Buch lesen: «El país de las ausencias»

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Delfín de Color

I.S.B.N. edición impresa: 978-956-12-3355-3.

I.S.B.N. edición digital: 978-956-12-3571-7.

34ª edición: junio de 2019.

Obras Escogidas

I.S.B.N.: 978-956-12-1956-4.

35ª edición: junio de 2019.

Editora General: Camila Domínguez Ureta.

Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

© 1994 por Beatriz Concha Cosani.

Inscripción Nº 68.194. Santiago de Chile.

© 2014 de la presente edición por

Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Inscripción Nº 238.924. Santiago de Chile.

Derechos exclusivos de la presente traducción

reservados para todos los países por

Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.

Teléfono (56-2) 2810 7400.

E-mail: contacto@zigzag.cl / www.zigzag.cl

Santiago de Chile.

El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Índice

Palabras preliminares

1 LA MANTA

2 EL DUENDE DE LA LUNA

3 LA GIGANTA JOROBADA

4 DON BARTOLO

5 LA SORPRESA

6 LA TRISTE HISTORIA DE MILDRED

7 EN BUSCA DE MAZAPÁN

8 EL HADA MAZAPÁN

9 EL BOSQUE HELADO

10 LA HISTORIA DEL CEIBO

11 UN EXTRAÑO SER

12 EL REGRESO

Palabras Preliminares


¿Quién soy?

¡Hola! Yo soy Beatriz Concha, autora de este libro y de otros que podrás leer cuando seas un poco más grande.

Voy a contarte algunas cosas de mi vida para que me conozcas mejor. Nací en Santiago el 14 de mayo de 1942. Soy hija de Esther Cosani quien, tal como yo, era escritora e ilustradora. Seguramente en un tiempo más vas a leer los Cuentos a Beatriz. Esos cuentos los escribió mi mamá cuando yo era pequeña, como tú, y me los dedicó. De ella heredé la vocación por el dibujo y la literatura.

Desde los dos años viví en el campo, con mi padre y mis hermanos, en un hermoso lugar, cerca de Talagante, llamado “Rinconada de Requínoa”. Allí aprendí a descubrir la naturaleza y fue mi papá -Ruperto Concha Varas- quien nos enseñó, a mis dos hermanos mayores y a mí, a amarla y respetarla.

A los once años regresé a Santiago para ir a un buen colegio. Este cambio no fue fácil. La ciudad no me gustaba y me sentía diferente a las otras niñas, tan señoritas y bien educadas, que se horrorizaban cuando me veían trepar a un inmenso pino que había en el colegio. Esta costumbre me costó varios castigos y suspensiones. Tampoco fui una alumna aventajada y mis notas, si no del todo malas, eran mediocres, excepto en Castellano, Historia y Geografía y... ¡dibujo! En dibujo tenía un eterno siete.

A los dieciséis años ingresé a estudiar Licenciatura en Artes Plásticas en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile. Allí aprendí lo suficiente como para desarrollar el oficio de ilustradora. Con esta habilidad recorrí varios países de Sudamérica trabajando como dibujante, hasta que regresé a Chile, donde me instalé nuevamente.

Cuando en 1969 contraje matrimonio con quien es hoy mi marido, me dediqué a cuidar mi hogar y mis hijos mientras fueron pequeñitos. Una vez que ya todos ellos iban al colegio, decidí retomar mi trabajo de ilustradora. Tuve entonces la gran suerte de que un escritor –al que seguramente conoces o conocerás–, Saúl Schkolnik, descubrió mis dibujos y me pidió que ilustrara sus primeros libros. Después trabajé para Icarito, del diario La Tercera, para Pocas Pecas, de El Mercurio, y así, poco a poco, se me fueron abriendo las puertas de distintas editoriales. En veintitrés años de trabajo he ilustrado la bonita cantidad de más de seiscientos libros y tengo una Medalla de Honor del Concurso de Ilustración Norma, de Japón, ganada en 1994.

¿Y cómo es que ahora escribo? Yo te diría que siempre, desde chiquita, escribí cuentos y me imaginé historias (era bastante mentirosa), lo que me ayudó en mi oficio de ilustradora. Pero todo tiene su tiempo. Hay que vivir mucho y aprender mucho para poder contar historias interesantes, y contarlas bien.

Un día, en 1980, se me ocurrió escribir un largo cuento, y una vez que lo terminé... ¡lo guardé! Pasaron trece años antes de que lo sacara de mis cajones y lo llevara a la Empresa Editora Zig-Zag. Allí lo leyeron, les gustó, y lo publicaron con el título de El País de las Ausencias, el libro que ahora tienes en tus manos. Después escribí otro libro, Rosita Sombrero, aún con mayor suerte, porque ganó, en 1997, el segundo premio de novela del Consejo Nacional del Libro y la Lectura.

En 1998 obtuve otro premio en el concurso nacional del Ministerio de Educación “Un remolino de Cuentos” y, en 1999, gané una vez más el segundo premio del Consejo Nacional del Libro. En 2002 mi libro Cuatro milagros de Nochebuena fue puesto en la Lista de Honor del IBBY (International Board on Book for Young People). Debo decirte que esto de sacar tantos premios en tan poco tiempo como escritora y apenas una medalla en veinte años como ilustradora, me hace pensar que quizás escribo mejor de lo que ilustro.

Al comienzo de estás líneas decía que yo había publicado otros libros que podrás leer cuando seas un poco más grande. Bueno, te doy sus títulos para que sepas cuales son desde ahora. El primero de ellos es Inocente paraíso, que publiqué en el año 2006, y el segundo El lobero y otros cuentos de Chiloé, publicado en 2007. Luego publiqué también Sucedió en Paso al Monte (2009), Memorias del Viejo Diciembre (2011) y El desafío de don Pantaleón (2013).

Actualmente vivo en Francia, donde me dedico a escribir y a ilustrar libros para diversas editoriales europeas. ¿En qué quedamos? ¿Seré más escritora que ilustradora? ¿O ambas cosas a la vez? Contesten ustedes estas preguntas.

Beatriz Concha

1

La manta

Había una vez dos hermanitos llamados Benjamín y Elena. Ambos eran muy unidos. Cuando digo “muy unidos”, quiero decir que jugaban y estudiaban juntos, y se ayudaban mutuamente. También peleaban y hacían travesuras que les ocasionaban castigos.

Los padres de Benjamín y Elena estaban separados y, por razones que los niños no entendían, fueron entregados a la tutela del papá. Como este debía trabajar y ellos eran muy pequeños, se casó para tener quien los cuidara. Claro que eso fue un error, como veremos más tarde.

“La Mami”, como llamaban los niños a la madrastra, no era mala, pero no tenía la intuición de una madre, por la sencilla razón de que Benjamín y Elena no eran sus hijos. Así, a pesar de que tenían su ropa siempre limpia y que comían cosas exquisitas –tortas y postres de leche–, Benjamín y Elena no sabían a quién confiar sus dudas, confusiones y miedos. Se volvieron tímidos, y si no les hubiera sucedido una serie de cosas, habrían llegado a ser realmente malos.

A la mamá podían verla cada dos meses; y solo por el día, si era ella quien los visitaba; o por dos días, si eran los niños quienes iban a verla. Cuando esto último ocurría, era delicioso, porque dormían junto a su mamá, y ella, en vez de darles de comer, les contaba maravillosas historias de hadas, de héroes, y los más entretenidos cuentos de terror, de fantasmas y de duendes.

La mamá era muy bonita y tenía una voz fuerte, que desafinaba cuando les cantaba; pero ellos sabían muy bien qué notas daba mal.

Un día, cuando regresaban a la casa de campo donde vivían con el papá, la mamá los acompañó como siempre al bus. Elena estaba tan apenada, que había empezado a sentir un frío mortal. La mamá sacó entonces de su cama una manta bastante deteriorada y cubrió con ella a la niña. Benjamín, que era un poco mayor, consolaba en esas ocasiones a su hermana. Pero cada día la tarea se le hacía más difícil, porque Elena se estaba enfermando de tristeza.

Cuando aquella tarde bajaron del bus, la Mami se escandalizó al ver a la niña arrebujada en una manta toda rotosa: parecía una niñita harapienta. Le hizo quitarse aquel envoltorio y ponerse un chaleco muy bonito, que le combinaba con el vestido. Pero lo que la Mami no podía saber, pese a todas sus buenas intenciones, era que la manta abrigaba el corazón de Elena, pues el frío provenía de ahí.

Benjamín, comprendiendo que nada obtendría con explicar esto, porque no sería entendido, intercedió para que la manta no fuera a parar a la basura. Insistió en que la mamá se las había regalado para que jugaran con ella. La Mami, aunque hubiera preferido que jugaran con muñecas, aceptó que los niños la conservaran siempre y cuando la mantuvieran lejos de su vista.

Esa noche, Elena dobló amorosamente la manta y la ocultó bajo su almohada. Le parecía que en la trama del tejido aún vibraban las notas cálidas y desafinadas de la voz materna.

Así fue como la manta de esta historia llegó a poder de los niños. Estos no habrían podido descubrir su magia si no hubiera sido por la madrastra. Ya les he dicho que esta era una buena mujer, a quien le correspondía la parte antipática de la educación: inculcar hábitos de orden, de limpieza, de buenos modales, en fin, ese sinnúmero de continuas y rutinarias observaciones y regaños que hacen sentirse a los niños víctimas de sus mayores.

Por ello, la Mami se enojó cuando al darle las buenas noches a Elena divisó la manta bajo su almohada. Obligó a Benjamín a tirarla de inmediato lo más lejos posible. El niño la llevó entonces al fondo del jardín, al prado de los crisantemos blancos. Allí había un pequeño claro donde él se escondía cuando quería estar solo.

De este modo, el claro de los crisantemos quedó alfombrado por la manta. Y Benjamín compartió con Elena su secreto más importante: su refugio.

En los días que siguieron, el refugio se fue llenando de objetos: algunos cabos de vela, carretes de hilo, trozos de soga, cajas de fósforos, un cuchillo de monte y una linterna –misteriosamente desaparecida de un cajón del escritorio del papá–, y algunas golosinas requisadas a la despensa, como leche condensada, azúcar flor y galletas. Era como entrar en otro mundo.


Una de esas noches, Benjamín soñó que su mamá lo tomaba de la mano y lo hacía sentarse sobre la manta. “Si quieres abrir la puerta del otro lado –le decía en el sueño–, tienes que contar la historia”.

Benjamín comprendió claramente el significado de aquellas misteriosas palabras. Y las comprendió aún mejor cuando, al día siguiente, la Mami le pidió que le llevara los libritos de cuentos que su mamá le había regalado y que de tanto leerlos estaban rotos, desencuadernados y algunos extraviados. Como la Mami cuidaba mucho la relación de los niños con su verdadera mamá, no pudo aceptar que ellos hubieran perdido los libros y los amenazó con un severo castigo si no los reunían en su totalidad. Benjamín tomó entonces la decisión de huir de la casa.

Cuando el niño le comunicó a su hermana que había decidido partir a recorrer el mundo, Elena no pudo contener el llanto. A Benjamín esto le dio una pena tremenda y, tomándola de la mano, le propuso que huyera con él. Elena, que era pequeñita y veía a su hermano como a un mayor –ella tenía seis años y Benjamín nueve–, aceptó encantada.

Ambos hermanos se metieron entonces por entre el macizo de crisantemos, que en esa época estaba florido y embalsamaba el aire con su perfume, y llegaron hasta la manta. Benjamín fijó su mirada más allá de todo lo que lo rodeaba y comenzó a contar la historia:

–Elena y yo teníamos un burrito y un día decidimos...

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