La mitad de mi vida

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—¡¡Cobardes!! Aprovecháis que los hombres andan en la faena y aquí solo hay mujeres y niños para cometer vuestros crímenes —dijo, agachándose a abrazar y acunar el cadáver—. De uno en uno no valéis ni para hacerme frente a mí.

Al francés se le estaba acabando la paciencia, y seguido por sus hombres rodearon a la abuela y al difunto. Y haciendo que sus enormes caballos avanzaran y retrocedieran golpeando con sus rodillas y cuartillos a la pobre anciana, estuvieron un rato disfrutando de tan brutal tortura.

Entonces se retiraron y escogiendo a unos cuantos mozos, se llevaron el botín.

De pronto Nicolás, que había presenciado toda la escena en total conmoción, reaccionó y, con un temple y madurez de alguien que pareciera estar acostumbrado a presenciar estos sucesos, se aproximó a la abuela y vio que aún respiraba.

Echándosela a la espalda la llevó a casa y curó como pudo las heridas. Como siempre, cuando no sabía qué hacer, echó de menos a su madre, fallecida de hemorragias y agotamiento en el parto del último de sus hermanos, el cual nació muerto.

*****

Entonces Adela pensó en sus hijas, escuchando aterrorizadas esa terrible historia relatada por su abuelo. De un vistazo comprobó que las dos tenían un sueño plácido y profundo. Y se tranquilizó. Aunque relativamente.

La experiencia que había sufrido su padre en la infancia, y de la que hasta ahora no tenían ni la menor idea, le pareció brutal. Pensó que eso, de alguna manera, debía marcar el carácter de un niño. Pero su padre, aunque discreto y poco locuaz, era bueno, cariñoso y noble. Sin dobleces y, por supuesto, sin atisbo de violencia. Imaginó que gente buena, el abuelo Ygnacio quizá, del que no sabían nada, debió influir decisivamente en su personalidad.

Necesitaba seguir escuchando el relato. Ahora que, por fin parecía que se iban a desvelar algunos secretos de la vida de su padre, se asustó al notar una alteración, una emoción, que le provocaba escalofríos.

Algo debió ocurrir para que su padre, que no conocía a nadie en Navarra, tuviera ese apego tan grande por su tierra, y esa necesidad de estar allí, ayudando a sus gentes y al desarrollo de esa tierra.

Echó de menos a sus hermanos: a Manuel que, siguiendo los pasos de su padre, había decidido hacer carrera política presentándose como concejal al ayuntamiento de la capital, a Rita, casada con el encantador Luís, y a Augusto, joven ingeniero agrónomo que empezaba a despuntar en diversos organismos internacionales. Le hubiera gustado que estuvieran con ella, escuchando a padre, cuya vida era un secreto del que no sabían prácticamente nada. Sólo algún bosquejo que su madre les había contado y que, irremediablemente, terminaba con un «pero que vuestro padre no se entere que ya sabéis que es muy celoso de su vida». Y eso, lo único que conseguía, era que su curiosidad aumentara.

Estaba excitada y asustada, pero por nada del mundo hubiera sacado de ese recordar ensimismado, con la mirada profunda y perdida, a su padre.

Y, en silencio, le dejó seguir…

*****

Cuando llegó su padre del campo, avisado por los vecinos, se acercó a la abuela, y con suavidad y respeto reverencial le puso dos dedos en el cuello, y la tapó la cabeza con la sábana. Desconsolado y llorando de dolor y rabia, abrazó a Nicolás. Nunca le había abrazado así, ni cuando murió su madre. «Hay que saber dominarse en los gestos externos, tanto los de alegría como los de tristeza».

Nicolás, aunque con el corazón destrozado, no dejó escapar una sola lágrima.

Enterado Ygnacio de todo lo ocurrido por el relato de los testigos, juró e hizo jurar a sus hijos delante de todos que no descansaría hasta ver a ese gabacho muerto.

Esa noche velaron el cadáver en casa de los Echeverría. Las mujeres rezando rosarios y responsos con el cuerpo presente. Los hombres, en la estancia de al lado.

Las hijas se habían ido con Paula Yoldi, la otra maestra de Los Arcos. Gran amiga y compañera de Josefha en la escuela, que desde ese día se ocupó de ellas. Y, según fue pasando el tiempo, de todos los huérfanos de otras familias que la guerra iba dejando.

Los hombres intentaban distraer al inconsolable Ygnacio hablando de las incidencias de cosechas y ganados, de granizos y nieves, pero invariablemente la conversación volvía a los franceses. Su presencia, cada vez en mayor número y con mayor agresividad y abuso, tenía muy preocupados a los presentes.

—La semana pasada se emborracharon en el mesón de Roitegui, y cuando este les pidió que pagaran la cuenta y se fueran, le dieron una brutal paliza y destrozaron todos los muebles, enseres y toneles de la cantina —dijo lleno de ira Marraza, el primo del mesonero—. El pobre está en cama con muchos huesos quebrados. Tardará en recuperarse.

—Pues cada vez que se cruzan con un rebaño, roban lo que quieren y, por diversión, matan los animales que les place. Ningún pastor se atreve a hacerles frente. Hace unos días apareció, en el arroyo de Piedramillera, un pastor de Mendaza muerto de un sablazo —aseguró Santi Zubieta.

Ygnacio, sobresaltado, buscó con la mirada a Nicolás, que desde un tiempo se ocupaba él solo de sacar los rebaños al monte. Este, sentado en una esquina, escuchaba sin perder ripio.

—Chiqui —le dijo el padre—, trae unos vasos y aguardiente para estos señores, y vete a dormir. Ha sido un día duro.

Este obedeció y, antes de retirarse, le pidió una bendición a su padre. Desapareció tras la puerta que, con cuidado, se ocupó de dejar un poco abierta.

—Este mozo me tiene preocupado. Anda todo el día solo, de una campa a otra, saltando de loma en loma; nunca pide de comer, de vestir, ni de calzar. Pero a ver qué puedo hacer.

—Mejor así —le animaron los demás—, mejor así.

El silencio se volvió a imponer, y cuando el párroco iba a decir que entonaran unos paternóster, José Suescun, herrero con herrería propia en el puente de los Mecánicos, aficionado a la pólvora y poco aficionado a los latines y gregorianos, se puso en pie, y reclamó la atención de todos:

—Señores, no podemos quedarnos hablando de lo que hacen los gabachos y limitarnos a poner la otra mejilla. —Y dirigiéndose al Páter añadió—: Dicho sea, con todo el respeto.

Todos se miraron sorprendidos preguntándose con los gestos qué quería decir:

—¿Y qué quieres? —le interpeló el alcalde, haciéndose portavoz de lo que todos pensaban—. Ellos están preparados y van armados hasta los dientes. Además, han nacido para la guerra, mientras que nosotros… ya lo ves, solo tenemos los palos de los asadores y las azadas. No disponemos de otras armas.

El misterio se hizo dueño de la estancia, mientras los allí presentes interrogaban con sus miradas al herrero:

—¿Habéis oído algo de las guerrillas? —insistió el herrero.

—¿Los brigantes? ... ¡Qué disparate! ¡Tú has perdido el juicio! —dijeron todos entre indignados e incrédulos llevándose las manos a la cabeza.

Suescun se quedó muy quieto y, con profunda mirada, fue fijándose en cada uno. Todos le miraban a él. Una vez superado el efecto, y ante el silencio expectante, Ygnacio le interrogó:

—Explícate —le conocía desde que eran niños, y sabía que Suescun no hablaba por hablar.

—Hay algunos, los menos, que efectivamente son ladrones y salteadores de caminos: brigantes como bien decís —dijo con calma, intentando relajar el ambiente—. Pero de los otros, ya había oído algo de ellos, y el mes pasado, llevando mis mercancías a la feria de Estella, mi primo Lucas, que es herrero allí, me habló de que las gentes de la merindad, hartas de los abusos y desmanes del francés, empezaban a moverse en torno a un cabecilla.

—¿Y quién es ese descerebrado que quiere matarse y matar a todos aquellos que le sigan? —preguntó Calvo, un andaluz de Cádiz, simpático y guasón, del que no sabían más que era un gran jinete de baile, y que desde hacía doce años se había hecho un arqueño más.

—Calma, calma señores, déjenle que prosiga —pidió el párroco.

—De ese sujeto no supe nada entonces, pero la semana pasada volví a la feria, y le dije a mi primo que, en mi herrería, había construido un “algo” que me gustaría enseñar al dicho caudillo. Y, aunque mi primo me dijo que se lo diera a él y que se lo llevaría, yo no quise. En la familia nos conocemos y este, que es buen chaval, se apropia de los méritos ajenos con gran facilidad.

El herrero se había ganado la atención de todos los presentes, pero si alguien había que no perdía ripio, ese era Nicolás que, escondido tras la puerta y con la oreja atenta, escuchaba todo sin perder detalle.

Suescun retomó a su relato:

—Volvió mi primo de buscarle, y me dijo que no le había encontrado, que a lo mejor para la siguiente feria… Yo me amosqué porque conozco a Lucas y sabía que no me decía la verdad, pero ¿qué podía hacer?

—Venga, espabila, Suescun, que tu primo y tus mantillas de adorno poco nos importan —le pidió algún impaciente, al que los demás pidieron calma.

—Esa tarde, volvía yo a Los Arcos, y entre Muniáin y Agáibar, donde las peñas, me salieron al paso tres jinetes emboscados con la cara cubierta por pañuelos. Pensé que eran bandidos, pero… apañao iba. Ellos montaban caballos y yo mi carro con dos mulas. Y con esta pata chula que tengo, correr no puedo y andar, lo justo. Así que saqué mi navaja dispuesto a defender mis rentas de la feria.

—Guarda eso Suescun, que somos amigos y solo queremos hablar —me dijo uno.

Sorprendido de que supiera mi nombre, no me amilané:

—¿Amigos? Mis amigos no se tapan la cara para hablar —les espeté.

—Lo hacemos por ti. Por ahora es mejor que no nos veas. Me ha dicho tu primo que tienes un «algo» que quieres enseñarme —en su voz tranquila se notaba que quería apaciguarme—. Y tu primo sabe lo que ando buscando. Así que, venga, que no hay que exponerse tanto.

 

—¿Y cómo sé que sois vosotros a quien yo busco y no sois otros? —pregunté más por hacerme el enterado que por nada.

El que hablaba miró al que estaba a su derecha y le hizo un gesto afirmativo. Entonces ese otro se bajó el pañuelo. ¡Era Lucas, mi primo!

—Hola, José. Perdona, pero estos días son de mucho peligro y todas las precauciones son pocas. Este es por quien me preguntabas.

—¿Nos enseñas ese «algo» ahora?

Escondidas en el arcón de las piezas para reparar, saqué las distintas partes y monté mi invento. Al verlo, con una alegría incontenible, exclamaron:

—¡Eso es un mosquete! —dijo sorprendido el caudillo.

—¡De dos onzas de calibre! —confirmó el otro—. ¿Y qué dispara? ¿Lo has hecho tú?

—Dispara metralla, y sí, lo he fabricado yo —dije, algo contrariado por la desconfianza mostrada por mi primo.

—¿Lo podemos probar?

Busqué unos clavos, algo de tornillería, unos guijarros, lo cargué y disparé a unos zorzales que habían bajado a merendar al suelo. Hice picadillo a más de treinta pajarillos —dijo satisfecho y algo ensoberbecido.

Los emboscados saltaban y gritaban de alegría. Me abrazaron con gran alborozo, y claro, como no podía ser de otra forma, se les cayeron los pañuelos quedando sus caras al descubierto.

—¡Eres un fenómeno! ¿Cuántos puedes fabricar?

Yo estaba muy serio y todavía molesto con Lucas.

—Mi primo os podía haber dicho que no soy ningún jactancioso, y si digo que tengo «algo» es porque tengo «algo». Y ahora que se os han caído los disfraces y os he visto la cara, ¿me podéis decir vuestro nombre, o me tenéis que matar para que no os delate?

Recuperando la serenidad, el que mandaba me dijo:

—Sentimos mucho tu enojo. No pienses que es desconfianza en ti, pero en esto nos jugamos mucho. Nos jugamos nuestras vidas, nuestras haciendas y, lo que es peor, la vida de nuestros seres queridos. A mí me puedes llamar «el Estudiante» o «el Mozo» lo que prefieras, a este le llamamos «Cholín», y a tu primo llámale como quieras, pero si te unes a nosotros te pedimos que le llames «Tachuela».

Todos estábamos ya serios. Entonces les dije:

—Qué cabrones con lo de mi primo, ¿es por su tamaño?

Y nos abrazamos y brindamos con vino de Los Arcos, que el de Estella es jarabe.

—¡Pero si es el mismo! —dijo el gaditano.

—Calla, necio —le dijo el alcalde—, todavía no distingues el vino auténtico, de los orines de caballo que beben en tu tierra.

Las preguntas le llovían a José como pedrisco:

—¿Y entonces que haces?

—¿Qué alias te has puesto?

—¿Les has vuelto a ver?

—¿Estás haciendo los mosquetes? ¿Cuántos al día?

—Calma amigos, calma. He comprendido que es mejor no decir nada —continuó, envanecido—. Yo me he unido a la causa, y estoy haciendo todos los mosquetes que puedo gratis et amore —dijo, guiñando un ojo al páter—. Si alguno quiere saber algo más, que me pregunte personalmente. En grupo, nada.

Asombrados y confusos aceptaron la explicación, pero por quitar hierro al asunto, Suescun consideró oportuno añadir:

—Dije que me llamaran «Patachula», pero entre risas me expusieron que era mejor no poner alias tan evidentes, así que creo que me llamarán el «Liebre».

—Qué joputas. —rio con sorna Calvo—. Pues por esa razón a mí me llamarán como a aquel rey de las Castillas, el «Impotente» —remató, consiguiendo levantar un poco el ánimo de todos.

Había sido un día muy duro y la noche, intensa y vibrante, había avanzado. Era hora de recogerse cada uno en su casa.

—Señores, mañana a las siete daremos cristiana sepultura a doña Josepha y rezaremos un responso. La misa por su alma, ya decidiremos con las mujeres cuándo es menester — informó el párroco.

Todos se fueron levantando para irse, y según iban saliendo, se descubrían y santiguaban en dirección hacia la habitación donde estaba la difunta.

Con disimulo Ygnacio retuvo a José Suescun cogiéndole del codo. Cuando todos se hubieron ido, le preguntó con gravedad:

—¿Cuándo entregas la próxima partida de mosquetes?

—No lo sé, Ygnacio. Me dijeron que vendrían ellos a recogerlas para no arriesgarme yo y no arriesgar la carga, pero no lo sé.

—José, nos conocemos y somos amigos hace muchos años. Te pido que no me engañes. Si no me dices cuándo vienen, me quedaré en la puerta de tu herrería esperando.

—Pasado mañana al amanecer —dijo. Y desapareció en la oscuridad de la calle.

*****

Al despuntar del día siguiente todo el pueblo se congregó en el cementerio. Los nobles habían costeado un mármol con una Santa María y una Cruz sobre una lápida en la que, junto al nombre y fechas de nacimiento y muerte, mandaron cincelar:

Maestra de todos nosotros,

murió como vivió,

defendiendo las causas sagradas

de amor y libertad

El ambiente era de mucha pena y emoción, de enorme rabia y profundo dolor.

Y tras el responso, cada uno marchó a sus quehaceres.

—Chiqui, lleva los rebaños a los pastizales entre Sansol y Bargota —dijo Ygnacio.

—Padre, creo estarán mejor las campas de Etayo —insinuó Nicolás.

—No quiero que vayas hacia el este —advirtió el padre—. No me gusta cómo se están poniendo las cosas. Así que sé prudente, y arreando.

—Sí, padre. No tenga cuidado.

Ygnacio no estaba tranquilo, aunque sabía que su hijo conocía la comarca como nadie. De su labor en el pastoreo desde que se tenía en pie, conocía atajos y escondites que nadie advertía. Pero los tiempos no eran fáciles. Y menos para un aprendiz tan mozo.

El muchacho cogió el morral y su cayado, y desatando a Burugaga, la mula más vieja, se dirigió a unos pastos que conocía junto al río Linares. Necesitaba descansar después de una noche en vela. Y ahí no le encontraría nadie.

Mientras dirigía el rebaño cavilaba sobre lo sucedido el día anterior. No era tanto el horror de los dos crímenes lo que daba vueltas a su cabeza, como la pena de no volver a ver a su abuela y a su amigo. Iba a extrañar la ausencia de la vieja cuando, al llegar a casa, cansado de limpiar la cuadra de los bueyes, la faena que le ocupaba las tardes, no la encontrase con su alegría, su entrega y su laboriosidad, recordándole: «Lávate bien que hueles a estiércol. Te he dejado un cántaro con agua tibia...».

Entonces, le contaba historias divertidas y exageradas de sus años mozos y, despejada la mollera del chaval, le exigía con cariño: «Y ahora vamos a hacer unas tareas hasta que vengan tu padre y tu hermano Dámaso, que me han llegado de Pamplona unas pautas con sus caídos y cisqueros, y están que no te lo vas a creer: ¡nuevas, sin usar!, así que, a trabajarlas».

En esa época y más en un pueblo, era frecuente presenciar crueldades tanto con animales, principalmente gatos, como con personas. Pero con viejos o chavales con alguna tara, nunca. Eso era una enorme indignidad y falta de respeto. Y si bien Nicolás no gustaba participar de esas funciones, se había habituado a ellas por ser uno de los más frecuentes motivos de diversión. Pero lo que habían hecho con su abuela… «eso ha sido una exageración», como bien le dijo, dándole un abrazo, su amigo el Pestes.

Llegado al rellano del río se echó un sueño inquieto y lleno de sacudidas por los recuerdos del día anterior.

No sabía cuánto tiempo habría pasado cuando el prolongado y pertinaz silbo de un pájaro le despertó. Entonces se dio cuenta que no era un pájaro. A los demás sí, pero a él su amigo no le engañaba:

—Silbiditos ¿Dónde estás? Sal de tu escondite que eso no es un tordo, eres tú haciéndose el tordo. Vamos sal ya.

—Nico, Nico, estoy aquí, pero no te veo. ¡Manifiéstate!

Y de ahí al lado, a sus pies, de debajo de una espartera, apareció Nicolás asustando a su amigo.

—¿Qué quieres? —preguntó Nicolás.

—Veía tu rebaño, pero a ti…. Eres un diablo. ¿Cómo te puedes esconder así? Llevo media hora silbando y buscándote y nada.

—Pues aquí me tienes, ¿qué quieres, además de imitar a la cigüeña en celo?

—No era una cigüeña, era un tordo, y eres el único con el que no cuela.

—Venga, qué quieres.

Entonces su amigo le relató cómo en el pueblo se presentaron unos soldados franceses. Y cómo, al verlos, los paisanos se escondieron en sus casas echando candados y trancas a las puertas. Según le contó Silbiditos, eran más que el día anterior, pero iban a pie y no se metieron con nadie. Se limitaron a poner carteles en los que se leía:

Se busca a los sanguinarios brigantes Xavier Mina, de Otano,

que se hace llamar “El Estudiante” o “El Mozo”, y a “El Fierros”, de Estella,

y a cualquier otro brigante que se conozca.

Se recompensará con generosidad a quien ayude a detenerlos.

A continuación, uno de ellos, que por su habla y baja estatura parecía ser un paisano navarro de los valles del norte, gritó:

—¡¡¡Queridos amigos!!! El ejército francés solo viene a ayudar a España. Está de paso para conquistar Portugal, y una vez sometida, ¡¡nos va a regalar muchas y muy ricas tierras de ese país traidor y desleal!!

No ve veía a nadie por las calles, no se oía un solo ruido por las casas. El renegado continuó su perorata:

—A cambio nos pide que, como amigos que somos, les demos algunos víveres y caballos para seguir en su heroica cruzada. Mañana vendremos a esta plaza a recogerlos. Muchas gracias.

Y dando la vuelta, se fueron por donde habían venido.

—Entonces mi madre gritó por el ventanuco de casa: «¡Asesinos gabachos!», y otra mujer le siguió, «¡Criminales salvajes, de aquí solo os vais a llevar esto!», y les tiró una pedrada, a la que siguió una lluvia de piedras. Los soldados salieron corriendo, y alguno se llevó un buen chinazo.

—¿Te fijaste si estaba el Treviant? —le pregunto muy serio Nicolás.

—¿El asesino de tu abuela Josepha? No, seguro. Me fijé bien. Los soldados de hoy, aunque grandes, no tenían el tamaño de los de ayer.

Se quedó pensativo Nicolás, y cogiendo el morral, del que sacó unas de tiras de carne seca, un pedazo de queso, pan y una bota con un cuartillo de vino, preguntó a Silbiditos:

—¿Quieres almorzar?

—No, ya lo hice mientras venía, pero si me dejas subir a la mula para volver, ahí no te voy a decir yo que no, que he venido corriendo y tengo flato. Y la mula y yo…uña y carne.

Los dos amigos volvieron subidos a lomos de Burugaga sin abrir la boca. Sólo el amigo preguntó:

—¿Sabes dónde acampan?

—En una hondonada que hay a la salida de Etayo, cerca del arroyo Salado. Deben ser treinta de caballería y setenta de a pie. Pero no me preguntes más cosas de estas, porque en estos tiempos hay que ser muy discretos —añadió Nicolás, asumiendo las enseñanzas oídas a sus mayores.

Silbiditos se quedó de una pieza. Si alguien conocía quién estaba en dónde, quién iba o venía, o quién andaba de paso en la comarca, ese era Nicolás. ¿Cómo lo sabía? ¿Desde cuándo? ¿Los habría visto o se lo habría oído a alguien, como, sin duda eso de «estos tiempos y sus discretos»?

*****

Esa noche a la hora de la cena su padre y él esperaban a Dámaso, su hermano. Nicolás observó a su padre. Bebía del porrón y no hablaba, ni parpadeaba; estaba pensativo, ausente.

—Padre, Dámaso se retrasa. ¿Sabe si le ha ocurrido algo?

—Perdona Chiqui, vamos a cenar tú y yo —le dijo, mirándole con gesto de disculpa—. No vendrá esta noche, y no creo que vayamos a verle muy a menudo.

Y sirvió el estofado de buey que había quedado del día anterior. Era una de las especialidades de la abuela, el último guiso que hizo, y los dos comieron con respeto y veneración teniendo muy presente a la querida cocinera.

—¿Has oído lo que ha pasado hoy en la plaza? —preguntó el padre, que no tenía muy claro si hablar con el crío del suceso.

—Sí, padre. Me ha contado Silbiditos.

El padre sonrió pensando en el amigo de su hijo. Era increíble cómo podía imitar tan bien a todos los pájaros. Nadie era capaz de saber si era él o se trataba realmente un ave.

—Hijo, escúchame bien. Quiero que sepas que esa gente, los guerrilleros, no son brigantes, son patriotas. Son valientes que se juegan la vida por la libertad, por la patria y por el rey.

 

—Y los fueros —añadió el hijo.

—Los fueros ahora están de más, eso lo dejamos para más adelante. Primero es esta batalla que debemos librar todos los ciudadanos de bien. Esos gabachos, si les dejamos, nos van a hacer sus esclavos, y en nuestra patria se vive mejor o peor, pero en libertad. Aquí nadie vive de rodillas.

—¿Y lo de ir a Portugal?

—Patrañas, embustes, felonías —dijo irritado—. Ya has visto cómo actúan y, si les dejamos, verás cosas mucho peores.

A la mañana siguiente, aún oscuro cuando Nicolás se levantó, comprobó que Dámaso no había vuelto esa noche y que su padre ya se había ido. Dámaso era noble, trabajador y poco dado a hablar y a beber. En alguna ocasión, oyó decir a su padre que antes era alegre y risueño, pero desde la muerte de su madre se había vuelto más taciturno y reservado. Cuando emprendía una tarea la hacía con diligencia y, siempre, hasta el final. Para Nicolás, más que un hermano de correrías y confidencias, era un ejemplo de dignidad.

Con rapidez se vistió y, entre la oscuridad y el silencio del pueblo, se deslizó por las calles. Oyó cómo el pueblo se empezaba a despertar, el trajín en las cocinas, el abrir de los corrales donde algunos encontrarían desayuno, los goznes de las puertas de hornos listos para cocer las tortas y el pan.

Bajó por la calle que llevaba hasta la herrería de José, junto al río, en el puente de los Mecánicos. Y allí, escondido detrás de una mata, distinguió a su padre, al herrero, y alguno más que no conocía de nombre, pero sí de haberles visto en su deambular por los caminos. También fueron llegando varios vecinos conocidos.

—El Estudiante ya llega. Acaban de cruzar el puente del Lavadero con un carro, y me ha parecido ver a alguno más cubriendo a caballo los alrededores. —Nicolás reconoció a su hermano Dámaso en el informante.

—Bien —dijo José Suescun, el herrero—, lo tenemos todo preparado, así que en cuanto lleguen cargamos el carro. Ya sabéis lo que tenéis que hacer.

El día empezaba a clarear y distinguieron el carro acercándose. Cuando llegó, dos hombres cubiertos con un pañuelo saludaron sin mucha efusividad y retirando una lona del carro y organizando una cadena, empezaron a cargar.

No tardaron mucho. Entonces Suescun, satisfecho, preguntó:

—¿Qué te parece, Estudiante? Porque eres el Estudiante, ¿no?

—Soy quien tú quieras que sea. Herrero, has hecho un gran trabajo. Gracias a todos, amigos. Si queréis, nos tomamos unas gachas con vosotros y nos volvemos. Tengo algunos hombres vigilando la retaguardia y no quiero que se preocupen.

—El desayuno lo dejamos para otro día —dijo Ygnacio—, idos lo antes posible. Los franceses han dicho que vendrían hoy a llevarse levas y raciones.

—¿Sabréis defenderos de esas alimañas? —preguntó el Estudiante.

Los hombres rieron confiados:

—Tu descuida, que sabremos salir bien de esta.

Dámaso abrazó a su padre y subió al carro con su nuevo cabecilla.

Nicolás, excitado por lo que acababa de presenciar, pero sin olvidar su obligación, corrió a la casa a preparar unas gachas a su padre.

Cuando este entró, desayunaron juntos y el padre le ordenó:

—Apresúrate Chiqui. Lleva los rebaños a los prados de ayer, que por la cantidad de leche que han dado parecen buenos pastos. Luego te acerco yo el almuerzo, que con este tiempo poca faena tengo en los campos.

A media mañana el pueblo seguía en silencio. Nadie había dejado nada en la plaza del Coso, y las levas andarían dispersas por los bosques. Los vecinos que no habían salido a faenar seguían encerrados en sus casas, vigilantes y atemorizados.

Ygnacio también esperaba sentado junto a la lumbre de su cocina. Había intentado rezar, pero la cabeza se le iba a otro sitio. Entonces oyó los cascos de los caballos de los franceses que, cruzando el puente del río Odrón, entraban en el pueblo. Nadie salía de sus casas. Todos escuchaban escondidos lo que pudiera ocurrir. Ygnacio, armado con una azada sí salió, y dirigiéndose a la plaza lo oyó:

—¡¡¡¡Treviant, treviant, treviant!!!! Así que nuestros amigos españoles no quiegen ayudagnos pog las buenas.

Y dirigiéndose a su tropa, esta vez casi todos de infantería escoltados por cuatro de caballería, añadió:

—¡¡¡Empezar pog quemag las casas, vegemos si esas rgratas se deciden a salig de sus escondrgijos!!!

Cuando empezaban a prender las antorchas una orden les detuvo:

—¡¡¡Alto, bastardo!!! —vociferó Ygnacio, entrando en la plaza—. ¡¡Infame asesino de viejas y niños!!

Los soldados de caballería desenvainaron dispuesto a hacer trizas al osado, pero a un gesto de su jefe volvieron sables a su guarda:

—Pego ¿qué tenemos aquí? Un fantástico ejégcito de valientes del que pagece que han desegtado todos menos uno.

La tropa rio la burla de su jefe.

—¿Eres capaz de enfrentarte a mí, o solo te atreves con ancianas e imberbes? —retó Ygnacio, provocando la furia del francés al verse ofendido delante de su tropa.

Desmontando, entregó su sable y su gorro a un soldado y rojo de cólera espetó:

—Un españolito valiente. Eso sí que es grago.

El francés era tres cabezas más alto que el navarro. Vestía coraza metálica en el torso y botas de piel hasta las rodillas. Ygnacio llevaba alpargatas, pantalón de pana y una zamarra. Además, nunca había participado en riñas y pendencias, por lo que era de todos conocido que no sabía pelear. La comparación era pavorosa. Un escalofrío recorrió el vecindario que, asomado con disimulo a ventanucos y postigos, se apuraba en apartar a los niños para que no vieran el horror que se preveía, y santiguándose se temieron lo peor.

El gabacho se acercó tranquilamente a su rival, y con las manos en la cintura y sin fijar normas para la pelea, le dio un terrible cabezazo rompiéndole la nariz y haciéndole caer al suelo. Ygnacio sangraba abundantemente y veía todo borroso. Entonces, sin darle tiempo a recuperarse le propinó una brutal patada en el estómago que provocó que se retorciera de dolor en el suelo. Iba a rematarlo con otra que, esperaba fuera la definitiva patada en la cara para terminar con el sainete, cuando Ygnacio, con el poco resuello que tenía y obedeciendo a su instinto de supervivencia, le sujetó la bota en el aire haciéndole trastabillar y caer. Entre la sorpresa y la incómoda coraza metálica, el gabacho no se levantaba. Apoyándose en los codos, el arqueño se incorporó y fuera de sí, gritando lleno de furia, se abalanzó sobre su enemigo dando rienda suelta a una avalancha de puñetazos. Estos impactaban los más en la cara, y algunos en el propio suelo, hasta el punto de que se oyeron quebrarse los huesos de nudillos y falanges. Pero en ese momento no sentía dolor, solo furia, ira, cólera. Pegaba y pegaba. Y cogiendo del cuello al gabacho levantó su cabeza y la estrelló contra los adoquines.

Mirando el cadáver del gabacho le dijo con lo que pareció una sonrisa de satisfacción:

—¡Treviant!

La tropa reaccionó, aunque ya era tarde para su mando, y con sables y puñales se ensañaron con el bueno de Ygnacio.

Recogieron el cadáver de su jefe y salieron a toda prisa, quedando el cuerpo destrozado de Ygnacio entre un charco de sangre.

El primero en acercarse fue el herrero que, espantado por el amasijo que era su amigo lo abrazó, gritó y lloró de rabia y dolor, hasta que algunos hombres lo apartaron y taparon con un capote.

Entonces el alcalde dijo:

—Silbiditos, ve a buscar a tu amigo y dile que venga. Ahórrale detalles y, en todo caso le dices, que su padre se ha portado como un valiente, y que el pueblo le estará siempre agradecido y sabrá honrar su memoria. —Y añadió—: Los demás vamos a enterrar a nuestro amigo. Es mejor que le recordemos como era en lugar de como lo han dejado.

******

Silbiditos, al caer la tarde, volvió sólo, nervioso, triste y agotado. Se encaminó directo al mesón Carramucera, en la misma calle de la casa de los Echeverría, el único mesón que quedaba después del suceso del Roitegui, y donde sabía que encontraría a los hombres.

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