Buch lesen: «El zar del amor y el tecno»

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ANTHONY MARRA

El zar del amor

y el tecno

Traducción de Jacinto Pariente

www.armaeniaeditorial.com

Título original: The Tsar of Love and Techno

Edición original: Hogarth, Crown Publishing Group, Nueva York, 2015

1.ª edición: junio 2017

1ª edición ebook: agosto 2021

Esta traducción ha sido publicada bajo acuerdo con Hogarth, un sello de Crown Publishing Group, una división de Penguin Random House LLC e International Editors Co.

Diseño de cubierta: © Armaenia Editorial/Alamy

Fotografía de solapa: @ Bobby Doherty, 2015

Copyright © Anthony Marra, 2015

Copyright de la traducción © Jacinto Pariente, 2017

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L., 2017, 2021

Armaenia Editorial, S.L.

www.armaeniaeditorial.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-18994-07-4


Para Janet, Lindsay y Rachel

Es una obra menor.

—Pyotr Zakharov-Chechenets,

sobre su cuadro de 1843 Prado vacío por la tarde

CARA A

El leopardo13

Leningrado, 1937

Nietas61

Kirovsk, 1937-2013

La Oficina de Turismo de Grozni91

Grozni, 2003

Un prisionero del Cáucaso117

Tierras altas de Chechenia, 2000

INTERLUDIO

El Zar del Amor y el Tecno149

San Petersburgo, 2010; Kirovsk, años 90

CARA B

Lobo del Bosque Blanco217

Kirovsk, 1999

Palacio del Pueblo249

San Petersburgo, 2001

Una Exposición Temporal283

San Petersburgo, 2011—2013

El fin307

Espacio exterior, fecha desconocida

El leopardo

Leningrado, 1937

Primero soy artista y después censor.

Hace dos años tuve que recordármelo a mí mismo mientras subía al tercer piso del bloque de apartamentos donde vivían mi cuñada viuda y su hijo de cuatro años. Abrió la puerta con una fina arruga de sorpresa en la frente. No me esperaba. No nos conocíamos.

—Me llamo Roman Osipovich Markin —dije—. Soy el hermano de tu marido.

Asintió y se alisó el plisado de la gastada falda gris con la mano mientras se apartaba para dejarme pasar. Si le sorprendió la mención de Vaska, supo ocultarlo. Llevaba una blusa clara con botones de color caoba. Las líneas de peine que surcaban su húmedo pelo negro parecían dibujadas a carboncillo.

En el vencido almohadón central del diván había un niño medio hundido. Mi sobrino, supuse. Esperé por su propio bien que hubiera salido a su madre.

—No sé qué te habrá contado mi hermano, pero trabajo en el Departamento para la Agitación y Propaganda del Partido. ¿Sabes a qué me dedico? —dije.

—No —respondió el niño. El pobre había heredado la frente de su padre. Su futuro pendía de un hilo.

—¿De verdad tu marido nunca te ha hablado de mí? —le pregunté a la madre.

—Alguna vez mencionó a un hermano que era algo así como el tonto del pueblo allá en Pavlosk —respondió con algo más de alegría en la voz—. Pero nunca dijo que te estuvieras quedando calvo.

—No es para tanto —repliqué.

—Quizá podrías explicarme el propósito de tu visita.

—Todos los días veo fotografías de traidores, maleantes, saboteadores, contrarrevolucionarios y enemigos del pueblo. Durante los últimos diez años, solo unos cuantos al día. Sin embargo, en los últimos meses el volumen habitual ha aumentado. Antes recibía una carpeta delgada cada mes. Ahora recibo una al día. Pronto será una caja. Después serán muchas.

—¿En serio has venido hasta aquí para informarme del estado de tu despacho?

—He venido para hacerle un último favor a mi hermano —dije.

—¿De qué se trata? —preguntó.

Se me pusieron las vértebras rígidas. Sentía las manos demasiado grandes para los bolsillos. Realmente es algo terrible cuando se dice en voz alta—. Quiero asegurarme de que su infortunio no se convierta en un mal de familia.

Le pedí que sacara todas las fotografías de Vaska que tuviera. Nueve en total. Un retrato de boda. Un día en el campo. Una del día en que se mudaron a la ciudad, su primer acto como habitantes de Leningrado. Una de Vaska de pequeño. Se sentó en el diván con el niño y se las enseñó una a una por última vez antes de llevárselas al dormitorio.

Las ordenó sobre la mesa. El dormitorio estaba prácticamente vacío. Sobre la cama, suficientemente ancha para tres, había un edredón pulcramente extendido sobre blandas almohadas. Seguramente, ahora solo la compartía con su hijo.

Deslicé por el tablero una moneda de un rublo con la hoz y el martillo hacia arriba.

—¿Qué se supone que tengo que hacer con esto?

—Ya lo sabes —dije señalando las fotos con la cabeza.

Ella sacudió la suya y tiró la moneda al suelo con un movimiento del brazo que puso en órbita una pequeña galaxia de motas de polvo.

¿Estaría aún enamorada de mi hermano? Era difícil de creer. Un tribunal imparcial y justo lo había hallado culpable de radicalismo religioso. Lo habían sentenciado a la única condena apropiada para los locos que se dedican a envenenar al prójimo con la ilusión de que nos aguarda el paraíso. El paraíso solo es posible en la tierra, solo es posible si nosotros mismos lo construimos. Uno no debería envidiar la ciega devoción de esta mujer por un hombre que ha demostrado ser indigno de amor alguno. No debe.

Colocó las palmas de las manos sobre las fotografías y los codos hacia fuera para protegerlas con sus anchas espaldas, un gesto de animal hambriento que defiende sus últimas migajas de comida, y quizás así fuera: el estómago no es el único órgano vital que sufre de hambre.

—Vete —dijo con tono destemplado. Se miraba fijamente el dorso de las manos—. Déjanos en paz.

Podía haberme dado la vuelta, salido del piso, dado carpetazo a todo el asunto. Ya había hecho más de lo necesario. Pero algo me clavaba los talones a la tarima. A pesar de que el concepto de familia estaba pasando a la historia tan deprisa como el coche de caballos, yo no tenía ni mujer ni hijos y deseaba que alguien de mi sangre viviera para ver el paraíso que nos habíamos jurado conseguir. Deseaba que el crío del diván creciera, que se convirtiera en un activo constructor del comunismo, que cuando fuera un viejo gordo y feliz pensara en el pasado y comprendiera que la sociedad perfecta que le rodeaba justificaba la muerte de su padre, y que en ese momento se sintiera agradecido por la lección que le había enseñado aquel tío suyo al que había conocido brevemente una fría mañana de invierno hacía ya toda una vida.

Es una tontería. Lo sé. La cogí de la muñeca y le apreté la moneda entre los dedos.

—No he venido a hacerte daño —dije—. He venido para asegurarme de que no te lo hagan. Tu marido era un enemigo del pueblo. ¿Qué crees que pasará cuando los del nkvd registren el piso y encuentren estas fotografías? ¿Tengo que entrar en detalles?

Cualquier sentimiento que hubiera sobre la mesa regresó rápidamente a su interior. Cuando le solté la mano, la moneda permaneció entre sus dedos. Con ella se podía comprar un pastel de carne, un cuaderno de dibujo, un dulce, una pastilla de jabón. Depositada en la mano de alguien, podía convertirse en el mejor momento de un día por lo demás mediocre, pero las monedas no pueden elegir su destino.

—¿Por qué no lo haces tú mismo? Tú eres el artista. Es tu trabajo.

Miré el reloj—. No entro a trabajar hasta dentro de una hora.

Me di la vuelta al oír el roce de la moneda contra el papel fotográfico. El niño seguía sentado en el salón mirándose en silencio las finas líneas que tenía grabadas en las palmas de las manos.

El parecido con su padre era asombroso. Una nariz que aún no era de su talla. Una descuidada mata de pelo negro en la que cada folículo apuntaba en una dirección diferente. Unos labios fruncidos, pequeños como un botón. Cuando Vaska era de su edad, yo tendría unos ocho años. En verano corríamos por los bosques durante el día y de noche nos enviábamos mensajes codificados a través de la pared que separaba nuestras habitaciones. Teníamos una habitación cada uno. Lo obligaba a posar para mí bajo cualquier tipo de luz, en todas las estaciones del año, para retratarlo y conservar su expresión a carboncillo sobre la página. De no haber sido por Vaska, jamás me hubiera hecho artista. Su rostro fue mi aprendizaje.

—¿Sabes hablar? —pregunté.

El niño asintió.

—Con moderación, según veo. Dime tu nombre.

—Vladimir.

Le puse la mano en el hombro, pero él se encogió sorprendido del súbito gesto de afecto. Se llamaba como Lenin. Buen augurio.

—Me gustaría saber si me puedes hacer un favor. ¿Quieres intentarlo? —le pregunté.

Asintió.

—Mírame a la cara —le ordené, y le puse los dedos rápidamente junto a la oreja—. ¿Cuántos dedos he sacado?

Levantó cuatro dedos de su propia mano.

—Muy bien. Tienes buen ojo. Puede que el día de mañana seas tirador de élite o centinela. Te voy a contar el cuento del zar y el pintor. ¿Te lo sabes?

El ruido de la moneda rascando sobre papel que venía del dormitorio sonaba como el viento barriendo las hojas. Parecía que estábamos lejos de allí, cerca de una dacha, en un prado, con el sol ardiendo justo por encima de nuestras cabezas.

—No, ya me imaginaba que no te lo sabrías —continué—. Comienza con un joven que derroca a un malvado zar. El joven se convierte en el nuevo zar. Promete a sus súbditos que sus sufrimientos desaparecerán si le obedecen. «¿Cómo será el nuevo reino?», le preguntan sus súbditos. El joven se lo piensa y ordena a los pintores de la corte que pinten un cuadro del nuevo reino.

Al principio el cuadro mide unos cuantos pasos de ancho, después una docena, y después cientos de pasos. Pronto mide kilómetros y kilómetros de ancho. Qué cuadro tan grande, ¿verdad? Para hacerlo bien hacen falta materiales. Para fabricar el lienzo, los hombres del zar requisan el lino con el que se podría haber vestido a todos los súbditos del reino. Para el marco, requisan la madera con la que se podrían haber construido casas para todos.

Cuando los súbditos tienen frío, el zar les dice que miren el cuadro y vean los abrigos y las pieles que tendrán dentro de poco. Cuando duermen a la intemperie les dice que miren el cuadro y vean las preciosas casas en las que pronto vivirán.

Los súbditos obedecen al zar. Saben que si apartan la vista del cuadro y miran a su alrededor, si miran el mundo tal como es, el zar los hará desaparecer en menos que canta un gallo. Pronto los súbditos no pueden moverse, igual que las figuras del cuadro que les representan.

El niño me miraba con expresión aburrida. Debía estar acostumbrado a excelentes narradores. Los censores prestan menos atención a la literatura para niños que a la literatura para adultos, así que naturalmente nuestros mejores escritores se han pasado en masa a ese género.

—¿Cuántos dedos he sacado? —pregunté.

El niño levantó tres.

Alejé los dedos de su campo de visión—. ¿Y ahora, cuántos?

Uno.

—¿Y ahora?

Intentó girar la cabeza pero lo detuve rápidamente—. Los ojos al frente. Las figuras de los cuadros no pueden volver la cabeza para ver quién hay detrás, y tú tampoco.

—Tienes la mano demasiado atrás. No veo cuántos dedos hay —dijo.

—Correcto. Ahí es donde está tu padre. Justo ahí, en el fondo del cuadro. Detrás de tu cabeza. Está ahí, solo que no puedes volverte a mirarlo.

El ruido de la moneda había cesado hacía ya rato. Cuando levanté la vista, la madre del niño estaba apoyada en el marco de la puerta del dormitorio. La seguí al interior. Las fotografías estaban ordenadas sobre la mesa. Había borrado una cara de cada una de ellas con tanta fuerza que la madera de la mesa se veía a través del agujero. Contemplar aquello me hacía daño en los ojos. Los cerré.

—Lleva a tu hijo a que le hagan una fotografía todos los años —le aconsejé—. Si te arrestan, lo meterán en un orfanato del estado quién sabe dónde. Con una fotografía reciente, tendrás mayores probabilidades de dar con él.

Estaba ya saliendo por la puerta cuando me cogió del brazo y me obligó a girarme.

—No has terminado. Le debes más a mi marido —dijo.

—Esto es todo lo que puedo hacer.

Me puso la mano en el cuello. El crío estaba allí sentado, mirándome con ojos oscuros y simplones desde el otro lado de la habitación. ¿Qué vería al mirarme? Uno es siempre el héroe de su propia historia, por más que se convierta en el villano de la de otro. El pecho de la madre se apretaba contra mi brazo.

—Eres miembro del Partido —insistió—. Haz algo. Ayúdanos a mudarnos a alguna parte.

—Yo corrijo imágenes. Solo eso.

—¿Qué más podemos hacer? Dímelo. Cuando los meten en un orfanato no los vuelves a ver.

Tenía una redecilla roja en los ojos, me cubría las mejillas con las manos, los dedos medios bajo los lóbulos de mis orejas. Había algo ajeno en el denso calor de su aliento. No recordaba la última vez que alguien me había respirado a la cara ni recordaba la última vez que me había sentido necesitado.

—Demuestra tu lealtad —dije en voz baja—. Puede que funcione. A mí me ha funcionado.

Miró al niño y me cogió la mano. Me condujo al dormitorio, a la cama suficientemente ancha para dos. Lo único que quería era salir de allí, librarme de ellos. A pesar de todo, era un alivio saber que estaba dispuesta a llevarse a la cama al hermano de su marido muerto, era un alivio saber que había posibilidades de que el niño viviera para convertirse en un viejo gordo y feliz porque su madre había comprendido, a diferencia de su padre, que lo que nos mantiene sobre la superficie de la tierra no es ni Dios ni la ley de la gravedad, sino la gracia del Estado.

Me liberé de sus manos. Ella se dio la vuelta, indecisa. Me acerqué a ella para que el crío no me oyera.

—Demuestra tu lealtad traicionando a alguien—. Las palabras recorrieron una distancia no mayor que la longitud de un meñique desde mi boca a su oído—. Delata a alguien cercano a ti. Sé que eso es lo que funciona.

Han pasado dos años desde aquella mañana. Hace un mes el departamento requisó mi pequeño despacho. En el vacío existente entre las orejas de mi jefe hay poco más que un malintencionado sentido del humor: me ha enviado a realizar nuestra importante labor bajo tierra. A varios cientos de metros bajo tierra.

Me despido del cielo y bajo a las profundidades. Entre las bombillas mortecinas, me imagino a mí mismo encogiéndome en las sombras, convirtiéndome en un personaje de Caravaggio. No importa lo temprano que llegue, los obreros siempre están aquí: colocan raíles, refuerzan el cemento de los túneles, sus recelosos ojos nunca me miran a la cara. Penetro en una nube de serrín y emerjo al otro lado frente a la puerta de lo que será la oficina del jefe de estación.

Maxim, mi ayudante, siempre llega primero. Tiene la mesa de trabajo lista. Pulverizadores, cilindros de aire comprimido, pintura, directivas selladas y archivos amontonados llenos de fotografías sin corregir.

En un rincón, nuestro archivador de Jóvenes Stalins. Contiene fotografías de nuestro vozhd* tomadas entre diez y veinte años atrás. Sustituimos un Stalin actual por un Joven Stalin siempre que podemos. Es fundamental transmitir al pueblo el vigor juvenil de su anciano gobernante. Cuanto más lo hacemos, más tenemos que remontarnos en el tiempo para hallar material nuevo. Puede que los lectores de ciertas publicaciones se preocupen por el hecho de que Stalin rejuvenezca cada año. Para su septuagésimo cumpleaños será un adolescente de piel tersa.

—Llegas tarde, camarada —dice Maxim, hablando de adolescentes de piel tersa. El día que nos conocimos, cuando el departamento de Agitación y Propaganda del Partido me lo asignó como ayudante, fue el último que me hizo el saludo. Envía cartas alabando a los líderes del Partido con la esperanza de que la policía las intercepte, las lea y registre sus expresiones de lealtad. Quiere mi puesto. No es ningún secreto.

—Estoy viejo, camarada —le respondo.

Maxim, el muy bestia, muestra su acuerdo asintiendo con la cabeza.

Cuando llega la hora del almuerzo, hemos corregido a aerógrafo tres caras de una imagen de un Comité de Comercio Exterior de 1930 que se ha retocado ya tantas veces que es más pintura que fotografía. Debería decir he corregido. Maxim contribuye solo con humo de tabaco y una agria sonrisita. Mientras me concentro en la cara que tengo bajo el aerógrafo, levanto los ojos un instante y me encuentro a Maxim concentrado en la mía. El muy bestia no sabría ni borrar un dibujo a lápiz.

Comemos solos. Maxim se queda bajo la luz de vapor de mercurio del despacho y yo paseo por los túneles. He caminado por ellos durante horas y nunca he encontrado el final. Algún día los trenes transportarán a los agradecidos ciudadanos del paraíso socialista a través de este inframundo. Ese día, todo lo que hemos trabajado por ellos aquí abajo quedará justificado.

Dedicamos la tarde a un lienzo de Isaak Brodsky que ilustra la llegada de Lenin a la Estación Finlandia de la ciudad entonces conocida como Petrogrado.

—¿Te has fijado en la perspectiva, Maxim? —le pregunto—. ¿Ves cómo todas las líneas convergen en la boca abierta del Camarada Lenin para dar la sensación de que su discurso crea la escena? Es una técnica que procede de los maestros del Renacimiento. Piensa en La última cena de Leonardo.

Es muy raro encontrar obras de calidad.

Maxim frunce el ceño y señala al Enemigo Trotsky, acechando junto a Lenin. Debemos borrarlo porque jamás estuvo allí.

—Continuemos —dice con su habitual desdén por los formalismos—. Ya vamos a tardar bastante en corregir el cuadro sin la historia completa del arte occidental. De todas formas, la pintura tendría que haberse detenido en Leonardo. Así por lo menos se habría cerrado con broche de oro.

Qué lástima. Me temo que soy uno de los últimos artistas de la corrección de imágenes de Leningrado que asistieron a la Academia Imperial de las Artes antes de la Revolución. Las nuevas generaciones, filisteos como Maxim, han crecido en escuelas en las que los niños pintan sobre los rostros de los enemigos políticos con los dedos y ceniza disuelta en agua. Aprenden a censurar antes que a escribir. No les han enseñado a crear lo que ahora destruyen y no saben valorar lo que sacrifican.

El pasado julio tuve la oportunidad de corregir uno de mis propios cuadros, un óleo sobre la Revolución de Octubre que hice hace diez años, en 1927. Era una escena de ardoroso levantamiento proletario en la que había incluido por error a Grigory Zinoviev y a Lev Kamenev, los cuales no es posible que estuvieran presentes, no después de que los hayan declarado traidores en un reciente juicio público. Reemplacé a esos villanos por nuestro héroe; Stalin estuvo allí, está allí, está en todas partes. Además me di cuenta de otros errores, pequeños fallos de perspectiva, un álamo pobremente ejecutado, un cielo nocturno plano y estéril, y los corregí por iniciativa propia. Invertí dos semanas en un trabajo que me debería haber llevado una tarde. Rara vez se conceden segundas oportunidades como esta.

Maxim coloca una nueva fotografía sobre el escritorio.

En ella una bailarina flota sobre el escenario del Mariinsky. Su brazo izquierdo asciende hacia el brillante haz de luz de un foco invisible. El pelo negro laureado con una corona de plumas. Los fuertes dedos de la silueta de un hombre la agarran por la cintura como un corsé. El hombre la levanta, la lanza, la porta o la recibe. La foto está tomada desde bastidores, así que se ven las cinco primeras filas de espectadores.

—¿Quién es?

Maxim se encoge de hombros. La mujer no es nadie. El hecho de que nos hayan dado su fotografía es la prueba de que ya no se dedica a la danza.

En la imagen aún tiene tutú, medias, aforo completo, rosas en agua y champán en hielo en su camerino. Aún tiene una carrera. Un hogar. Un diploma. Un certificado de nacimiento.

Sé que debería estar cargando el aerógrafo y dirigiéndolo hacia sus mejillas maquilladas, pero se parece tanto a la mujer de mi hermano, es ridículo, ya lo sé, que me da la sensación de que desfigurarla sería infligir una crueldad a la bailarina, a la tinta del aerógrafo, al papel, a las manos que lo toquen, a los ojos que contemplen la imagen.

Nunca antes me había sucedido. Lo juro. Espero a que se me pase la sensación. Maxim debe haberse dado cuenta de mi expresión porque me pregunta si me encuentro mal.

—Mareado —le respondo—. Un poco de vértigo.

—Deberías comerte el almuerzo en vez de vagabundear por los túneles —dice antes de proponer que dejemos a la bailarina para mañana.

Cuando termino de subir los escalones de madera y llego al nivel de la calle, el sol es una moneda cobriza en el horizonte. Estamos a finales de octubre y tenemos el invierno encima. Pronto la noche envolverá la tierra y todo Leningrado se convertirá en el túnel por el que camino.

A lo largo del Neva hay palacios que parecen dibujados al pastel, diseñados por Francesco Bartolomeo Rastrelli o alguno de sus imitadores tardíos. He olvidado cuáles son los auténticos y cuáles las imitaciones. Rastrelli murió en 1771 y se notan las posteriores adiciones de vados, garajes, antenas, barrotes en las ventanas, puertas de hierro. ¿Socavan estos cambios arquitectónicos la visión original de Rastrelli, o por el contrario era consciente de que, como artesanos de la corte que somos, nuestro arte está tan subordinado a los dictados del poder como nuestras posturas políticas, nuestra moral y nuestras convicciones?

Un póster exclama, Mujeres, no seáis tontas. ¡Practicad deporte! Otro representa a un hombre con los ojos vendados que camina hacia un precipicio: ¡Los analfabetos son ciegos que creen ver!

Al entrar en mi piso se me empañan las gafas. Busco a tientas algún vestigio de calor en la estufa. Hace unos ochenta años, un emigrante polaco que vivía en esta misma calle inventó el radiador. Aún estoy esperando uno. Hace cinco años, cuando me ascendieron, un grupo de esbirros con el que se hubiera podido formar un equipo de fútbol, peinó mi piso y confiscó todas las imágenes en las que aparecía mi cara. Por precaución, me explicaron.

Las paredes están vacías, excepto por un retrato de nuestro vozhd, Stalin. La imagen está viñeteada, así que la cara de Stalin parece flotar libremente en una luz aterciopelada, como un santo o un salvador en un icono antiguo. Si el paraíso solo puede existir en la tierra, entonces Dios solo puede ser humano.

Le doy la vuelta. Por el otro lado he copiado uno de los gatos salvajes de Henri Rousseau, un destello dorado con manchas oscuras que observa desde la frondosa maleza. Suspiro y una sensación de pertenencia se escapa de mí. Estoy en casa.

Para los de mi generación, el puesto de artista corrector es un premio de consolación para pintores fracasados. Estudié un año en la Academia Imperial de las Artes. Pinté pequeñas naturalezas muertas con cuencos de fruta y flores en jarrones, dotando a cada miniatura de un realismo fotográfico, antes de evolucionar al retrato, mi vocación, el arte perfecto. El retratista debe representar la complejidad humana en cada pincelada. Los ojos, la nariz y la boca que componen el rostro de un modelo, al igual que el gozo y el sufrimiento que componen su alma, son iguales a los de otros diez millones de personas pero al mismo tiempo son exclusivos de ese modelo en particular. En ese reconocimiento comienza el arte. Quizá también la piedad. Si los criminales retrataran a sus víctimas antes de perpetrar sus crímenes y los jueces retrataran a los reos antes de sentenciarlos, a los verdugos no les quedarían rostros que retratar.

En mi mesa de trabajo tenía clavada una cita de Nietzsche, «Tenemos el arte para no morir de la verdad». Incluso cuando era estudiante, siempre supe que podemos morir de arte tan fácilmente como de cualquier otro instrumento de coerción. Por supuesto, un puñado de visionarios tomaron las palabras de Nietzsche como un decreto, no como una ironía. Hoy están todos muertos o encarcelados y sus obras tienen aún menos posibilidades que las mías de adornar las paredes del Hermitage. Después de la Revolución, las iglesias se saquearon, las reliquias se destruyeron y se vendieron obras inmortales para comprar maquinaria industrial. Yo mismo participé en ello, de mala gana al principio, destruyendo iconos mientras soñaba con crear retratos, ya por entonces creador y a la vez destructor del rostro humano.

Poco tiempo después, los órganos de seguridad se pusieron en contacto conmigo y me asignaron un puesto. Los que no llegan a triunfar, enseñan. Los que no llegan a enseñar, censuran los triunfos de los demás. Podía haber sido peor. Me han dicho que también el canciller alemán es un pintor fracasado.

Por supuesto, la mayor parte de la censura la llevan a cabo los editores. Con un par de recortes, un poco de edición y un ajuste de márgenes apropiado se pueden eliminar muchos elementos indeseables. Hay evidentes limitaciones. Por ejemplo, las marcas de viruela de las mejillas de Stalin. Para arreglarlas habría que recortar la cabeza entera, lo cual constituye un delito por el que uno paga con la suya propia. Para este tipo de trabajos especiales recurren a mí. Durante un sombrío periodo de cuatro meses no hice otra cosa que aerografiar las mejillas de Stalin.

Durante mis primeros días en el departamento no me confiaban tareas tan delicadas. Me pasé el primer año registrando las estanterías de las bibliotecas con la última edición ampliada del Sumario de libros excluidos de las bibliotecas y el Directorio de la industria del libro en la mano en busca de imágenes de los últimos altos cargos caídos en desgracia. Naturalmente, era una tarea más propia de bibliotecarios, pero la gente que lee tanto no es de confianza.

Encontraba imágenes delictivas en libros, periódicos antiguos, panfletos, en cuadros, en fotografías, sentados en retratos o de pie entre la multitud. La mayoría se podían arrancar sin más, pero había que dejar algunas imágenes censuradas como medida cautelar. En esos casos, la solución era el borrado por tinta china. Un suave golpe de tintero, un par de apretones al cuentagotas, y la cara caída en desgracia se ahogaba en un estanque negro y brillante.

Solo una vez pude presenciar el verdadero poder de mi labor. Fue en la sala de lectura de la biblioteca de la Universidad Estatal de Leningrado, que visitaba habitualmente para observar con detenimiento los folios de grabados prerrevolucionarios. Reparé en un joven con un chaquetón de marino que consultaba un volumen de revistas encuadernadas. Pasó las hojas del tomo correspondiente a agosto de 1926 hasta llegar a la fotografía de un grupo de cadetes del ejército. Los cadetes posaban en tres sólidas filas. Noventa y tres caras en total, de las cuales yo había borrado sesenta y dos, una por una, a lo largo de dos años.

No sé cuál de las sesenta y dos buscaba ni tampoco si la suya estaba entre las treinta y una aún no ennegrecidas. Dejó caer los hombros pesadamente. Su mano buscó apoyo en la mesa. Algo se le partió detrás de los profundos ojos marrones. Antes de que lograra ahogar un sollozo con el puño, se le escapó una queja de los labios.

Con solo unas gotas de tinta, había desatado en aquella alma una conmoción mucho mayor de lo que mis más esmerados retratos habrían conseguido nunca. Para que el arte sea el cincel que rompe el mármol que llevamos dentro, el artista debe primero transformarse en el martillo.

—Se acabó la holgazanería—. Dice Maxim—. Hoy corregimos a la bailarina.

—Eres demasiado entusiasta, Maxim. La ambición personal no combina bien con el socialismo.

Suelta un gruñido. Es posible que Maxim sea la más fehaciente prueba científica de que el ser humano desciende del mono.

Han pasado unos días desde que recibimos la fotografía de la bailarina caída en desgracia. Tenía la esperanza de que la pasáramos de largo en medio del flujo de imágenes censurables. La antesala es un laberinto de cajas que me llega por el hombro y crece cada día. Mejor no andar sacando conclusiones al respecto.

Maxim prepara la fotografía en la mesa. La mujer de mi hermano no es bailarina. Esta mujer no es ella. No le debo nada. Es un enemigo, una no-persona, ni siquiera existe. He aerografiado a Trotsky tantas veces que conozco sus gestos y estados de ánimo como si fuera de mi propia familia, y jamás he sentido el más mínimo remordimiento. Sin embargo, cuando pienso en borrar a esta desconocida, algo en mi interior se derrumba sobre una hueca esfera de tristeza.

Contrólate.

—¿Puedo usar tu mechero? —pregunta Maxim con un cigarrillo en la mano. Se lo paso y enciende el cigarrillo sin apartar los ojos de mí.

Él prepara el aerógrafo y yo cargo una lata de pintura gris. Bajo breves signos de exclamación de humo, Maxim observa cómo aerografío el escenario sobre las piernas de la bailarina, las caras del público sobre su esbelto torso. He decidido que las manos de su pareja de baile la reciben. No mira a la audiencia mientras le borro los ojos sino a la cámara situada entre bastidores y, a través del diafragma abierto, a mí, su último espectador.

Hace falta mucha destreza, mucha percepción visual, para desaparecer una figura en el fondo de una imagen. Elimino la cadera de los anchos surcos que hay entre los dedos extendidos de la pareja con una lupa y un pincel fino. Le paso el aerógrafo por los brazos hasta que solo queda la mano izquierda recortada contra la luz del foco como un guante barrido por el viento que bailara con un hombre solitario, y la dejo allí mientras termino.

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