Buch lesen: «El origen del pensamiento»
I
Mario tenía encendidos los pómulos y el resto de la cara bien pálido: la mano le temblaba al llevarse la cucharilla a la boca: la garganta se resistía a dar paso al café, que tragaba apresuradamente y sin gustarlo. Sus ojos se volvían frecuentemente hacia una de las próximas mesas donde una familia compuesta de padre, madre y dos niñas de veinte a veinticuatro abriles tomaban igualmente café. Los papás leían los periódicos; las niñas escuchaban distraídas las notas prolongadas, quejumbrosas, del violín.
El violín se quejaba bien amargamente aquella noche; ya sabremos por qué. El vasto salón del café estaba poblado de sus habituales parroquianos. Eran, por regla general, modestos empleados que por el módico precio de la taza de café se regalaban con sus familias toda la noche escuchando al piano y al violín todas las sinfonías y todos los nocturnos habidos y por haber, conversaban, leían los periódicos y se daban tono de personas pudientes. Había también estudiantes, militares subalternos, comerciantes de escasa categoría y artesanos de mucha. Los domingos, la clase de horteras aportaba un contingente considerable.
De todas las calles céntricas de Madrid, la única que conserva cierta tranquilidad burguesa que le da aspecto honrado y amable es la calle Mayor. Entrando por ella vienen a la memoria nuestras costumbres patriarcales de principios del siglo, la malicia inocente de nuestros padres, los fogosos doceañistas, la Fontana de Oro, y se extraña no ver a la izquierda las famosas gradas de San Felipe. El café del Siglo, situado hacia el promedio de esta calle, participa del mismo carácter burgués, ofrece igual aspecto apacible y honrado. Hasta la hora presente no se han dado cita allí las bellezas libres y nocturnas que invadieron sucesivamente a temporadas muchos otros establecimientos de la capital. Ni a primera ni a última hora de la noche reina allí Príapo, numen impuro, sino su hermano Himeneo, protector de los castos afectos.
Cualquiera podría observar que una de las niñas, la más llena de carnes y redondita, pagaba algunas, no todas, de las miradas que Mario enfilaba en aquella dirección. Cuando esto acaecía, la joven sonreía leve y plácidamente mientras aquél hacía una mueca singular que nada tenía de sonrisa, aunque pretendía serlo.
Mario era un joven delgado, no muy correcto de facciones, los labios y la nariz grandes, los ojos pequeños y vivos, el cabello negro, crespo y ondeado, la tez morena. Una frente alta y despejada era lo único que prestaba atractivo y ennoblecía singularmente aquel rostro vulgar. No sólo miraba con más recelo que entusiasmo hacia la niña de la mesa inmediata; también dirigía sus ojos asustados hacia la puerta de cristales que se abría y cerraba a cada momento para dejar paso a los tertulios. El chirrido del resorte le producía vivos estremecimientos.
–¡Cuánto tarda hoy D. Laureano!—exclamó al fin en voz alta dirigiéndose al compañero que tenía enfrente.
Era éste joven también, de rostro pálido adornado con gafas; gastaba la barba y los cabellos largos en demasía; su traje, más desaseado que mezquino. Ni respondió ni levantó siquiera la cabeza al oír la exclamación de su amigo, atento a la lectura del periódico que tenía entre las manos. Mario quedó algo confuso por aquella indiferencia, y añadió sacando el reloj:
–Las nueve y media ya… Otros días está aquí a las nueve.
El mismo silencio por parte del joven de la luenga barba.
Una miradita a la puerta, otra a su regordeta vecina y un sorbo de café fueron las tres cosas que supo hacer para indemnizarse del desdén de su compañero. Y se propuso firmemente no volver a dirigirle la palabra. Pero a los cinco minutos sacó de nuevo el reloj y, sin acordarse de su propósito, preguntó:
–Adolfo, ¿sabes si D. Laureano está enfermo?
Adolfo hizo un leve movimiento de indiferencia con los hombros sin pronunciar palabra.
–Es que como ya son cerca de las diez menos cuarto…
Adolfo era realmente un hombre superior, como se verá en el curso de la presente historia. Hablaba poco, reía menos, y el espectáculo de las pasiones humanas no lograba turbar el vuelo elevado de sus pensamientos. Sin embargo, al cabo de un rato, observando la impaciencia de su amigo, traducida en vivos movimientos descompasados que hacían rechinar la silla y ponían en peligro inminente la botella del agua y las tazas de café, levantó los ojos hacia él, y una benévola sonrisa de compasión se esparció por su rostro reflexivo. Mario, que admiraba profundamente a Adolfo, se puso colorado e hizo esfuerzos colosales para estarse quieto.
–¡Al fin!—exclamó a los pocos instantes, viendo aparecer por la puerta a un caballero alto, de figura distinguida, vestido con exquisita elegancia.
Pero en vez de manifestarse alegre, como era de esperar, su fisonomía adquirió la misma expresión que si viera un fantasma.
D. Laureano, que, aunque viejo, conservaba en su rostro fino, expresivo, adornado con pequeño bigote, la mejor prueba de los numerosos triunfos sobre el sexo femenino que se le atribuían, acercose lentamente, con un cigarro puro en la boca, fijando su mirada en todas las mujeres que por allí había sentadas. Saludó alegremente a los jóvenes, con la misma libertad y franqueza que si fuera uno de ellos, dio un par de palmadas para llamar al mozo y dirigió unas cuantas sonrisas amicales a los parroquianos de las mesas inmediatas.
–Aquí tiene usted a Mario deshecho de impaciencia. Ya preguntaba si estaría usted enfermo—dijo Adolfo.
–¿Pues?… ¡Ah, sí!… No me acordaba que debo presentarle a su Julieta… ¡Oh! ¡La juventud!… ¡el amor!… ¡Qué pena para mí ver esas cosas ya de lejos!—añadió con un suspiro.
Pero sus ojos codiciosos, atrevidos, dirigiéndose al mismo tiempo hacia una hermosa mujer sentada cerca del mostrador, pregonaban bien claro que no andaban tan lejos como decía.
–Usted me permitirá que tome café, ¿verdad?—preguntó en tono de burla a Mario.
Éste sonrió, ruborizándose.
–Tome usted lo que quiera. No hay prisa.
–Muchas gracias.
Mientras D. Laureano tomaba el café, enfilando miradas incendiarias a la belleza que había descubierto, y Adolfo se enfrascaba nuevamente en la lectura del periódico, nuestro joven enamorado cambiaba sonrisas de inteligencia con la vecinita.
Había estado muchísimo tiempo asistiendo al café sin fijarse en ella. Un día le dijo don Laureano: «¿Sabe usted que una de las vecinitas, la más gruesa, no le mira a usted con malos ojos?» Lo dijo por bromear; pero bastó para que nuestro joven fijase su atención en ella, la fuese hallando cada día más bonita, aunque en opinión de todos no fuese más que pasable, se interesase un poco y concluyese por enamorarse perdidamente. Mario no había conocido a su madre. Su padre, hombre público importante, subsecretario, consejero de Estado varias veces, había fallecido hacía tres años. Como acaece algunas veces, más de las que el vulgo imagina, D. Joaquín de la Costa, que había tenido tantas ocasiones de hacerse rico, murió sin dejar hacienda alguna a su hijo. Tuvo que vivir éste exclusivamente con el empleo de doce mil reales que le había dado en el ministerio de Ultramar. El dinero que recabó de la almoneda de su casa lo gastó muy pronto en una escapatoria que hizo a Francia y a Italia. Como testimonio de respeto a la memoria de su padre, el ministro que a la sazón desempeñaba la cartera de Ultramar le había ascendido a catorce mil reales, y tal sueldo era lo único que poseía. Alojaba en una casa de huéspedes donde por tres pesetas le daban habitación y almuerzo. Comía siempre en casa de alguno de los amigos de su padre. Con lo que le restaba de la paga atendía pasablemente a sus necesidades, que no eran muchas: un traje decente, una taza de café, al teatro los sábados y a los conciertos los domingos de primavera. Había, no obstante, cierto agujero por donde se le escapaban más pesetas de las que podía destinar a sus placeres, colocándole a veces en situación angustiosa. Hay que decirlo en secreto, porque a Mario no le gustaba que se divulgase entre sus amigos. Era aficionado a la escultura. En modelos, vaciadores y utensilios se le iban lindamente los cuartos.
Desde muy niño había mostrado afición al dibujo. Su padre, por complacerle, le puso maestro: llegó a dibujar muy correctamente. Luego emprendió la pintura, venciendo sin trabajo la resistencia de su padre. Sentía éste verle malgastar tanto tiempo en las clases de adorno, dejando abandonados los estudios serios. En la pintura no hizo tantos progresos. El color ofrecía para él dificultades insuperables. En cambio, por la amistad que trabó con algunos de los discípulos de la clase de escultura en la Academia, comenzó a ensayarse en el modelado, y se sintió desde luego tan apto que siguió trabajando con ahínco. En poco tiempo hizo progresos extraordinarios. Tantos le parecieron y tanto le llenaron la cabeza de viento sus amiguitos, que un día tuvo la audacia de presentarse a su padre manifestándole que quería dejar la carrera de abogado para dedicarse exclusivamente a la escultura. No se sabe cómo D. Joaquín le dejó vivo. Su indignación estalló de tal manera fragorosa, que el pobre Mario corrió a refugiarse en su cuarto, donde lloró con abundantes lágrimas la ruina de sus ilusiones artísticas.
Mal que bien y a trompicones terminó la carrera de leyes. Pero, ocultándose cuidadosamente de su padre, seguía modelando en casa de un amigo que le facilitaba para ello su estudio. Allí perdía horas y horas mientras los tratados de derecho civil y canónico yacían en los rincones de su cuarto solitarios, cubiertos de polvo, en ignominioso e inmerecido abandono. Cuando su padre falleció, experimentó profunda sensación de soledad y tristeza. Había vivido siempre en total ignorancia de las condiciones materiales de la existencia. La bondad de su padre le consentía gastar todo su sueldo en caprichos y placeres. Era un hijo de familia mimado que vivía en su casa como en una fonda. Al revelársele su situación quedó sumido en profundo abatimiento. Salió de él bastante cambiado. Sus pensamientos fueron más graves, más tristes, más prosaicos. Comprendió que era necesario cambiar de todo en todo sus costumbres, reducir al último grado posible sus necesidades y vivir modestamente atenido al sueldo que felizmente la previsión de su padre le había alcanzado.
No obstante, estos sanos propósitos estaban tan frescos que se borraron al contacto de las ocho o diez mil pesetas que la almoneda de su casa le produjo. En vez de guardarlas como reserva para cualquier apuro o sacar de ellas algún interés, así que las tuvo en la mano surgió en su cerebro el pensamiento de hacer un largo viaje. Aprovechando la compasión del ministro obtuvo licencia ilimitada y recorrió durante cuatro meses las principales ciudades de Italia y algunas de Francia, Alemania e Inglaterra. Era el sueño de su vida. Conocer los monumentos arquitectónicos y ver los mármoles auténticos de la antigüedad pagana era una aspiración intensa que en su espíritu exaltado había llegado a convertirse en fiebre. Al subir los escalones del peristilo del museo del Louvre y descubrir al final de larga sala, arrimada a un cortinaje rojo, sola sobre su pedestal la célebre Venus de Milo, sintiose poseído de una emoción indefinible: las piernas quisieron doblársele, y si no le detuviese el temor al ridículo, hubiera caído de rodillas ante la majestad de la diosa, a semejanza de los marinos griegos, que al arribar a la costa de Milo se apresuraban a rendir adoración a la hermosa Aphrodita. El mismo sentimiento de alegría y respeto que a ellos les embargaba embargábale a él. Si no la creía como ellos nacida de la espuma del mar, fecundada por la sangre de Urano, juzgábala nacida de la mente divina de un artista que hasta ahora nadie igualó jamás. Algo semejante, aunque no con tal fuerza, le acaeció en presencia del Apolo del Belvedere, y el Fauno de Praxíteles en Roma, de la Niobe y la Venus de Cleomenes en Florencia.
Al regresar a Madrid y tocar nuevamente la prosa de los expedientes y la vida mezquina de la casa de huéspedes, experimentó una sensación de tristeza mortal como si le hubiesen condenado a presidio. Disgustose de la práctica de la escultura. Después de ver las obras maestras, la estatuaria de sus compañeros le parecía tan afectada, tan pobre, tan ridícula, que por no parecerse a uno de ellos, halló mejor abandonar enteramente los palillos y el cincel. Comenzó a pasar horas y horas en el café y se aficionó con frenesí a la música. Gozaba también con escuchar las disputas científicas y filosóficas que su amigo Moreno mantenía con cualquiera que le llevase la contraria. Jamás intervino en ellas. Pero divertían su espíritu de la muchedumbre de pensamientos melancólicos que constantemente se cernían sobre él.
Asistía ordinariamente a la misma mesa del café, además de Moreno y D. Laureano, otro amigo llamado Miguel Rivera, viudo, antiguo periodista, secretario particular en la actualidad de un ministro, hombre de carácter festivo y alegre conversación cuando no abatía su espíritu el recuerdo de un terrible pesar que había experimentado. Iban asimismo un caballero de edad media, barba gris y voz de sochantre, llamado D. Dionisio, y un jovencito sonrosado, de fisonomía dulce e interesante que respondía por Godofredo Llot.
D. Laureano no daba señales de recordar el compromiso contraído. Mario sentía al mismo tiempo pesar y alegría de este olvido porque, si anhelaba acercarse a su ídolo, temía el instante de la presentación como un trance apuradísimo.
–Buenas noches, señores—dijo una voz bronca, profunda.
–Hola, D. Dionisio, ¿cómo estamos?—preguntó distraídamente D. Laureano, sin apartar la vista de la preciosa chula que había descubierto.
–Medianamente; horriblemente fatigado—respondió el caballero que acababa de sentarse.
Y adoptó una actitud tal de cansancio hundiendo la cabeza en el pecho, dejando pendientes las manos y respirando con anhelo por su boca entreabierta, que en realidad parecía deshecho por una serie de esfuerzos colosales. Paseó su mirada lánguida por los circunstantes esperando que se le pidiese explicación de aquel cansancio. Pero D. Laureano atendía a su juego; Adolfo Moreno seguía enfrascado en la lectura; Miguel Rivera, que hacía un rato había llegado, se le quedó mirando fijamente y con cierta sonrisa burlona. El único asequible en aquel momento era Mario. A él se dirigió metiéndole la boca por el oído.
–Diez y siete cuartillas.
–¿Cómo?
–Diez y siete cuartillas. He terminado el capítulo onceno.
–¡Ah!
–Es un trabajo espantoso. En veinte días llevo escritas cerca de trescientas cuartillas.
–Trabaja usted demasiado, D. Dionisio—dijo con gesto de aburrimiento Mario.
–No hay más remedio—murmuró modestamente el caballero.—Para conseguir una plaza en la república de las letras, es necesario trabajar mucho.
Era D. Dionisio Oliveros un antiguo empleado del ministerio de Ultramar, jefe del negociado donde servía Mario, que ya muy tarde, cuando pasaba de los cuarenta, se sintió irresistiblemente llamado a conquistar la gloria de la literatura. Y comprendiendo, con admirable instinto, que había perdido mucho tiempo, quiso compensar a las musas de su largo alejamiento por medio de una constancia y una adhesión ilimitadas. Todo el tiempo que le dejaban libre los expedientes le parecía escaso para cortejarlas. Dramas, comedias, poemas grandes y chicos, novelas, cuantos géneros comprende la bella literatura, salían en atropellada procesión de su pluma. Vivía en una verdadera fiebre de producción. Había publicado dos o tres cositas, en cuya impresión agotó sus cortos ahorros. Ahora se dedicaba a buscar editor o empresario, pero sin abandonar por eso su labor incesante. Esperaban, guardadas en legajos y admirablemente copiadas en letra inglesa, que llegase el día de ver la luz, cuatro novelas, siete dramas, un poema, cinco comedias y un número considerable de poesías líricas, que según sus cálculos podrían formar tres tomos voluminosos.
–Oiga usted, D. Dionisio—dijo Miguel Rivera, que no quitaba del laborioso poeta sus ojos risueños.—¿No le han pasado a usted recado nunca los vecinos?
–¿Por qué me lo habían de pasar?—preguntó sorprendido Oliveros.
–¡Toma! Por el ruido que usted hará en las altas horas de la noche al fabricar sus poemas.
–Yo no hago ruido ninguno—repuso el otro, amoscado.
–¡Ah! Pues yo pensaba que esas redondillas tan vigorosas necesitaban grandes martillazos.
D. Laureano y Mario volvieron la cabeza para reírse. Adolfo Moreno metió la cara por el periódico para hacer lo mismo.
–Usted siempre de broma, amigo Rivera—dijo el poeta, avergonzado.
El café estaba en su momento álgido. Las luces, el humo del tabaco, el aliento de los centenares de personas allí reunidas, formaban una atmósfera espesa donde sólo respiraban bien los seres adaptados a ella desde largo tiempo. El violín exhalaba sus notas arrastradas, lamentables, quejándose siempre de un dolor tan amargo como misterioso. La mayor parte no le comprendían; pero había algunos seres privilegiados y poéticos, casi todos ellos del ramo de sedería, en quienes sus lamentos hallaban eco y simpatía. Dejaban de intervenir en la conversación de sus compañeros, se echaban hacia atrás en la silla, y enteramente abstraídos, con los ojos entornados, daban claro testimonio de la delicadeza de sus sentimientos. ¡Qué contraste con los del ramo de ultramarinos, hombres por lo general incultos y zafios, incapaces de distinguir un nocturno de una barcarola!
D. Laureano andaba conmovido con los ojos hermosísimos de aquella chula sentada cerca del mostrador. Mientras tomaba el café a breves sorbos no apartaba la mirada de ella, sin atender poco ni mucho a la conversación de sus compañeros. Así que dio fin a la taza, levantose de la silla, y sin decir adiós se alejó a paso lento, solapado, balanceando el tronco esbelto de su figura al través de las mesas y las sillas, en dirección del mostrador.
–Ya empezó el ojeo. Matusalén toma vientos—dijo Rivera mirándole con curiosidad.
Los demás volvieron también la cabeza y sonrieron.
–¡Qué hombre tan singular!—murmuró Adolfo Moreno.—¡A su edad tener las pasiones tan despiertas! Indudablemente es un caso de anomalía orgánica: el exceso de nutrición se ha prolongado mucho más que en el tipo común.
Miguel Rivera le echó una mirada de reojo donde se leían mil cosas irónicas y, poniéndole una mano sobre el hombro, le dijo:
–¡Bien, técnico, bien! Advierto con placer que cada día penetra usted más adentro en los misterios de la morfología.
Adolfo hizo un gesto de mal humor, mientras los demás sonreían. Le mortificaba profundamente el apodo que Rivera le había puesto y las bromas constantes que le merecían sus aficiones científicas. Calificábalo por detrás de hombre frívolo, ignorante, y periodista insustancial; pero nada se atrevía a replicarle, en parte, porque Miguel le llevaba bastantes años y, en parte también, porque temía a su proverbial causticidad.
D. Laureano había llegado al mostrador y, arrimado a él, hablaba secretamente con el encargado. ¿Por qué le llamaba Matusalén Rivera? Porque, aunque parezca maravilloso, increíble, D. Laureano tenía cerca de sesenta años. Nadie le supondría más de cuarenta y cuatro o cuarenta y seis. Era un hombre alto, esbelto, de cabellos negros y rizados donde sólo se advertía tal cual hebra plateada, la tez fresca y sonrosada, el pequeño bigote retorcido hacia arriba, la dentadura perfectamente conservada. Vestía con suprema elegancia, con una distinción tan poco afectada que aun las formas más extravagantes impuestas por la moda sobre su cuerpo parecían sencillas y adecuadas. Hacía cuarenta años que llevaba la misma vida de joven alegre y elegante. Jamás había trabajado en nada. Dos hermanos, que ya se habían muerto, honrados comerciantes que tuvieron un almacén de tejidos en la calle de la Montera, habían provisto con cariño a sus necesidades y hasta a sus vicios mientras vivieron. A su fallecimiento le dejaron por heredero de una regular hacienda. Le llevaban bastantes años, y más que hermano fue siempre para ellos un hijo mimado. Complacíanse en verle montar a caballo, guiar un faetón, alternar con los jóvenes de la aristocracia, y se engreían infinitamente cuando oían hablar de su elegancia, de sus queridas, de los triunfos que obtenía en sociedad. Aquellos dos pobres hombres, encerrados en su oscura tienda, haciendo números y midiendo telas todo el día, no tenían con los goces de la existencia otro contacto. Una sola condición ponían a este sacrificio: que no se casase. Formando nueva familia rompía aquel lazo filial, dejaba de ser su orgullo; la ola perfumada del mundo ya no llegaría al tétrico rincón de su almacén. D. Laureano hacía valer mucho esta prohibición para sacarles lindamente los cuartos: en realidad, importábale tan poco que jamás se le había pasado por la mente enajenar su grata libertad. Aborrecía de muerte el matrimonio y la familia. Cuando algún amigo se casaba, considerábale como un suicida. Las enfermedades y los caprichos de la esposa, los gastos exorbitantes de la casa, el llanto de los chiquillos, las exigencias de la nodriza, todas las miserias y contrariedades de la vida matrimonial en suma, se ofrecían a su imaginación con tal relieve y sabía describirlas tan gráficamente que, escuchándole, a nadie le entraba en apetito el probarlas.
Tenía alquilado un cuarto en la plaza de la Independencia, con un solo criado a su servicio. Comía fuera de casa, generalmente en el Casino. Cuando iba a alguna reunión o le tocaba el turno del Real, el criado le traía la ropa en un cajoncito expresamente fabricado con este objeto, y en el mismo Casino se mudaba.
Como hombre enteramente resuelto a gozar todos los placeres de la existencia, no limitaba sus relaciones a un círculo determinado. Tenía amigos y amigas, más particularmente amigas, en todas las clases de la sociedad. Era tertulio del club aristocrático de los Salvajes, del Casino, del Suizo, de la cervecería Inglesa y del café del Siglo. En todos estos lugares había un grupo de jóvenes o de viejos que le juzgaban parte integrante de la tertulia. No había tal. D. Laureano no se entregaba a ninguna sociedad; saltaba de una a otra con la mayor indiferencia. Cuando se hallaba entre los viejos del café Suizo no se acordaba de que le aguardaban los jóvenes bulliciosos de la Gran Peña para perpetrar alguna terrible broma; cuando charlaba con sus amiguitos del café del Siglo, gente de humilde posición, parecía ignorar la existencia de sus compañeros los duques del club de los Salvajes. Asistía ocho días seguidos a cualquiera de estas sociedades: de repente se cansaba y tardaba en venir un mes. Miguel Rivera solía compararlo a Milord, un famoso perro que asistía con su amo al café del Siglo. Mientras le daban terrones de azúcar se mostraba muy solícito y cariñoso. En cuanto observaba que los platillos quedaban vacíos, se alejaba de la mesa afectando no conocerles siquiera. D. Laureano no estaba con ellos sino mientras le divertían.
Pues si pasamos al sexo femenino, aquí sí que se dilataba desmesuradamente la esfera de sus conocimientos. Tan pronto se le veía asiduo galanteador de una marquesa averiada, como festejando a alguna hermosa horchatera. Una noche formaba el encanto de alguna tertulia cursi y enamoraba a cualquier zagalilla de quince años, dulce y tímida; a la siguiente se le veía cenando en algún colmado con dos rameras. Su amor no reconocía clases, ni estados, ni edades.
Tenía un carácter apacible y su trato era cortés y afectuoso. No disputaba jamás, pero gozaba oyendo disputar a los otros. Poseía inteligencia bastante lúcida y una ilustración que, aunque superficial, le servía para no hacer papel desairado en ningún sitio. Tocaba el piano medianamente, leía muchas novelas francesas y hablaba con alguna competencia de pintura. Toleraba fácilmente los defectos del prójimo y se hacía perdonar los suyos por la frescura y la gracia con que los confesaba. Se refería a sus vicios y se jactaba de ellos con suave cinismo que a algunos hacía gracia y a otros repugnaba. De todos modos, era un compañero agradable y hombre con quien había seguridad de no tener choque alguno por palabra de más o de menos. En todas partes inspiraba alegría su presencia, la alegría serena, apacible que su rostro reflejaba constantemente.
–Manuel, vas a decirme en seguida quién es esa chiquilla que está aquí sentada a la derecha con un viejo—dijo al encargado del café inclinándose y metiéndole los labios por el oído.
–No puedo darle muchas noticias, Sr. Romadonga. Son padre e hija y me parece que los conoce Remigio, uno de los mozos… Aguarde usted un poco.
Llamó el encargado a Remigio y éste les manifestó que eran vecinos suyos y vivían en la calle de Lavapiés. El padre era viudo, de oficio sillero y no tenía más hija que ésta. La muchacha estaba aprendiendo a peinar. Buena gente. El sillero un infeliz. La chica muy trabajadora y muy recatada, pero con un genio de dos mil diablos. Armaba cada pelotera de vez en cuando con la vecina del segundo, que la casa temblaba.
–¡Así me gustan a mí!—murmuró D. Laureano atusándose con mano trémula el bigote y devorando con los ojos a la hermosa chula,—¡Que muerdan y arañen como los gatos!
No habían pasado inadvertidas para aquélla ni las miradas apetitosas del bizarro señor ni el conciliábulo que celebraba con el encargado y el mozo su vecino. Bien entendió que se trataba de ella y que el elegante caballero la encontraba muy de su gusto. Moviose con inquietud en la silla, dirigió dos o tres furtivas miradas al grupo y se llevó la mano a la cabeza para alisarse el pelo, primera y graciosa respuesta de inteligencia que da siempre la mujer a los homenajes que le dirigen con la vista.
–¡Preciosa criatura!—añadió como hablando consigo mismo.—¡Qué ojos! ¡qué tez de nácar! ¡qué dentadura!… Las formas superiores. Debe de ser muy joven… Lo más que tendrá serán veinte años.
–Atiende, Concha—dijo entonces el mozo en voz alta dirigiéndose a la chula.—¿Cuántos años tienes?
–¿Qué te importa?—replicó la joven.
–A mí nada… pero este señor…
–Le importa menos.
–Eso no lo sabe usted—dijo D. Laureano en voz alta también.
–Por sabido.
–Acaba de echarte veinte años—dijo Remigio.
–Es que no me ha reparado bien.
–¿Tiene usted más?—preguntó D. Laureano.
–No lo sé. ¿Es usted por causalidad del registro civil?
Concha afectaba al hablar un tono desdeñoso y ponía esos ojos tan graciosamente agresivos que caracterizan a las hijas del pueblo en Madrid.
–Pues si usted tiene más no los aparenta—manifestó Romadonga, que era un psicólogo práctico para quien ni el alma de las chulas ni el de las duquesas guardaban secreto alguno.
Acercose al mismo tiempo con paso firme y sosegado a la mesa donde padre a hija se sentaban y, haciendo una cortés inclinación de cabeza, añadió gravemente:
–Estoy seguro de que no tiene más y apelo al testimonio de su papá, de cuya amabilidad espero que no me ha de engañar.
El sillero se llevó con serio ademán la mano al sombrero, sonrió y dijo lleno de amabilidad:
–El 8 de Diciembre, día de Nuestra Señora, ha cumplido los diez y seis.
–¡Qué atrocidad!
¡Ea! Ya está D. Laureano en su terreno. A los cinco minutos se había sentado formando triángulo con el sillero y su hija. A los diez parecía su íntimo amigo, departía con ellos familiarmente y hacía reír a la hermosa chula con la batería de chascarrillos y donaires que tenía reservados para las hijas del pueblo.
Mientras tanto el semblante de nuestro buen amigo Mario expresaba una muda y profunda desesperación que causaba pena. Romadonga era capaz de pasarse toda la noche hablando con la chula. Dirigíale desde su mesa miradas intensísimas, unas veces suplicantes, otras coléricas, las cuales no advertía siquiera el viejo trovador, y si alguna vez se tropezaban casualmente sus ojos, los de éste expresaban indiferencia absoluta como si nada hubiese ofrecido a su amiguito. El rostro de la vecina también se había puesto sombrío, y ya no se volvía sino muy rara vez hacia su afligido adorador.
Miguel Rivera se había ido. En su lugar estaba Godofredo Llot. Éste era un joven, casi un adolescente, de rostro afeminado, cabellos rubios, tez nacarada, ojos azules y agradable presencia.
Adolfo Moreno le acogió con sonrisa irónica.
–¿Has estado hoy en Nuestra Señora de Loreto, Godofredo? Acabo de leer en La Correspondencia que se han celebrado esta tarde solemnes vísperas.
–No, no he estado—replicó el chico con visible malestar, poniendo los ojos serios y distraídos para atajar, si era posible, las bromas insulsas con que Moreno solía regalarle.
–Pues, hombre, me sorprende muchísimo, porque unas vísperas me parece a mí que no son para desperdiciar… sobre todo solemnes. ¡Anda, que cuándo te verás en otra!
–Pues en seguida—replicó Llot malhumorado.—A cada momento las hay.
–¡Hombre, me dejas sorprendido! ¿Y a beneficio de quién eran éstas?
–¡Cómo a beneficio?…
–Sí; ¿a beneficio de qué cura se daba la función esta tarde?
Godofredo hizo un gesto de resignación y no contestó.
Adolfo gozaba extremadamente en embromar y hasta escandalizar a aquel pobre muchacho, fervoroso creyente y dado a las devociones piadosas.
Godofredo Llot era de Alicante. Habíase educado en un colegio de jesuitas, permaneciendo allí hasta los diez y ocho años, casi los que ahora representaba, aunque hubiese cumplido los veintitrés. Sus maestros le habían inculcado tan profundamente el sentimiento religioso, que apenas vivía más que para darle desahogo. Oía misa todos los días, confesábase a menudo, aunque no tanto como sus amigos pretendían; alumbraba con un cirio en las procesiones o llevaba en hombros alguna imagen cuando los estatutos de la cofradía en que estaba inscrito lo exigían. Era amigo de todos los clérigos, con quienes departía familiarmente en las sacristías. Gozaba igualmente el honor de ser recibido en el palacio episcopal y de que el Nuncio de Su Santidad le llamase por su nombre cuando le besaba el anillo en el paseo. Y sobre estas bellas cualidades que le hacían estimable y simpático en sociedad, particularmente a las señoras, poseía Godofredo algunas otras dignas de aprecio. Era estudioso, y un escritor que comenzaba a adquirir renombre entre los suyos. Escribía en los periódicos católicos artículos literarios que se distinguían por un estilo florido y pintoresco, cuyo efecto entre las devotas suscritoras era asombroso. Respiraban tal vivo entusiasmo por las glorias del catolicismo, una fe tan ardiente y cierta frescura de corazón, que rara vez suelen hallarse en la escéptica juventud del día. Sobre todo al recordar las hazañas de los héroes cristianos en la Edad Media, «aquellos caballeros de armadura resplandeciente como su conciencia, que con la cruz bendita sobre el corazón marchaban al combate a pelear por su Dios,» o al tocar el asunto de las catedrales góticas, «donde la luz se filtraba misteriosa por los vidrios de color de sus ventanas ojivales, y cuyas elevadas torres destacándose severas en medio de la noche parecen un dedo que señala al cielo,» realmente la pluma de Godofredo despedía vivos destellos de elocuencia que hacían presagiar un futuro apóstol, una columna en que se apoyaría el catolicismo con el tiempo. Esto se pensaba por lo menos en las sacristías y en las redacciones de los periódicos ultramontanos, donde se le mimaba a porfía y donde había llegado a adquirir maravilloso ascendiente.