Buch lesen: «El economista callejero»

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© 2021, Axel Kaiser

© De esta edición:

2021, Empresa El Mercurio S.A.P.

Avda. Santa María 5542, Vitacura,

Santiago de Chile.

ISBN edición impresa: 978-956-9986-79-6

ISBN edición digital: 978-956-9986-78-9

Inscripción Nº 2021-A-8042

Edición general: Consuelo Montoya

Diseño: Paula Montero

Diagramación digital: ebooks Patagonia

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A los soñadores de este mundo.

Índice

Prefacio

Introducción

Lección 1. Trabajar es vivir

Lección 2. Solo se puede vivir del trabajo propio o del ajeno

Lección 3. La oferta es demanda y la demanda es oferta

Lección 4. El que intercambia lucra

Lección 5. La productividad determina nuestro ingreso

Lección 6. El valor es subjetivo

Lección 7. El salario lo pagan los consumidores

Lección 8. El capital es ahorro e ingenio aplicado

Lección 9. El dinero no es riqueza

Lección 10. Los precios son información

Lección 11. La competencia es colaboración y descubrimiento

Lección 12. El empresario es un benefactor social

Lección 13. Innovar es destruir

Lección 14. Comerciar nos enriquece

Lección 15. Los lujos de hoy son las necesidades del mañana

Conclusión

Prefacio

Este libro es el resultado de muchos años de lecturas de gigantes de la economía, cuyas lecciones más relevantes he intentado sintetizar, de manera simple y breve, para lectores no especialistas y público general. Entre ellos destacan Friedrich Hayek, Ludwig von Mises, Joseph Schumpeter, Deirdre McCloskey, Milton Friedman, Frédéric Bastiat, James Buchanan, Henry Hazlitt, Jean-Baptiste Say, Jesús Huerta de Soto, Adam Smith e Israel Kirzner. Conceptos como «innovacionismo» y «destrucción creadora» han sido tomados de economistas como McCloskey y Schumpeter mientras las ideas de empresarialidad, precios, capital, demanda, trabajo y libre comercio, entre muchas otras contendidas en esta obra, se han basado en los escritos de Hayek, Smith, Huerta de Soto, Mises, Say, Kirzner y Friedman. El estilo simple y directo, se inspira fundamentalmente en Bastiat y Hazlitt, los más grandes divulgadores que ha tenido la escuela de economía liberal. A todos estos gigantes debo mi pasión y comprensión de los fundamentos de la economía y de la sociedad libre. Del mismo modo, debo a mis lecturas de economistas no liberales, como John Maynard Keynes y Karl Marx, el haber fortalecido aún más, el aprendizaje ofrecido por quienes inspiran esta obra.

Introducción

Probablemente no exista una disciplina más importante para la vida diaria de las personas que la economía y, sin embargo, el analfabetismo y la incomprensión en esta materia es mayor que cualquiera otra, salvo, tal vez, a las ciencias naturales, normalmente ajenas a la discusión pública. No se trata simplemente de que individuos sin mayores estudios o hábitos de lectura ignoren principios básicos de economía, como ocurre con la historia, la literatura, la filosofía, el derecho y otras áreas de las humanidades y ciencias sociales. Con la economía se da el curioso caso de que las élites más ilustradas suelen ser las más ignorantes en la materia. Un ejemplo emblemático es el de los «filósofos políticos» que especulan acerca de la redistribución de la riqueza, sin tener idea de cómo crear la riqueza que pretenden redistribuir y, menos aún, de los efectos que produce su redistribución en nombre de la «justicia social». Algo similar puede decirse de la generalidad de los artistas, que sueñan con cambiar el mundo sobre la base de meras emociones e impulsos, muchas veces, dando crédito a movimientos políticos devastadores.

Ciertamente, en economía hay ideas encontradas, por lo que resulta razonable mencionar cuáles son los principios fundamentales que deben ser comprendidos y aceptados por el ciudadano común. Es a explicar, esos principios y conceptos básicos de la ciencia económica que se aboca este esfuerzo.

El error de los economistas ha sido el no saber comunicar sus conceptos en un lenguaje simple, claro y accesible a todo público, reservándolo en cambio para una minoría de especialistas cuya jerga suena incomprensible y distante para el común de las personas. Se trata de «economistas de salón», que han hecho poco por educar a grupos más amplios de la población sobre su área de conocimiento.

Este libro, no pretende hacer un aporte original a la economía como ciencia, sino que busca divulgar lecciones económicas que debieran formar parte de la cultura general. Así entonces, esta obra está dirigida al lector común, sea o no, ilustrado en otras materias. Como tal, se trata de un trabajo más bien acotado que no puede −ni debe− abarcar el amplio universo de temas relevantes para la disciplina, ni tampoco puede profundizar demasiado en lo que plantea. Busca en cambio, subsanar el error de los economistas de salón que conciben la economía como una disciplina oracular exclusiva de ciertos expertos, e intenta explicarla y transformarla en una forma de pensar tan generalizada como lo es, por ejemplo, la democracia.

Lo que necesitamos a estas alturas, −más que grandes expertos debatiendo desde sus torres de marfil−, son buenos economistas callejeros, capaces de exigir un mínimo de sensatez por parte de los políticos y líderes de opinión.

No cabe duda de que si los ciudadanos, de cualquier país, entendieran cuestiones esenciales de economía y, sobre todo, pensaran en términos de escasez de recursos y costos alternativos, buena parte de las patologías políticas que destruyen sus propias vidas −y de las ideologías que arruinan su libertad−, no tendrían siquiera la posibilidad de prosperar.

Hay que advertir que muchas de las lecciones que este libro enuncia son contraintuitivas e implican un serio esfuerzo por contener las propias emociones. Sin embargo, si hemos de tener éxito en evitar la ruina de nuestros países, no tenemos más opción que superar, a través de la educación racional y mediante un lenguaje simple, los prejuicios que actualmente predominan. De lo contrario seguiremos siendo, una y otra vez, presa de la superstición económica y de la manipulación demagógica de quienes explotan la ignorancia generalizada sobre la única ciencia que lidia, de manera general, con aquello que todos requerimos para subsistir: los recursos.

LECCIÓN 1

Trabajar es vivir

Un buen economista callejero entiende que el problema fundamental de la existencia humana es el económico. Esta afirmación puede ser muy poco romántica, incluso materialista y resultar descabellada para quienes sostienen que la vida espiritual, los afectos o el intelecto son más importantes que la mera economía. Pero, cuando se dice que el aspecto económico es primordial para la existencia humana, se afirma que, para vivir, lo primero que debemos resolver es la escasez de recursos. Comer, por ejemplo, es un asunto económico ya que implica conseguir o crear recursos para subsistir. De eso depende todo lo demás, incluso la vida cultural y espiritual. Sin alimento pereceremos al poco tiempo. La comida es un recurso escaso, que no se encuentra de forma ilimitada como el aire que respiramos y obtenemos sin esfuerzo alguno. Por lo mismo, el aire no es un recurso económico, aunque sea igual o más importante incluso que la comida.

Las sociedades que han resuelto las necesidades básicas −alimento, ropa y vivienda− de, al menos, algunos sectores de la población, son aquellas que tienen recursos disponibles para producir arte, cultura, literatura y también ciencias avanzadas. Tal como la producción de comida, el desarrollo de todas esas áreas dependerá de recursos escasos y, por tanto, serán también parte del problema económico.

Del mismo modo que alimentarnos es un problema económico, poder ir a la ópera, viajar, acceder a un medicamento o tener un avión privado, resultan también ser parte del problema económico, pues todos implican recursos limitados para satisfacer necesidades o deseos individuales, aun cuando algunos de ellos sean más importantes que otros. En pocas palabras, bienes económicos serán todos aquellos que sean demandados y a la vez escasos. Y aunque comer es más urgente que ir a la ópera o tener un avión privado, todos ellos comparten el hecho de formar parte del problema económico. Ni la comida, ni la música, ni los aviones, están dados como el aire que respiramos.

Ahora bien, el solo hecho de que la comida sea un recurso limitado, es decir que debe ser producido para satisfacer una necesidad vital, nos obliga a trabajar para obtenerlo. Lo mismo ocurre con todos los demás recursos o bienes escasos que deben ser creados para satisfacer nuestras necesidades o deseos. En este sentido podemos decir que vivir y trabajar son tan inseparables como el aire y la respiración. Antiguamente, las tribus cazadoras y recolectoras salían a buscar frutos y a cazar sus alimentos, para lo cual debían fabricar armas, elaborar estrategias de cacería, recorrer campos y bosques, etcétera. Todo eso implicaba esfuerzo y trabajo. En el caso de los pueblos agrícolas, debían desarrollar tecnologías de riego, construir canales, sembrar, cosechar y así sucesivamente. Actualmente ocurre algo similar, salvo porque, gracias al libre mercado, jamás ha habido menos personas en la miseria, en el porcentaje de la población mundial, a pesar de su multiplicación sin precedentes. La industrialización e innovación han hecho posible que vivamos mejor trabajando menos horas, pero no se ha eliminado la necesidad de trabajar, porque los recursos para vivir deben ser producidos tal como hace miles de años. Si en el futuro la inteligencia artificial permitiera producir cantidades suficientes de recursos, eventualmente se podría resolver el problema económico y nadie tendría que trabajar. Todos podrían dedicarse a actividades de recreación, porque los recursos para cubrir las necesidades materiales se encontrarían disponibles gracias a la producción que hacen las máquinas.

Pero mientras ello no ocurra, un buen economista callejero debe tener claro que siempre se debe trabajar; y no en cualquier cosa, sino en labores productivas. Se trata de realizar trabajos que creen o sirvan para crear bienes o servicios que otros demanden, pues solo eso le permitirá, a quien produce, adquirir parte de lo que otros producen para poder vivir. Si una persona se dedica a contar las nubes del cielo, no tiene derecho a exigir que se le remunere por aquello, pues nadie demanda o requiere lo que está haciendo. Si en cambio se dedica a hacer música que otros pagan por escuchar o cazar aves cuya carne es demandada para comer, entonces podría obtener un ingreso, que le permitiría vivir de su esfuerzo o trabajo.

LECCIÓN 2

Solo se puede vivir del trabajo propio o del ajeno

Luego de la lección uno, un economista callejero entiende que nuestra mera existencia implica un esfuerzo productivo, pues sin él no podríamos siquiera comer. Ahora bien, es fundamental dejar claro que básicamente hay dos formas de conseguir los recursos que necesitamos. La primera depende del esfuerzo propio y la segunda del esfuerzo ajeno. No existe otra alternativa. O nos «financiamos» con nuestro trabajo o lo hacemos a costas del trabajo de otros; tal como ocurre con los niños, que viven a cargo de sus padres precisamente porque no pueden mantenerse, o con los enfermos que viven del esfuerzo de sus familiares, amigos u otros. Sin embargo, existen adultos totalmente capacitados que también viven −o pretenden hacerlo− del esfuerzo ajeno. Y aquí, nuevamente, aparecen solo dos opciones: o consiguen los recursos apelando a la caridad y a la buena voluntad de los otros, o los consiguen por la fuerza, a través de la confiscación coactiva. Un economista callejero sabe que no existen otras alternativas para quienes aspiran a obtener recursos de terceros.

Por su parte, la confiscación coactiva puede darse en forma de robo directo o bien de expropiación de la propiedad a través de un grupo organizado que lo ejecute, como sería el Estado. Y aunque para ciertos filósofos libertarios esto también sería equivalente al robo, no es de nuestro interés entrar en la discusión ética de este proceso, sino simplemente constatar una realidad económica irrefutable.

Resumiendo lo ya dicho, el principio básico de la economía consiste en que se necesitan recursos para subsistir. Estos recursos deben ser producidos mediante el trabajo y la innovación, pues no están dados libremente en la naturaleza. La producción de ellos la pueden hacer quienes consumen los recursos −solos o colaborando con otros− o terceras personas. Si obtenemos los recursos de terceras personas podemos hacerlo a título de donación, o quitándolos por la fuerza.

Quien conoce estos simples principios, entiende más de economía que una gran parte de la clase política e intelectual que suele actuar como si existiera una alternativa mágica para obtener recursos que satisfagan necesidades y deseos ilimitados. Esa alternativa mágica sería el Estado. Suele afirmarse que «el Estado» debe proveer, de manera gratuita, salud, educación, vivienda y muchos de los llamados «derechos sociales». Aunque empatice con esa posición, un buen economista callejero evidencia inmediatamente la falacia económica que hay en ella: el Estado no es un dios que pueda proveer recursos creándolos de la nada. Si queremos salud, educación y vivienda gratis y para todos, alguien debe trabajar para crearlos o producirlos ya que todos dependen de la creación de bienes o servicios económicos, escasos y demandados. Ahora bien, como el Estado no es un ente mágico que produce riqueza y está formado por seres humanos, debe entonces cobrar impuestos para obtener dichos recursos. En otras palabras, dado que los políticos y funcionarios estatales no producen recursos (solo los administran y consumen), estos deben extraer dichos recursos de la ciudadanía para poder repartirlos. Al mismo tiempo, estos funcionarios administrativos y políticos, viven gracias a la riqueza que le sacan a quienes producen, pues de ahí se pagan sus sueldos.

Nada de esto significa que el Estado sea innecesario o carezca de razón para existir, sino solo que la realidad económica demuestra que él no puede entregar nada, sin que antes lo haya confiscado por la fuerza; y que el Estado solo puede subsistir debido a la confiscación de lo producido por otros. De este modo, la salud, la educación, la pensión, o cualquier otro beneficio que alguien reciba del Estado, en realidad lo está recibiendo con cargo al trabajo de otros, que producen los recursos y a quienes el Estado −conformado por políticos y funcionarios administrativos− se los quitan (a través de impuestos) para ser transferidos. Por eso se dice que el Estado «redistribuye» riqueza y no que la crea. De lo contrario este le podría pagar impuestos a los ciudadanos y no al revés. Todo lo anterior quiere decir −y es fundamental insistir en ello− que el Estado jamás es quien financia a los ciudadanos, pues cuando da algo necesariamente se lo ha confiscado previamente a otro. A su vez esto implica que, cuando se afirma que existe un «derecho» a que el Estado provea, por ejemplo, educación, lo que se está diciendo −en la realidad económica− es que se tiene el derecho a que otro trabaje para quien recibe educación o cualquier otro derecho (pues le confiscan parte de su ingreso para cumplir con el derecho de un tercero). Y aunque esta realidad confiscatoria no sea consciente en quienes reclaman derechos, es eso lo que exigen con los llamados derechos «sociales». Ahora bien, puede haber muy buenas razones para que el Estado provea educación «gratuita» a quien no la puede pagar, pero ese no es el punto que aquí se discute. Lo que un buen economista callejero debe entender es: primero que los «derechos sociales» (como la educación) son un bien o un servicio económico y que como tal, deben ser producidos por alguien utilizando recursos. Segundo que, por lo tanto, nunca son «gratis»; y tercero que si el Estado los otorga −recursos− de manera gratuita a un grupo de personas, puede hacerlo porque primero debió quitárselos de manera forzada −impuestos− a algunos para entregárselos a otros. En consecuencia, afirmar que se tiene un «derecho» a algo gratis por parte del Estado, equivale a afirmar que se tiene un «derecho» sobre los frutos del trabajo de otros, porque lo que se reclama es una transferencia de recursos que realiza el Estado coactivamente. Lo que se aplica a educación, se aplica de igual manera a cualquier otro bien o servicio, ya sea salud, vivienda o pensión, pues todos ellos requieren de recursos escasos para su satisfacción.

En esta segunda lección, se debe agregar un elemento clave para entender la lógica económica. Si vivir nos obliga a trabajar y trabajamos para vivir de la mejor manera posible, entonces es evidente que el gran incentivo para levantarnos todos los días y esforzarnos en nuestra labor será el poder incrementar los recursos que tenemos disponibles para nosotros y nuestras familias. Si fuéramos cazadores recolectores y buscáramos alimentos en los bosques estaríamos, por lo tanto, dispuestos a esforzarnos más para acumular reservas para temporadas en que la cacería o recolección ande mal. Así, nos aseguraríamos de que nuestra familia no muriera de hambre. En el mundo moderno las necesidades son, por supuesto, mucho más sofisticadas, pero el principio económico es el mismo: nos esforzamos para generar más recursos con el fin de vivir mejor, tanto nosotros como nuestras familias. Y, si nos esforzamos en trabajar más y mejor para conseguir más recursos y, al final, nos quitan una parte importante de los frutos obtenidos, entonces nuestro incentivo para producir se verá disminuido. De ahí que convendría trabajar el mínimo, ya que el resto se lo llevaría otro. Este es el riesgo que provocan los impuestos altos que nutren un gran Estado que entrega «derechos sociales» a buena parte de la población. Como esos recursos deben ser producidos por alguien, y estas personas productivas son despojadas, en mayor grado, de lo que producen, entonces decidirían dejar de producir o abandonar la comunidad que les quita gran parte de lo producido para irse a otra donde lo hagan en un grado menor. Al mismo tiempo, si cada vez existen más personas que prefieren vivir de lo que otros producen, sin requerir ningún esfuerzo, entonces el incentivo será no trabajar sino esperar a que otro trabaje para ellos. Si quien siembra trigo para sobrevivir es despojado de su grano para mantener a muchos, entonces preferirá sembrar poco o bien esperar a que otro siembre, para él también vivir del esfuerzo ajeno. Cuando esto ocurre y la redistribución se generaliza de manera desmedida, todo el sistema de creación de recursos colapsa. Entonces la gente comienza a morirse de hambre, tal como ocurrió en los regímenes de propiedad colectiva socialistas, donde no existía propiedad privada y lo producido era casi enteramente del Estado. Es cierto que países con altos niveles de tecnología y de capital, toleran una mayor redistribución de riqueza, pero incluso ellos enfrentan problemas para satisfacer la creciente demanda de recursos por parte de amplios sectores de la población, mientras quienes producen la riqueza muchas veces optan por abandonarlos.

Un buen economista callejero entiende que no se puede abusar de la redistribución, pues ella destruye la fuente de creación de recursos generando pobreza. En otras palabras, el economista callejero sabe que los impuestos deben ser moderados, de lo contrario, disminuirá la producción y se empobrecerá a la sociedad.

Ahora bien, así como un excesivo cobro de impuestos destruye los incentivos para producir porque implica que quienes producen se queden cada vez con menos y el Estado con más, este último también puede crear condiciones que faciliten la producción de riqueza. Se puede decir, sin exagerar, que la gran condición para que los seres humanos podamos concentrarnos en la creación de riqueza −y luego artística, cultural, etcétera− es que la violencia que somos capaces de ejercer se encuentre contenida. Ese es, de hecho, el principal problema de la vida en común: contener y mitigar la violencia que cualquier grupo o individuo puede ejercer sobre otro. El Estado se define como ese grupo de personas que detenta el monopolio de la violencia física considerada legítima dentro de un determinado territorio. En otras palabras, solo el Estado puede aplicar legítimamente la violencia y, en una sociedad con democracia liberal, debe hacerlo de acuerdo a reglas que protegen derechos esenciales de las personas. Los impuestos que cobra el Estado en este contexto, sirven para tener policías, tribunales de justicia, cárceles y fuerzas armadas que combatan a grupos de violentos que buscan robar la propiedad, atacar la vida o atentar contra la libertad de otros. Si el Estado cumple bien con su rol permitiendo vivir en paz y sin amenazas, entonces el pago de impuestos bajos, aun siendo una confiscación forzosa, se verá justificado. De lo contrario, quienes producen tendrían que distraer mucha energía, tiempo y recursos en combatir a quienes quieran robarles o agredirlos.

Un buen economista callejero comprende, entonces, que el principal rol del Estado es asegurar el orden público y mantener la violencia bajo control. Si no lo logra −como suele ocurrir en países subdesarrollados− el Estado se puede convertir meramente en un grupo de saqueadores cobrando impuestos que solo son una forma de explotar a quienes producen riqueza para mantener a aquellos que se han hecho del Estado.

Todo lo anterior nos lleva de regreso al punto antes discutido: cuando el Estado, que cobra impuestos y obliga a pagarlos, falla en asegurar el orden público y frenar la violencia de otros grupos, entonces se destruyen los incentivos para el trabajo, lo que finalmente empobrece a la sociedad general. Esto sucede porque nadie trabaja para que otros le roben. Del mismo modo, si el Estado como organización se convierte en el saqueador por excelencia, la sociedad podría terminar arruinada. Es importante tener presente que esto sucede incluso cuando el Estado contiene exitosamente la violencia, creando lo que se llama «estado de derecho». Si en ese contexto cobra excesivos impuestos para redistribuir, destruye, de igual modo, los incentivos para la creación de riqueza. Y es que, a fin de cuentas, mucha gente viviría a expensas de lo que producen unos pocos, en lugar de vivir de su propio esfuerzo.

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