La mitad de mi vida

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La mitad de mi vida
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La mitad de mi vida

Augusto Granados

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2020 by AUGUSTO GRANADOS

© by EDICIONES RIALP, S. A.,

Colombia 63, 8.º A, 28016 Madrid.

www.rialp.com

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-5287-0

ISBN (edición digital): 978-84-321-5288-7

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

Portada

Portada interior

Créditos

Prólogo

Jacometrezo, 43 (1875)

En la guerrilla navarra (1801-1811)

Madrid, de José Bonaparte a Fernando VII (1811-1816)

Cabalga Chiqui: de correo en La Pampa (1816-1822)

En los albores del nuevo Chile (1822-1845)

El Madrid isabelino (1845-1875)

Agradecimientos

Nota del autor

Autor

Prólogo

—Sí, me suena.

—¿Cómo que te suena? ¡Te lo he contado un montón de veces!

Durante los últimos cincuenta años mi madre me ha contado historias de sus antepasados a las que, por mi apatía o desidia, jamás he prestado la más mínima atención. Que si el abuelo se libró por los pelos de morir fusilado en la guerra. Que si en un viaje a Santander, hace de esto más de sesenta años, bajando el puerto de Los Tornos, vimos cómo una rueda de nuestro coche rodaba por delante, ladera abajo. Que si al abuelo de mi padre, que era juez, le tirotearon en su casa y no le dieron de milagro.

Y cada una de mis tías siempre tiene su versión corregida y aumentada. No, eso no es así. No, eso se lo ha inventado tu madre, es parecido, pero…

Así que son historias que nunca he sabido valorar… hasta el verano pasado.

No sabría decir si fue por afecto ante su dolor, mi madre estaba enferma y estuve acompañándola los fines de semana, o fue por hastío, ya que en el verano de la sierra de Madrid el tiempo es un bien sobreabundante, decidí prestarle atención en torno a una historia cien veces contada sobre la tatarabuela criolla.

Y como esta historia abarca todo el siglo XIX que, por complejo y enrevesado, me resultaba bastante desconocido, decidí, con las pistas y despistes aportados por mi madre, entrar a fondo en ello.

España sufrió cinco guerras en territorio peninsular, más todas las de independencia de las colonias. Pasó de un régimen monárquico absolutista, con dos reyes propios y uno impuesto, a regencias liberales, y de ahí al inicio de un sistema monárquico liberal, a una república, y vuelta a una monarquía semiliberal. Casi nada. Ojo, y no seré yo quien clasifique y encasille estos sistemas políticos. Allá cada cual.

El protagonista del relato que estás a punto de empezar a leer, Nicolás Echeverría “Chiqui”, vivió todo esto participando de forma clandestina, entre las sombras, como uno de los más valiosos confidentes. Además, conoció como un gaucho más el esplendor de La Pampa, salvaje, adictiva y dócil. Participó de forma activa en las primeras relaciones comerciales de Valparaíso, Concepción y Talcahuano con el resto del mundo. Y colaboró en el apasionante proceso de independencia de Argentina, Chile y, de refilón, del Perú.

¿Alguien da más?

Nicolás Echeverría tuvo que aprender, desde sus primeros años, a vivir de forma discreta. Siempre oculto, escondido y reservado, en segundo plano. Observando todo desde la distancia, pero implicándose hasta el final y desarrollando un agudo instinto de supervivencia.

Su vida fue dura aunque, contada por él, no lo parezca. Un niño primero, un adolescente después, y un aventurero casi siempre, su día a día, se desarrolló caminando en “el filo de la navaja” y, si es verdad que en los momentos críticos tuvo fortuna, no me atrevería a decir que disfrutara de una existencia llena de ventura y dicha.

Basada en la vida de Nicolás Echeverría, “Chiqui”, esta novela trata de ver desde dentro, los sucesos del convulso siglo xix.

Y si es del gusto del lector, espero que le sucedan otras andanzas que, o bien contadas en primera persona por Chiqui, o directamente relatadas por los muchos personajes que conoció, están llenas de situaciones en apariencia increíbles de no ser porque son ciertas.

Sin ir más lejos, la vida del que sería suegro de Nicolás, don Augusto Bardel es, sin que él lo buscara en ningún momento, un devenir de acontecimientos dignos de asombro acompañados de una sucesión de extraordinarias sorpresas.

Porque de aquellos polvos nos vienen estos lodos, el siglo XIX, además de apasionante y despiadado, debe ser conocido por todos.

Jacometrezo, 43

(1875)

AUNQUE SE GUARDARÍA MUCHO DE DECÍRSELO a nadie, don Nicolás Echeverría había sufrido la semana anterior una nueva indisposición que le había tenido un par de días en reposo. Sin duda había sido más leve que la primera, hacía casi un año. Pero durante el viaje a Madrid sí que le había asaltado la necesidad de contar a sus íntimos, a modo de legado, algunos pasajes de su vida. «Todos, no. Hay que ser discretos, y algunas cosas podrían perjudicar a determinados amigos…», se había dicho.

Nada más llegar a Madrid, procedente de Pamplona, donde estuvo poniendo orden a su testamento con el notario, fue directamente a cenar a Lhardy. Sabía que sus amigos y correligionarios liberales se reunían todos los días en el salón japonés a intercambiar las noticias más recientes. Un tentempié y una copa de vino le repusieron en un pispás del tortuoso viaje.

Una vez llegado y tras saludar a sus amigos, fue puesto al día de lo que ocurría con las sublevaciones cantonales:

—Sujetos que solo saben mirarse el ombligo, y que no van a llegar a nada porque todos quieren lo mismo: mandar, mandar y mandar —afirmaba el joven Canalejas.

—Acuérdense de que hasta el propio presidente don Estanislao Figueras dijo: «Señores, voy a serles franco, estoy hasta los cojones de todos nosotros» —intervino Miguel Moya, joven periodista que siempre estaba donde había que estar.

—El cantón de Granada ha declarado la guerra al cantón de Jaén y el caudillo del cantón de Cartagena, Toñete, intentó conquistar el cantón de Alicante, el de Motril, y cuando avanzaba sobre Madrid, fue detenido en Chinchilla —añadió con su habitual sorna Montero Ríos—. Esto es cierto, ¿eh, señores?

De la guerra de Cuba:

—Perdida, sin duda desde que se empezó, hace ya siete años. Nuestro país asfixia con impuestos a esa pobre gente, y todo para desarrollar la colonia de Fernando Poo —aseguró el conde de Mós, siempre el más enterado en asuntos de política internacional.

Y de la información que el señor Echeverría aportara a sus amigos, sobre la evolución de la tercera guerra carlista, allá por Navarra:

—Cánovas del Castillo ha ofrecido a don Carlos María Isidro que Alfonso XII se case con su hija Elvira. Sé de buena tinta que don Carlos ha echado sapos y culebras. Está perdido. Lo que más me duele es que mi tierra, toda la merindad de Estella, es la que más sufre todos estos desvaríos de megalómanos sin redención —y don Nicolás Echeverría decidió que era hora de recogerse.

Sin éxito intentaron que, antes de irse, les contara algún chisme del General Serrano, actual presidente del gobierno y al que conocía bien porque estuvo al mando de Espoz y Mina. Y todos sabían, aunque nadie a ciencia cierta, porque a nadie se lo mencionó nunca, que Echeverría y Espoz y Mina habían sido íntimos colaboradores. En esto también, Echeverría era una tumba.

Pidió un coche, un simón, y le dio su dirección en la calle Jacometrezo.

Durante el corto recorrido rememoró cómo su querida Navarra, y por ende España, llevaba cien años en guerra: la de la Convención, la de la Independencia, la primera guerra carlista, la de los cien mil hijos de S. Luis, la segunda y la tercera guerras carlistas. Y todo esto sin contar con las disputas internas que tanto odio, muerte y desolación creaban.

Se sintió afortunado al pensar que, en sus mil y una andanzas, y pese a no haber tenido una infancia y juventud al uso, no tenía motivo de queja porque no conocía que hubieran existido otras alternativas. En su ya larga vida había terminado disfrutando de gran éxito personal y, con una familia, inicio de una estirpe, a la que adoraba, aunque no le gustara exagerar sus gestos de cariño. Él era serio, reservado, discreto y, sobre todo, muy reflexivo.

 

Adormilado en su chiscón, el portero oyó que se acercaba el birlocho que traía a su patrón. Se abrochó el gabán y cogiendo su sombrero de galera salió a recibirle.

—Buenas noches, Sr. Echeverría —dijo, mientras abría la portezuela.

—Buenas noches, Narciso. ¿Ha vuelto la señora?

—No señor. Tengo entendido que llegará mañana.

—No sé qué encuentra tan atractivo en París. La ropa, la moda…, supongo —dijo con cierto desdén, mientras bajaba del simón y pagaba al chófer.

—Su madre, señor, su madre —le reconvino el buen portero.

Entraron en el zaguán, fresco y limpio por la ligera lluvia que había caído esa tarde. Las flores y plantas, que recientemente les habían llegado de Valparaíso, empezaban a vestirse con la alegría y el color de la primavera.

—Están muy bonitas, Narciso —exclamó con aire satisfecho.

—Gracias, señor, se lo diré a Jacinta.

La casa de Jacometrezo, con zaguán y tres pisos altos, había sido reformada hacía veinticinco años por su gran amigo y paisano, de Arróniz, y de su misma edad y pensamiento liberal, el arquitecto Juan Pedro Ayegui y Torralba. Para dicha del Sr. Echeverría, siempre orgulloso de sus amigos, llegó a ser arquitecto mayor de los reales sitios y durante algún tiempo, arquitecto real de Madrid.

—Señor, permítame que le ayude a subir las escaleras —se ofreció solícito Narciso.

—Gracias, desde que me dio el achaque no termino de mover bien esta pierna.

«…Ni esta mano, ni este brazo, ni este ojo medio cerrado…», pensó el fiel portero librándose mucho de decirlo en voz alta.

—¿Están mis hijos en casa?

—La señorita Adela, sí. Cuidando a sus hijas. Esta tarde vino a verlas el Dr. Larrazábal y dice que es un simple constipado, y que les den leche con limón, miel y canela.

—¿Y los demás?

—El marido de la señorita, el señor Garnica se fue hace una semana al Valle de Cabuérniga por asuntos de Las Cortes, tengo entendido. A sus hijos, los señoritos Manuel y Augusto, vino a buscarles una tartana con más jóvenes, y me dijeron que no les esperara. La señorita Rita y el Sr. Gómez Acebo se fueron a Málaga…, o Sevilla… o Cádiz… hace unos días.

«…o Tomelloso, o Plasencia, o Las Filipinas…», rio para sus adentros el señor.

Además de cumplir a la perfección con sus funciones de portero, administrando la casa y llevando con disciplina y humanidad a las cocineras, criadas, doncellas, cochero y mozo, Narciso era conciso, claro, honrado, fiel y discreto. Don Nicolás Echeverría sabía que podía estar tranquilo y descansado en él.

Narciso era viudo, su mujer había muerto «de felicidad» —según él mismo— al mes de casarse, y no tenía hijos. De El Busto, un pueblecito al lado del suyo, se ofreció al Sr. Echeverría «para lo que aiga falta», cuando este recorría a caballo la Navarra media buscando tierras para comprar, hacía ya treinta años. Pasado el tiempo, y por alguna frase suelta, «¿qué sabe usted de Mina, “el Mozo” quiero decir?», «¿volvió a saber algo de la Bea?», «¿ya nadie le llama el Chiqui?», don Nicolás entendió que Narciso no le era del todo ajeno. Pero como nunca le dio pábulo a seguir indagando, Narciso entendió que, por ahí, no.

En el entresuelo vivían Adela con su marido y las niñas. El principal estaba reservado para los señores, don Nicolás y doña Emilia, quedando el tercer piso para Manuel y Augusto. Cuando le dio el achaque, pensó que tendrían que cambiar su residencia del principal al entresuelo, pero había creído oír, a él nunca le contaban nada de asuntos de orden doméstico, que Adela y su marido estaban pensando en irse un poco más lejos del centro, probablemente a uno de esos barrios que estaba haciendo el Marqués de Salamanca.

—Me quedo un rato aquí, Narciso. Quiero ver a mi hija y las niñas. Váyase a descansar, si le necesito tocaré la campanilla.

—Como ordene el señor. Buenas noches.

Tocó la aldaba y le abrió una criada.

—Buenas noches, señor —saludó Fernandita, una pobre huérfana de Lavapiés, que llegó a la casa hacía 8 años, recomendada por la Marquesa de Vallemediano. Enjuta de carnes, era todo pellejo y huesos, con la piel amarillenta y pequeñaja de estatura, con sus doce añitos y sus pelos llenos de piojos, pulgas y hasta alguna larva le sacaron. El primer año en la casa sólo se la oía toser, pero llena de actividad, alegría y ganas de hacer las cosas bien, aprendió rápido y se ganó la confianza de todos. De su padre nunca supo, y su madre había estado muerta en su cama tres días hasta que, a una vecina le pareció que olía más fuerte de lo normal, y dio aviso—. Pase al velador, la señorita está leyendo un cuento a las niñas.

Cuando entró y cerró la puerta, se dio la vuelta y echando un ojo por la mirilla de cobre comprobó cómo Narciso se había sentado en un banquito del descansillo. «Diablo de hombre, no se va a acostar hasta que no me vea a mí acostado», se dijo satisfecho y orgulloso de su empleado.

—Señorita, su señor padre —anunció la criada.

—¡Padre!, ¡qué alegría! Pensaba que hasta mañana no le veríamos.

—¡¡Abuelo, abuelo!! ¿Qué nos has traído?

—¿Desean tomar algo los señores? —pregunto solícita Jacinta.

—No, gracias. Te puedes retirar Fernandita, pero antes acuesta a las niñas.

—Noooo, por favor mamá —gritaron las niñas al unísono—. Queremos que el abuelo nos cuente algo de su viaje.

—El abuelo está cansado. Seguro que se quiere ir a descansar. ¿Verdad, padre?

—Descanso más con ellas que solo en casa —afirmó con cierta ternura.

—Bieeeen —alborotaron las niñas.

—Pero que Fernandita os acueste, y vamos a vuestro dormitorio.

Mientras la criada se ocupaba de las niñas, Adela entrelazó el brazo de su padre y apoyó su cabeza en su hombro. Estaba contenta de poder abrazarle y trasmitirle el enorme querer y gratitud que sentía por él. Sabía lo mucho que había tenido que luchar para llegar hasta donde había llegado y, aunque nadie, ni tan siquiera su madre sabía los detalles más duros y desapacibles de su vida, todos conocían que, desde que nació, el devenir de su existencia había sido más una odisea que el actual lecho de rosas del que, junto a ellos, disfrutaba ahora.

Hacía unos meses había tenido un primer aviso de apoplejía. Por suerte le había ocurrido en casa, y el Dr. Larrazábal le atendió con prontitud y, como siempre, con gran diligencia. Y aunque le advirtió severamente para que dejara de ir de Navarra a Azuaga y de Azuaga a Navarra, como quien va de Sol a la Carrera de San Jerónimo, Nicolás Echeverría no estaba hecho para el sedentarismo.

Era cierto que, desde entonces, a Adela y a sus hermanos les había parecido que su padre mostraba indicios de abrirse un poco, de contar cosas que nadie le había oído contar jamás.

Así, se quedaron de una pieza aquella vez que todos, incluida su madre, le oyeron decir que durante casi treinta años él no había sido Nicolás Echeverría, sino Ramón Iriarte. Lo dijo sin venir a cuento, quedándose como pasmado, con la mirada perdida en algún punto inconcreto, mientras hablaban de la matanza de guarros en las fincas de Azuaga. Y después siguió hablando del buen año de bellotas y algarrobas.

Esa noche no durmieron. Se quedaron los cuatro hermanos especulando sobre qué había querido decir, y si aquello podía tener algo de verosimilitud, o era fruto de las secuelas de la apoplejía.

Con temor reverencial, ya que «de la vida de padre no se habla más que lo que él quiera decir; el resto es una falta de respeto muy grande», al día siguiente fueron a interrogar a su madre, todo dulzura, transparencia y honestidad. Esta les dijo que ella no sabía nada, con ese mohín que sabía poner para trasmitir un «ya os enterareis a su debido tiempo» mientras guiñaba un ojo. Constataron entonces que ahí había algo.

—Vamos padre, venga a despedirse de las niñas, y váyase a descansar —le dijo Adela.

—Ve yendo tú, que voy a coger del maletín unos chocolates que les he traído de Estella.

Adela entró en la habitación de las niñas que, debido a que les había desaparecido la fiebre y pese a su corta edad, se encontraban muy excitadas sabiendo que el abuelo iba a verlas.

—Mercedes, Adela, el abuelo está cansado del viaje, así que sed buenas y no le canséis más. ¿Me lo prometéis?

—Te lo prometemos, mamá —gritaron al unísono.

Entró el abuelo con los paquetes del exquisito chocolate que se hacía en Estella y su comarca.

—Merceditas, Chiqui —como llamaban en la familia al más pequeño en ese momento—, os he traído esto —dijo el abuelo mostrando los dulces en sus cajas.

—¡Eh, eh! Esperad —dijo Adela—. Hasta mañana no se puede comer, que si no os dolerá la tripa.

—Vaaaale —dijeron las niñas—, pero a cambio el abuelo nos tiene que contar algo de su pueblo.

—¿De mi pueblo? De todo eso hace ya muchos años y se me ha olvidado casi todo…

—No importa, abuelo —dijeron las nietas, confirmando la proverbial tozudez de los pequeños—. ¿Por qué no nos cuentas algo de cuando ibas a la escuela?

Echeverría se quedó primero pensativo, luego evocador. Sus ojos, se perdieron en algún lugar muy lejano, se enrojecieron y afluyó a ellos una fina capa acuosa. No de tristeza o melancolía, ni de rabia o rencor, sino más pareció que era debido al enorme esfuerzo por el recuerdo de algo que, a base de no pensar en ello, de intentar olvidar, tenía oculto en lo más profundo de su memoria.

Mientras las niñas, calladas y expectantes, mostraban una felicidad y expectación inusuales, Adela se quedó atónita. Nunca había visto en su padre esa expresión de melancolía y remembranza. Esa mirada ausente.

—Mi escuela fue mi infancia, y mi maestra fue mi abuela Josefha Echandi…

En la guerrilla navarra

(1801-1811)

LA DESCOMUNAL NEVADA CAÍDA EN LOS ARCOS, tanto ese día seis de diciembre como los previos, no permitió avisar a la comadrona para que ayudara a traer al mundo al sexto hijo de Manuela Gainza. Así, se acomodó a la ayuda de su hija mayor, Fausta Josepha, que con nueve años cortó el canal que unía criatura y raíz, recompuso las tripas desordenadas y preparó cena para todos. Sabía cómo hacerlo porque llevaba un tiempo ocupándose de los partos, no todos fáciles, de las vacas, yeguas y ovejas de la casa.

—Empuje un poco más, madre, venga, que ya se le ve la cabeza —había animado la niña como lo había visto hacer.

Ygnacio, el padre del recién nacido, que sería bautizado por la tarde con el nombre de Nicolás por ser el santo del día, con la ayuda de sus otros hijos mayores, mucho tenía con mantener a los lobos alejados del ganado, y sustentar la lumbre en el hogar familiar. Las alimañas, tras una semana de ventisca y copiosa nevada, y atraídas por el olor a carne fresca, rodeaban las cuadras del pueblo y sus aullidos avisaban de sus nada amistosas, sino muy al contrario, feroces intenciones. Además, caso de que Manuela o su madre hubieran visto asomar la nariz de un hombre, ya fuera adulto, mozo, zagal o imberbe, por esa estancia, dejarían sus quehaceres de alumbramiento para más tarde, y se habrían ocupado de darles una buena somanta con todo lo que tuvieran a mano. Había cosa que las mujeres hacían mejor que los hombres y en ese momento, estos lo único que podían hacer era molestar. ¿O hubiera sido permitido ver a una mujer donde fumaban y bebían aguardiente los hombres? Nunca. Pues lo mismo.

La abuela de Josefha, viuda desde que tenía memoria, vivía con ellos y esa tarde redoblaba esfuerzos entre vigilar las chiquilladas de los párvulos, mantener la marmita con agua caliente y trapos limpios, y algo en el puchero para que la extensa familia fuera, según merced, reponiendo fuerzas.

A su marido, Fausto Gainza, sólo había dado tiempo a engendrarle una hija, pero esta iba ya por el sexto parto y lo que le faltaría por engendrar.

—Pues no estamos perdiendo el tiempo en este siglo, hija —dijo Josefha con su habitual guasa— para ser el primer año, es el segundo vástago que me traes a la humanidad.

Y cogiendo en brazos al niño añadió:

—Aunque mozo menudo es fuerte y fibroso, de brazos y piernas largos como los de su padre, y con mucho pelo, que siempre ha sido signo de ventura. Y estos ojos que tiene, parecen medio cerrados, pero se fijan en todo. Esta criatura no mira, escruta —dijo orgullosa—. ¿Te has fijado en que no llora? Solo busca. Lo busca todo alrededor.

 

Se lo dejó a la madre para que se agarrara al pecho hasta que pudiera venir Clementa, la nodriza del pueblo. De ella los mozos reían en las fiestas, cuando el vino empezaba a actuar en su juicio y se envalentonaban ante el doloroso capón de cualquiera que pudiera oírlos, disponiendo que podría ser la nodriza de toda la merindad de Estella.

*****

En Los Arcos, en Navarra y en España, a principios de siglo los niños llegaban y se iban del mundo con la misma facilidad. Enfermedades, accidentes, hambres, epidemias y descuidos por igual, y cualquier otra escusa posible, eran motivo de dejar de ver a los chaparrines. Eso pasó con algunos de los ocho hijos de Ygnacio y Manuela.

Estos, agricultores propietarios de tierras y ganado, así como arrendatarios de cien peonadas de viñas, una abejera de miel y cera y un alambique de aguardiente, de Doña Josefa de Meñaca de Bátiz y Aréchaga, mujer muy rica y bienhechora en la merindad, los Echeverría Gainza era una familia dichosa, acomodada y con criados que ayudaban en atarear el campo. Las únicas penurias fueron la pronta desaparición de algún hijo. Y bien que lo lamentaron.

Tenían muchos familiares en el pueblo: una muy prestigiosa saga de plateros, unos tíos segundos o terceros cuyo hijo, con fama de sabio y soberbio, acabaría íntimo de Carlos María Isidro y batallando con él…, y otros tantos que hacía tiempo se embarcaron, cuando la guerra de la Convención, guerra que a ellos «ni les iba ni les venía», buscando mejores condiciones y fortuna rumbo a Nueva España, y de los que no habían vuelto a tener noticia.

Hacía unos cincuenta años que Los Arcos había vuelto a pasar de Castilla a Navarra, manteniendo las ventajas que tuvieron con aquellos como la Feria anual, el mercado franco semanal, y la libre exportación de cereal a Castilla, y acogiéndose a los fueros navarros, así como asiento y voto en las Cortes Navarras. Esto había proporcionado al pueblo una cierta bonanza en sus rentas.

No obstante, y para hacer frente a los gastos de la guerra, les habían vuelto a imponer una vez más, y como es costumbre cada vez que un gobierno de España gasta más de lo que tiene, nuevas levas de infantes y tasas de cereal, vino y aceite.

Así, los primeros años de Nicolás fueron plácidos repartiendo su tiempo entre la escuela de Las Hijas de la Caridad, donde su abuela era profesora, y llevar y traer a los rebaños.

En la escuela, antes de cumplir ocho años, aprendió a hacer cuentas, a leer y algo de latín y francés.

Y de sus ratos con los rebaños conoció las colinas, las lomas, los bosques, los senderos y atajos, los arroyos y los escondrijos, majadas y recovecos para resguardarse de la lluvia, del frío, del sol y de alguna alimaña que de tanto en vez se le apareció.

La plaza del Coso de Los Arcos, donde todos los sábados había feria, era el lugar para que los corrillos de conciudadanos y forasteros se pusieran al día de las novedades más relevantes. Con una jarra de vino y una hogaza de pan con matanza, se hablaba de alumbramientos y óbitos de paisanos, partos y desgracias fuera del común de gorrines y cabras, estragos en el cereal y la vid y, cómo no, amoríos y casorios de jóvenes y habladurías y chismes de las aldeas más apartadas, que hacían las delicias y aflicciones por igual de unos y otros.

Pero de un tiempo a esta parte las novedades consabidas estaban dejando paso a los sucesos con los franceses. Se les empezaba a ver por todas partes.

—Unos peregrinos que volvían del Santo dicen que, por la zona de Valladolid, hay dos batallones —gritaba alarmado y sin mucho conocimiento preciso un pastor.

—Pues unos que venía de Roncesvalles nos han contado que, por todas partes, empiezan a verse a miles los gabachos —informaban con más erudición los mancebos empleados en el hospital de peregrinos.

—Abusan y roban a manos llenas —gritaban algunas mujeres desde los puestos de huevos y chacinas.

Invariablemente aparecía la figura autoritaria y conciliadora del alcalde de campesinos y francos que, acompañado del párroco, mediaban en las disputas y tranquilizaban ánimos:

—Mantengamos la calma. Ya les he informado a ustedes, que el señor Fontainebleau nos ha pedido que les dejemos pasar hasta Portugal, que es ahí adonde se dirigen —reclamaba solícito el alcalde.

—Obedezcamos con mansedumbre lo que nos dicen nuestros adelantados y mantengamos nuestra proverbial hospitalidad con los foráneos —sentenciaba apaciguador el párroco—. No olvidemos que estamos en el Camino a Santiago.

Mientras, en su tenderete y ayudando a la cada vez más maltrecha renta familiar mermada por levas y tasas, atento a todo lo que veía y oía, Nicolás se mantenía diligente en su despacho de vino y aguardiente de la producción de su casa, y de miel y cera de las abejeras arrendadas.

En ambiente festivo y rivalizando con el mercado de la vecina Estella, los arqueños del mercado canturreaban:

La Virgen del Puy de Estella,

lleva zapatitos blancos,

se los compró San Andrés,

en la feria de Los Arcos.

De pronto el silencio se fue imponiendo en la plaza del Coso, y la concurrencia se empezó a desplazar hacia un lado. Nicolás no entendía qué pasaba. Tan solo oía los cascos y relinchos de unos caballos. Y, aunque a pesar de su edad era alto, ni poniéndose de puntillas alcanzaba a ver qué ocurría.

Se abrió un espacio entre la concurrencia y los caballos, y fue entonces cuando pudo ver a diez aterradores soldados montando imponentes caballos.

Los soldados iban perfectamente uniformados con pechera y casco de hierro y latón. De estatura que más que doblaba la suya, iban armados con sable y pistola, además de un portentoso bigote que bien les hubiera servido como armamento adicional.

Un murmullo disimulado empezó a recorrer la plaza:

—Son coraceros franceses, temibles.

—La semana pasada causaron estragos en el caserío de Berrueta —dijo Bea que, junto al tenderete de Nicolás traía todo tipo de chacinas del caserío de sus abuelos. Sus padres, de Santander donde también nació Bea, habían emigrado a Cádiz buscando mejor fortuna.

El que parecía que mandaba hizo avanzar dos pasos su caballo, y con gesto amable y voz afectuosa dijo:

—Queguidísimos habitantes de Los Agcos. Como sabéis somos vuestgos amigos frganseses, que con tanto caguiño estamos cuidando de vuestgo amadísimo Gey Fegnando.

Echó una mirada en redondo a la concurrencia asegurándose de que tenía la atención de todos. Y cambiando el tono de voz, bramó:

—¡¡Tenemos hamgre y sed, y somos muchos, así que todos los alimentos de este megcado quedan incautados!!

Un rumor de desaprobación se elevó entre los asistentes.

—¡¡SILENCIO!! No he tegminado. Cargad todo en caggos trgaedlo a nuestro campamento. ¡¡YA!!

Nadie se movía, nadie hablaba.

Entonces Txomin Carrasco, que era conocido nuestro por asistir a la escuela de Los Arcos cuando sus obligaciones se lo permitían, tres años mayor que Nicolás, de gran nobleza, aunque algo fanfarrón y matasietes, que acudía al mercado trayendo de Mendavia vino de su casa y alpargatas de unos familiares, empezó a canturrear la coplilla que se repetía con cada vez mayor asiduidad:

Vivir en cadenas,

cuan triste vivir,

morir por la patria,

cuan bello morir.

El que mandaba a los coraceros miró a uno de sus hombres y le hizo una seña. Este picó espuelas y haciendo dar un violento brinco a su caballo y con una rapidez imprevisible, desenvainó el sable y de un tajo, desde lo alto del animal, rajó desde el cuello hasta la cintura al pobre Txomin.

Nadie cerró los ojos porque no dio tiempo. Sólo un lamento mudo se sintió en la plaza.

Mientras el coracero, sin bajarse del caballo, limpiaba el sable en las ropas del difunto, el mandamás de los franceses volvió a tomar la palabra:

—Treviant, treviant, treviant. ¿Se convencen ahoga que somos sus amigos? Este incauto queguía moguig pog la patrgia y le hemos hecho ese pequeño favog jajaja —rio, bravucón. Y con escarnio, añadió—: Ya nos lo cobrgaguemos, los favogues no pueden salig ggratis.

Sus hombres rieron la burla de su jefe.

—Y ahoga, ya está bien de cháchaga. ¡¡A trgabajag!!

Del silencio sepulcral, saltó un grito desgarrador:

—¡¡¡Asesinos montaraces!!! —todos los presentes miraron hacia la procedencia del lamento. Era la abuela Josepha que, avisada de lo que estaba ocurriendo, aparecía apoyada en su bastón por la calle Carramucera, que daba entrada a la plaza por el lado opuesto al río.

La abuela maestra se encariñaba con todos sus alumnos, pero especialmente se inclinaba hacia los que por su carácter habían sido más díscolos, y el pobre Txomin, lo había sido.

Tras un primer momento de sorpresa, los soldados se miraron unos a otros y explotaron en provocadoras carcajadas.