Novelistas Imprescindibles - James Joyce

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Aus der Reihe: Novelistas Imprescindibles #46
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Sus labios carnosos, bebiendo, sonrieron. Olor más bien rancio que deja el incienso al día siguiente. Como el agua enturbiada de un florero.



—¿Quieres que abra un poco la ventana?



Ella dobló una rebanada de pan en la boca, preguntando:



—¿A qué hora es el entierro?



—A las once, creo —dijo él—. No he visto el periódico.



Siguiendo su dedo que señalaba, él levantó de la cama una pernera de sus bragas sucias. ¿No? Entonces una liga gris retorcida, anudada en torno a una media: planta deformada y reluciente.



—No: ese libro.



Otra media. Su enagua.



—Se debe haber caído —dijo ella.



Él tocó acá y allá. Voglio e non vorrei. No sé si ella lo pronuncia bien eso: voglio. En la cama no. Se debe haber resbalado abajo. Se agachó y levantó la colcha. El libro, caído, despatarrado contra la panza del orinal con greca anaranjada.



—Enséñame aquí —dijo—. Le he puesto una señal. Hay una palabra que quería preguntarte.



Tragó un sorbo de té sosteniendo la taza por el lado sin asa, y después de secarse los dedos deprisa en la manta, empezó a buscar en el texto con la horquilla hasta encontrar la palabra.



—¿Mete en qué? —preguntó él.



—Aquí está —dijo ella—. ¿Qué quiere decir eso?



Él se inclinó y leyó junto a la pulida uña del pulgar.



—¿Metempsicosis?



—Sí. ¿Con qué se come eso?



—Metempsicosis —dijo él, frunciendo el ceño—. Es griego; del griego. Eso quiere decir la transmigración de las almas.



—¡A, diablos! Dilo en palabras sencillas.



Él sonrió, mirando de soslayo los ojos burlones de ella. Los mismos ojos jóvenes. La primera noche después de las charadas. El Granero del Delfín. Pasó las hojas mugrientas. Ruby: el orgullo de la pista. Hola. Ilustración. Un italiano feroz con látigo de cochero. Debe ser Ruby orgullo de la en el suelo desnuda. Sábana prestada bondadosamente. El monstruo Maffei desistió y lanzó a su víctima de sí con un juramento. Crueldad detrás de todo. Animales drogados. Trapecio en Hengler. Tuve que mirar a otra parte. La gente con la boca abierta. Pártete el cuello y nos partiremos el pecho de risa. Familias enteras de ellos. Los desarticulan de pequeños para que se metempsicoseen. Que vivimos después de la muerte. Nuestras almas. Que el alma de un hombre después que muere. El alma de Dignam...



—¿Lo has terminada? —preguntó él.



—Sí —dijo ella—. No tiene nada indecente. ¿Sigue ella enamorada todo el tiempo del primer tipo?



—No lo he leído nunca. ¿Quieres otro?



—Sí. Busca otro de Paul de Kock. Un nombre bonito que tiene.



Ella se echó más té en la taza, observándolo fluir de reojo.



Tengo que renovar ese libro de la biblioteca de la calle Capel o escribirán a Kearney, mi fiador. Reencarnación: esa es la palabra.



—Alguna gente cree —dijo— que seguimos viviendo en otro cuerpo después de la muerte, y que hemos vivido antes. Eso lo llaman reencarnación. Que todos hemos vivido antes en la tierra, hace miles de años, o en algún otro planeta. Dicen que lo hemos olvidado. Algunos dicen que se acuerdan de sus vidas pasadas.



La perezosa leche devanaba espirales cuajadas por su té. Mejor recordarle la palabra: metempsicosis. Un ejemplo sería mejor. ¿Por ejemplo?



El Baño de la ninfa sobre la cama. Lo regalaban con el número de Pascua de Photo Bits: Espléndida obra maestra en reproducción en color. Té antes de echar leche. No muy distinta de ella con el pelo suelto: más delgada. Tres con seis di por el marco. Ella dijo que haría bonito sobre la cama. Ninfas desnudas; Grecia; y por ejemplo toda la gente que vivía entonces.



Hojeó el libro hacia atrás.



—Metempsicosis —dijo— es como lo llamaban los antiguos griegos. Creían que uno se podía cambiar en un animal o en un árbol, por ejemplo. Lo que llamaban ninfas, por ejemplo.



La cuchara de ella dejó de remover el azúcar. Se quedó mirando fijamente al aire, inhalando con las aletas de la nariz ensanchadas.



—Huele a quemado —dijo—. ¿Dejaste algo al fuego?



—¡El riñón! —gritó él de repente.



Se encajó el libro de mala manera en un bolsillo interior y, golpeándose los dedos de los pies contra la cómoda rota, salió deprisa hacia el olor, por las escaleras abajo, con piernas de cigüeña asustada. Un humo picante subía en iracundo chorro de un lado de la sartén. Empujando una punta del tenedor bajo el riñón lo despegó y lo volcó del revés como una tortuga. Sólo un poco quemado. Lo sacó de la sartén y lo echó en un plato, haciendo gotear encima el escaso jugo pardo.



Taza de té ahora. Se sentó, cortó y untó de mantequilla una rebanada de la hogaza. Raspó la carne quemada y se la echó a la gata. Luego se metió en la boca una tenedorada, mascando con discernimiento la sabrosa carne blanda. En su punto. Un buche de té. Luego cortó dados de pan, mojó uno en la salsa y se lo metió en la boca. ¿Qué era eso de un estudiante joven y una merienda? Alisó la carta junto al plato, leyéndola despacio mientras masticaba, mojando otro pedazo de pan en la salsa y llevándoselo a la boca.



Queridísimo Papi:



Muchísimas gracias muchísimas por el maravilloso regalo de cumpleaños. Me está muy bien. Todo el mundo dice que estoy hecha una belleza con mi gorra nueva. Recibí la maravillosa caja de chocolatinas de mamá y le escribo. Son maravillosas. Me está yendo muy bien ahora en el asunto de las fotos. El Sr. Coghlan me sacó ayer una a mí y a la Sra. La mandará cuando la revelen. Ayer tuvimos mucho trabajo. Un día muy bueno y estaban todas las elegancias de patas gordas. Vamos el lunes al lago Owel con unos cuantos amigos a hacer una merienda de cualquier cosa. Mi cariño para mamá y para ti un beso muy grande y gracias. Les oigo tocar el piano abajo. Va a haber un concierto en el Greville Arms el sábado. Hay un estudiante joven que viene por aquí algunas tardes se llama Bannon y sus primos o no sé quién son peces gordos y canta la canción de Boylan (casi iba a poner Blazes Boylan) sobre esas bañistas. Dile que Milly filili le manda sus mejores saludos. Ahora tengo que terminar con todo mi cariño.



Tu hija que te quiere,



MILLY



P.D. Perdona la mala letra, tengo mucha prisa. Adiós.



Quince años ayer. Curioso, el quince del mes también. Su cumpleaños fuera de casa. Separación. Me acuerdo de la mañana de verano cuando nació, corriendo a sacar de la cama a la señora Thornton en la calle Denzille. Vieja divertida. Cantidades de niñitos ha tenido que ayudar a venir al mundo. Desde el principio supo que el pobre Rudy no iba a vivir. Bueno, Dios es bueno, señor. Lo supo en seguida. Tendría ahora once años si hubiera vivido.



Su rostro vacío se quedó mirando fijamente, con compasión, la postdata. Perdona la mala letra. Prisa. El piano abajo. Va saliendo del cascarón. Pelea con ella en el café XL por lo de la pulsera. No quiso comerse los pasteles ni hablar ni mirar. Descarada. Mojó otros pedazos de pan en la salsa y comió trozo tras trozo de riñón. Doce con seis por semana. No es mucho. Sin embargo, podría irle peor. Teatro de varieté. Joven estudiante. Tomó un trago de té más fresco para bajar la comida. Luego volvió a leer la carta de nuevo: dos veces.



Ah bueno: sabe cuidarse ella misma. Pero ¿y si no? No, no ha pasado nada. Claro que podría. Esperar en todo caso hasta que pase. Una chiquilla de mucho cuidado. Sus finas piernas subiendo a la carrera las escaleras. Destino. Madurando ahora. Presumida: mucho.



Sonrió con turbado afecto hacia la ventana de la cocina. El día que la sorprendí en la calle pellizcándose las mejillas para enrojecérselas. Un poco anémica. Le dieron leche demasiado tiempo. En El Rey de Erín aquel día alrededor del Kish. Aquella condenada vieja cáscara de nuez se sacudía bien. Ni pizca de canguelo. Su bufanda azul claro suelta al viento con su pelo.



Todas rizos y hoyitos, su belleza



va a hacer que un día os hierva la cabeza.



Bañistas. Sobre roto. Las manos metidas en los bolsillos del pantalón, cochero en su día libre, cantando. Amigo de la familia. Os yerva la cabeza, dice. Muelle con faroles, atardecer de verano, banda.



Esas bañistas, esas bañistas,



esas bañistas tan guapas y tan listas.



Milly también. Besos jóvenes: los primeros. Lejos ahora pasados. Sra. Marion. Leyendo repantigada ahora, separándose las mechas del pelo, sonriendo, trenzándolas.



Un suave espasmo de pena le bajó corriendo por el espinazo, aumentando. Ocurrirá, sí. Evitarlo. Inútil: no me puedo mover. Dulces labios leves de muchacha. Ocurrirá también. Sintió la corriente de espasmo extenderse por él. Inútil moverse ahora. Labios besados, besando besados. Carnosos pegajosos labios de mujer.



Mejor donde está allá abajo: lejos. Ocuparla. Quería un perro para pasar el tiempo. Podría hacer un viajecito allá. En el puente de mitad de agosto, sólo dos con seis ida y vuelta. Seis semanas faltan, sin embargo. Podría agenciarme un carnet de prensa. O a través de M’Coy.



La gata, habiéndose limpiado toda la piel, volvió al papel manchado de carne, lo olisqueó y caminó despacio hacia la puerta. Se volvió a mirarle, maullando. Quiere salir. Espera delante de una puerta alguna vez se abrirá. Dejarla esperar. Está agitada. Eléctrica. Truenos en el aire. Estaba lavándose la oreja dando la espalda al fuego, también.



Se sintió pesado, lleno: luego un suave aflojamiento de las tripas. Se puso de pie, desabrochándose el cinturón de los pantalones. La gata le maulló.



—¡Miau! —dijo él, en respuesta—. Espera a que esté listo.



Pesadez: viene un día de calor. Demasiada molestia arrastrarse escaleras arriba hasta el descansillo.

 



Un periódico. Le gustaba leer en el retrete. Espero que ningún cretino venga a llamar a la puerta justo cuando estoy.



En el cajón de la mesa encontró un número viejo del Titbits. Se lo dobló bajo el sobaco, fue hasta la puerta y la abrió. La gata subió en suaves brincos. Ah, quería subir al piso de arriba, acurrucarse hecha una bola en la cama.



Escuchando, la oyó decir:



—Ven, ven, michina. Ven.



Salió al jardín por la puerta de atrás: se detuvo para escuchar hacia el jardín de al lado. Ningún ruido. Quizá colgando ropa a secar. La criada estaba en el jardín. Muy buena mañana.



Se inclinó a observar una esmirriada hilera de menta que crecía junto a la pared. Hacer aquí un invernadero. Trepadoras rojas. Enredaderas de Virginia. Hace falta abonar todo el terreno, es una tierra sarnosa. Una capa de hígado de azufre. Todos los terrenos son así sin estiércol. Aguas de fregar. Greda, ¿eso qué es? Las gallinas en el jardín de al lado: la gallinaza es muy buen abono para encima. Pero lo mejor de todo es el ganado, especialmente cuando se alimentan con esas tortas de semillas aceitosas. Capa de estiércol. Lo mejor para limpiar guantes de cabritilla de señora. Lo sucio limpia. Cenizas también. Regenerar todo el terreno. Criar guisantes en ese rincón. Lechuga. Entonces tener siempre verdura fresca. Sin embargo, los huertos tienen sus inconvenientes. Esa abeja o moscardón aquí el lunes de Pentecostés.



Siguió andando. ¿Dónde tengo el sombrero, por cierto? Debo haberlo vuelto a colgar en el perchero. O estará tirado por el suelo. Curioso, no me acuerdo de esto. El perchero está demasiado lleno. Cuatro paraguas, su impermeable. Recogiendo las cartas. La campanilla de la tienda de Drago sonando. Qué raro estaba pensándolo en ese momento. Pelo castaño brillantinado sobre el cuello de la camisa. Nada más que un lavado y un cepillado. No sé si tendré tiempo para un baño esta mañana. Calle Tara. El tipo de la caja de allí dicen que ayudó a fugarse a James Stephens. O’Brien.



Voz profunda que tiene ese tipo Dlugacz. Agenda ¿qué va a ser? Ea, señorita mía. Entusiasta.



Abrió de una patada la puerta desquiciada del retrete. Más vale tener cuidado no mancharme estos pantalones para el funeral. Entró, inclinando la cabeza en el bajo dintel. Dejando la puerta entreabierta, entre el hedor de enjalbegado mohoso y telas de araña rancias, se desabrochó los tirantes. Antes de sentarse atisbó por una rendija hacia la ventana de la casa de al lado. El rey contaba sus tesoros. Nadie.



Encuclillado sobre la tabla redonda desplegó el periódico pasando las hojas sobre las rodillas desnudas. Algo nuevo y fácil. No hay mucha prisa. Retenerlo un poco. Nuestra colaboración premiada. El golpe maestro de Matcham. Escrito por el señor Philip Beaufoy, Club de los Espectadores, Londres. Al autor se le ha pagado a razón de una guinea por columna. Tres y media. Tres libras con tres. Tres libras, trece con seis.



Tranquilamente leyó, conteniéndose, la primera columna, y cediendo pero resistiendo, empezó la segunda. A medio camino, rindiendo su última resistencia, permitió a sus tripas liberarse tranquilamente mientras leía; aún leyendo pacientemente, ese ligero estreñimiento de ayer ha desaparecido del todo. Espero que no sea demasiado grande no vuelvan las almorranas. No, exactamente lo conveniente. Así. ¡Ah! Estreñido, una tableta de cáscara sagrada. La vida podría ser así. No le conmovía ni afectaba pero era algo vivo y bien arreglado. Imprimen cualquier cosa ahora. Temporada estúpida. Siguió leyendo sentado en calma sobre su propio olor que subía. Bien arreglado, eso sí. Matcham piensa a menudo en el golpe maestro con que conquistó a la risueña brujita que ahora. Empieza y termina con moralidad. Juntos de la mano. Listo. Volvió a echar una ojeada a lo que había leído, y a la vez que sentía sus aguas fluir silenciosamente, envidió benévolamente al señor Beaufoy que había escrito eso y recibido pago de tres libras, trece con seis.



Podría arreglármelas para un esbozo. Por el señor y la señora L. M. Bloom. Inventar una historia sobre algún refrán. ¿Cuál? En otros tiempos solía anotar en el puño de la camisa lo que decía ella vistiéndose. No me gusta lo de vestirnos juntos. Me corté afeitándome. Ella se mordía el labio, al engancharse el cierre de la falda. Contándole el tiempo. 9.15. ¿No te ha pagado Roberts todavía? 9.20. ¿Cómo iba vestida Gretta Conroy? 9.23. ¿Cómo se me habrá ocurrido comprar este peine? 9.24. Me siento hinchada con esa col. Una mota de polvo en el charol de su bota: frotándose vivamente por turno la punta de cada zapato contra la media en la pantorrilla. La mañana después del baile de beneficencia donde la banda de May tocó la Danza de las horas de Ponchielli. Explicar eso: horas de la mañana, mediodía, luego el anochecer viniendo, luego horas de la noche. Lavándose los dientes. Eso fue la primera noche. Su cabeza al bailar. Las varillas de su abanico chascando. ¿Ese Boylan anda bien de medios? Tiene dinero. ¿Por qué? Noté que le olía bien el aliento al bailar. Inútil canturrear entonces. Aludir a eso. Extraña clase de música esa última noche. El espejo estaba en sombra. Frotaba vivamente su espejo de mano en el chaleco de lana contra su teta llena y ondulante. Atisbándolo. Arrugas en sus ojos. No era posible estar seguro, no sé por qué.



Horas del anochecer, muchachas en tul gris. Horas de la noche luego con puñales y antifaces. Idea poética rosa luego dorado luego gris luego negro. Sin embargo, también fiel a la realidad. Día, luego la noche.



Arrancó bruscamente la mitad del cuento premiado y se limpió con él. Luego se ciñó los pantalones, se puso los tirantes y se abotonó. Tiró de la puerta del retrete, agitada en sacudidas, y salió de lo sombrío al aire.



En la luz clara, iluminado y refrescado de miembros, observó cuidadosamente sus pantalones negros, los bajos, las rodillas, las bolsas de las rodillas. ¿A qué hora es el entierro? Mejor mirarlo en el periódico.



Un rechinar y un sombrío zumbido en el aire, allá arriba. Las campanas de la iglesia de San Jorge. Daban la hora: sonoro hierro oscuro.



Ay-oh, ay-oh.



Ay-oh, ay-oh.



Ay-oh, ay-oh.



Menos cuarto. Otra vez ahí: los armónicos siguiendo por el aire. Una tercera.



¡Pobre Dignam!



––––––––










5



El señor Bloom avanzaba con seriedad, junto a grandes carros de carga, pasando ante Windmill Lane, el molino de linaza de Leask, la central de correos y telégrafos. También podía haber dado esa dirección. Y ante el hogar de los marineros. Se apartó de los ruidos mañaneros del muelle y entró por la calle Lime. Junto a las casas baratas de Brady, vagueaba un chico de la tenería, con su cubo de desperdicios al brazo, fumando una colilla masticada. Una niña más pequeña con un eczema en la frente le lanzó una mirada, sujetando distraída un aro de tonel. Dile que si fuma no va a crecer. ¡Ah, déjale! Su vida no es ningún lecho de rosas. Esperando a la puerta de las tabernas para llevar a padre a casa. Vuelve a casa con madre, padre. Hora muerta: no habrá muchos aquí. Cruzó la calle Townsend, pasó junto a la cara ceñuda de la capilla Bethel. Él, sí; casa de; Aleph, Beth. Y dejó atrás la funeraria de Nichol. A las once es. Suficiente tiempo. Estoy seguro de que Corny Kelleher le ha pescado ese trabajo a O’Neill. Cantando con los ojos cerrados. Cornudo. La encontré una vez en los jardines. En lo oscuro. Qué pillines. Un espía: policía. Ella dijo su nombre y dirección con el tororón tororón pon pon. Ah sí, seguro que se lo ha pescado. Enterrarle barato en un comosellame. Con el tororón tororón tororón tororón.



En Westland Row se detuvo ante el escaparate de la Belfast and Oriental Tea Company y leyó las etiquetas de los paquetes en papel de estaño: mezcla selecta, la mejor calidad, té de familia. Bastante caliente. Té. Tengo que pedirle un poco a Tom Kernan. Pero no podría pedírselo en un entierro. Mientras sus ojos seguían leyendo vagamente se quitó el sombrero inhalando su brillantina y elevó la mano derecha con lenta gracia por la frente y el pelo. Una mañana muy calurosa. Bajo los párpados caídos sus ojos encontraron el diminuto lazo de la badana de dentro de su Sombrero Alta Cal. Ahí precisamente. Su mano derecha descendió al hueco del sombrero. Los dedos encontraron en seguida una tarjeta detrás de la badana y la trasladaron al bolsillo del chaleco.



Qué calor. Se pasó la mano derecha una vez más, más despacio, por la frente y el pelo. Luego se volvió a poner el sombrero, aliviado; y volvió a leer: mezcla selecta, preparada con las mejores marcas de Ceilán. El Extremo Oriente. Debe ser un sitio delicioso: el jardín del mundo, grandes hojas perezosas en que flotar a la deriva, prados floridos, lianas serpentinas las llaman. No sé si será así. Esos cingaleses vagabundeando por ahí al sol en dolce far niente. No dando golpe en todo el día. Duermen seis meses de cada doce. Demasiado calor para pelearse. Influencia del clima. Letargia. Flores del ocio. El aire les alimenta sobre todo. Ázoes. Invernadero en el Jardín Botánico. Plantas sensitivas. Nenúfares. Pétalos demasiado cansados para. La enfermedad del sueño en el aire. Andar sobre pétalos de rosa. Imagínate tratando de comer callos y uña de vaca. ¿Dónde estaba aquel tipo que vi en esa foto no sé dónde? Ah, sí, en el Mar Muerto, flotando tumbado, leyendo un libro con una sombrilla abierta. No se podría hundir aunque lo intentara: tan denso de sal. Porque el peso del agua, no, el peso del cuerpo en el agua es igual al peso del ¿qué? ¿O es el volumen lo que es igual al peso? Es una ley más o menos así. Vance en la escuela media, haciendo crujir las coyunturas de los dedos, enseñando. El currículum de estudios. Currículum crujiente. ¿Qué es el peso realmente cuando se dice el peso? Treinta y dos pies por segundo por segundo. Ley de la caída de los cuerpos: por segundo por segundo. Todos caen al suelo. La tierra. Es la fuerza de la gravedad de la tierra lo que es el peso.



Se dio vuelta y cruzó la calle lentamente. ¿Cómo andaba esa de las salchichas? Así más o menos. Andando, sacó del bolsillo de la chaqueta el Freeman doblado, lo desdobló, lo enrolló a lo largo como una batuta y golpeó con él la pernera del pantalón a cada lento paso. Aire descuidado: sólo dejarme caer por ahí dentro a ver. Por segundo por segundo. Por segundo por cada segundo, quiere decir. Desde el bordillo disparó un agudo vistazo a través de la puerta de la estafeta. Buzón de alcance. Depositar aquí. Nadie. Adentro.



Adelantó la tarjeta a través de la reja de latón.



—¿Hay cartas para mí? —preguntó.



Mientras la empleada buscaba en un casillero, él miró al cartel de reclutamiento con soldados de todas las armas en desfile, y se aplicó el extremo de la batuta contra los agujeros de la nariz, oliendo papel de trapos recién impreso. No hay respuesta probablemente. Me excedí demasiado la última vez.



La empleada le devolvió la tarjeta a través de la reja con una carta. Él dio las gracias y echó una rápida ojeada al sobre a máquina.



Sr. D. Henry Flower



Lista de Correos, Westland Row.



Ciudad.



Contestó, de todas maneras. Deslizó en el bolsillo de la chaqueta tarjeta y carta, volviendo a pasar revista a los soldados en desfile. ¿Dónde está el regimiento del viejo Tweedy? Soldado licenciado. Ahí: gorro de piel de oso y penacho. No, ése es un granadero. Puños en punta. Ahí está: fusileros reales de Dublín. Casacas rojas. Demasiado vistosas. Por eso debe ser por lo que les persiguen las mujeres. El uniforme. Más fáciles de alistar y de instruir. La carta de Maud Gonne para que se los lleven de la calle O’Connell por la noche: deshonra para nuestra capital irlandesa. El periódico de Griffith machacando ahora el mismo clavo: un ejército podrido de enfermedades venéreas: imperio ultramarino ultramarrano. Parecen a medio cocer: hipnotizados o algo así. Vista al frente. Marcar el paso. Izquierdo: cerdo. Derecho: pecho. Regimiento del Rey. Nunca verle vestido de bombero o de guardia. Masón, sí.



Salió con indolencia de la estafeta y dobló a la derecha. Hablar: como si eso arreglara las cosas. Metió la mano en el bolsillo y el índice se abrió paso bajo el cierre del sobre, abriéndolo en desgarrones a sacudidas. Las mujeres hacen mucho caso de eso, no creo. Los dedos sacaron la carta y apelotonaron el sobre en el bolsillo. Algo sujeto con un alfiler; foto quizá. ¿Pelo? No.

 



M’Coy. Quítatele de encima deprisa. Me desvía de mi camino. Me fastidia estar acompañado cuando uno.



—Hola, Bloom. ¿A dónde vas?



—Hola, M’Coy. A ningún sitio especial.



—¿Qué tal va ese cuerpo?



—Muy bien. ¿Cómo estás tú?



—Se va viviendo —dijo M’Coy.



Con los ojos en la corbata y el traje negro preguntó respetuoso en voz baja:



—¿Ocurre algo... ninguna desgracia, espero? Veo que vas...



—Ah, no —dijo el señor Bloom—. El pobre Dignam, ya sabes. Hoy es el entierro.



—Claro, pobre chico. Así que es eso. ¿A qué hora?



Una foto no es. Quizá una insignia.



—A... a las once —contestó el señor Bloom.



—Tengo que intentar llegarme por allí —dijo M’Coy—. ¿A las once, no? No me enteré hasta anoche mismo. ¿Quién me lo dijo? Holohan. ¿Conoces al cojito Hoppy?



—Sí, le conozco.



El señor Bloom miraba al otro lado de la calle el coche de punto estacionado a la puerta del Grosvenor. El portero izaba la maleta hasta el hueco tras el pescante. Ella estaba quieta, esperando, mientras el hombre, marido, hermano, parecido a ella, buscaba suelto en el bolsillo. Muy elegante ese abrigo de cuello redondeado, caliente para un día como éste, parece tela de manta. Descuidada postura de ella con las manos en esos bolsillos de parche. Como aquella altiva criatura en el partido de polo. Las mujeres, todas espíritu de casta hasta que tocas el sitio. Bien está lo que bien parece. Reservada a punto de rendirse. La honorable Señora y Bruto es un hombre honorable. Poseerla una vez le quita el almidonado.



—Estaba yo con Bob Doran, anda en una de sus temporadas de líos, y ese como se llame Bantam Lyons. Ahí mismo en Conway estábamos.



Doran Lyons en Conway. Ella se llevó al pelo una mano enguantada. Entró Hoppy. A echar un trago. Inclinando atrás la cabeza y mirando a lo lejos desde sus párpados velados vio la luminosa piel de cierva brillar en el fulgor del sol, las trenzas en moños. Hoy veo con claridad. La humedad por ahí quizá da larga vista. Hablando de unas cosas y otras. La mano de la dama. ¿Por qué lado subirá?



—Y dice él: ¡Qué cosa más triste lo de nuestro pobre amigo Paddy! ¿Qué Paddy? digo yo. El pobrecillo Paddy Dignam, dice él.



Al campo: probablemente a Broadstone. Botas altas castañas con cordones colgando. Pie bien torneado. ¿Qué anda enredando ése con el suelto? Ella me ve que estoy mirando. Siempre con el ojo listo por si algún otro tipo. Buen repuesto. Dos cuerdas para su arco.



—¿Por qué? digo yo. ¿Qué le pasa de malo? digo.



Orgullosa; rica; medias de seda.



—Sí —dijo el señor Bloom.



Se echó un poco a un lado de la cabeza parlante de M’Coy. Sube en un momento.



—¿Qué le pasa de malo? dice él. Que se ha muerto, dice. Y, palabra, se llenó el vaso. ¿Es Paddy Dignam? digo yo. No lo podía creer cuando lo oí. Estuve con él el viernes mismo, o fue el jueves, en el Arch. Sí, dice. Se ha muerto. Se murió el lunes, pobre chico.



¡Mira! ¡Mira! Destello de seda ricas medias blancas. ¡Mira!



Se interpuso un pesado tranvía tocando la campanilla.



Me lo perdí. Maldita sea tu jeta charlatana. Se siente uno como si hubieran cerrado dejándole fuera. El Paraíso y la Peri. Siempre pasa así. En el mismo instante. La chica en el portal de la calle Eustace. El lunes era, arreglándose la liga. Su amiga cubría la exhibición de. Esprit de corps. Bueno, ¿qué hace ahí con la boca abierta?



—Sí, sí —dijo el señor Bloom tras un sordo suspiro—. Otro que se va.



—Uno de los mejores —dijo M’Coy.



Pasó el tranvía. Ellos iban hacia el puente de la Circunvalación, la rica mano enguantada de ella en el agarradero de acero. Brilla, brilla: el fulgor de encaje de su sombrero al sol: brilla, bri.



—La mujer bien, supongo —dijo la voz cambiada de M’Coy.



—Ah sí —dijo el señor Bloom—. De primera, gracias.



Desenrolló la batuta de periódico distraídamente y distraídamente leyó:



¿Qué es un hogar que no tiene



carne en conserva Ciruelo?



Incompleto. ¿Y cuando viene?



Una