Obras completas de Sherlock Holmes

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Aus der Reihe: Colección Oro
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Capítulo III:

El misterio del jardín de Lauriston

Mi respeto por la capacidad de análisis de mi compañero aumentó en proporciones asombrosas, tras quedar impresionado por la constatación inequívoca de sus teorías. Eso sí, me quedaba aún un latente recelo a que hubiera preparado todo para deslumbrarme, aunque excedía a mi entendimiento qué demonios podía buscar con una pega semejante. Al mirarlo, él había finalizado con la carta y sus ojos sin brillo tenían la expresión perdida de cuando se ensimismaba.

—¿Cómo se las arregló para hacer tal deducción? —le pregunté.

—¿Qué deducción? —me contestó Holmes con petulancia.

—¿Cuál ha de ser? La de que era sargento retirado de la Marina.

—No estoy para bagatelas —me contestó bruscamente, pero luego se dulcificó con una sonrisa para decir—: Perdone mi descortesía. Es que me cortó el hilo de mis pensamientos; quizá sea lo mismo. ¿De modo que usted no fue capaz de ver que ese hombre era sargento de la Marina?

—En modo alguno.

—Pues era más fácil darse cuenta de ello que explicar cómo lo supe. Si le dijesen que demostrase que dos y dos son cuatro, quizás usted se vería en apuros, a pesar de tener la absoluta certeza de que, en efecto, lo son. Desde este lado de la calle pude distinguir, cuando él estaba en el de enfrente, que nuestro hombre llevaba tatuada en el dorso de la mano una gran áncora. Eso olía a mar. Pero su porte era militar y tenía las patillas de reglamento. Ahí teníamos al hombre de la Marina de Guerra. Había en nuestro hombre ínfulas y aires de mando. Debió haberse fijado usted en lo erguido de su cabeza y en el vaivén que imprimía a su bastón.

—¡Asombroso! —exclamé yo.

—Es de lo más común —dijo Holmes, aunque pensé que, a juzgar por la expresión de su cara, mi evidente sorpresa y admiración le complacían—. Afirmé hace un instante que no había criminales. Por lo visto, me equivoqué. ¡Entérese de esto!

Me tiró desde donde él estaba la carta que el ordenanza había traído.

—¡Pero esto es horroroso! —exclamé en cuanto le puse la vista encima.

—Parece que se sale un poco de lo corriente —comentó él con calma—. ¿Tiene usted inconveniente en leérmela en voz alta?

He aquí la carta que le leí:

“Mi querido Sherlock Holmes: Esta noche, a las tres, ha ocurrido un mal suceso en los Jardines Lauriston, situados a un lado de la carretera de Brixton. Uno de nuestros hombres, haciendo la ronda, vio allí una luz a eso de las dos de la madrugada, y como se trata de una casa deshabitada, receló que algo extraordinario ocurría. Halló la puerta abierta, y en la habitación de la parte delantera, que está sin amueblar, encontró el cadáver de un caballero bien vestido, y sobre él tarjetas con el nombre de “Enoch J. Drebber, Cleveland, Ohio, EE.UU.” No ha existido robo, y no hay nada que indique de qué manera encontró aquel hombre la muerte. En la habitación hay manchas de sangre, pero el cuerpo no tiene herida alguna. No sabemos cómo explicar el hecho de que aquel hombre se encontrase allí; todo el asunto resulta un rompecabezas. Si le es posible acercarse hasta la casa en algún momento, antes de las doce, me encontrará en ella. He dejado todas las cosas en statu quo hasta recibir noticias suyas. Si le es imposible venir, yo le proporcionaré detalles más completos y apreciaré como una gran gentileza de su parte el que me favorezca con su opinión.

Suyo atentamente,

Tobías Gregson.”

—Gregson es el hombre más agudo de Scotland Yard —comentó mi amigo—. Él y Lestrade son lo mejorcito de un grupo de torpes. Actúan con rapidez y energía, pero sin salirse de la rutina. Son odiosamente rutinarios. Además, se acuchillan el uno al otro. Son tan celosos como una pareja de beldades profesionales. Resultará divertido este caso si los dos husmean la pista.

Yo estaba atónito viendo la tranquilidad con que Sherlock Holmes iba haciendo, una tras otra, sus observaciones, y dije:

—No se puede perder tiempo. ¿Quiere que vaya y pida un coche de alquiler para usted?

—No estoy seguro de que me decida a ir. Soy el individuo más incurablemente haragán que calzó jamás zapatos de cuero... quiero decir que lo soy cuando me acomete el acceso de haraganería, porque en otras ocasiones puedo ser bastante activo.

—Pero aquí tiene la oportunidad que tanto anhelaba.

—¿Y qué le va a usted con ello, mi querido compañero? Supongamos que yo lo aclaro todo. En ese caso, puede usted tener la seguridad de que Gregson, Lestrade y compañía se embolsarán toda la gloria. Eso ocurre cuando se es un personaje sin cargo oficial.

—Pero él le suplica que acuda en su ayuda.

—Sí. Él sabe que yo le soy superior y lo reconoce ante mí, pero se cortaría la lengua antes de confesarlo ante una tercera persona. Sin embargo, bien podemos ir y echar un vistazo. Trabajaré el asunto por mi cuenta. Podré por lo menos reírme de ellos, ya que no sacaré otra cosa. ¡Vamos!

Se puso a toda prisa el gabán y se ajetreó de manera que se veía que el acceso de apatía había sido desplazado por un acceso de energía.

—Coja su sombrero —me dijo.

—¿Desea usted que le acompañe?

—Sí, a menos que tenga algo mejor que hacer.

Un minuto después, nos hallábamos los dos dentro de un coche de alquiler de un caballo que nos llevaba a velocidad furibunda por la carretera de Brixton.

Era una mañana brumosa, y sobre los tejados de las casas colgaba un velo de color pardo, que producía la impresión de ser un reflejo del color del barro de las calles que había debajo. Mi compañero estaba del mejor humor y fue charlando acerca de los violines de Cremona y las diferencias que existen entre un Stradivarius y un Amalfi. Yo por mi parte, iba callado, porque el tiempo tristón y lo melancólico del asunto en que nos habíamos metido deprimían mi ánimo.

—Me parece que no dedica usted gran atención al asunto que tiene entre manos —le dije, por fin, cortando las disquisiciones musicales de Holmes.

—No dispongo todavía de datos —me contestó—. Es una equivocación garrafal el sentar teorías antes de disponer de todos los elementos de juicio, porque así es como este se tuerce en un determinado sentido.

—Pronto va usted a disponer de los datos que necesita, porque esta es la carretera de Brixton y aquí tenemos la casa, si no estoy muy equivocado —le dije, señalándosela con el dedo.

—En efecto. ¡Pare, cochero, pare!

Todavía estábamos a un centenar de metros más o menos de la casa, pero él insistió en que nos apeásemos y terminamos a pie nuestro viaje.

El número 3 de los Jardines de Lauriston ofrecía un aspecto siniestro y amenazador. Era una de las cuatro casas que se alzaban un poco apartadas de la calle, y de las cuales dos estaban habitadas y otras dos vacías. En estas últimas se veían tres hileras de melancólicas ventanas inexpresivas, desnudas y tristonas, menos alguna que otra en que un cartel de “Se alquila” se había extendido como una catarata sobre los legañosos paneles de cristal. Un jardincillo salpicado por una erupción de enfermizas plantas aisladas separaba cada una de estas casas de la calle, y cada jardincillo estaba cruzado por un estrecho sendero de color amarillento que parecía formado con una mezcla de arcilla y grava. La lluvia caída durante la noche había convertido todo en un barrizal. Rodeaba el jardín una tapia de ladrillo de tres pies de altura que tenía en su parte superior una orla de listones de madera. Recostado en esa cerca había un fornido guardia, al que rodeaba un pequeño grupo de desocupados que estiraban sus cuellos y ponían en tensión sus ojos con la vana esperanza de ver algo de lo que tenía lugar dentro.

Yo me había formado la idea de que Sherlock Holmes se daría prisa en entrar en la casa y se zambulliría de golpe en el estudio del mismo. Por lo visto, nada estaba más lejos de sus propósitos. Se paseó tranquilamente por la acera, contempló de manera inexpresiva el suelo, el cielo, las casas de la acera de enfrente y la línea de verjas, todo ello con un aire despreocupado que me pareció a mí que lindaba con la afectación en circunstancias como aquellas. Una vez que hubo terminado ese escrutinio, se encaminó lentamente por el sendero, o, mejor dicho, por la orla de césped que lo flanqueaba, manteniendo la vista clavada en el suelo. Se detuvo dos veces, en una ocasión le vi sonreír y oí que lanzaba una exclamación satisfecha. En el suelo húmedo arcilloso se veían muchas huellas de pies, pero como los policías habían ido y venido por el sendero, yo no acertaba a comprender cómo mi compañero podía abrigar esperanzas de descubrir allí algo de interés. Sin embargo, después de las demostraciones extraordinarias de la rapidez de su facultad de percepción, no dudaba de que él fuera capaz de descubrir muchas cosas que para mí estaban ocultas.

En la puerta de la casa trabamos conversación con un hombre alto, de cutis blanco y cabellos blondos, que tenía en la mano un cuaderno. Este individuo había corrido hacia nosotros y estrechado con efusión la mano de mi compañero, diciéndole:

—Ha sido usted muy amable viniendo. Lo he dejado todo intacto.

—¡Salvo eso! —le contestó mi amigo, apuntando hacia el sendero—. Ni aunque hubiera pasado por ahí una manada de búfalos podrían haberlo revuelto más. Sin embargo, es seguro que usted, Gregson, había sacado ya sus deducciones antes de permitir eso.

—¡Son tantas las cosas que he tenido que hacer en el interior de la casa! —contestó el detective de manera evasiva—. Mi colega el señor Lestrade se encuentra aquí, y yo confié en que él cuidaría este detalle.

Holmes me miró y arqueó burlonamente las cejas, diciendo:

—Estando sobre el terreno dos hombres como usted y Lestrade, no será gran cosa lo que le quede por descubrir a una tercera persona.

 

Gregson se frotó las manos, satisfecho, y contestó:

—Creo que hemos hecho todo lo que se puede hacer; sin embargo, es este un caso raro, y yo sabía que a usted le gustan estas cosas.

—¿Vino acaso usted hasta aquí en un coche de alquiler? —preguntó Holmes.

—No, señor.

—¿Ni tampoco Lestrade?

—No, señor.

—Entonces, vamos a examinar la habitación.

Después de esa observación, que no venía al caso, se metió en la casa muy despacio, seguido de Gregson, en cuyas facciones se retrataba el asombro.

Un pasillo de poca extensión, polvoriento y con el entarimado desnudo, conducía a la cocina y a la despensa. A derecha e izquierda del pasillo se abrían dos puertas, una de las cuales llevaba, sin duda, cerrada muchas semanas. La otra daba al comedor, que era el cuarto donde había tenido lugar el misterioso hecho. Holmes entró, y yo le seguí con el sentimiento de opresión que inspira la presencia de la muerte.

Era una habitación cuadrada y amplia, pareciéndolo aún más por la ausencia de mobiliario. Las paredes estaban revestidas de un papel vulgar y chillón, pero que dejaba ver en algunos lugares manchones de moho y, aquí y allá, grandes tiras que se habían despegado y colgaban hacia el suelo, dejando al descubierto el revestimiento amarillo que había debajo. Enfrente de la puerta había una ostentosa chimenea con una repisa de imitación de mármol blanco. En un ángulo de la repisa había pegado un muñón de una vela de cera colorada. La solitaria ventana se hallaba tan sucia, que la luz que dejaba pasar era tenue y difusa y lo teñía todo de una tonalidad gris apagada, intensificada todavía más por la espesa capa de polvo que recubría toda la habitación.

Yo me fijé más adelante en todos estos detalles. De momento, mi atención se centró en la figura abandonada, torva, inmóvil, que yacía tendida sobre el entarimado y que tenía clavados sus ojos inexpresivos y ciegos en el techo descolorido. Era la figura de un hombre de unos cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, de estatura mediana, ancho de hombros, de pelo negro ondulado y brillante y barba corta y áspera. Vestía levita y chaleco de grueso popelín de lana, pantalones de color claro y cuello de camisa y puños inmaculados. Un sombrero de copa, bien cepillado y alisado, se veía en el suelo, junto al cadáver. Tenía los puños cerrados y los brazos abiertos, en tanto que sus miembros inferiores estaban trabados el uno con el otro, como indicando que los forcejeos de su agonía habían sido dolorosos. Su rostro rígido tenía impresa una expresión de horror y, según me pareció, de odio; una expresión como yo no había visto jamás en un rostro humano. Esta contorsión terrible y maligna de las facciones, unida a lo estrecho de su frente, su nariz achatada y su mandíbula, de un marcado prognatismo, imprimían al muerto un aspecto singularmente parecido al de un mono, y su postura retorcida y forzada aumentaba todavía más esa impresión. Yo he visto la muerte en muchas formas, pero nunca se me presentó con aspecto más tenebroso que en aquella habitación oscura y siniestra, que daba a una de las principales arterias de un suburbio londinense.

Lestrade, tan flaco y parecido a un hurón como siempre, se hallaba en pie junto al umbral y nos dio la bienvenida a mi compañero y a mí.

—Señor, este caso armará revuelo —fue su comentario—. Deja atrás a cuanto yo he visto hasta ahora, y yo no soy un novato.

—No hay clave alguna —dijo Gregson,

—Absolutamente ninguna —canturreó Lestrade. Sherlock Holmes se acercó al cadáver, se arrodilló y lo examinó con gran atención.

—¿Están ustedes seguros de que no tiene ninguna herida? —preguntó, apuntando con el dedo hacia las muchas manchas y salpicaduras de sangre que había a su alrededor.

—¡Totalmente seguros! —exclamaron ambos detectives.

—Pues entonces esta sangre es la de otro individuo, quizás el asesino, si se ha cometido, en efecto, un asesinato. Esto me trae a la memoria las circunstancias que rodeaban la muerte de Van Jansen, de Utrecht, ocurrida el año treinta y cuatro. ¿Recuerda usted el caso, Gregson?

—No, señor.

—Pues léalo; debería usted leerlo. Nada hay nuevo bajo el sol. Todo ha sido ya hecho antes.

Mientras hablaba, sus ágiles dedos volaban de aquí para allá, por todas partes, palpando, presionando, desabrochando, examinando, en tanto que sus ojos conservaban la misma expresión de lejanía de la que he hablado ya. Tan veloz fue el examen, que difícilmente podría uno adivinar la minuciosidad con que había sido llevado a cabo. Para terminar, oliscó los labios del muerto y después echó una ojeada a las suelas de sus botas de charol.

—¿Nadie lo ha movido? —preguntó.

—Tan solo lo requerido para el examen que nosotros hemos hecho.

—Pueden llevarlo de inmediato hasta el depósito de cadáveres —dijo—. No hay nada más que averiguar.

Gregson tenía a mano una camilla y cuatro hombres, que acudieron a su llamada, alzaron y se llevaron al desconocido. Al levantarlo se oyó el tintineo de un anillo que cayó y rodó por el suelo. Lestrade se apoderó de él y se quedó mirándolo, lleno de confusión.

—Aquí ha estado una mujer —exclamó—. Este es un anillo de boda de una mujer.

Mientras hablaba nos lo enseñaba en la palma de su mano. Todos nos agrupamos en torno suyo con la mirada fija en el anillo. No cabía la menor duda de que aquel aro de oro liso había servido de adorno al dedo de una novia.

—Esto complica la tarea —dijo Gregson—. ¡Y bien sabe Dios que ya tenía bastantes complicaciones!

—¿Está usted seguro de que no la simplifica? —hizo notar Holmes—. Nada se averigua con quedarse mirando el anillo. ¿Qué es lo que hallaron en los bolsillos del muerto?

—Lo tenemos todo aquí —dijo Gregson, apuntando con el índice un revoltillo de objetos extendidos en uno de los últimos escalones del arranque de la escalera—. Un reloj de oro número noventa y siete mil ciento sesenta y tres, procedente de Barraud, de Londres. Una cadena Albertina de oro, muy pesada y maciza. Anillo de oro con el emblema masónico. Alfiler de oro: la cabeza de un bulldog con rubíes a modo de ojos. Tarjetero de piel de Rusia conteniendo tarjetas de Enoch J. Drebber, de Cleveland, que corresponde a las iniciales E. J. D. de la ropa interior. No hay monedero, pero sí dinero suelto hasta la suma de siete libras trece chelines. Edición de bolsillo del Decamerón, de Boccaccio, con el nombre de Joseph Stangerson en la guarda. Dos cartas, la una dirigida a E. J. Drebber, y la otra, a Joseph Stangerson.

—¿Y a qué dirección?

—Al American Exchange, Strand, de donde serán retiradas. Ambas proceden de la Compañía de Navegación Guion y hacen referencia a la fecha de salida de sus barcos desde Liverpool. Es evidente que este desdichado se hallaba a punto de regresar a Nueva York.

—¿Han hecho ustedes alguna averiguación acerca del individuo Stangerson?

—Me puse a ello en el acto —dijo Gregson—. Hice enviar anuncios a todos los periódicos, y uno de mis hombres ha marchado al American Exchange, sin que haya regresado todavía.

—¿Preguntaron a Cleveland?

—Esta mañana pusimos el telegrama.

—¿Cómo lo redactó?

—Me ceñí al relato de lo ocurrido, manifestando que agradeceríamos cualquier dato que pudiera servirnos de ayuda.

—¿No pidió usted detalles de ningún punto que le pareciera decisivo?

—Pedí informes acerca de Stangerson.

—¿Nada más que eso? ¿No existe algún detalle sobre el que parece girar todo el caso? ¿No quiere usted volver a telegrafiar?

—He dicho todo lo que tenía por decir —contestó Gregson con acento de hombre ofendido.

Sherlock Holmes se rio por lo bajo, y ya parecía estar a punto de hacer alguna observación cuando Lestrade, que mientras nosotros manteníamos esta conversación en el vestíbulo había permanecido en la habitación delantera, reapareció en escena frotándose las manos con mucha prosopopeya y engreimiento.

—Señor Gregson —dijo—, acabo de hacer un descubrimiento de la mayor importancia y que habría pasado por alto si yo no hubiese examinado cuidadosamente las paredes.

Le centelleaban los ojos al hombrecito y saltaba a la vista que sentía júbilo oculto por haber podido anotarse un punto sobre su colega.

—Vengan ustedes —dijo, y volvió a meterse apresuradamente en la habitación, en la que se respiraba una atmósfera más despejada desde que se habían llevado a su lívido inquilino—. Y ahora, colóquense aquí —prendió un fósforo en su bota y lo levantó, arrimándolo a la pared.

—¡Fíjense en esto! —exclamó triunfante.

He hecho ya notar que el papel se había desprendido en varios sitios. En el ángulo en cuestión se había despegado un trozo grande y había dejado un recuadro amarillo de tosco revoco. De parte a parte de esta superficie desnuda, alguien había garrapateado, en letras rojas escritas con sangre, una sola palabra:

Rache

—¿Qué opinión tiene usted de esto? —exclamó el detective, con ínfulas de un empresario que exhibe un espectáculo—. Nadie reparó en ello porque este es el rincón más oscuro del cuarto y a nadie se le ocurrió mirar aquí. El asesino lo ha escrito con su propia sangre, sea hombre o mujer. ¡Vean este goterón que se ha escurrido pared abajo! Esto obliga a dejar de lado, en todo caso, la idea de un suicidio. ¿Por qué razón fue elegido este ángulo para escribir en él? Se lo voy a decir. Fíjense en la vela que hay encima de la repisa de la chimenea. Cuando esto fue escrito esa vela estaba encendida; y al estar encendida la vela, resultaba este rincón el mejor iluminado de toda la pared, en lugar de ser el más oscuro.

—¿Y qué alcance tiene esa palabra, una vez que usted la ha descubierto? —preguntó Gregson en tono despectivo.

—¿Qué alcance tiene? Pues este: que quien la escribió iba a poner el nombre femenino Rachel, pero algo ocurrió antes que él, o ella, tuviera tiempo de terminar la palabra. Fíjense bien en lo que digo: cuando se consiga poner en claro este caso se encontrarán con que algo tiene que ver en el mismo una mujer que se llama Rachel. Puede usted reírse, señor Sherlock Holmes. Usted es muy inteligente y muy hábil; pero, en resumidas cuentas, el sabueso viejo es el mejor.

—¡Perdóneme, yo se lo ruego! —dijo mi compañero, que al estallar en una carcajada había encrespado el genio del hombrecito—. Por supuesto que usted se ha adjudicado el mérito de ser el primero de nosotros que ha descubierto esto que, según todas las señales y como usted dice, parece haber sido escrito por la otra persona que participó en el misterio de la pasada noche. Todavía no he tenido tiempo de examinar esta habitación, pero, con su permiso, procederé a hacerlo ahora.

Al mismo tiempo que hablaba sacó de su bolsillo una cinta de medir y un gran cristal redondo de aumento. Provisto de estos dos accesorios recorrió, sin hacer ruido, de un lado a otro el cuarto, deteniéndose en ocasiones, arrodillándose alguna vez y hasta tumbándose con la cara pegada al suelo. Tan concentrado estaba en su tarea, que pareció haberse olvidado de nuestra presencia, porque no dejó en todo ese tiempo de chapurrar entre dientes consigo mismo, manteniendo un fuego graneado de exclamaciones, gemidos, silbidos y pequeños gritos, que daban la sensación de que él mismo se daba ánimos y esperanza. Mirándolo, me vino con fuerza irresistible al recuerdo la imagen de un sabueso de pura sangre y bien entrenado, que tan pronto se precipita hacia adelante como hacia atrás por el bosque abajo, lanzando ansiosos gruñidos, hasta que descubre otra vez el rastro perdido. Continuó en su búsqueda por espacio de veinte minutos o más, midiendo con el mayor cuidado la distancia entre ciertas señales que eran completamente invisibles para mí, y aplicando algunas veces la cinta de medir a las paredes de un modo igualmente incomprensible. En uno de los sitios reunió con gran cuidado un montoncito de polvo gris del suelo y lo guardó dentro de un sobre. Por último, examinó con su lente de aumento la palabra escrita en la pared, revisando cada una de las letras con la exactitud más minuciosa. Después de todo aquello, y dando muestras de estar satisfecho, volvió a guardarse la cinta de medir y la lente en su bolsillo.

—Afirman que el genio es la capacidad infinita de tomarse molestias —comentó, sonriéndose—. Como definición, es extremadamente mala, pero corresponde bien al trabajo detectivesco.

Gregson y Lestrade habían contemplado los movimientos de su compañero amateur con mucha curiosidad y cierto desdén. Era evidente que no habían llegado a dar importancia al hecho que yo había empezado a comprobar: que los más insignificantes actos de Sherlock Holmes tendían todos hacia una finalidad concreta y práctica.

 

—¿Qué opinión se ha formado usted, señor? —le preguntaron los dos al unísono.

—Si yo me jactase de ayudarles a ustedes, los despojaría con ello del honor que les corresponde en la resolución de este caso —hizo notar mi amigo—. Lo llevan ustedes hasta ahora tan perfectamente, que sería una pena que interviniese nadie más —y al decir esto, el tono de su voz rezumaba sarcasmo—. Si ustedes quieren tenerme al corriente de la marcha de sus investigaciones, yo me sentiré muy dichoso de proporcionarles toda la ayuda que esté en mi mano —continuó—. Por el momento, desearía hablar con el guardia que descubrió el cadáver. ¿Pueden ustedes darme su nombre y dirección?

Lestrade buscó en su cuaderno y dijo:

—John Rance. En este momento no está de servicio. Lo encontrará usted en el número cuarenta y seis, Audley Court, Kennington Park Gate.

Holmes anotó la dirección y dijo:

—Venga conmigo, doctor; iremos allí y daremos con él. Voy a decirles algo que quizá les sirva de ayuda en este caso —prosiguió, volviéndose hacia los dos detectives—. Aquí se ha cometido un asesinato, y el asesino fue un hombre. Ese hombre tenía más de uno ochenta de estatura, es joven, de pies pequeños para lo alto que es, calzaba botas toscas de puntera cuadrada y fumaba un cigarro de Trichinopoly. Llegó a este lugar con su víctima en un coche de cuatro ruedas, del que tiraba un caballo calzado con tres herraduras viejas y una nueva en su pata derecha delantera. Hay grandes posibilidades de que el asesino fuera un hombre de cara rubicunda y de que tenía notablemente largas las uñas de los dedos de su mano derecha. Son únicamente algunos datos, pero quizá les sean útiles a ustedes.

Lestrade y Gregson se miraron el uno al otro con sonrisa de incredulidad.

—Si fuera el caso de que este hombre fue asesinado, ¿cómo pasó? —preguntó el primero.

—Ha sido envenenado —contestó Sherlock Holmes, de manera concisa, y empezó a caminar—. Otra cosa más, Lestrade —agregó, volviendo al llegar a la puerta—: Rache en alemán significa castigo; así que no pierda tiempo buscando a una señorita Rachel.

Y de esta forma, como si fuera un parto, se fue, dejando con la boca abierta a sus dos rivales.