Buch lesen: «No le temo a los muertos»
No le temo a los muertos
© Bernardita Bravo, 2020
© Neón, julio 2020
Neón Ediciones es un sello editorial del grupo ebooks Patagonia
@neonediciones
www.neonediciones.com San Sebastián 2957, Las Condes Santiago de Chile
ISBN Edición Digital: 978-956-9984-16-7
Edición: María Paz Rodríguez
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com
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NO LE TEMO A LOS MUERTOS
Bernardita Bravo
ÍNDICE
No le temo a los muertos
Bernardita Bravo
Puedes irte y no volver si quieres, pero si lo haces, trae información. Fue lo último que le dijo Aida antes de pararse de la mesa e irse a la cama. No se había vestido en todo el día, siempre había sido así; semanas en las que no se vestía y solo se ponía la bata roja que rara vez lavaba. La misma bata de hace años, cuando Laura aún era una niña que miraba atónita cómo de esa bata aparecía algo así como una ubre, porque era grande y de venas visibles, como la ubre de una vaca. Pero no, era su madre dándole leche a su hermano, y la bata en ese tiempo era más roja, pero también olía mal.
Laura se quedó sentada un rato más, intentando repasar el diálogo aunque sabía que no podría extraer mucho; nunca lograba extraer las partes más importantes de una conversación. Solo sentía el golpe suave y duro de algunas frases. Las piedras pueden ser así, duras pero suaves. Extraer un diamante ya son palabras mayores y a las palabras mayores nunca llegaba. Menos con Aida.
Partiría a la mañana siguiente. Podía ir sola, aunque le hubiera gustado que Rafael la acompañara. Ni lo pienses, le había dicho Aida: A Rafael no lo llevas a ninguna parte, menos para confirmar que es hijo de un muerto. Su hermano ya tenía quince años, pero Aida solía tratarlo así, como un niño de diez, o de cinco. Después, como siempre, los olvidaba a los dos, porque además de pasar semanas en camisa de dormir, dormía. Dormía mucho y desaparecía. Había sido Laura, cuando Rafael realmente tenía cinco años, quien lo acogía dentro de su cama y lo hacía dormir mientras ella no podía cerrar los ojos. Sentía apagarse la respiración de su hermano, de a poco, un último soplo que de pronto cobra vida y de nuevo se disipa. Más tarde el niño comenzaba a moverse bajo la sábana, como si nadara dentro una piscina, y le daba patadas y presionaba su cabeza contra su costilla hasta que ella volvía a acomodarlo, la cabeza en la almohada, acariciarle la espalda. De madrugada lograba dormir un par de horas; se había acostumbrado a eso, a no necesitar más descanso.
Se fue temprano. Aida todavía dormía y no quiso despertarla. Le dejó una nota a Rafael: que limpiara a los enanos del patio, que por favor no hiciera experimentos con los amigos, que ella no iba a estar por unos días y las sustancias refinadas de corte casero solo servían para podrir su sangre y darle goce momentáneo. Debemos tratar de estirar el goce, hermano, no hagas nada en mi ausencia que pueda arrojarte a un hoyo. Eran consejos de hermana cinco años mayor, y en ellos estaba incrustada la condición de hermana madre, inevitable si Aida tenía que trabajar y dormir para volver a trabajar.
Los enanos de yeso pintado eran tres, dispuestos estratégicamente en un patio pequeño y descuidado, maleza roída, trastos llenos de óxido amontonados en un rincón. Los únicos que podían desprender una especie de aura brillante en esa casa eran ellos. Aida los había traído en un día de buen ánimo: son como nosotros tres, subsistiendo en este barrio de mierda, sonriendo por fuera mientras hay algo siniestro debajo de esa sonrisita, díganme si no. Laura los había encontrado horribles y no veía más que una expresión infantil y colores chillones, pero luego le parecieron familiares y comprendía el esfuerzo de su madre por aparecer con alguna sorpresa, después de varios días ausente por tener que hacer turnos consecutivos. Comprendía también ese halo misterioso; era cierto que la sonrisa de los enanos inquietaba, tal como ellos tres, que se mostraban sociables y enérgicos, sus cuerpos se desenvolvían bien en el almacén de la esquina, les fiaban sin problemas. Rafael con sus amigos y las drogas ocasionales, Laura la joven de veinte años tan adulta, Aida como cajera de un peaje que redobla el esfuerzo para ser menos pobres. Pero por dentro, como si el dolor no pudiera desfilar allá afuera, la cosa era distinta; los tres lo sabían y lo hablaban poco. Que Aida lo hubiera evidenciado trayendo a los tres enanos estaba bien. Había que cuidarlos. Que los limpiara por ella, le ponía a Rafael en la nota que terminaba con un “vuelvo pronto” escueto y nada explicativo. Laura no era buena explicando, se confundía y prefería la omisión, pero una omisión que intentaba ser plácida, igual a la de esos tiempos con su padre en los que podían pasar toda una tarde sin hablar, ella observando cómo él trabajaba, acompañándolo. Dos animales que saben comunicarse con reverencia y sigilo: estén lejos o cerca, el silencio es el mismo.
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