Buch lesen: «El psicólogo de Pietrelcina»
Título: El psicólogo de Pietrelcina
Colección: El psicólogo de Nazaret
© Antonio Gargallo Gil
© Editorial Santidad, 2021
www.editorialsantidad.com
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Fotografía de portada H.Koppdelaney
Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida, bajo las sanciones establecidas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra que solo puede ser realizada con la autorización del autor.
ISBN: 9788418631108
Depósito legal: CS 213-2020
PRÓLOGO
ADVERTENCIA: La lectura de esta novela puede tener efectos reales en su matrimonio.
Estimado lector:
Se encuentra usted ante la tercera —y tan esperada—novela del escritor Antonio Gargallo Gil, que forma parte de la tetralogía El psicólogo de Nazaret. Los ricos matices que la Divina Providencia sembró en el corazón de su autor han sido dispuestos para mostrar los colores de la vida, en el amplio lienzo de esta serie de novelas.
El psicólogo de Nazaret cuenta ya con un nombre propio; se ha traducido a los idiomas inglés, francés, portugués, italiano, alemán y catalán. Ha sido la puerta de entrada con la que el autor se nos dio a conocer, que sigue aportando valor a personas de todo el mundo, y por la que les recomiendo acceder para una lectura ordenada de esta serie. Una vez dentro, La psicóloga de Medjugorje es la reina de la casa: interesante, tierna, delicada… emotiva y sorprendente. Ahora, El psicólogo de Pietrelcina irrumpe de lleno en nuestro hogar y nos habla del núcleo por excelencia de las relaciones humanas.
El matrimonio —tema central de esta novela— es un sacramento, un tesoro desconocido muchas veces para los mismos cónyuges que lo contraen pensando que el asunto es cosa de dos cuando, en verdad, es materia de tres. Antonio Gargallo es capaz de redescubrir al lector algo tan antiguo y presentarlo de nuevo, con notas frescas y estimulantes, tejiendo lo humano y lo sobrenatural como quien pasea alegre por un campo conocido, bien seguro de hacia dónde va.
Como lector, uno puede pensar que casi lo ha visto y leído todo sobre historias de amor, incluso sobre el matrimonio, y que sobre estos temas nada le va a sorprender. En este caso, pensar así sería conocer bien poco a su autor Antonio Gargallo Gil. En su narrativa, vuelve a estar presente aquello que lo caracteriza y que hace disfrutar y sentir al lector: sus giros inteligentes, el humor sutil e intempestivo, las enseñanzas de la Palabra de Dios que el autor nos regala haciéndolas vida en sus personajes, su sencillez descriptiva, así como su intensidad, que nos transmite su pasión por la vida.
Si algo nos traslada el autor en esta novela —como en las anteriores— es algo propio de su psicología: su motivación intrínseca para no rendirse y seguir creciendo. Este motor subyace en el hilo conductor de los encuentros y desencuentros humanos desde donde nos lanza una invitación constante a replantear lo establecido y reflexionar. Antonio Gargallo abre siempre una puerta a la esperanza, sea cual fuere la situación difícil de partida, y es una bocanada grande de oxígeno que siempre está presente. Desde el problema más conflictivo o irresoluble, allí espera al lector de sus novelas para entregarle una tarjetita cuadrada, verde pistacho, con el nombre de un psicólogo.
El lector entra a formar parte de la trama de la novela: ¿esto es para mí? ¿Cómo?, porque en cualquiera de sus páginas es posible encontrar una cita, una reflexión, una idea… una luz que hacer propia.
Antonio Gargallo Gil disfruta con su trabajo y da ejemplo, como en la parábola de los talentos del Evangelio, cuando los pone al servicio, igual que nos invita a que hagamos los demás. Después, sonríe esperando con ilusión nuestros testimonios tras la lectura, se los podemos enviar a:
A mí esta novela me ha servido para unirme más al gran Padre Pío, el único sacerdote que vivió cincuenta años con los estigmas de Nuestro Señor. Con ella he disfrutado, en un capítulo me emocioné y, al mismo tiempo, me ha hecho mirar hacia dentro. He vuelto a pensar en la indescriptible belleza del amor humano, cuando sí es amor. En el hecho de que la palabra matrimonio aleje a tantas personas por temor o desengaño. Tantas rupturas y sufrimientos, armonías de egoísmos, cárceles habitadas en desamor. Incluso en muchos ámbitos ha dejado de ser una palabra atractiva. Y, sin embargo, el amor está ahí… eterno e indisoluble, fuente de dicha y fecundo. ¿Qué es lo que falla?
Cada uno de nosotros nos podríamos preguntar: ¿Quién te ama? ¿A quién amas?
Pocas preguntas son tan decisivas.
Si hay una victoria importante en esta vida, es la de aprender a amar, y esto implica purificar el corazón. No todos lo consiguen, pero no hay mucho tiempo que perder.
Merece la pena encontrar el Amor.
Solo hay que comenzar a leer…
Feliz y bendecida lectura,
Cynthia García Egea
Directora del programa “Amaos” en Radio María España.
ORACIÓN AL PADRE PÍO
Padre Pío, gran sacerdote y siervo de Cristo, presenta a Dios nuestras plegarias, en especial nuestros deseos más profundos. Pídele que tenga misericordia de nosotros y que, si son acordes con su Providencia, nos los conceda. Y si no, que nos dé luz y fortaleza para aceptar el plan de Dios y actuar en todo según su santa Voluntad. Amén.
Autor Antonio Gargallo
1
La brisa marina masajeaba con fuerza el rostro de Cristina, dejando que sus cabellos rubios bailasen alegremente al son de las olas, mientras sus oídos se deleitaban con la dulce melodía que emitían las rocas al ser besadas con ímpetu por el mar. Una sinfonía que iba acompañada de la belleza de color que el astro rey libera cuando se despierta caprichoso por mostrar su magnificencia, tan elocuente para muchos, pero desapercibida por quienes caen en las redes de la apatía, del desánimo. Afortunadamente, aquellos tiempos en que la desesperación y el desencanto fueron la tónica general de su vida, quedaron muy atrás; no obstante, para el día de su cumpleaños, como si se tratase de la fiesta de Pascua, le gustaba rememorar aquel despertar, aquel paso a la vida gracias al psicólogo de Nazaret, por ello se dirigía hasta el lugar donde un día se reclinó para luego despertar como una mujer diferente. Desde entonces fue capaz de ver los colores de la vida y, ahora, con cuarenta y tres primaveras se sentía más viva que nunca.
—Jesús, contigo y como Tú —susurró al Todopoderoso, dejando que su mirada se perdiese tras el horizonte—. Gracias porque cada día soy más feliz, cada nuevo amanecer te siento con más fuerza y sé que siempre estás a mi lado. Quiero ser un instrumento de tu amor, por ello te pido que me enseñes a anteponer las necesidades de los demás a las mías, solo así seré capaz de cumplir tu voluntad.
Tras aquella sincera oración, Cristina cerró los ojos para tomar una larga y profunda respiración que la llenó de paz y serenidad, una tranquilidad que se vio de súbito interrumpida por una voz lejana, aunque conocida.
—¡No me lo puedo creer!
Cristina abrió los ojos y volteó la cabeza para descubrir de quién provenía aquella voz.
—¡Madre mía! ¡Ni se imagina las veces que he pensado en usted! —prosiguió aquella voz varonil que se acercaba con lentitud.
Cristina se quedó contemplando la figura de un joven de mediana altura, que llevaba un traje ibicenco, y que apareció por sorpresa como cuando una estrella fugaz surca el firmamento. Iba descalzo y con los zapatos en la mano, dejando una estela de huellas sobre la arena, aunque ni siquiera en la cercanía lograba reconocer quién era.
—¿Cómo se encuentra, doña Cristina? —preguntó el muchacho con voz entusiasta, sin la confianza para darle dos besos, pero sí para estrecharle la mano.
Solo los internos de la prisión la llamaban con el calificativo de doña Cristina, así que no cabía duda de que se trataba de uno de sus exalumnos.
—No me reconoce, ¿verdad? —cuestionó el joven al darse cuenta de que la maestra se había quedado paralizada—. Soy Francisco —añadió.
—¿Francisco? —repitió Cristina, todavía sin identificar al joven.
—Usted me cambió la vida —dijo lanzándole una mirada de admiración y respeto—. Me dio la tarjeta para visitar a la psicóloga de Medjugorje e incluso tuvo el detalle de pagarme el viaje.
Los ojos de Cristina se abrieron con la misma dulzura que lo hacen las alas de una mariposa.
—¡Francisco! —exclamó entusiasmada—. Pero… ¡estás irreconocible!
Cristina recordaba la imagen cadavérica y moribunda de Francisco, tan endeble que a veces tuvo la impresión de que aquel cuerpo podría apagarse en cualquier momento. Recordaba su mirada triste, abatida, que conducía a las tinieblas, allá donde su espíritu moraba en la época en que lo conoció. Sin embargo, ahora, su mirada era transparente, limpia, fuerte, cargada de positividad; aunque lo que más le sorprendió fue la transformación que había sufrido su cuerpo: había ganado mucha musculatura y su piel bronceada le daba un atractivo peculiar. Ya no era el tipo pálido que conoció, sino un hombre nuevo.
—¡Estoy tan emocionado! —exclamó Francisco con sinceridad.
El sonido del móvil interrumpió aquel encuentro tan inesperado como el arcoíris en un día sin lluvia.
—Disculpa —musitó Cristina antes de coger el teléfono.
Era su amiga Marta, quien, como de costumbre, la llamaba para felicitarla el día de su cumpleaños.
—¡Buenos días!... Gracias… Ya ves, a este ritmo en nada me pongo en los cincuenta… ¿Ahora? —Cristina miró el reloj—. Vale, pero solo dispongo de una hora porque le he prometido a Naim y a mi querido esposo que iríamos al circo… Después nos iremos a comer a Ares del Maestrazgo... Claro que sí… Estupendo, pues en quince minutos nos vemos.
—¡Felicidades! —dijo Francisco en cuanto Cristina colgó el teléfono.
—Muchas gracias —repuso—, ya un añito más vieja.
—Pero los años no pasan para usted, está igual de guapa que siempre.
Cristina sonrió.
—Acabo de quedar con una amiga para tomar un café. ¿Te apetece venirte con nosotras y nos ponemos al día? Me tienes que explicar cómo has conseguido ese cambio —dijo Cristina señalándole con las manos abiertas—. ¡Me muero de ganas por escuchar tu historia!
—Claro, además se va a sorprender.
De camino al establecimiento, Francisco le contó la odisea que vivió tras su encarcelamiento y cómo fue su encuentro con la psicóloga de Medjugorje. Cristina escuchaba entusiasmada cada una de las palabras de un hombre que había sido capaz de resurgir de sus cenizas y volver a tomar las riendas de su vida.
—…Y así fue como entré en la Comunidad Cenáculo.
—¡Increíble! —exclamó Cristina, embelesada por el testimonio de vida que le estaba compartiendo su exalumno—. ¿Y qué pasó con la chica? —indagó con ganas de saber más de una historia que se le antojaba de novela.
El sonido del claxon de un Peugeot de color rojo interrumpió la apasionante conversación que estaban manteniendo frente a la entrada de la cafetería.
Marta bajó la luna de la puerta del conductor para hacer saber a Cristina que ya había llegado.
—Mira, ahí tienes un sitio para aparcar —le indicó Cristina señalando un hueco apenas a diez metros de la fachada.
—Pues ese sitio ya tiene dueño —repuso Marta sin demorarse en realizar la maniobra.
Salió del coche con una bolsa de regalo, que entregó a Cristina con su correspondiente felicitación.
—No tenías que molestarte, mujer —intervino la cumpleañera.
—Bueno, no es más que un pequeño detalle —repuso Marta con una sonrisa, un tanto extrañada de ver junto a Cristina a un apuesto joven, que al permanecer allí, supuso que sería un café para tres, aunque ella hubiese preferido estar a solas con su amiga y mostrar el pesar que le estaba carcomiendo el alma desde hacía tiempo. Era una carga demasiado pesada para seguir llevándola desde la soledad, necesitaba compartirlo con su mejor amiga, la única con la que tenía la confianza suficiente para abrir su corazón.
Cristina hizo las correspondientes presentaciones, asumiendo que Marta se sentiría cómoda con el inesperado invitado.
Tomaron asiento junto al escaparate, la zona más tranquila.
—¿Os apetece chocolate con churros? —preguntó Cristina—. Hoy invita la abuela —añadió con una mueca irónica, mostrando que no le importaba cumplir años y que no se entristecía por envejecer, dado que muchos habrían deseado alcanzar al menos su edad antes de partir hacia el Padre Celestial.
Al instante tuvieron sobre la mesa un plato de churros y las tres tazas de chocolate, cuya combinación de aromas despertaba a las papilas gustativas, prestas a disfrutar de la mezcla de aquellos dos sabores.
—Francisco tiene una apasionante historia que contarnos —intervino de nuevo Cristina, quien hizo el correspondiente resumen a Marta para integrarla en la conversación que estaban teniendo.
Marta quedó anonadada ante aquella historia de superación personal, la cual la animó y la reconfortó en cierta manera. También la ayudó a empatizar con Francisco, por fin alejado del mundo de las drogas. Un testimonio de vida que, sin duda alguna, valía la pena seguir conociendo. Tal era su interés que, sin saber nada, emitió la misma pregunta que con anterioridad había realizado su amiga. ¡Quería saber más!
—¿Y qué sucedió con la chica?
—Mientras estuve rehabilitándome nos carteamos con frecuencia —retomó Francisco el hilo de su historia—. A mí, la verdad, la chica me encantaba, e incluso llegué a pensar que era la mujer de mi vida, que con ella podría formar una familia, tener hijos y sentar cabeza. De hecho, era una motivación más para salir del pozo en el que me encontraba. A pesar de la distancia, podía sentir su amor a través de las preciosas cartas que me escribía. —Francisco cogió un churro, lo mojo de chocolate y lo saboreó con agrado; seguidamente, prosiguió—: Finalmente, al cabo de un año y medio, unos meses más tarde de lo previsto, salí rehabilitado de Medjugorje para, por fin, hacer realidad aquel sueño de amor.
—¡Qué romántico, por favor! —exclamó Marta embelesada.
—Regresé a España y me puse a trabajar de peón albañil, el oficio que aprendí en el Cenáculo, con el fin de reunir el dinero suficiente para comprarme los pasajes de avión.
—¡Qué bueno que hayas aprendido un oficio! —intervino Cristina, satisfecha de que su exalumno hubiese entrado en el mundo laboral—. Entonces, conseguiste el dinero y te fuiste para allá.
—No exactamente —repuso frunciendo el ceño—. Trabajé duro para cumplir mi sueño e ir a visitar a la persona que creía podía ser mi compañera de vida; sin embargo, durante ese tiempo de espera sucedió algo que me dejó un tanto decepcionado y que cambió nuestro porvenir.
—¿Qué pasó? —inquirió Marta preocupada.
—Observé que Laura publicaba fotografías muy provocativas en su Facebook, lo cual me dejó un tanto pensativo y molesto. Era obvio que con esas fotos no me estaba buscando a mí —expuso con cierta melancolía—. Vamos, a lo mejor pensáis diferente, pero lo vi una falta de respeto. ¿Qué necesidad tenía de provocar a otros hombres si se suponía que estaba conmigo e íbamos a iniciar una relación seria y no virtual?
—¿Te generó desconfianza, verdad? —cuestionó Cristina, quien entendía el punto de vista de Francisco.
—Mucha —asintió Francisco—. Además, cuando uno pierde la confianza en la otra persona, brota el desasosiego como las espinas en un rosal.
—La provocación es un caballo de Troya en una relación, que además tiene el peligro real de una infidelidad —expuso Cristina.
—Por otro lado dejó de escribirme con asiduidad, lo cual me parecía un tanto extraño, dado que, si de verdad amas a alguien, intentas comunicarte con la persona a diario. Todo ello, junto con otros factores que ni siquiera vale la pena mencionar, me mostró que en realidad no estaba enamorada de mí y que, por tanto, sería una relación condenada al fracaso. —Francisco suspiró dejando un halo de melancolía—. Así que, con todo el dolor de mi corazón, le escribí para decirle que los hechos me indicaban que no estaba enamorada de mí y que, por ende, ponía fin a aquella relación imposible. Le deseé lo mejor e incluso le aconsejé que en su próxima relación se fijase siempre en los hechos, porque las palabras se las lleva el viento.
—¿Y qué te dijo? —preguntó Marta intrigada.
—Nunca me contestó, lo cual me ratificó que poco o nada le importaba… Fue una historia un poco extraña, la verdad, pero mejor descubrir que no éramos afines durante el noviazgo, que descubrirlo en el matrimonio.
—Hablas con mucha madurez —intervino Cristina—. No es fácil tomarse tan bien un desamor.
—Medjugorje fue una lección de vida. Aprendí, sobre todo, a quererme a mí mismo, pero también a los demás. Yo amaba a esa chica, pero habría sido muy egoísta por mi parte el querer atarla a mi lado cuando su corazón estaba lejos de mí. Seguro que conocerá a otra persona que le dé aquello que yo no pude ofrecerle, al fin y al cabo si sus sentimientos no fueron lo suficientemente fuertes hacia mí, no me quedaba otra que aceptarlo y respetarlo… Y fin de la historia —concluyó Francisco, sin más ánimo de remover tiempos pasados.
Se produjo un breve silencio durante el cual el sonido de fondo de la máquina de café se hizo más intenso.
—Estoy convencida de que si así sucedió fue porque tenías que aprender una lección de vida, ¿verdad? —intervino Cristina para no dejar que aquella historia concluyese de forma tan triste y melancólica.
—Así es, aprendí lo que es el amor.
—¿Y qué es el amor? —planteó Marta con remarcado interés.
—El amor es el alma de la vida; sin él nada tiene sentido.
—¿Y entonces qué ocurre cuando muere? Vamos, no quiero ahondar en tu pasado, pero no entiendo cómo puedes hablar con tanta paz de un desamor y aceptarlo de esa manera.
—Aquellos bellos sentimientos que yo sentí, ¿a quién pertenecen? —repuso Francisco de forma retórica—. ¿Son míos o de ella?
—Tuyos.
—Así es —asintió Francisco con una sonrisa—. Entonces, como son míos, significa que puedo volverlos a sentir por otra persona, ¿cierto? —Marta asintió—. ¡Esa fue la gran lección que aprendí! Y es maravilloso descubrir que en mí existen tan bellos sentimientos, porque el día de mañana resurgirán de la misma forma o incluso con más fuerza, dado que cuando se es correspondido, ese amor puede crecer hasta límites insospechados.
—O morir —intervino Marta con aire apesadumbrado.
Cristina miró a su compañera y vio cómo sus ojos comenzaban a brillar. Aquellas dos últimas palabras se convirtieron en todo un testamento, que tal vez a los ojos de Francisco pasasen desapercibidas, pero no para ella que conocía a la perfección a su amiga y sabía leer entre líneas, sobre todo, su mirada.
Francisco miró de forma intuitiva la mano de Marta y vio destellar la alianza de oro que llevaba en el dedo anular, similar a la que llevaba Cristina, e intuyó que aquella mujer de noble corazón estaba atravesando una profunda crisis matrimonial.
—El verdadero amor no muere, solo se transforma —expuso Francisco con una madurez que a los ojos de Cristina le parecía impropia. ¿Cómo pudo aquel joven transformar su vida y desarrollarse personalmente de aquella manera en tan poco tiempo?
Marta se llevó las manos a la cara y no pudo frenar las lágrimas que comenzaron a recorrer sus mejillas como la nieve de un glaciar, tan frías que eran incluso capaces de quemar. El dolor era tan profundo que, en el acto, una mirada afligida se cruzó entre Francisco y Cristina, quienes sintieron una profunda compasión por quien sufría en silencio, y con una humildad conmovedora, las llagas del amor.
—Es que lo he dado todo y ya no me queda nada —confesó Marta entre sollozos y con el rostro oculto.
Cristina le puso la mano sobre el hombro para tranquilizarla y así transmitirle su cercanía. Jamás había visto a su amiga llorar, a pesar de que hacía muchos años que se conocían. Era una mujer fuerte y entregada, tanto en su trabajo como en su familia, y aunque sabía que en muchas ocasiones se sentía agobiada por el trabajo, la crianza y el cuidado de la casa, nunca imaginó que su relación con Santiago naufragase cuando parecía navegar. ¡Hacían tan buena pareja!
—Tranquila, todo irá bien —susurró Cristina con el corazón compungido por sentir el sufrimiento de la persona que más la había apoyado en su vida, tanto en los buenos como en los malos momentos.
—Perdonad, llevo tanto acumulado que me cuesta hasta hablar… —se disculpó Marta un poco avergonzada por no poder contener sus emociones.
—No pasa nada, a veces debemos dar rienda suelta a nuestros sentimientos para dejar salir el dolor. Si supieses cuántas lágrimas he derramado yo —expuso Francisco en tono cordial y pacificador.
Poco a poco Marta se fue recomponiendo y, cuando lo hizo, se sintió tan arropada que no dudó en abrir su corazón.
—Desde hace un año mi matrimonio está roto. Somos dos islas desiertas, que habitan bajo el mismo techo, pero que cada día están más distanciadas. Ya no hacemos nada juntos y, aunque existe respeto, porque eso nunca ha faltado, me he dado cuenta de que nuestro amor ha muerto y ya no hay solución... —Marta cogió una bocanada amarga de aire para, por fin, espetar lo que desde un principio quería compartir con su amiga—: Nos vamos a divorciar.
Cristina no daba crédito a lo que estaba escuchando. Marta y Santiago eran el modelo idóneo de matrimonio. Se conocían desde que Marta tenía dieciocho años, y para Cristina eran un ejemplo a seguir. Se les veía siempre tan enamorados, con tanta complicidad, que jamás habría imaginado que el amor en aquella pareja podría romperse como una estalactita que cae de un tejado nevado, se hace añicos contra el suelo, para acabar derritiéndose y desaparecer.
—Todas las parejas pasan por crisis, lo importante es saber superarlas —dijo Cristina con tal de animar a su amiga.
—Es una decisión firme —replicó Marta—. Se me rompe el corazón solo de pensar en el trauma que le vamos a causar a nuestro hijo, pues no es más que la víctima de una decisión de dos adultos que, con certeza, no va a entender.
—Pero ¿qué ha pasado para tomar tan drástica decisión? —interpeló Cristina.
—Pues que ya no nos entendemos —repuso Marta—. El tiempo ha ido congelando y distanciando una relación que ya no tiene razón de existir, por ello hemos acordado de forma amistosa ir a un abogado el lunes, para que prepare el convenio de separación.
—Es que me resulta incomprensible —decía Cristina negando con la cabeza—. ¿Acaso se ha inmiscuido una tercera persona? —preguntó, intentando encontrar una explicación lógica.
—No…, que yo sepa —repuso dubitativa.
—¿Y habéis hecho algo para intentar solventar la crisis? —intervino Francisco, algo más retraído porque el tema de pareja, dada su poca experiencia, se le hacía grande.
—¿Qué podemos hacer cuando el amor se convierte en cenizas?
—Soplar para que vuelva a surgir la llama —musitó Cristina—. En un matrimonio se debe luchar con tenacidad para luchar los problemas, dado que es un sacramento indisoluble… A no ser que el matrimonio fuese declarado nulo, lo cual significa que nunca habría existido realmente, pero no creo que sea vuestro caso —apuntó—. ¿Habéis intentado ir a un psicólogo de pareja?
Las palabras de la maestra fueron como un rayo de luz que llegó directo al corazón de Francisco. En ese instante recordó que llevaba una tarjeta de color verde pistacho, que debía entregar a aquella persona que se encontrase en dificultades.
—¡Tengo la solución, Marta! —exclamó Francisco con emoción, mientras sacaba de su cartera una tarjeta que, por su forma y color, le resultó familiar a Cristina.
«¡No me lo puedo creer!», pensó Cristina emocionada y con el vello erizado con solo ver aquella tarjeta tan especial, similar a la que fue el origen de la transformación de su propia vida y, como había podido comprobar, también de la de Francisco.
Marta cogió la tarjeta y la leyó en voz alta frunciendo el ceño.
Francesco de Pietrelcina
Psicólogo
—Lo siento, ya es tarde, no hay psicólogo que arregle esta situación —balbuceó Marta con el espíritu apagado, dejando caer la tarjeta sobre la mesa.
—Este psicólogo os puede ayudar a reconstruir, no solo vuestro matrimonio, sino también vuestras vidas —apostilló Francisco—. A veces una crisis personal puede repercutir de forma involuntaria en el matrimonio, y cuando se solventa una, quizás también se pueda arreglar la otra. Porque…, perdona si me inmiscuyo demasiado, pero ¿tú te encuentras bien?
Marta volvió a tomar aire, como si el ambiente estuviese cargado y le faltase el oxígeno.
—La verdad es que no, me siento muy deprimida, pero supongo que se debe al estrés de esta situación…
—Pero ¿desde cuándo te sientes apagada y desilusionada? —interrumpió Francisco, convencido de que aquella crisis tan profunda se podría solventar. Si un caso tan extremo como el suyo encontró solución, ¿por qué no podía suceder lo mismo con Marta?
—Hace unos tres años que siento mucha fatiga… Fue cumplir los cuarenta y arrastrar una crisis existencial que no puedo con ella.
Las palabras de Marta despertaron en Cristina y Francisco un mismo sentimiento que, curiosamente, acabó en una frase que ambos pronunciaron a la vez, con una sincronización inaudita:
—Tienes que ir, te cambiará la vida.
Aquella frase pronunciada desde la espontaneidad provocó un escalofrío que recorrió todo el cuerpo de Marta. ¿Cómo podían haber pronunciado la misma frase a la vez y desde la improvisación?
—¿Es que vosotros tenéis telepatía o qué?
—Créenos —retomó la palabra Francisco—. Esta tarjeta me la regaló la psicóloga de Medjugorje, la que me ayudó a salir de la muerte, porque mi vida había perdido toda razón de existir. Gracias a ella y al amor de Dios, ahora soy un hombre nuevo.
—Si yo no dudo en la existencia de Dios, e incluso en ocasiones he ido a la iglesia con Santiago, que ya sabes que es de Misa diaria, aunque, la verdad, de poco o nada me sirve rezar, porque parece que mis oraciones se pierden en los agujeros negros del universo… A veces me pregunto si hay alguien allá arriba que me escuche, y deseo que me susurre algo al oído, pero solo encuentro el mutismo como respuesta.
—Una fe tibia no mueve ni las hojas caídas de los árboles, pero una fe consistente y que confía en Dios puede revertir cualquier situación —expuso Francisco con convicción—. Además, ¿tienes algo que perder? La opción del divorcio la tienes puesta encima de la mesa, ¿perderías algo por hacer un último intento? —Marta escuchaba pensativa, acogiendo las palabra de aquel joven desconocido que cada vez sentía más cercano—. Yo estoy de acuerdo con Cristina en la idea de que se tiene que gastar hasta la última gota de sangre para salvar el matrimonio. ¿Tú sabes lo bonito que es ver a una familia unida que va venciendo las dificultades que surgen a lo largo del camino de la vida?
—A mí me gustaría volver a enamorarme, seguro que con otra persona sería mucho más feliz que con un hombre para quien no soy más que un florero.
—Eso es un engaño, te lo puedo asegurar —aseveró Cristina—. Con una nueva pareja, y no dudo de que te pudieses volver a enamorar, ¿crees que no surgirían problemas a la larga? El enamoramiento no es más que un periodo de una duración limitada. Fíjate en que si quisiésemos sentir siempre mariposas en el estómago, tendríamos que estar cambiando de pareja cada diez o doce meses. Y como entenderás, esa no es la solución. Pero hay que regar la semilla del amor, de lo contrario quedará agazapada como los granos de arena en un desierto, pero basta una gotita de agua para que esa semilla germine. Luego, si se riega y se cuida a diario, entonces crecerá un árbol fuerte y robusto que dará frutos en abundancia. ¡Pero se tiene que regar!
—En mi matrimonio ya no queda ni agua con qué regar esa semilla.
—Piensa una cosa —dijo Cristina—. Si Dios no está en medio de tu matrimonio, por más que hagas, por más que luches, todo será en vano, por ello, como te decía antes, la Iglesia podría declarar la nulidad matrimonial.
—Entonces, tal vez mi matrimonio sea nulo, porque te aseguro que ni el mismísimo fuego podría levantar una sola chispa.
—Pero si vuestro matrimonio ha sido la pura llama del amor y yo he sido testigo de ello durante muchos años.
—Tú lo has dicho: «Ha sido», pretérito perfecto compuesto, acción pasada.
—Pero ¿por qué no haces este último intento? —instó Francisco—. Piensa que, si no lo das todo, luego puede que lamentes esa decisión el resto de tu vida. Que no te quede nunca una reserva que te lleve a pensar: «¿Y si hubiese hecho esto?, ¿y si hubiese hecho aquello?». Este sencillo «y si» —remarcó Francisco a la vez que marcaba las comillas con los dedos—, puede ser demoledor, porque te dejaría con unos remordimientos que se adhieren a tu estómago como una sanguijuela, dejándote solamente dolor y, quizás, un hiriente sentimiento de culpabilidad.
—Me suenan esas palabras —dijo Cristina con una sonrisa que, además, sirvió para cortar la tensión que se había generado.
—Tuve una gran profesora que me las enseñó —repuso Francisco con una sonrisa cómplice.
Marta cogió de nuevo la tarjeta, clavó sus ojos en ella, y tras unos segundos en los que se mostró pensativa, intervino de nuevo:
—Francisco, comentas que la psicóloga de Medjugorje te dio esta tarjeta. —Marta la alzó a la altura de los ojos—. Es evidente que no es un psicólogo de Benicasim, sino que Francesco de Pietrelcina es un nombre italiano, si no me equivoco; es decir, que está en Italia. ¡Pero no pone ninguna dirección! Entonces, ¿cómo diantres podría ir a su consulta? Además, una terapia psicológica de estas características tiene que ser en pareja, no solo para mí, porque el matrimonio es cosa de dos. Por otro lado, necesita un seguimiento. ¿Y cómo vamos a ir a Italia todas las semanas? ¡Es imposible!