Buch lesen: «Zezé»
ZEZÉ
Ángeles Vicente
Kaótica Libros
© Kaótica Libros es un proyecto editorial de Ana Orantes, Sofía Sánchez y Lidia López.
Zezé de Ángeles Vicente publicada en España por Librería Fernando de Fe en 1909. La obra original se encuentra libre de derechos.
© Texto original: Ángeles Vicente
© Edición de Kaótica Libros basada en la obra original
© Imagen de cubierta: Vulkanismus (Adobe Stock)
© Diseño: Kaótica Libros
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Colección Ucronía, 1
Editado en Madrid, España
Primera edición: Librería de Fernando Fe: 1909
Primera edición en Kaótica Libros: octubre, 2020
Depósito Legal: D.L. TO 250-2020
Todos los derechos reservados
All rights reserved
Impreso en Madrid
Printed in Spain
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B I O G R A F Í A
Ángeles Vicente nació en Cartagena, Murcia, en 1878. Pasó parte de su infancia y su juventud (de 1888 a 1906) en Argentina junto a sus padres. Cuando regresó a España, se instaló en Madrid, donde se casó y comenzó a colaborar en periódicos y revistas. Sobre 1920 se pierde su rastro. Hasta esa fecha publicó dos libros (Teresilla en 1907 y Zezé en 1909) y dos colecciones de cuentos (Los buitres en 1908 y Sombras. Cuentos psíquicos en 1910).
En Madrid se relacionó con los círculos intelectuales y tuvo trato con autores como Rubén Darío, Álvaro Retana, Miguel de Unamuno, Luis Linares Becerra…
Su obra está influenciada por las corrientes de pensamiento y literarias americanas lo que le da una seña de modernidad a todos sus escritos. Se acercó a las historias ocultistas, a la literatura fantástica, destacando el relato espiritista y la ciencia ficción. En sus obras la mujer y su papel en la sociedad son de gran importancia. Trató temas sociales de la época remarcando la defensa de derechos de la mujer, su emancipación y su liberación sexual, llegando a narrar relatos eróticos, incluso entre mujeres, como refleja en Zezé, siendo la primera obra en español que describe relaciones lésbicas.
Injustamente relegada al ostracismo, fue una escritora progresista, librepensadora y de las más avanzadas de principios del siglo XX, en el que emergían también otras autoras como María de Maeztu, Victoria Kent, Carmen de Burgos…
UNA MUJER EXCEPCIONAL
¡Arriesga! ¡Arriesga lo que sea!,
despreocúpate por las opiniones de los demás,
por esas voces. Haz lo más difícil del mundo para ti.
Katherine Mansfield
Cuando cae en tus manos un texto de principios del siglo XX, escrito por una autora española, no imaginas una historia como la que nos presenta Ángeles Vicente en Zezé. Ángeles fue una escritora de vanguardia en las primeras décadas del siglo XX. A pesar de que sobre el año 1920 se pierde su rastro, nos deja una bibliografía de gran modernidad para la época en la que trata temas sociales, ocultistas, fantásticos, científicos y eróticos, como en este libro. Al pasar una larga estancia en Argentina las corrientes de pensamiento y literarias americanas influyeron en sus escritos y así se manifiestan en Zezé, recordándonos a relatos propios de la literatura victoriana, en los que vemos que el papel de la mujer comienza a desprenderse de las convenciones sociales con personajes libres, que buscan su camino a través de la emancipación y la lucha por sus derechos.
En Zezé encuentras diálogos que la propia autora califica de anarquistas. En esta época comienzan a utilizarse los términos; feminismo, homosexualidad, nueva mujer…
La liberación sexual es otro de los puntos particulares de esta obra que nos describe a una mujer sin prejuicios, abierta a experimentar, tanto con hombres como con mujeres, el amor y las diferentes relaciones de pareja o amistad. Es la primera obra en la literatura española que narra experiencias sexuales entre mujeres, lo que le da un contenido erótico que te mantiene enganchado a sus páginas hasta el final. Se manifiesta una fuerte atracción entre mujeres y sobre todo lo que se refleja en las diferentes relaciones entre ellas, que aparecen en el libro; con su profesora sor Ángela, con Leonor, su amiga y amor del colegio, con Doña Pasito y con su compañera de camarote… es una gran sororidad. Intentan ayudarse y sostenerse.
Permitiéndonos explorar ese término de sisterhood (sororidad) que introdujo más adelante el movimiento feminista en los sesentas donde primó la solidaridad, y cómo a partir de ese reconocimiento entre iguales, se abrió la capacidad de aliarse, compartir y transformar la realidad.
Por otro lado cabe señalar, la relevancia de los temas que la obra ya cristalizaba entonces con la actualidad, cuando el capitalismo pretende regular la sexualidad, en vez de proporcionar el marco de pensamiento para su liberación, nunca más acorde a este sentimiento, el texto de Ángeles Vicente viene a reafirmar desde el pasado, lo que en textos actuales como el Manifiesto de un feminismo para el 99% (2019, Fraser et al.) también convoca: “Luchamos por liberar la sexualidad no solo de la procreación y de las formas de la familia normativa, sino también de las restricciones de género, clase y raza.”
La autora nos presenta protagonistas fascinantes que, en el camino hacia su autodescubrimiento, nos muestran nuevas perspectivas de la sociedad que desestabilizan los estereotipos e identidades femeninas imperantes lanzándonos reflexiones sobre el mundo que las rodea.
Disfruten de su lectura.
Las editoras
I
Oscurecía ya cuando el vapor San Martín ponía sus ruedas en movimiento, y abandonaba pausadamente la dársena Sur.
Los pasajeros, reclinados en la borda, agitaban sombreros y pañuelos a los amigos y parientes que desde el muelle correspondían al saludo de despedida.
El Paseo de Colón, el parque de Lezama, la Boca del Riachuelo... todo fue achicándose poco a poco hasta perderse de vista, y la gran ciudad de Buenos Aires quedó envuelta en las sombras de la noche.
Continué absorta en la contemplación de aquel panorama tan conocido para mí, y el alejarme de él, sin saber por qué, me produjo un pesar indescriptible.
Todos parecían participar de aquella tristeza mía, encerrándose en sí mismos, y olvidando por un instante que la vida proseguía su febril actividad mecánica.
La campana, que llamaba a cenar, nos sacó de nuestras íntimas meditaciones.
El comedor fue invadido por la afluencia de viajeros.
Estábamos a fines de diciembre, y, como el calor se hacía sentir, la gente emigraba buscando el fresco de las playas.
La animación y la alegría fueron creciendo en los comensales, a medida que desfilaban los platos de la opípara cena; después, divididos en grupos, unos salieron a la toldilla, poniéndose otros a jugar a las cartas.
Yo, pensativa, estuve largo rato reclinada en la borda del lado de uno de los tambores, entretenida en mirar los remolinos de espuma que formaba la rueda al sacar sus palas fuera del agua. Más tarde, me retiré al camarote.
Al entrar en él vi que habían cambiado unas maletas; pero, reconocido que todo lo mío estaba en el mismo sitio, sin preocuparme empecé a colocar convenientemente esa serie de bultos pequeños que se acumulan a última hora en los viajes.
Estaba en estos arreglos, cuando entro una joven hermosa, alta, elegantísima, trigueña, con grandes ojos negros. Vestía un traje corte sastre, color azul marino. El negro y abundoso cabello lo llevaba sujeto por horquillas y peinetas adornadas con brillantes. Al verla, sentí simpatía por aquella arrogante mujer.
—Buenas noches, señora —dijo la recién llegada en tono muy extraño. Me fijé en su cara y la noté tan sofocada, que, sin contestar al saludo, le pregunté:
—¿Le pasa a usted algo?
—¿Que si me pasa? —contestó con voz temblorosa, como queriendo reprimir el llanto o la ira.
—¿Qué le sucede? —insistí.
—No sé, señora, no sé, estoy como loca.
—Si no habla más claro...
—¿No se ha enterado usted de nada?
—No... de nada.
—¡Pues pequeño jaleo han armado!
—¿Por qué?
—Porque soy cupletista —dijo con marcada ironía.
Estaba trabajando en el Casino, y ahora voy contratada a Montevideo.
En la agencia quise pagar un camarote para mí sola, como hago siempre, pero no pudo ser: quedaba solo un pasaje, que acepté ante la necesidad de debutar mañana.
Me ha tocado un camarote donde va una señora con su hija, la que, apenas se ha enterado de que soy cupletista, ha puesto el grito en el cielo, quejándose al comisario. —Le parece a usted —ha dicho la buena señora, —que voy a consentir que mi niña duerma al lado de una... cupletista? —.
El comisario ha tratado de calmarla, trasladándome de camarote, pero como ella ha continuado comentando acaloradamente el hecho inaudito, todas las otras damas se han creído en el deber de no ser menos honestas y delicadas, y mis maletas andan corriendo sin encontrar acomodo. Si aquí no paran, será preciso tirarlas al agua.
—¿Por qué no han de parar?
—¡Si usted se queja también...!
—¡Quejarme!
—¡Como soy cupletista!
—Y, ¿es ese su único delito?
—Esta noche no he cometido otro.
—Grave es el asunto dije riéndome, esas pobres señoras han tenido razón de alarmarse; figúrese, una cupletista es un ser peligroso. ¡Qué tontería! ¡Qué gente más imbécil! Vamos tranquilícese; por mí le aseguro que prefiero su compañía a la anterior.
Comentando irónicamente lo sucedido, comenzamos a desnudarnos.
Sentíamos calor, apagamos la luz, y abrimos una ventanilla que daba sobre cubierta.
Algunos pasajeros se paseaban. Desde la cama los veíamos ir y venir, oyendo a intervalos sus conversaciones... Después de breve silencio interrogué a mi compañera:
—¿Hace mucho tiempo que trabaja usted en el teatro?
—Cuatro años.
—¿Cómo se llama?
—Me llaman Bella Zezé. Mi nombre propio es Emilia del Cerro.
—Por el acento parece usted española.
—Sí, soy madrileña.
—Y ¿hace mucho tiempo que falta usted de España?
—Unos seis meses.
—También yo soy española, pero vine tan niña a la República Argentina, que casi no recuerdo de mi patria.
—¿De qué parte es usted?
—De Murcia.
—¿Piensa usted volver por allí?
—Sí, tal vez muy pronto.
—Yo, cuando cumpla este contrato en Montevideo, regreso a Madrid.
—¿No le gusta este país?
—Sí, bastante, pero antes de salir dejé firmado otro contrato para Barcelona.
—Por lo que se ve, trabaja usted mucho.
—Sin descanso.
—Y ¿le gusta la vida del teatro?
—Ahora sí porque estoy acostumbrada, pero ¡sufre una tantas humillaciones...!
—¿Se ha dedicado usted por vocación?
—No, señora, por necesidad. En España, la mujer que se ve obligada a resolver por sí misma el problema de la vida, difícilmente puede hacerlo en forma decorosa, y, de lo malo, lo mejor es hacerse cupletista.
—¿Tan poco escenario tiene la mujer?
—Casi ninguno.
—Y, ¿no hay movimiento feminista?
—Movimiento feminista, como acción decisiva en la opinión general, no. La mujer allí, comúnmente, tiene el cerebro atrofiado por la continua sugestión de obediencia que se le hace en la casa, en el colegio y en el confesionario. Vive convencida de su inutilidad, para otra cosa que no sea la esclavitud a que se somete pasivamente, y, cuando tiene que luchar, como la instrucción que ha recibido es inútil, no le queda otro remedio que sucumbir... y sucumbe al único medio de que dispone, a la prostitución, donde, después de explotada en vil comercio, es despreciada, concluyendo así la sociedad de cometer su crimen como cualquier homicida vulgar.
—Qué triste.... Pero ¿no cree usted que muchas veces es ambición por el lujo o vicio lo que lleva a ese fin?
—Creo que no. El deseo del lujo y el vicio son efecto de la caída: en casos raros podrán ser la causa.
—Entonces, según su opinión, la sola culpable es la sociedad.
—Así lo creo. Estoy convencida de que si he descendido, no ha sido por mi culpa.
—A veces somos indulgentes con los demás, por nosotros mismos.
—Puede ser, pero nunca he pretendido justificarme, justificando a los otros. Todas las miserias de la vida están justificadas por sí mismas, puesto que no hacemos otra cosa que tutelar el propio derecho de conservación. Estamos de acuerdo en que la Naturaleza impone sus leyes sobre toda convención y régimen social.
—Yo no he querido decir que usted pretenda justificarse, justificando; sino que, siendo usted buena, y habiendo caído por no tener otro remedio, crea que todas están en el mismo caso.
—No juzgo por mí solamente. Mi vida ha sido una continua oscilación entre la miseria y la opulencia, y si así me expreso es debido al estudio y observación que en ella he hecho.
¡Si usted conociera mi historia!
—Si no temiera pecar de indiscreta, le rogaría que me la contase. Comprenderá mi curiosidad, cuando sepa que tengo la manía de emborronar papel.
—¡Ah! ¿Es usted escritora? Pues con mucho gusto se la contaré —y añadió riendo—: no podrá usted publicarla.
—¿Le molestaría?
—No, pero mi historia es de las que escandalizan a los moralistas.
—¿Cree usted inmoral descubrir las llagas y dolores ignorados por la multitud, que las grandes ciudades esconden en su colmena, ya entre el zumbido complejo de miles de energías renovadas, ya disimuladas por los esplendores del lujo?
—Al contrario, muy moral, pero a los eunucos del viejo harén, conservadores de la corrupción, no les conviene entenderlo así.
—No me preocupan. Tengo mis ideas y gustos bien definidos, y, si la publicara, cuanto pudieran decir me tendría sin cuidado.
—Pues por mí la autorizo para que haga lo que guste. Y como tenemos toda la noche de tiempo, puedo contársela, si así lo desea, hasta con lujo de detalles.
—No: prefiero la narración concisa.
II
—Tendría doce años cuando empecé a saber lo que era sufrir.
Una mañana, que jamás se borrará de mi memoria, me despertó mi madre diciéndome que me levantara en seguida para irme a casa de mi tía.
Ya vestida, salí de mi cuarto.
El silencio de la casa, y los sirvientes que iban y venían, deslizándose como fantasmas, me hicieron presentir que ocurría algo anormal.
Sin saber por qué, entré en el dormitorio de mi padre, acercándome indecisa a su cama. Él me llamo al verme, y de un salto estuve abrazada a su cuello. Permanecimos así unos instantes, hasta que haciendo un esfuerzo para tragar el nudo de lágrimas que le sofocaba, exclamó:
—¡Pobre hija mía! ¡Cómo te quedas! ¡Qué imbécil he sido!
Yo no entendía; él continuó:
—Tu madre no te quiere, estoy bien seguro.
Dio un profundo suspiro, se llevó las manos a los ojos para ocultar las lágrimas, y guardó silencio.
La penumbra en que estaba envuelta la habitación, el rumor confuso que llegaba de la calle, el fatigoso respirar de mi padre, a intervalos acentuado por suspiros de dolor... todo tenía para mí algo misterioso que me aterrorizaba y me hacía enmudecer.
De súbito, como si tomara una extrema resolución, se incorporó, y me mandó ir en busca de mi madre.
Obedecí sin replicar, y pronto estuve de regreso con ella.
¡Qué escena la que allí presencié...! Se insultaron, se llenaron de maldiciones. Mi padre, haciendo un supremo esfuerzo, sacó un paquete que tenía debajo de la almohada, y se lo arrojó a la cara, diciéndole:
—Ahí tienes las cartas de Ferrario. Ya ves como tenía la evidencia. Lo que siento es que he sido un loco dejándome matar por una mujer como tú.
Mi madre quedó abatida, y en sus grandes ojos negros, que miraban al suelo, pareció brillar una lágrima; pero en seguida se repuso, y llamando a una sirvienta, le ordenó llevarme a casa de mi tía.
Era esta una vieja solterona. Vivía sola en un palacio que tenía cierto aspecto de soledad y abandono, cuyo mobiliario igualaba en antigüedad a las ideas de su dueña. Todo era umbrío en aquella casa por cuyos balcones eternamente cerrados y cubiertos de hiedra, jamás penetró el sol.
No quisiera acordarme de la temporada que allí pasé, oprimida y mortificada por las chocheces y santurronerías de aquella mujer fanática, personificación de la avaricia y del egoísmo que, si me tiene más tiempo a su lado, me manda, de fijo, al otro mundo.
Decía que mis padres eran súbditos de Satanás, y se le ocurrió que yo podía salvara los por medio de rezos, ayunos y mortificaciones, y con tan santo fin, no perdonaba ocasión de martirizarme. Para estas prácticas, era para lo único que era pródiga, aunque también eran fruto de su egoísmo, pues queriendo ganar el perdón de sus faltas, rezando por otros, siempre eran indulgencias que sumaba a su favor. Y, la verdad que, si mis padres estaban condenados, mi tía no debía estarlo menos, porque en su juventud tuvo cosas más peregrinas que mi madre. Desde los quince años, en que heredó de mis abuelos maternos el marquesado del Palmar y una cuantiosa fortuna, hasta los cuarenta, en que, gracias al padre Jacinto, se operó el milagro de su conversión, y empezó a arder en fervor religioso, anduvo corriendo en brazos del acaso, sin desperdiciar los frutos del evento, que, según me contaron, algunos fueron picantes y sabrosos.
Siempre procedió como los seres que llevamos en sí la más completa rebeldía, y hacemos caso omiso de la moral legislada por hombres que no conocerían sus propios sentimientos.
Está demás le diga que teniendo mi tía título y fortuna, su conducta siempre, cuando no tomada a gracia, fue juzgada con benevolencia; todo lo más, se la consideró una histérica o una extravagante; a lo menos, así la he oído calificar, por quien, no hace mucho tiempo, me ha contado su historia; pues yo cuando estuve en su casa era muy niña y nada sabia, y mi madre, nunca, ni por despecho, habló de ella.
Desde el día en que mi tía, no se sabe cómo, hizo amistad con el padre Jacinto, no se la volvió á ver ni en teatros ni saraos; suspendió sus fiestas, cerró sus salones, y en su casa no volvió a entrar nadie más que el buen pater.
Transformó una de las salas en capilla, y allí, arrodillada al pie del altar, ante un crucifijo, se pasaba la mayor parte de su vida rumiando oraciones.
Ahora puede usted figurarse mi vida en aquella casa, sin poder salir ni a un balcón, ni hablar, ni comer cuanto deseaba, porque raro era el día que no fuera de ayuno, y cuando no, al verme comer algo con gusto, me lo quitaba y me hacía rezar, ofreciendo la mortificación a nombre de mis padres.
No me hablaba más que del Infierno, del Demonio, así que con el terror que infundía en mi imaginación, y la debilidad que se me iba apoderando, además de enferma, me puse idiota.
Muchas veces, al conocer la historia de mi tía, he pensado en ella, y nunca he podido comprender, cómo aquella mujer que no fue tonta, que había viajado mucho, y que se había criado libre, hubiera caído en tanta imbecilidad: siendo posible beberse los sesos, y suponer que ella se los bebió, me parece inverosímil. Solo puede explicármelo la sugestión. Sabido es que por medio de la sugestión auricular vienen los curas imperando.
En fin, la cuestión es que mi tía aún vive, y que siendo yo su única heredera, los curas se comerán su fortuna, y yo no veré un céntimo.
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