto de ruidos y exclamaciones. No bajaré de la tribuna hasta la que os calléis!..»
¡Qué tumulto espantoso! Presidía M. Senard, el viejo atleta del foro y del parlamento francés, pero tan viejo ya que su voz débil y sus movimientos penosos eran impotentes: agitaba continuamente una enorme campana (pues no es aquello una campanilla) de plata con una mano, y con la otra golpeaba la mesa con una regla. Los ujieres, con gritos estentóreos de «un poco de silencio, señores —s'il vous plait, du silence», no lograban tampoco dominar la agitación. La derecha vociferaba y hacía un ruido ensordecedor con los pies; la izquierda pedía a gritos: «la censura, la censura». Fue preciso amonestar seriamente a un imperialista, el barón Dufour, para que se restableciese el silencio…
Concluye el ministro su discurso, y salta (materialmente: salta) sobre la tribuna el interpelante; vuelve a contestar el ministro, y torna de nuevo el interpelante… ¡qué vida la de un ministro con semejantes parlamentos! El día entero lo pasa en esas batallas parlamentarias… supongo que el verdadero ministro es el subsecretario.
Gambetta, el tan llorado y popular tribuno, presidía cuando M. de Cassagnac desafió en plena Cámara a M. Goblet, subsecretario de Estado. Estaba yo presente ese día. ¡Qué escándalo mayúsculo! Pero Gambetta dominó el tumulto, hizo bajar de la tribuna a Cassagnac, lo censuró, y calmó la agitación.
He oído varias veces a M. Clemenceau, el gran orador radical. Le oí defendiendo a Blanqui, el condenado comunista, que había sido electo diputado por Burdeos. Es uno de los oradores que mejor habla y que posee dotes más notables. Como uno de los contrarios (hay que advertir que la izquierda estaba en ese caso en contra de la extrema izquierda) le gritara: «¡Basta!», él contestó sin inmutarse: «Mi querido colega, cuando vos nos fastidiáis, os oímos con paciencia. Nadie es juez en saber si he concluido, salvo yo mismo», y después de este apóstrofe tranquilo, continuó su discurso…! Esa interpelación dio origen a una respuesta sumamente enérgica por parte de M. Le Royer, entonces Ministro de Justicia.
La organización administrativa es además admirable. Las Cámaras se reúnen diariamente de 2 a 6½, y el cuerpo de taquígrafos da los originales de la traducción estenográfica a las 8 p. m. A las 12 p. m. se reparten las pruebas de la impresión y a las 6 de la mañana siguiente «todo París» puede leer íntegra la sesión de la tarde anterior en el Journal Officiel. Y todo esto sin contratos especiales, sin que cueste un solo céntimo más, sin que las Cámaras voten remuneraciones especiales al cuerpo de taquígrafos y sin ninguna de esas demostraciones ridículas para aquellos que están habituados a la vida europea. Recuérdese lo que pasó en 1877 entre nosotros, cuando se debatió la «cuestión Corrientes»: La Tribuna publicó las sesiones al día siguiente, y todos creyeron que era un… milagro.
Con el régimen parlamentario francés, la tarea es pesadísima para los diputados (no tanto para los senadores), pero insostenible para los oradores. Y los ministros, que tienen que despachar los asuntos de ministerios centralizados, que atender a lo que pasa en la Francia entera, que proyectar reformas, que estudiar leyes, que contestar interpelaciones, que preparar y corregir discursos: ¿cómo pueden hacer todo esto? A un hombre sólo le es materialmente imposible, y añádase a eso que tiene la obligación de dar reuniones periódicas, bailes oficiales, etc. ¡Qué vida! Se comprende que sería ella imposible sin una numerosa legión de consejeros de Estado, de subsecretarios, de secretarios, de directores, etc., que no cambian con los ministros, sino que están adscriptos a los ministerios. ¡Qué diferencia con nuestro modo de ser! Entre nosotros, por regla general, los ministros están solos, pues los empleados, en vez de ser cooperadores de confianza, son meros escribientes, salvo, bien entendido, honrosas excepciones. Cuando se reflexiona sobre la existencia que lleva un ministro en países de aquella vida parlamentaria, parece difícil explicarse cómo pueden atender, despachar, contestar todo; y al mismo tiempo pensar y realizar grandes cosas.
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En el libro que motiva estas páginas, el autor, según lo declara, ha procurado contar, y contar ligeramente, «sin bagajes pesados». Este propósito, probablemente, ha hecho que no profundice nada de lo que observa, sino que se contente con rozar la superficie.
Uno de los rasgos más característicos de Colombia, es su poderosa literatura. La raza colombiana es raza de literatos, de sabios, de profundos conocedores del idioma: allí la literatura es un culto verdadero, y no se sacrifican en su altar sino producciones castizas, pulidas, perfectas casi. El señor Cané, a pesar de su malhadado propósito de «marchar con paso igual y suelto», y de su afectado desdén por los estudios serios y concienzudos, llegando hasta decir: «Que nada, resiste en el día a la perseverante consulta de las enciclopedias», no ha podido resistir, sin embargo, al deseo o a la necesidad de ocuparse de la faz literaria de Colombia. Condensa en 24 páginas un capítulo que modestamente Titula: «La Inteligencia», y en el cual, protestando que no es tal su intención, el autor trata de perfilar a los primeros literatos colombianos contemporáneos, en párrafos de redacción suelta, a la diable, para usar su propia expresión.
Habla de la facilidad peligrosa del numen poético en los colombianos; se ocupa de don Diego Pombo, de Gutiérrez, González, de Diego Fallon, de José M. Marroquín, de Ricardo Carrasquilla, de José M. Samper, de Miguel A. Caro, y por último, de Rufino Cuervo. Tal es el contenido de ese capítulo, interesantísimo, sin duda, pero incompleto y demasiado a vuelo de pájaro. Leí con avidez esa parte del libro: creí encontrar mucho nuevo: los recuerdos de un hombre que ha estado en contacto con la flor y nata de los literatos de aquella nación privilegiada; las picantes observaciones que presagiaba el sostenido prurito de escepticismo y cierta sal andaluza que campea con galana finura en muchos pasajes de este libro.