Lupita Assad

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Lupita respiró profundo. No le había gustado el comentario de Ramón, pero, en realidad, era muy guapo y trataba de ser amable. Sus ojos negros, profundos, sus pestañas, enchinadas de una manera casi artificial, tocaban apenas sus espesas cejas; su nariz recta, delgada, su piel morena clara y su cabello envaselinado y peinado de lado al estilo Carlos Gardel y la sonrisa, enmarcada por labios gruesos rosados, hicieron que Lupita caminara a su lado como autómata: derechita, sonriente, orgullosa.

Lupita tampoco desmerecía el cuadro: Su figura espigada, su cara blanca y enormes ojos color verde olivo, sus cejas abundantes perfectamente delineadas, su nariz chatita, que daba razón a su cariñoso apodo, su cabello largo y ondulado coronado por una tiara de granates que resaltaban el carmín de sus labios hacían que la pareja entrara al salón departiendo estilo y hermosura.

Las miradas se centraron en ellos. La orquesta tocaba música de Glenn Miller, Lupita tomó con fuerza el brazo de Ramón y comenzaron a bailar. Bailaron, sonrieron, platicaron y tomaron de la botella de champagne Moët & Chandon, que un amable camarero dejó a su alcance en un enfriador dispuesto para la pareja con un par de copas. Casi no se dieron cuenta del transcurso de las horas. Habían platicado sin parar acerca de los amigos en común, de las importaciones de tela, de los barcos venidos desde Liverpool, de los estudios de Ramón, del negocio familiar, de la inminente titulación y, entre baile y baile, la conversación no se acababa.

—Lupita, no sé qué me has dado —habían roto el turrón—, pero nunca había bailado tanto. Normalmente llego a las fiestas, me tomo una copa y busco el momento adecuado para retirarme. Hoy me duelen los pies. Quiero que esto se repita, quiero seguirte tratando, si me lo permites —dijo Ramón sonriendo abiertamente tomando las manos de Lupita—. Mandaré todos los días, hasta volver a verte, una carta a tu casa. Quiero, si es tu deseo, por supuesto, cortejarte, conocerte y que me conozcas también.

Lupita, que estaba entusiasmada, contestó con una sonrisa.

—Me ha dado gusto conocerte, y si es tu interés seguir en contacto, pues que así sea. Ramón se inclinó, acercó la mano de Lupita a su boca y la besó.

Matilde, que estaba mirando la despedida, se sonrojó un poco y miró de reojo a Felipe, que las esperaba en la puerta de salida.

Ramón acompañó a Lupita hasta dónde se encontraba su madre y se despidió. Caminaron hacia la salida. Lupita tomó el brazo de su madre y le dijo:

—¡Mamacita, me he divertido muchísimo! Nunca había conocido a nadie tan interesante y alegre.

—Sé discreta, chatita. Que no se te note mucho. Sigue caminando, ten calma. No se vaya a dar cuenta el hombre de tu entusiasmo y vaya a pensar que eres pieza fácil, sigue caminando.

CAPÍTULO 3

Lupita subía las escaleras descansando en cada piso. El peso de su cuerpo no le permitía moverse con facilidad. Sin embargo, nuestra Lupita era orgullosa como para darse por vencida y seguía usando sus zapatos de tacón. De todo el glamour de antaño, solo le había quedado la vanidad. Los zapatos negros, de piel de cocodrilo y con tacón del siete, tal como se usaban en los sesenta, eran ideales para pensar que seguía siendo joven, que era hermosa, que ni la pobreza ni el tiempo podían acabar con ella. Esos zapatos, más que parte del vestuario, eran una manera de aferrarse a un pasado que ya no existía, pero que podía traerlo cuando quisiera. Sus pies rechonchos los sufrían. El corte de la pala del zapato torturaba sus pies a manera de ahorcamiento. No importaba. Solo descansar en los entrepisos aliviaba un poco el dolor. Uno de sus hijos, Felipe, la había llevado en coche y dejado en la puerta de entrada del edificio y ahí la esperaría. Así que el tormento era de unos cuantos pasos.

—Pase, Lupita. ¿Cómo ha estado? Me da gusto verla —dijo Juliana abriendo la puerta en todo el claro para que Lupita pasara.

—Muy bien, muchas gracias. Ya más tranquila.

—Me alegro mucho. Siéntese por acá. Veo que no viene sola —dijo Juliana mirando por detrás de Lupita, quien giró la cabeza pensando que su hijo la había seguido, pero no había nadie.

—Mi hijo se quedó abajo en el coche —repuso Lupita.

—No, no me refiero a su hijo. Me refiero a que viene acompañada de dos ángeles. Hágase pa ca, termine de entrar. Voy a dejar abierto un ratito pa ver si se animan a entrar. —Lupita sintió que la sangre se le subía a la cara y el cabello se le erizaba un poco, como lo habrán sentido ustedes algunas veces cuando el miedo y la incertidumbre se apodera del cuerpo. Así se quedó Lupita desde el principio de la visita—. ¡Ay, Lupita! No tenga miedo. Si no es nada malo. Ya le dije que yo no hago magia negra. Solo hago limpias, y se ve que la suya está funcionando. Lo que trai atrás son ángeles que la vienen cuidando. La otra vez los invocamos y ora ya están ahí. ¿Los siente?

—Pues no, no los siento, lo único que he notado es que he estado un poco más tranquila.

—Pos sí, Lupita. Pos claro que ha estado más tranquila porque los ángeles la cuidan hasta en sus sueños. ¿Qué tal ha dormido?

—No me había puesto a pensar eso, pero creo que mejor. He soñado cosas buenas. Soñé con mi mamá y eso me ha tranquilizado. También me llamó la hermana de mi marido. Me dijo que soñó conmigo y que reconocía que no había sido amable conmigo, que me pedía una disculpa y que la próxima vez que fuera a Chihuahua considerara quedarme en su casa, que era la mía también. Imagínese, Julianita, me quedé sin habla por un minuto, no sabía qué contestar. Por supuesto que no me voy a ir a quedar a su casa, pero el que reconozca que no ha sido amable conmigo, pues ya es ganancia. Esto de las limpias sí sirve, Juliana.

—Claro que sirve, Lupita. Si Dios Nuestro Señor intercede por todas las almas buenas que le solicitamos su atención.

—Sí. Lo que más me gustó fue haber soñado con mi mamacita.

—¿Su difunta madre?

—Sí, mi madrecita. Murió ya hace algunos años de una penosa enfermedad.

—Vamos, no se apene más. Si quiere, podemos hacer contacto con ella. Tal vez por eso vinieron los ángeles —dijo haciendo como que dejaba pasar a alguien por la puerta, cerrándola después con cuidado—. Siéntese, Lupita.

—Gracias, gracias. Me he llevado gran susto con eso de que no vengo sola. Pero si lo pienso mejor, ya lo había notado. Cosas que se me habían olvidado, ahora las recuerdo con más claridad. Mi marido no me ha molestado esta semana, parece como si no me viera. De verdad he estado tranquila. ¿Pues qué me dio, Julianita?

—Así como darle, darle, nada. Solo invoqué a los espíritus buenos para que equilibraran a los malos. No los atacan, los ataques no son buenos tampoco. Solo los mantienen a raya pa que no molesten, y hasta los sueños son más tranquilos. Lo que sí le di fue una solución con pasiflora, pa calmar la ansiedá y que pudiera usté conciliar el sueño. Es lo que le di en el frasquito de aceite. ¿Se lo ha puesto como se lo recomendé? ¿Detrás de las orejas?

—Sí, sí. Todas las noches. La verdad es que hasta le di una lengüetadita el otro día. Andaba muy ansiosa.

—No se me vaiga a pasar con eso, Lupita —dijo Juliana moviendo el dedo índice de un lado al otro—. En grandes cantidades le puede hacer daño. No es pa tomar, es solo pa las orejas. No se nos vaya a quedar en un buen viaje y luego qué cuentas le doy a sus deudos —dijo esto último cerrando un ojo a manera de broma—. Póngase cómoda mientras preparo las cosas para la sesión de hoy —dijo Juliana entrando a la cocina.

—Muchas gracias, Julianita. De verdad que me siento muy tranquila en este lugar. Me hacía falta un espacio para mí. Tantos hijos y tantos quehaceres me tienen agotada. De hecho, venimos del centro mi hijo y yo. Fuimos a hacer la compra de lencería para la temporada. Ya ve que viene el día de madres y no sé por qué, pero a todos los hijos les da por comprar calzones para sus mamás —dijo Lupita riéndose y tapándose la boca para no mostrar su maltratada dentadura.

—Sí. Los hijos luego no sabemos cómo agradecer a los padres todo lo que hacen por nosotros. Es una buena forma de expresar el amor, siquiera con calzones —rieron las dos.

Juliana preparaba las cosas para el procedimiento del día. Se escuchaba el ruido de cajones y cucharas venido desde la cocina. Lupita estaba sentada en la silla de la sala, la que estaba cerca del altar. Esta vez se quiso sentar de frente a la cocina. Desde ahí podía observar a Juliana preparar las cosas, abrir puertas, calentar agua. Juliana se movía ágilmente y volteaba de vez en cuando, mirándola con ojos sonrientes. A Lupita le provocaba tranquilidad estar ahí, hasta se hubiera querido quedar a dormir. No le preguntó a Juliana si alguna vez le permitiría dormir ahí, pero esta parecía adivinar los pensamientos de Lupita, porque desde la cocina decía: «Cuando quiera, Lupita, cuando quiera».

Pasó de la cocina hacia la habitación del fondo con una pequeña cubeta de aluminio que contenía algún liquido caliente. Regresó nuevamente a la cocina y llevó esta vez una charola con dos huevos y unas ramitas de laurel.

—Venga, Lupita. Vamos a comenzar.

Lupita se levantó con dificultad y siguió los pasos de Juliana. Entraron a la habitación de las «limpias», que ya estaba lista. En el centro estaba el mismo petate de la vez pasada. Lupita se paró en él como sabiendo lo que seguía y esperó. Juliana acomodó las cosas en una pequeña mesa que estaba en la esquina y tomó las flores arregladas como una pequeña diadema. Se la puso en la cabeza a Lupita, quien cerró los ojos. Juliana encendió las veladoras que estaban en el piso junto al petate.

—Lupita. Quítese los zapatos, por favor —dijo juntando las manos al frente e inclinando la cabeza a manera de petición. Lupita se quitó los zapatos y los puso junto a la puerta de la entrada—. Este es un huevo de gallina vieja —dijo tomando un huevo de la charola y poniéndolo frente a la cara de Lupita—. Se lo voy a pasar por todo el cuerpo y usté solo va a sentir un leve cosquilleo por donde vayamos trabajando. No se altere, todo es bueno. Lo que quiero es que los espíritus que hayan entrado en su cuerpo se salgan corriendito. La vez pasada solo hice invocaciones di ángeles, hoy vamos a trabajar con el mal. Quiero que se vayan. No se inquiete —dijo Juliana al ver que Lupita pestañeaba con nerviosismo—, solo va a sentir un cosquilleo, como le digo. Lo que sí quiero es que permanezca con los ojos cerrados para que no tengan forma de volver, porque si lo hace van a encontrar la manera de meterse nuevamente en su cuerpo y solo Dios sabe si en su alma. Esto es cosa seria, pero nada de qué preocuparse. Cierre los ojos, que yo comienzo.

 

Juliana metió uno de los huevos en el agua caliente de la cubeta y el otro lo comenzó a pasar por el cuerpo de Lupita sin tocarlo. Lupita tenía tanta fe en el beneficio que recibiría por tal procedimiento que se dejó hacer.

—Ánimas del purgatorio no permitan que esta mujer sufra. virgen de Guadalupe protege a esta tu hija amada. Santa María, ruega por ella. Dios Todopoderoso que habitas en la luz y en las tinieblas, saca a estos espíritus chocarreros que inquietan a tu hija. Ánimas del purgatorio no se la lleven todavía. —Esta petición hizo que Lupita casi abriera los ojos, pero se acordó de lo dicho por Juliana y los mantuvo cerrados.

Los rezos se prolongaron por casi veinte minutos. A Lupita le comenzaron a doler las piernas. Era ya mucho tiempo parada. Juliana advirtió que su cliente se estaba cansando porque recargaba el peso de su cuerpo en una pierna y luego en otra, balanceando graciosamente la cadera y decidió terminar con el trabajo.

—Abra los ojos, ya terminamos—. Lupita lo hizo entonces y vio como Juliana estaba parada frente a ella con el huevo en la mano derecha poniéndolo frente a su cara—. Ya quedó. Ya se fueron —dijo muy seria—. Todo ha quedado encerrado en este huevo, ya lo verá. Lo vamos a liberar frente a la santísima virgen y ya verá cómo los malos espíritus se desvanecen frente a ella. ¡Venga! —dijo Juliana abriendo la puerta de la habitación dirigiéndose hacia el altar de la virgen. Lupita la siguió todavía descalza y se sentó con cansancio en la silla de la estancia—. Venga, venga. Quiero que vea lo que traía dentro. —Lupita se volvió a levantar y caminó dos pasos hacia dónde estaba Juliana parada.

—Mire. —Juliana partió el huevo en una esquina de la mesa que hacía las veces de altar y lo vació en un recipiente que había preparado para ello. Cuál fue la sorpresa de Lupita, pues comenzaron a salir del huevo pequeñas arañas. ¡Del huevo salían arañas!

—¡Madre mía de Guadalupe! —dijo olvidando el cansancio—. ¿Todo esto traía yo dentro? ¡En nombre sea de Dios! Pero qué habré hecho yo que sea tan malo como para traer esto dentro.

—No se apure, Lupita, no se apure. Si le contara lo que he encontrado dentro de mí, o en otros pacientes: alacranes, tarántulas, grillos. No se apure, buena mujer, esto no es tan grave. Lo bueno es que ya no lo tiene. Se ha ido —dijo Juliana sobreactuando el número moviendo las manos sobre su cabeza como queriendo espantar moscas—. Lo que no sabía Lupita era que se trataba de un truco barato de la santería. Los huevos rellenos de bichos los vendían en el mercado de Sonora. Era un engaño para inocentes y acuérdense de que Lupita era una mujer muy inocente, eso no se le había quitado ni con el paso de los años, los malos momentos, las mentiras ni las traiciones. Lupita era de esos seres que se creían de todo, de esas personas que no pueden desconfiar de nada ni de nadie. Por eso Lupita estaba tan impresionada y Juliana, que no era una mala mujer, se dio cuenta de inmediato de que Lupita le había creído todo el cuento. La miró, se sonrojó, se arrepintió, pero era muy tarde para dar explicaciones y decirle que todo era falso, así que continuó con la escena y sacó el otro huevo:

—A ver, Lupita. Ahora sí, siéntese. Vamos a ver qué nos cuenta este otro huevito. —Acercó una pequeña mesa que tenía en un lado del altar y la puso entre las dos sillas. Trajo un vaso con agua, se sentó y comenzó a hacer un hoyito en la punta del huevo con un picahielos. Cuando tenía tres milímetros apenas de apertura, lo volteó sobre el vaso y pacientemente esperó a que saliera la clara del huevo. Esta comenzó a formar la figura de una estrella o algo parecido a una estrella—. Vamos viendo lo que nos dice este pequeñito —dijo Juliana mirando atentamente el vaso con el agua—. Lupita, parece que los conflictos en su vida han estado desatados desde, desde…

—¡Desde que me fui a Chihuahua!

—¡Claro!, ya veo, desde que se fue pa Chihuahua siguiendo un amor.

—No, Julianita, no fue así. Lo que hice fue huir de un amor y allá me encontré a mi marido, él es de allá.

—Ya veo. Entonces eso tuvo que ver pa que su mamá se enojara con usté.

—Pero ¿quién le ha dicho que mi mamá se enojó conmigo? ¡Ay, Julianita! Me asusta. ¿Cómo sabe usted esas cosas?

—Porque me lo están contando los ángeles que trajo. Uno me dice que su mamá estaba molesta con usté y que esa fue la razón pa que no le heredaran nada. —Lupita abría la boca de manera incrédula. ¿Quién le había contado eso a Juliana?—. También me dice el ángel que su relación con su papá no fue buena.

—Eso sí que no. A mi papacito no me lo toque. Mi papacito murió cuando yo iba a nacer. ¡Imagínese!

—¡Ah, es eso! No tenía buena relación porque no había ninguna relación…

—Bueno, si así lo dice usted, o los ángeles, así ha de ser.

—Me dicen también que no ha sido usté feliz con su esposo.

—Ay, Julianita. Si yo le contara. Es un buen hombre, no lo puedo negar. Me enamoré sinceramente, pero es tan tibio…, yo voy a cien por hora y él a veinte. ¿Me explico? Nos llenamos de hijos. No me arrepiento de ninguno de ellos, son buenos, pero ha sido tan difícil —dijo Lupita llenándosele los ojos de lágrimas.

—Ya, Lupita. Los hijos siempre son una bendición. Ya hubiera querido yo tener la alegría de un hijo, o hija, pero Diosito no me dio esa oportunidá y ya ve, aquí, pasándola solita. Pero bueno, no nos pongamos tristes. Lo importante ahora es que ya no hay daño a su alrededor y que todo va a caminar como debería. Ora, cuénteme. ¿Cómo estuvo eso de que no le dejó nada su hermano? De su mamá ya me lo dijieron los ángeles, pero de su hermano la información no la entiendo, es muy confusa. Aquí aparece —dijo señalando el vaso—, y los ángeles lo confirman, que su relación con él era maravillosa. Su hermano la amaba de verdá. —Lupita necesitó de un pañuelo que tenía debajo de la manga de su blusa y se limpió la nariz de manera sonora.

—Y yo a él, Julianita, y yo a él. Lo que pasa es que su mujer siempre se interpuso entre nosotros. Yo no le caigo bien, más aún, me odia. No entiendo por qué, si yo nunca le hice nada, pero no me puede ni ver. Siempre que nos topamos, porque no nos queda de otra por temas familiares, es grosera conmigo. Ahora que murió mi hermano no hubo ningún tipo de compasión para mí. Mas bien se alegró de que yo sufriera. En el velorio me miraba como si yo hubiera tenido algo que ver con la muerte de mi hermano. Me acerqué para dar el pésame y me volteó la cara. Mis sobrinos, que solo son un poco menores que yo, estaban apenados de que su mamá no me quisiera ni saludar. Esa Martha es tremenda, genio y figura… Fíjese que, si lo pienso bien, no es el dinero lo que me duele, que sí lo necesito, no le voy a mentir, más bien es que estando mi hermano y yo tan unidos, me haya sacado de su testamento. Felipe no pasaba un día sin que me pusiera una llamada por lo menos. Me decía Chatita de cariño. Me iba a ver al mercado, se llevaba a mis hijos de viaje, les compraba cosas, hasta trataba de ser amable con Manuel, mi marido, con todo y que no le caía tan bien. Cuando mi mamá murió platicamos acerca de que no me había heredado nada y me dijo que yo no tenía de qué preocuparme, que nunca me iba a desamparar. Pensé que como mi mamá no me había dejado nada, él me daría mi parte, porque finalmente los negocios los trabajamos los tres; y resulta que no, que tampoco él movió nada para que se me hiciera justicia. ¿Me entiende, Julianita? Eso es lo que me tiene tan descompuesta.

—Pos no era para menos, Lupita. ¿Qué quiere que hagamos? ¿Que le preguntemos a su hermano si de verdá no dejó nada?

CAPÍTULO 4

Vamos otra vez con Lupita en sus buenas épocas de juventud. Les he dejado ver que su vida era buena y boyante. El amor tocó a su puerta y ella estaba dispuesta a abrirla y dejarlo pasar. Les contaré lo que pasó después de la fiesta de los Slim.

Lupita se sentía como cualquiera que está enamorado: cuando parece que flotas, cuando sientes que te falta el aire, que el tiempo no pasa; cuando quieres reírte de todo, gritar, pero te frenas porque alguien te observa; esos momentos en los que un día lluvioso te parece encantador. Así estaba nuestra Lupita esa mañana de agosto de 1950.

Caminaba por la calle de 5 de mayo. Las tiendas que había por el camino olían a Pinol, ese desinfectante tan común en los locales comerciales. Ah, cómo se antoja entrar a un lugar limpio. Las empleadas barriendo el agua para afuera de los locales y los jóvenes limpiando los escaparates. Trabajando como hormiguitas, todos coordinados, listos para la vendimia del día. Las banquetas eran parte de las tiendas, entonces también eran lavadas a conciencia haciendo como decía mi abuela: lo primero que hay que limpiar es la calle para no meter la mugre. Así eran las calles del centro por donde pasaba Lupita.

Llevaba el cabello recogido detrás de la nuca. Un moño blanco de seda aprisionaba la gruesa y larga trenza que descansaba sobre su hombro izquierdo. Asistía a la Escuela de Señoritas de la Ciudad de México los lunes y los miércoles. Cursaba la especialidad de Contabilidad después de haber concluido la carrera de Comercio. La escuela estaba a solo dos calles de los Almacenes Habibi, propiedad de su familia. A Lupita le gustaba caminar. Disfrutaba de saludar a los vecinos que la conocían de toda la vida, estos respondían el saludo con cariño y respeto. Entre las grandes cualidades de Lupita se contaba la capacidad de recordar con detalle situaciones, imágenes, caras e historias. Cuando se cruzaba con algún conocido, era muy probable que se quedara platicando acerca de los hijos, de los abuelos, de la salud o que improvisara algún chiste o alguna historia para tranquilizar o empatizar con su interlocutor. Abrazaba con facilidad a la gente. Tenía una expresión dulce, y amable. La sonrisa estaba pronta. Se desmoronaba apenas percibía una injusticia o si veía que alguien estaba sufriendo. Esa era Lupita, una muchachita con belleza por dentro y por fuera. Era capaz de quitarse los zapatos para dárselos a otro que tuviera necesidad. Eso no lo había aprendido de su madre, pues Matilde no tenía esas cualidades, más bien era un poco tacaña, tal vez por lo dura que había sido la vida para ella, ya lo contaré. Pero regresando a Lupita, tan feliz ese día que casi brincaba de alegría, quería gritar, sonreír.

—Buenos días, don Javier.

—Buenos días, muchacha. ¡Qué bien se te ve hoy!

—Favor que usted me hace.

—Dichosos los ojos que te miran tan contenta, cariño.

Así se fue saltando, ¡qué digo saltando! Volando sería la expresión. Tenía tanta energía y tantas ganas de llegar a la escuela, que corría. El cielo medio nublado de las doce del día acompañaba los pasos de Lupita. Las nubes blancas se mezclaban con el color de su blusa almidonada de cuello redondo. El saco de lana, en corte de princesa, se ceñía perfectamente a su cintura, levantándose graciosamente el faldón a cada paso.

Desde el claro del portón se podían apreciar dos edificios de mampostería con arcos sobre pilastras y fachadas recubiertas de tezontle, marcos y cornisas de cantera. Ambas naves confluían en un patio central que conectaba con un salón de usos múltiples y una cafetería que las chicas habían convertido en su «centro social». Pasaban horas conversando y planeando su futuro sentimental. La costumbre en aquella época era que las señoritas estudiaran carreras cortas mientras encontraban un buen prospecto de esposo para formar una familia. Lupita estaba en desacuerdo con que esa fuera la única finalidad de la mayoría de sus compañeras, pero no lo juzgaba, fingía que no lo hacía, pero trataba de mantenerse alejada de conversaciones donde el tema fuera novios y novios. A ella le gustaba trabajar en los almacenes de su mamá y tenía su ejemplo de independencia. Prácticamente no había tenido padre y el recuerdo que tenía de su madre era que trabajaba a la par que cualquier hombre. No necesitaba que nadie la mantuviera o que le diera instrucciones de cómo tenía que llevar su vida. Por eso, el que sus compañeras de escuela tuvieran como único propósito conseguir a alguien con quién casarse, más bien le parecía anticuado y absurdo. «¿Quién en su sano juicio desearía tener un hombre que le dijera qué hacer o qué dejar de hacer?, ¡como si no pudieran pensar por sí mismas!», se decía, pero después de la fiesta de los Slim estaba confundida.

 

Después de haber conocido a Ramón Ruano ya nada era igual. ¿En dónde había estado, en qué había estado pensando que no sabía de su existencia? Claro que Ramón no vivía en México, esa era la razón para no haber escuchado siquiera hablar de él a ninguna de sus amigas. Era tan simpático, le encontraba lo gracioso en cada momento. Habían bailado hasta acabarse los zapatos. Bailaron foxtrot y swing, ritmos que seguían de moda en México. Era un gran bailarín. Rieron ruidosamente delante de todos los asistentes, cosa que no se acostumbraba y Lupita había sentido las miradas juiciosas a sus espaldas, pero no le importó. Lupita disfrutó de la velada, del baile y de la compañía. Ramón había quedado en contactarla durante la semana, pero no pasó ni un solo día para que la buscara a través de una carta llevada por mensajero, otra el domingo y así toda la semana. Le había confesado que estaba prendado de ella y que su intención era cortejarla, si ella lo permitía, para tener una relación formal y ¡casarse!

Estaba confundida e ilusionada. Se parecía, con un poco de vergüenza, a las chicas que antes había criticado. Le gustaba mucho que Ramón tuviera un auténtico interés por ella. Le gustaba su caballerosidad, su formalidad y elegancia, además, era guapísimo. Sus ojos de árabe, somnolientos de largas pestañas y sus labios gruesos la ponían nerviosa. Quién diría que ella, tan renuente a los novios y a las ilusiones, ella, Lupita Assad, se encontrara en el punto del enamoramiento. Se acordaba de él y le daba por sonreír. Cuando menos se esperaba, ya estaba haciéndolo. Movía las manos, mirándose primero las uñas, luego los dedos, volteaba la mano y trataba de contar los pliegues de la palma debajo del dedo meñique porque Juliana, la chamana, amiga de Irene, le había dicho que ahí se podían mirar los hijos que uno tendría. Observaba atentamente los pliegues y la curva prolongada de la «eme» que se marcaba profundo en la orilla de su mano, lo que indicaba, según Juliana, los años de vida que tenía por delante. Esa Juliana…, la última vez que la visitó le vaticinó que pronto conocería al amor de su vida, pero que no se entusiasmara porque no iba a durar mucho tiempo. También le dijo que iba a ser amada, pero que ella no lo iba a reconocer. Le dijo: «Mira, niña. Tu vida amorosa no se ve muy clara, pero lo que sí se nota es que el amor te va a hacer sufrir». No quería creerlo. La primera parte de vaticinio se estaba cumpliendo, Ramón era perfecto, tal vez el hombre que había estado esperando. Pero la segunda parte no le gustaba nada, eso de que le haría sufrir, pues no lo creía. ¿Cómo un hombre tan educado podría hacer sufrir a alguien? Que ella recordara, nunca había conocido a nadie tan educado y atento como él. No se imaginaba que haber conocido a Ramón le traería tanto dolor y tantas consecuencias por tomar decisiones apresuradas. Pero vamos por partes.

En otra ocasión que Irene y ella fueron a visitar a Juliana, esta les había dicho que las dos estaban hechas de la misma madera, que madre e hija estaban condenadas a sufrir, que los hombres de su vida no se quedaban con ellas hasta el final. Lupita le había contestado que Irene no era su mamá, que se estaba equivocando y le dijo amablemente:

—Pues ahí sí le está fallando a usted, Julianita. Irene no es mi mamá, es mi nana. Ya ve que hasta a las adivinadoras se les van los detalles, pero no se preocupe, se ha de haber confundido porque de tanto que nos queremos hasta nos parecemos. ¿Verdad, Irene? —Irene asintió y sonrió.

Cuando salieron Lupita le preguntó a Irene:

—¿Tuviste alguna vez un amor que te hiciera sufrir, Irene?

—No, niña, qué cosas dices. A mí nunca nadie me ha hecho sufrir. Sí me he cuidado muy bien de no caer en esos enredos del amor, y si me dejas darte un consejo, ten mucho cuidado de quién te enamoras. Esa Juliana luego tiene razón en algunas cosas.

—Bueno, pero ¿cómo confiar en lo que dice si se equivoca en cosas tan básicas como creer que eres mi mamá?

—Es que siempre que nos ve estamos juntas, se ha de imaginar que soy tu mamá, porque tendría edad para serlo, ¿no? —dijo Irene quitándole peso a la observación de Lupita.

—Pues sí y, además, ha de ver lo mucho que nos queremos —dijo Lupita abrazando a Irene. Se preguntarán ahora si esta Juliana es la misma que visitó Lupita en su madurez, pues sí.

Habían pasado veinte años, y un día, preguntando en el mercado por una adivinadora o chamana, le habían referido a Juliana. Pero había pasado tanto tiempo que no recordaba los rasgos de la mujer de aquella época y su memoria se había visto mermada por el paso de los años, las preocupaciones, los hijos y sus problemas. Así que esa ocasión que les estoy contando fue la última vez que Lupita visitó a Juliana en su juventud y no volvió a saber de ella hasta que la fue a ver por la depresión.

En esa visita en la que Juliana le dijo lo de los amores, Lupita decidió no creerla, y ahora que había conocido a Ramón, menos aún. Él no podía lastimarla. Se desvivía por ser amable: cartas, arreglos de flores y quería presentarle a sus papás. Claro que podría enamorarse de él sin pensarlo mucho. Además, su familia era de abolengo, de la más alta esfera social dentro de la comunidad libanesa. Los Ruano habían llegado a México en 1907, casi al mismo tiempo que mamá Matilde. Le preguntaría la próxima vez a Ramón si su abuelo había conocido a su mamá. Tal vez fueran de la misma generación de migrantes.

La cafetería de la escuela era un salón amplio con doce mesas. El piso de granito verde y rosa daba un aspecto de modernidad, completado con la sinfonola que tocaba música bajito de la Orquesta Riverside. Las paredes estaban pintadas de un rosa pálido con cenefas de flores lilas. Había macetas con helechos repartidas por el salón y cada mesa contaba con un florero adornado con margaritas. Los manteles perfectamente planchados, de tela de mascota, daban un ambiente de calidez al lugar de esparcimiento de las muchachas. Al fondo del salón se preparaban hot dogs, antojito que se había popularizado en México en los últimos años, sándwiches y refrescos de naranja. También vendían licuados de fresa y tortas de jamón, chorizo y frijoles. A Lupita lo que más le gustaba eran las conchas que servían rellenas de nata fresca y un champurrado calientito.

Algunas chicas bailaban y otras solo platicaban. Las ventanas daban hacia el patio, donde los rayos del sol se colaban apenas, como queriendo aprovechar los pequeños espacios que dejaban las almidonadas cortinas de algodón deshilado que procedían de los trabajos manuales de las alumnas de corte y confección. La escuela estaba pensada para preparar a las futuras amas de casa de la alta sociedad mexicana. Tomaban clases de cocina, de costura, de tejido, de lectura e idiomas. La carrera de Lupita era una excepción a la currícula: Comercio y contabilidad. Eso lo estudiaban las chicas menos agraciadas, las que necesitaban estudiar porque tenían poca probabilidad de conseguir marido. Lupita, por supuesto, no encajaba con el perfil de las chicas feas, pero sí con el de las inteligentes. Ser inteligente en esa época también era una desventaja, porque no se veía bien contrariar al marido con reflexiones o con argumentos que no fueran estrictamente domésticos. Qué tiempos aquellos, ¿verdad? Era común que los estudiantes de Derecho de la UNAM, que compartían paredes con la escuela de Lupita, dijeran que las chicas bonitas no tenían por qué estudiar, y se paraban fuera para esperar a la señorita adecuada. Lupita siempre pasaba de largo viendo cómo sus amigas se podían convertir en carne de cañón y la escuela en una pasarela de mercancía. En fin, sigo con mi relato.

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