Las frikis también soñamos

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Las frikis también soñamos
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LAS FRIKIS TAMBIÉN FOLLAMOS SOÑAMOS

© Ayla Hurst

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2020.

Editado por: ExLibric

c/ Cueva de Viera, 2, Local 3

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ISBN: 978-84-18470-12-7

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.


¡Mira mamá! Lo estamos consiguiendo..

Prólogo

«Me pinto a mí misma porque soy a quien mejor conozco».

Frida Kahlo

Y es que precisamente de esto tratan estas historias: de conocerse a una misma, de una persona solitaria, con gustos y aficiones diferentes, estrambóticas, con pasiones indescriptibles. Estas historias tratan de mí, de una friki. No todas hemos tenido la suerte de nacer como la mayoría. No, otras somos distintas, somos monstruos, somos frikis, se nos niegan ciertos aspectos de la vida que debemos aprender por nuestra cuenta y en nuestra solitaria existencia.

He recreado y recopilado estas historias y estas experiencias trasladándolas a mis mundos y a mis personajes. De esta manera he aprendido sobre las relaciones, el sexo y la amistad. He dejado de ser una niña y me he convertido en una mujer en un mundo de hombres, he aprendido sobre amores imposibles, prohibidos, tormentosos… pero a través de los ojos de una friki. Entre estas páginas os encontraréis con mundos fantásticos, futuros apocalípticos, vampiros y ángeles, guerreras y princesas legendarias. Relaciones abiertas, cerradas, abusivas, maravillosas… Enamoramientos y rupturas, discusiones, decisiones y hasta luchas con espada… Sexo con amor y amor sin sexo… De dos, de tres o de uno.

En Las frikis también soñamos te muestro mi ser: mis realidades y mis aventuras, mis más profundos e íntimos pensamientos desde mi extravagante forma de pensar.

Son mis sueños y mis deseos más oscuros, son las historias que una se inventa encerrada en una habitación, sentada delante de una pantalla, mordiéndose el labio, imaginando lo bonito que puede llegar a ser que alguien te mire a los ojos y vea lo que hay más allá de la friki de la clase. <pg>11</pg>

Índice

Estocolmo

No me amenaces con pasar un buen rato

Otro absurdo y trágico cuento de princesas

La condesa de Hedeby

Diario de una fan girl

Estocolmo

—La gente no cambia tan rápido de opinión —dijo el capitán Driver mientras sorbía su infusión diaria antes de acostarse.

—Sí que lo hace —respondió la muchacha sin apartar la vista de su trabajo, un intrínseco código sobre un mapa en tres dimensiones.

—¿Qué motivos te han llevado a cambiar de opinión tan deprisa? Hace unas semanas me odiabas, me escupiste en la cara y me intentaste matar, y ahora trabajas para mí sin rechistar, ¿por qué?

La muchacha estaba agachada sobre la moqueta gris de los aposentos del capitán: en el suelo se extendía un enorme mapa antiguo, con partes incompletas, que la joven intentaba cartografiar a partir de viejos textos, libros y supuestas coordenadas. Sin soltar el lápiz con el que dibujaba y con absoluta calma en la voz respondió:

—Porque me he enamorado de ti.

Al capitán le dio un vuelco el corazón, pero estaba tan entrenado para no mostrar sus emociones que apenas suspiró ante la confesión, únicamente una gota de sudor frío resbaló por su frente:

—Te secuestré, te hice mi esclava, mi prisionera. Te obligo a trabajar para mí, ¿cómo puedes haberte enamorado?

La chica se incorporó y se volvió hacia él: dos brillantes ojos verdes se posaron en los suyos, tan negros como negro era el agujero que tenía en lugar de corazón:

—No lo sé —dijo encogiéndose de hombros—. Llámalo Síndrome de Estocolmo si quieres, o simplemente quédate con el tópico de que «nos gustan los chicos malos». La cuestión es que me he enamorado de ti, y aguardo con paciencia hasta que tú también te des cuenta y me llames para pasar la noche a tu lado.

El tono de voz de la muchacha era tan sobrio como el de una despreocupada conversación sobre el clima. Volvió a inclinarse sobre su mapa y continuó trabajando.

—Eso no sucederá jamás.

—Sí, sí que pasará…

El capitán Driver dio un puñetazo sobre la mesa y derramó la infusión que «teóricamente le ayudaba a conciliar el sueño».

—Ya has trabajado suficiente por hoy, vete a acostar.

La chica obedeció en silencio. Era muy menuda comparada con él, de tez pálida y rasgos suaves, una década más joven que Driver, aunque no sabía exactamente con los años que contaba. Ya hacía un par de meses que la había sacado del vertedero en el que vivía y la había subido a bordo de ese crucero, aún sin rumbo determinado. El mundo estaba en guerra, había estallado la Gran Guerra y su bando, al que la muchacha había autodenominado como «los malos» perdían. Solo unos antiguos seres, prácticamente extinguidos y casi imposibles de dominar podían proclamar un nuevo Orden Mundial y terminar con el conflicto. Esos seres volaban con grandes alas capaces de ensombrecer una ciudad, de su boca emergía un fuego abrasador, más potente que cualquier cañón y sus escamas eran casi imposibles de atravesar con cualquier arma. Aquellas bestias incontrolables habían desaparecido hacía siglos, aunque recientemente los científicos del capitán habían descubierto que, calentando sus huevos a su debida temperatura, aquellos fósiles petrificados podían eclosionar, aunque tuviesen siglos de antigüedad. Y allí era donde entraba en juego la muchacha, solo las de su «raza» podían montar y llegar a controlar aquellas bestias, gracias a un gen que se transmitía de mujer en mujer y que aparecía una vez cada cuatro generaciones. Aquellas chicas se distinguían de la mayoría por el color de su pelo, que crecía blanco y brillante desde temprana edad, y de una marca de nacimiento con la forma de la bestia, que aparecía en su cuerpo. Solo ellas aprendían la Antigua Lengua que les permitía comunicarse con los animales, y en este caso descifrar el código que los llevaría al yacimiento de huevos que necesitaban para ganar la guerra.

El capitán Driver estaba al mando de la misión: fue difícil encontrar a la chica con el gen especial, casi se habían extinguido, pero fue muy sencillo llevársela. La muchacha (el capitán no sabía su nombre, así que siempre la llamaba así) era una paria social, vivía en un basurero, sucia, mugrienta y hambrienta. No tenía familia ni amigos, ni puesto de trabajo, así que nadie iba a echarla de menos. Cuando cayó en sus manos, el capitán Driver se aseguró de que fuese de verdad la joven que buscaba: le cortó la larga cabellera blanca hasta la altura de los hombros y se la tiñó de castaño, aunque en seguida se le volvieron a poner las puntas blancas y le colocó un brazalete localizador en la muñeca izquierda, que la identificaba como propiedad del Capitán AD. Driver Wright.

En un hombro y parte del brazo tenía la mancha de nacimiento que la identificaba como portadora del «gen» y cuando le puso un texto en la Antigua Lengua delante, sus ojos se tornaron violetas y no tuvo ninguna dificultad para leerlo. Además, en una oreja llevaba un extraño pendiente, un tubo de plata con una bola en cada extremo, una joya que solo poseían las familias que nacían con el gen.

Cuando llegó al barco, la joven se negó a participar en la tarea de descifrar el mapa, incluso intentó agredir al capitán, aunque por expresa orden suya no fue castigada por ello.

La chica fue instalada en una habitación (por llamarlo de alguna manera) dentro de sus propios aposentos, con paredes de cristal para poder ver en todo momento lo que hacía, aunque insonorizadas para que no pudiese escuchar nada de lo que sucedía a su alrededor: su habitáculo estaba compuesto por una cama y un baúl con su ropa, también tenía un pequeño cuarto de baño con un retrete, una ducha y un lavabo con paredes de cristal semitransparente. El capitán estableció una rutina muy rigurosa para la muchacha, digna del Instituto Militar donde estudió, se le elaboró una dieta nutritiva y saludable: compuesta por cinco comidas al día, dos horas de ejercicio por la mañana, una ducha diaria y ocho horas de sueño. Driver necesitaba exprimir al máximo el potencial intelectual de la muchacha, y sabía mejor que nadie que el buen funcionamiento del cerebro requería de una vida saludable, descanso y buena alimentación.

 

Apenas intercambiaba palabras con ella, la joven trabajaba en su mapa y en su código y él se pasaba horas y horas observándola. Era inteligente y estratega, pensaba antes de actuar, valoraba las acciones y sus consecuencias con gran agilidad mental y meditaba sus palabras con gracia y carácter. Él, en cambio, era un hombre instruido en la guerra. No conocía otra cosa en la vida que el duro entrenamiento y la rigurosa instrucción militar. Apenas había oído mencionar la palabra «amor» un par de veces en su vida, que ya sumaba casi las tres décadas. El máximo periodo de tiempo que había pasado con una mujer había sido las horas en las que veía trabajar a la muchacha, y nunca había sido por ocio. Él no sabía qué era eso, ni en su adolescencia, cuando sus compañeros del Instituto habían empezado a esconder revistas de mujeres desnudas bajo sus colchones o a quedar entre ellos a escondidas en los baños, el capitán Driver había intensificado su entrenamiento. Y eso no cambió cuando se hizo con el mando de aquel crucero. No perdonaba ni una falta a sus marineros, ni sus marineros se la perdonaban a él. Les daba una noche libre de vez en cuando y por obligación con sus superiores, pero estaba terminantemente prohibido traer compañía al barco, entrar ebrio o consumir sustancias narcóticas, y si el capitán descubría a alguien bajo los efectos de la resaca, el castigo era severo, cruel y despiadado. Él no tenía noches libres, su mayor pasatiempo era el de observar trabajar a la muchacha.

La chica dejó sus utensilios de cartografía y se puso en pie: vestía una camiseta blanca de media manga y unos pantalones elásticos a la altura de la rodilla, ese era el uniforme que le habían asignado:

—Quiero que me des una cuchilla de afeitar —dijo la muchacha con firmeza.

—¿Para qué quieres eso?

—Quiero depilarme, hay gente a la que le gusta llevar el pelo largo y me parece genial, pero yo quiero depilarme. Dame una cuchilla.

El capitán Driver se puso en pie con su imponente estatura.

—¿Y que te cortes las venas en la ducha y así no terminar de descifrar mi código? Ni hablar.

—No voy a hacer eso, no soy tan estúpida. Pero si no te fías de mí, puedes mirar mientras me ducho. No me importa. —Sonrió pícara.

Driver estuvo a punto de abofetearla, pero se contuvo. Un gesto en falso y la chica podría destrozar todo su trabajo. De todos modos, siempre conseguía lo que quería y al día siguiente, después de su rutina de ejercicio, los propios donceles del capitán se encargaron de proporcionarle la sesión de belleza que la joven había pedido.

No fue un día tan agradable para el capitán Driver, llevaba noches sin dormir bien. Las pesadillas lo atormentaban: a veces soñaba con un enrome mandoble que le caía sobre la cabeza, y cómo no tenía escudo con que protegerse utilizaba su propia mano, que terminaba en el suelo mientras un muñón sangrante le ayudaba a defenderse. Otro de sus sueños eran los de donde alguien que consideraba «su amigo» le partía un hacha sobre la cabeza. E incluso soñaba con la familia que lo abandonó cuando era niño, y no sentía remordimiento alguno cuando perforaba el estómago de su padre con su espada favorita: aquella que tenía una cabeza de animal como pomo y vetas de fuego en el filo. Pero todo eso no eran pesadillas para el capitán Driver, no, él los llamaba dulces sueños. Había sido entrenado desde niño, «era especial» para formar parte del Cuerpo de Elite que se preparaba para combatir la Gran Guerra.

Driver había hecho votos de obediencia y castidad de por vida, desde bien niño estaba acostumbrado a no sentir nada, a servir a sus señores con la vida: A ser cruel con sus enemigos y a matar sin piedad. Por eso, hacía años que se había habituado a esos sueños, para él, una pesadilla era cuando soñaba con la muchacha, e imaginaba lo tibia que debía de ser el contacto con su piel y lo agradable que sería acariciar su boca con los labios… Entonces se levantaba furioso y destrozaba su habitación, por muy adiestrado que estuviese no podía negar lo que en realidad era: un ser humano.

La falta de sueño comenzaba a afectarle y Driver era consciente de ello, además, aquella misma mañana, la muchacha estaba más impertinente de lo habitual:

—Tengo frío.

—Pediré a mis donceles que te traigan un manta para la cama.

—Y quiero un café por la mañana.

—Tienes la cafeína prohibida. Nubla la mente y sabes que lo único que quiero de ti es tu cerebro.

—También quiero un libro, no puedo trabajar todo el día. Quiero relajarme. Pero no quiero una de esas cosas que se leen en las pantallas, quiero un libro de verdad, de los de papel…

El capitán Driver no estaba de humor aquella mañana para soportar las impertinencias de su prisionera, ya le había concedido suficientes caprichos. La agarró del cuello y la empujó contra el suelo. La muchacha tosió enfadada:

—Es un error. —Driver, que se había preparado para marcharse se detuvo en seco ante su insolencia, aunque sin volverse a mirarla—. El rumbo que habéis tomado es erróneo. Navegáis junto a la costa, hay fortalezas allí, probablemente ocupadas por mi bando, os harán pedazos antes de que encontréis lo que buscáis.

Aunque tenía ganas de azotarla de nuevo, Driver apretó los puños y abandonó el amplio y gris camarote para dirigirse a cubierta. Sus avanzadillas no habían detectado ninguna posible amenaza en el rumbo fijado, además de contar con un navío prácticamente impenetrable e indestructible.

La batalla fue más sangrienta de lo que se imaginaba. «Los buenos» (también palabra acuñada por la prisionera) atacaron por varios flancos y desde la costa, tal y como había predicho. Algunos consiguieron entrar en cubierta y herir a varios de sus soldados. Destrozaron maquinaria valorada en millones de dólares y con sus rudimentarias armas inutilizaron equipos tecnológicamente avanzados e imprescindibles para la misión. Pero a pesar de las pérdidas y de los daños sufridos por aquellos salvajes, el capitán Driver solo podía pensar en la impertinencia de la joven y en su estúpido consejo. Ordenó que no le trajeran cena aquella noche a su camarote, tampoco necesitaba donceles para ayudarlo. Solo quería su infusión en una taza de barro sobre el banco de trabajo de su habitación.

A primera hora de la noche, el capitán entró en su camarote dando un portazo:

—Muchacha —la llamó mientras ella trabajaba en el código. Ella levantó el rostro, los rizos plateados le rozaron las mejillas—, ayúdame a desvestirme.

No preguntó el por qué, ni dónde estaban los donceles que solían ayudarlo. Su respuesta fue mucho más inesperada:

—No me llames «muchacha», tengo nombre.

—¿Y cuál es?

La joven dudó un instante antes de contestar:

—Me llamo Ayla.

El capitán asintió con la cabeza.

—Ayla, ayúdame a desvestirme.

Se levantó del suelo y se colocó en frente al capitán, que aguardaba erguido junto a su cama. Dejó el casco sobre una silla, tenía la frente perlada de sudor y los mechones de pelo negro azabache se le pegaban a la sien. Había sido una larga y dura batalla contra el bando de Ayla, aquellos que se negaban a resucitar a las bestias y a utilizarlas como máquinas de guerra. Driver estaba exhausto y sin apenas apetito, solo deseaba darse un buen baño, beberse su infusión y meterse en una cama caliente.

Las manos de Ayla, de dedos largos y huesudos se posaron en su cuello y desataron el broche que sujetaba la capa. El capitán tragó saliva y sintió un cosquilleo allí donde las manos de ella lo tocaban. Sus brazos le recorrieron la cintura con suavidad en el primer «abrazo» que sentía en siglos. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal de abajo a arriba, Ayla le desató el cinturón que sujetaba su sable y lo colgó en la butaca, con el resto de la ropa para que se lo llevara el servicio. Driver seguía nervioso ante esas nuevas sensaciones que le causaba el contacto humano: era agradable, cálido y no sabía por qué extraño y biológico motivo también quería tocarla. Su impenetrable armadura de acero casi se rompió en mil pedazos en el momento en el que ella le quitó los guantes: tenía las manos curtidas por el trabajo duro, pero agradables al tacto, deseaba que le acariciasen todo el cuerpo: el pelo, el rostro, los hombros y el pecho, incluso querían que lo acariciasen en partes que no sabía que podían ser acariciadas. Sus manos, en cambio, estaban frías como el hielo y una gran cicatriz recorría parte de su antebrazo y su mano izquierda, la reconstrucción era casi inapreciable, pero el capitán no había recuperado completamente la sensibilidad en aquella zona donde apenas sentía el roce de la muchacha. Ayla envolvió sus manos entre las suyas, con ternura.

—Siéntate —dijo con una voz suave como la seda—. Voy a quitarte las botas.

El capitán obedeció casi como un auto reflejo, empezaba a sentirse incómodo con aquello. Ayla se arrodilló ante él y alargó sus manos hasta los muslos, las deslizó ejerciendo una leve presión hasta la pierna y le quitó las botas, primero la izquierda, después la derecha. Driver se preguntó si aquella presión en el muslo había sido realmente necesaria. Cuando se alzó de nuevo, Ayla estaba mucho más cerca, tanto, que incluso podía respirar de su aliento. Era como si la tocase, sentía el cosquilleo que le producían sus dedos por todo el cuerpo y un fuego que le abrasaba desde la garganta al calor de su boca. Ansiaba esos labios tanto como ansiaba el mando del ejército, el poder supremo del Cuerpo de Élite.

Hasta la fecha, había pensado en la boca como un órgano que solo servía para comer o hablar: pero en ese instante, quería acariciar la boca de ella, pequeña y apetecible, de labios fibrosos, usando la suya propia. Seguro que su cuerpo era tan tibio y agradable como sus manos, que placer podría proporcionarle dormir junto a él, sentir su piel contra la suya. Ayla desató el nudo del costado de su túnica negra y la deslizó por los hombros hasta que cayó al suelo. Su cuerpo era fuerte, atlético y musculado, con pectorales marcados y un abdomen duro como la piedra bajo una capa de piel clara y endurecida. Tenía una marca rosada en un costado, fruto de una herida de batalla, aunque lo que más le fascinó a ella fue la enorme cicatriz de un dedo de grosor, que le nacía en la frente, atravesaba la mejilla izquierda y casi le rozaba el pezón. Las manos de ella la examinaron fascinada.

—¿Cómo sobreviviste a esto? —preguntó apenada, pero él no respondió. Le había ordenado que lo desvistiese, no que preguntase.

Driver tembló de terror al sentir como lo examinaban, apretó los puños con fuerza y contrajo la mandíbula para soportar el esfuerzo que conllevaba no tomar a aquella chica entre sus brazos, romper sus votos, su palabra de capitán y saltarse sus propias reglas, nunca había sentido tal atracción por otro ser humano, ya fuese hombre o mujer. Las manos de Ayla se deslizaron por su abdomen firme y le acariciaron la tela del pantalón. Una terrible presión le creció en la ingle. Tenía calor. Mucho calor. Una perla de sudor le recorrió la sien mientras sus pulmones se hinchaban a toda velocidad. Ella intentó deshacerle el nudo que le sujetaba la prenda a la cintura, pero entonces el capitán Driver tomó consciencia del asunto y recobró su fortaleza: agarró a la muchacha de las muñecas y la apartó de un empujón.

—Puedo solo —argumentó con furia y rubor en las mejillas con su voz ronca y profunda.

La joven pareció desconcertarse un instante, pero recobró su compostura, se sacudió las rodillas y se retiró a su cubículo. El capitán Driver intentó serenarse en el baño caliente, pero cada vez que cerraba los ojos se imaginaba a Ayla a su lado, dentro de la bañera, con la piel desnuda, limpiándole el cuerpo con una esponja suave, mitigando la presión de la ingle con esas manos tan cálidas y suaves. Estaba tan confuso que estuvo a punto de aliviarse a sí mismo, ya lo había intentado alguna vez, cuando era crío, pero no había conseguido el placer que se suponía que debía alcanzar.

El baño fue más largo de lo habitual y cuando decidió salir, la muchacha ya había tomado su cena, compuesta por un par de tostadas integrales con queso de untar y un yogur natural, y se había puesto a trabajar en su mapa. Driver, vestido con pantalón largo y bata se sentó en su silla con su infusión y se dedicó a observarla. La chica se colocó a cuatro patas y alargó el cuerpo para alcanzar la parte más meridional del mapa. Hasta ese momento, Driver no se había dado cuenta del perfecto ángulo que formaba su espalda arqueada y las nalgas torneadas. Estuvo a punto de caer en la tentación de nuevo, cuando alguien llamó a la puerta. Era su joven teniente, bonita y esbelta. Llevaba el uniforme puesto y el pelo castaño recogido en un moño bajo la gorra de su rango. Ella se sonrojó al ver a su capitán en ropas de dormir.

 

—Capitán, perdone que le moleste a estas horas, pero el piloto desea saber con qué rumbo seguir. Se ha avistado una tormenta y el radar detecta unas formaciones rocosas a estribor.

—Son las Islas Escudo —respondió Ayla sin que le preguntasen. La mirada de la teniente fue mortal, pero el capitán le dio permiso para seguir hablando—. Están habitadas por pequeñas fortalezas que supongo que habrán ocupado vuestros Rebeldes. Atravesarlas sería un suicido, pero si seguimos por el sur, podemos guarecernos en la desembocadura de un río y cuando pase la tormenta seguir por alta mar.

—Volver al sur nos haría perder al menos tres días de viaje —reprochó la teniente.

—Mucho mejor que morir ahogados por una tormenta o asesinados.

La teniente apretó los puños y contrajo la mandíbula, pero con un gesto de su mano, el capitán la hizo callar.

—Teniente Jazz, informe al piloto que regresamos al sur hasta que pase la tormenta, y que después seguiremos por el este en alta mar hasta llegar a otro archipiélago más grande. ¿No es así, muchacha? —Ella asintió.

La teniente se puso recta y saludó a su superior, indignada por la impertinencia de aquella niña.

—Como ordenéis, mi capitán.

—¿Quién es ella? —preguntó Ayla una vez se hubo marchado.

—Es la teniente Jazz —respondió Driver a pesar de que en escasas ocasiones respondía las preguntas de la muchacha—. Gran espadachín y una muy buena consejera.

—Es guapa, y le gustas. Se nota en la forma en la que se sonroja cuando te mira. Baja la mirada y habla en susurros. ¿Debería estar celosa? —preguntó en tono infantil.

Driver se bebió la infusión de un trago, el líquido le abrasó la garganta, pero no le importó, estaba acostumbrado al dolor y esa maldita mierda no le ayudaba a conciliar el sueño.

—A dormir, niña.

Ayla se levantó de un salto y se retiró a su habitación. Antes de encerrarla con su llave, el capitán Driver se encaró a ella:

—Cuando todo esto termine, te mataré de la manera más cruel, sanguinaria y despiadada que haya visto jamás la humanidad.

No respondió de otra manera que alzando el mentón y desafiándolo con la mirada. Driver no sabía si abofetearla o besarla. En realidad, quería hacer ambas cosas. La empujó a su cubículo y cerró la puerta con la llave que después colgó sobre el cabezal de su cama, se quitó la bata y se acurrucó entre las sábanas, pero como le había sucedido en otras noches, el sueño no llegaba a él: dio incesantes vueltas en la cama, sudaba a mares y gritos de terror se escapaban de su boca: soñaba con la guerra, una lanza traidora en un costado y una espada amiga atravesándole la cara. Una muchacha de cabello blanco y rizado le sanaba las heridas, después la hacía suya y probaba por fin aquella ansiada boca de caramelo que sabía a sangre, a la sangre de todas las personas que habían muerto en aquella guerra por su culpa, por su constante negativa de ayudarles. Su piel se convertía en ceniza cuando la besaba y sus ojos violetas se cerraban para siempre en torno a un paisaje helado. La sacudió por el cuello hasta notar como la tráquea se rompía entre sus dedos y su sangre caliente le salpicaba la cara, y entonces su cuerpo se volvía frío y gris y la lanzaba a una gran fosa llena de cadáveres chamuscados. Los monstruos volaban sobre él, y el fuego de uno de ellos le apagaba la vista. De repente: oscuridad.

El capitán despertó en medio de un grito, hacía mucho tiempo que no tenía pesadillas, no desde que mató a su primera víctima, y habían pasado casi dos décadas desde aquello. Una película de sudor frío le empapaba las sienes, respiró profundamente para relajarse, pero las manos le temblaban como gelatina. Se revolvió la espesa cabellera negra y entonces se percató de los dos brillantes ojos que lo vigilaban desde su jaula de cristal.

Driver no se lo pensó dos veces, de un salto cogió la llave de su colgador y se dirigió al cubículo, abrió la puerta de una fuerte patada que asustó a Ayla y la hizo retroceder. Agarró a la muchacha del brazo y la sacó de la habitación a la fuerza, después la tomó por los hombros y pegó sus labios a los de ella. Ayla lo miró atónita: tenía el rostro alargado y pecoso, perfectamente bien afeitado, una nariz prominente y unos labios gruesos y oscuros. La mirada almendrada con dos pupilas tan negras como el pelo, que se le escalaba en capas hasta la altura del cuello. El flequillo le ocultaba parte de la cara cuando se peinaba para lucir su uniforme de gala, pero aquella noche, en la penumbra, los remolinos traviesos le surcaban la cabellera.

El beso había sido torpe, más bien patético, pero era la primera vez que besaba a alguien y temía que esta estallase en carcajadas, burlándose de él. El valiente y sanguinario capitán Driver acobardado por un beso. Había cometido el mayor error de su vida, porque si Ayla se echaba a reír no sabría si podía contenerse y la estrangularía allí mismo, echando a perder la misión que le habían encomendado. Afortunadamente para ambos, la reacción de la muchacha fue muy diferente. Tomó a Driver por las mejillas, entreabrió los labios y le acarició los suyos con delicadeza. La sensación era más agradable de lo que se había imaginado. Un intenso calor le abrasó las entrañas desde dentro, y crecía más y más con cada beso, con cada caricia. Su corazón, de hierro, empezaba a emitir un suave y melodioso latido.

Cuando se sintió más seguro, empezó a besarla con más pasión, Ayla se colgó de su cuello e introdujo su lengua dentro de su boca. El capitán se asustó al principio al notar aquel objeto extraño, pero aquella serpiente húmeda y carnosa tenía un sabor especial, se entrelazó con la suya, danzaron, y se abrazaron, hasta que él se animó a explorar la boca de ella. No pudo evitar dejar escapar un gemido de placer cuando ella atrapó su labio entre sus dientes. ¡Qué gesto de debilidad tan absurdo acababa de mostrar frente a aquella prisionera! si alguien le hubiese visto, lo habrían tirado por la borda o algo mucho peor. Si seguía con ello debía ir con pies de plomo y ser lo más discreto posible. Aun así, continuó besándola, esta vez por las mejillas, sobre los párpados y después descendió por el cuello. La tomó en brazos y sus piernas le rodearon las caderas en una nueva sensación, un pálpito de excitación que le pareció fascinante, la condujo a la cama y la tumbó boca arriba, él se inclinó sobre ella y continuó besándola. Ayla recorría su enorme y gélido torso con sus manos de fuego, le revolvía el pelo e inició una extraña danza bajo su peso, contoneándose, atrayéndolo, rozándolo con una presencia espectral que activaba zonas del cerebro de Driver que habían estado dormidas casi treinta años: se sentía vivo, despierto y con una fuerza descomunal creciendo en su interior. Su armadura de hierro lo estaba abrasando por dentro, quemando vivo, pero nunca un dolor le había parecido tan placentero. Besó a la chica por encima de la ropa, preguntándose si su piel sabría tan bien como lo hacían sus labios. La respiración de ambos era agitada y unas gotas de sudor le resbalaron por la frente. Ella percibió su nerviosismo, agarró su mano y la introdujo bajo su ropa. La piel de él era tan fría que fue como si un cuchillo la guillotinase des del abdomen hasta el pecho. Ahogó un gemido y Driver apartó la mano, asustado e inseguro. ¿Qué le sucedía? ¿Por qué hacía ese ruido? Le había gustado lo que había palpado, la carne ligeramente blanda del abdomen, sentir su respiración bajo las costillas y abarcar la totalidad de su pecho con la mano. Ella se incorporó al ver la expresión del desconcierto del capitán:

—Es la primera vez que hago esto —se excusó en tono militar con la voz ronca.

—¿Acostarte con una prisionera?

—Acostarme con una mujer.

Driver se preparó para otra de las respuestas irónicas de Ayla, o quizá para una de sus preguntas estúpidas. El terror le irrumpió de nuevo cuando pensó en estrangularla, pero desestimó la opción en seguida, no podía besar los labios de un cadáver frío, no podía arrebatarle la llama al fuego que calentaba su cristalizado corazón.