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La ciencia había creado una distancia entre quienes observaban y los observados, entre los colonizadores y los colonizados, entre los poderosos y los carentes de poder. Quienes veían así a gentes de tierras lejanas, extrañamente fuera de contexto como una mera referencia en un libro, trasplantados a pueblos falsos de París, tendían a creer que no somos todos iguales. Los visitantes que echaban un vistazo a las casas de los zoológicos humanos debían considerar a sus habitantes meras curiosidades, y no solo porque su aspecto y conducta fueran diferentes, sino porque otros, que no tenían su aspecto, controlaban sus vidas. Los que estaban fuera de las jaulas iban vestidos, eran civilizados y respetables, mientras que los que estaban dentro iban desnudos, eran semibárbaros y los habían subyugado.

«Es más fácil tildar de inferiores por naturaleza a personas a las que ya se considera oprimidas», escriben las académicas norteamericanas Karen y Barbara Fields en su libro Racecraft, publicado en 2012. Explican que la inevitabilidad que se suele asociar a la rutina social la acaba convirtiendo en algo casi natural. No fue la idea de raza la que llevó a la gente a tratar a otros como si fueran subhumanos. Ya los trataban así antes de que entrara en juego la raza, pero cuando la invocaron, la subyugación redobló su intensidad.

Cuando la ciencia empezó a buscar respuestas a la cuestión de la diferencia humana, el asunto adquirió una cualidad peculiar, porque la observación de los seres humanos los convirtió en bestias extrañas. Daba la impresión de que todo transcurría en medio de la mayor objetividad científica, pero al final el estándar de la belleza e inteligencia ideales siempre acababa siendo el del científico mismo. Sus propias razas estaban seguras en sus manos. El naturalista alemán Johann Blumenbach, por ejemplo, idealizó a la raza caucásica a la que pertenecía y describió a los etíopes como «patasarqueadas». Si las piernas eran diferentes nunca se planteaba la posibilidad de que los raros fueran los caucásicos. Se pensaba que las criaturas encerradas en los zoológicos humanos no habían podido alcanzar el ideal de perfección física y mental de los europeos blancos.

La distancia creada por la ciencia al imponer la idea de que las jerarquías raciales eran cosa de la naturaleza generó un desequilibrio de poder y permitió tratar como a desiguales a las gentes que vivían en los zoológicos humanos. Sus vidas se volvieron muy precarias. Según Boëtsch, muchos murieron de neumonía o tubercu­­losis y la prensa se hizo eco del asunto. Siempre hubo protestas, también en el caso de Saartje Baartman, pero nada cambió.

Tenemos otro ejemplo de aproximadamente la misma época que la Exposición de París. Me refiero a un pigmeo llamado Ota Benga, a quien habían llevado a los Estados Unidos para ser exhibido en la Feria Mundial de St. Louis. Acabó en la jaula de los monos del zoológico del Bronx, en Nueva York, y le quitaron los zapatos. Los visitantes lo adoraban. «Algunos le golpean amistosamente en las costillas, otros le hacen tropezar y todos se ríen con él», informaba el New York Times. Finalmente fue rescatado por unos sacerdotes africanos que le buscaron alojamiento en un orfanato. Diez años después, desesperado por no poder volver al Congo, pidió prestado un revólver y se disparó en el corazón.

Aquí, de pie frente a las antiguas casas en ruinas rodeadas de hierbajos del zoológico humano de París, es fácil llegar a la conclusión de que quien se ocupaba de la idea científica de raza no lo hacía para llegar a entender las diferencias que existen entre nuestros cuerpos, sino para justificar que vivamos vidas muy diferentes. ¿Por qué si no? ¿Por qué tendría que importarnos algo tan superficial como el color de la piel o la morfología corporal? Lo que realmente interesaba a los científicos era por qué algunas personas esclavizaban a otras, por qué algunos humanos sabían mejorar su situación y otros siempre eran pobres o por qué algunas civilizaciones acababan prosperando y otras no. Imaginaban que analizaban la variedad humana de forma objetiva y buscaban en nuestros cuerpos respuestas a preguntas que iban mucho más allá de ellos. El racismo científico siempre ha estado en la intersección entre la ciencia y la política, siempre se ha hecho presente allí donde confluyen la ciencia y economía. La raza no era solo una herramienta para clasificar la diferencia física. Era una forma de medir el progreso humano y de juzgar las capacidades y los derechos de los demás.

3. El sacerdocio de los científicos

Los científicos decidieron que las razas se podían mejorar y buscaron la forma de optimizar la suya

El pasado consta de las cosas que elegimos recordar.

La Sociedad Max Planck, que tiene su sede en Múnich, Alemania, posee una ilustre historia. Ha sido el hogar intelectual de 18 ganadores del Premio Nobel, incluido el físico teórico Max Planck a quien debe su nombre. Con un presupuesto anual de 1800 millones de euros, sus institutos dan trabajo a más de 14 000 científicos que publican unos 15 000 artículos al año. Se mire como se mire es uno de los centros científicos más prestigiosos del mundo. Pero en 1997, el biólogo Hubert Markl, presidente por entonces de la Sociedad Max Planck tomó una decisión que pondría en peligro la reputación de esta institución. Quiso hurgar en su gloriosa historia y reveló un secreto que se había guardado durante cincuenta años.

La Sociedad Max Planck ya existía antes de 1945, pero en una encarnación distinta: se llamaba Kaiser Wilhelm Gesellschaft. Fue creada en época del Imperio alemán, en 1911, y ya entonces era tan importante como lo es ahora: el corazón de la historia científica moderna de Alemania. Albert Einstein estuvo investigando en uno de sus institutos, pero después, cuando los nazis se hicieron con el poder, impusieron sus propias prioridades en el ámbito científico y las cosas dieron un giro inquietante. Sabemos que ciertas figuras del ámbito científico y universitario desempeñaron un destacado papel en el desarrollo de la ideología de higiene racial de Adolf Hitler, según la cual había que intentar que procrearon miembros de la raza «aria» e ir eliminado gradualmente a las demás. Esta ideología, que culminó en el Holocausto, no se pudo implementar sin ayuda de los científicos, que primero hubieron de aportar un marco teórico para tan audaz experimento y luego llevarlo a cabo. En el ámbito práctico fueron los responsables de organizar las cámaras de gas y los campos de concentración, donde decidían quién vivía y quién moría. Sabemos que en los campos se realizaron todo tipo de horripilantes experimentos con seres humanos a los que asesinaban para obtener datos biológicos.

Hubo rumores de que el personal de la Kaiser Wilhelm Gesellschaft había estado implicado incluso en asesinatos y torturas, y analizando la cuestión retrospectivamente se llega a la conclusión de que efectivamente tuvo que ser así. El autor James Hawes señala que en tiempos del régimen la mitad de los médicos de la nación eran miembros del partido nazi. Las universidades alemanas enseñaron la teoría racial durante una década.

Sin embargo, lo que pasó se olvidó tranquilamente tras la Segunda Guerra Mundial. Aunque había mucho que contar se pensó que era más sensato dejarlo estar. La Sociedad Max Planck misma ha admitido que pasó por alto su ignominioso pasado para poner el acento en sus grandes logros científicos. Pero en la década de 1990 la presión de la opinión pública fue demasiado intensa como para seguir pasando por alto ese pasado. Además, ya habían fallecido casi todos aquellos miembros de la institución que habían vivido la guerra y podían haberse visto afectados por estas revelaciones. Había llegado la hora y Markl decidió nombrar un comité independiente para que investigara lo que habían hecho los científicos de la Kaiser Wilhelm Gesellschaft durante la guerra. Era una investigación sobre los recovecos más oscuros del racismo científico. A los investigadores más jóvenes de la Max Planck Society les preocupaba, con razón, que el cuerpo de datos científicos que habían heredado estuviera manchado de sangre.

Hacían bien en preocuparse. El pasado rezumaba sangre. Unos años después de que Markl pusiera en marcha la investigación, los historiadores empezaron a publicar sus devastadores hallazgos. Se había llegado a decir que los nazis ignoraban a la ciencia e incluso que manifestaron cierta hostilidad hacia ella, pero los datos históricos demuestran lo contrario. Los científicos de la Kaiser Wilhelm Gesellschaft habían cooperado voluntariamente con el estado nazi, maridando intereses académicos y conveniencia política, buscando ayuda financiera y estatus social. «Sus investigaciones contribuyeron enormemente al horror de la guerra, situando a los científicos al borde del profundo abismo de los crímenes nazis», escribió un crítico. Al menos un destacado científico contribuyó a diseñar y difundir la legislación concerniente a la ideología racial.

Quienes no eran oportunistas a menudo fueron cómplices e hicieron gala de la mayor indiferencia moral cuando fueron testigos de actos inhumanos o incluso criminales. En 1933 se empezó a expulsar a los científicos judíos de la Kaiser Wilhelm Gesellschaft y el personal hizo poco por impedirlo. Einstein abandonó Alemania ese mismo año. Salió del país para asistir a una conferencia y fue lo suficientemente precavido como para no volver. Al menos dos científicos y otros cuatro miembros del personal de la Kaiser Wilhelm Gesellschaft murieron en los campos de concentración.

También hubo quien apoyó a los nazis de todo corazón desde el principio. La obra de Otmar von Verschuer, director del Departamento de Antropología, Herencia Humana y Eugenesia de la Kaiser Wilhelm Gesellschaft produce escalofríos. Antes de la guerra, Verschuer era un académico muy respetado. La Rockefeller Foundation de Nueva York financió durante dos años sus investigaciones sobre la herencia genética. Le invitaron a dar una conferencia en la Royal Society de Londres. Pero también era antisemita, alababa a Hitler públicamente y creía en una solución biológica a lo que definía como «la amenaza judía a la pureza racial». Según el antropólogo norteamericano Robert Wald Sussman, von Verschuer fue uno de los expertos nazis en la «cuestión judía» y legitimó activamente las políticas raciales del régimen. Uno de sus estudiantes, el doctor Mengele, se hizo famoso por los crueles experimentos que realizó en gemelos y mujeres embarazadas en el campo de concentración de Auschwitz. El escritor británico Marek Kohn afirma en su libro de 1995, The Race Gallery, que entre las muestras que enviaron a Verschuer desde Auschwitz figuraban «pares de ojos de gemelos […] diseccionados tras su asesinato […], órganos internos de niños, cadáveres y esqueletos de judíos asesinados».

 

En 2001, la Max Planck Society acabó aceptando su responsabilidad por los crímenes históricos cometidos por sus científicos. En su apología la Sociedad admitía: «Hoy podemos decir sin riesgo alguno que von Verschuer tenía conocimiento de los crímenes cometidos en Auschwitz y que él y otros colegas y empleados utilizaron los datos obtenidos en sus estudios». En su discurso, Markl añadió: «La Kaiser Wilhelm Gesellschaft toleró e incluso apoyó investigaciones realizadas en su seno que no cabe justificar desde el punto de vista moral o ético […]. En nombre de la ciencia, quiero pedir disculpas por el sufrimiento causado a todas las víctimas de estos crímenes, a las que siguen con vida y a las que ya han muerto».

Evidentemente, era demasiado tarde como para hacer justicia. Los implicados ya habían fallecido, pero lo realmente sorprendente es que se tardara tanto tiempo en sacar a la luz estos hechos, en hallar la voluntad de hacerlo. Los científicos que habían colaborado con el régimen habían tapado sus huellas inteligentemente, pero para sus colegas también era más cómodo fingir que sus compañeros de trabajo nunca habían participado en asesinatos o torturas. A lo mejor imaginaban que habían sido testigos inocentes a los que metieron en un buen lío cuando intentaban hacer su trabajo.

La verdad —que es perfectamente posible que des­­tacados científicos sean racistas que asesinan y abusan de la gente y del conocimiento— no encaja bien con la idea que tenemos de la investigación científica. Creemos que está por encima de la política, que es una empresa noble, racional y objetiva que no se ve afectada por los sentimientos ni por los prejuicios. Pero si la ciencia es algo tan puro, ¿cómo es posible que los miembros de una institución científica tan prestigiosa se vendieran a un régimen político criminal hace muy poco tiempo, a mediados del siglo xx?

La respuesta es sencilla: la ciencia siempre depende de la época y el lugar en el que se practica. En último término depende de las creencias políticas personales de quienes se dedican a ella. Algunos científicos nazis debieron realizar sus experimentos de forma perfectamente adecuada y rigurosa. Puede que incluso hicieran «buena» ciencia, si medimos el calibre de «bueno» dando prioridad a los datos y no a las vidas humanas. Otros investigadores no daban importancia a la verdad ni a las vidas de los demás. Como les convenía, crearon la ilusión de que una ideología moralmente corrupta tenía peso intelectual.

Hoy, décadas después, los horrores de la Segunda Guerra Mundial siguen distorsionando la forma en la que pensamos el racismo científico. Muchos decidimos que científicos nazis como Otmar von Verschuer fueron una excepción que no tenía nada que ver con quienes ganaron la guerra. Describimos el Holocausto y el razonamiento distorsionado que lo produjo como si fueran ideas exclusivas de aquella época y aquel lugar: obra de «los chicos malos». Pero tras las investigaciones teñidas de sangre realizadas por la Max Planck Society surgió una pregunta que había que responder: ¿los científicos del resto del mundo eran totalmente inocentes?

Si archivamos lo que ocurrió durante la guerra por considerarlo aberrante, algo que solo pudieron hacer las peores personas en las peores circunstancias, estaremos pasando por alto una gran verdad: nunca fue una historia de buenos y malos. Alemania no fue la única fuente de ideas científicas en las que se basaron Hitler y otras personas de su régimen para elaborar los planes de «higiene racial» que condujeron al genocidio. Desde hacía más de un siglo, los científicos que se ocupaban de la cuestión racial en el mundo entero habían ido aportando su granito de arena con el apoyo de intelectuales destacados, aristócratas, líderes políticos y personas de posibles.

En el caso nazi cabe destacar a dos influyentes expertos en estadística que trabajaban en el número 50 de Gower Street en Bloomsbury; es decir, no en Alemania, sino en el barrio de las letras de Londres.

* * *

«Hay biólogos que opinan que las razas no existen, que tenemos que superar este concepto, olvidarlo», me dice Subhadra Das en un murmullo cargado de ira. Pero si no existen, ¿por qué acaba de hablar usted de raza? ¿De dónde salió esa idea?».

Das es la comisaria de las colecciones científicas y médicas del University College de Londres y en ocasiones trabaja como humorista. Su humor negro refleja la rabia que le provocan las cosas de las que se entera investigando. Nos encontramos en el centro de Bloomsbury, famoso por sus tranquilas plazas ajardinadas y elegantes casas de estilo georgiano. En su momento fue un lugar de encuentro para artistas y escritores, incluida Virginia Woolf, y sigue siendo la sede de gran parte de las universidades y colleges de Londres. Gower Street, una calle muy concurrida, está repleta de estudiantes que van a clase, pero donde estamos Das y yo reina el silencio propio de una biblioteca. Estamos sentadas ante una pequeña mesa en el Museo Petrie, que debe su nombre a sir Flinders Petrie, un egiptólogo que antes de morir en 1942 utilizó colecciones de cráneos recogidos en todo el mundo para apuntalar sus ideas sobre la superioridad e inferioridad racial.

«Los científicos son seres humanos socializados que viven en el seno de una sociedad y sus ideas son constructos sociales», continúa Subhadra Das. Quiere que oiga esto, prepara el escenario antes de empezar a desenvolver unos objetos que ha traído del archivo y situado ante nosotras. El primero es una fotografía en blanco y negro de un anciano bien vestido. Sus pobladas cejas parecen un toldillo sobre sus ojos; las largas patillas blancas le llegan hasta el cuello. Bajo la imagen se ve su firma: se trata del biólogo Francis Galton, nacido en 1822, un primo de Charles Darwin más joven que él. Das me dice que Galton es el padre de la eugenesia. Acuñó el término en 1883 a partir del prefijo griego «eu-», que significa «bueno» o «bien», para definir la idea de recurrir al control social con el objeto de mejorar la salud y la inteligencia de las generaciones futuras.

Galton se consideraba a sí mismo un experto en la diferencia humana, en las sutiles cualidades que hacen a una persona mejor o peor. Aún no era un genio como Darwin, pero aspiraba a serlo. «En mi opinión, el talento se transmite a través de la herencia en un altísimo grado», escribió en un ensayo titulado Hereditary Character and Talent. Su idea se basaba en la teoría de la evolución por medio de la selección natural de su primo Charles Darwin, según la cual todos los individuos de una población determinada despliegan una serie de características, pero solo sobreviven y se reproducen, solo transmiten a su descendencia rasgos beneficiosos quienes están mejor adaptados a su entorno. Galton creía que cabía mejorar a una raza más rápidamente si se alentaba a reproducirse a los más inteligentes y se desincentivaba, en la misma medida, a los más estúpidos. El proceso no era muy distinto al requerido para crear artificialmente una vaca más gorda o una manzana más roja. En su opinión, este proceso aceleraría la evolución humana, acercando la raza a la perfección física y mental.

Aducía el ejemplo de que los escritores brillantes solían estar relacionados con otros escritores brillantes. Señalaba que de 605 hombres notables que habían vivido entre 1453 y 1853, uno de cada seis estaba relacionado con los demás. Así que llegó a la conclusión de que los ingredientes de la grandeza debían ser hereditarios, sin tener en cuenta que la notoriedad puede ser, asimismo, el resultado de los contactos, los privilegios y la riqueza que esos hombres también poseían. «¡Si invirtiéramos en medidas para mejorar la raza humana una veinteava parte del coste y esfuerzo que invertimos en la cría de caballos y de ganado, podríamos crear una galaxia de genios!». Galton soñaba con una «utopía» de superhumanos cuidadosamente criados y dedicó toda su vida a crear uno.

El primer reto fue definir una forma de medir las habilidades de las personas para crear un banco de datos que permitiera determinar quiénes eran los más inteligentes y quiénes los menos. En 1904 convenció a la Universidad de Londres para que creara la primera Oficina de Registros Eugenésicos en el número 50 de Gower Street. Su función era medir las diferencias humanas con la esperanza de llegar a entender qué tipo de gente necesitaba Gran Bretaña. El University College de Londres cogió la oportunidad al vuelo y aceptó en una semana. Así surgió el Laboratorio para la Eugenesia Nacional de Galton.

Eugenesia es un apalabra que ya no utilizan por aquí. Mucho tiempo después de la muerte de Galton cambiaron el nombre al laboratorio, que se convirtió en el Departamento de Genética, Evolución y Medio Ambiente, con sede en el edificio Darwin. Aquí es donde entra en escena Subhadra Das. Entre las vastas colecciones de objetos cuya custodia le ha encargado la universidad se encuentra el archivo de Galton, que contiene fotografías personales, equipo y documentos sobre la génesis y el desarrollo de la eugenesia. También se ocupa de los archivos de su más íntimo colaborador, el matemático Karl Pearson, que se convirtió en el primer profesor de Eugenesia nacional en 1911, tras la muerte de Galton. «La mayor contribución de Pearson, lo que la gente recuerda, es que es el fundador de la estadística, e hizo gran parte del trabajo con Galton. Si hubiera que definir la ciencia de Galton con mayor concreción, se podría decir que es estadística», me dice Das.

Antes de dedicarse a la ciencia, Galton fue explorador. Su padre, que había hecho fortuna vendiendo armas a los traficantes de esclavos y más tarde se había dedicado a la banca, financiaba generosamente sus expediciones. Galton obtuvo una medalla de la Royal Geographical Society tras una expedición a Namibia (entonces Damaraland) que organizó en 1850. Siempre estuvo orgulloso de su aspecto (hay un espejito y un kit de costura entre sus pertenencias aquí custodiadas). Puso de moda el traje safari blanco y fue uno de los primeros en cultivar la imagen de lo que hoy es el estereotipo de europeo blanco en África. «Si te digo “explorador del África”, la imagen que te viene a la cabeza es la suya», afirma Das.

Lo extraño en Galton es que sus muchos viajes no parecieron influir en su mentalidad. Sus encuentros con gentes de otros países no le ayudaron a percibir la humanidad que compartían. «Casi se podría decir que sus estancias en África fortalecieron sus ideas racistas». Galton comunicó a la Royal Society a su vuelta: «He visto lo suficiente de las razas salvajes como para poder reflexionar sobre ellas el resto de mi vida».

En Londres, Galton combinó sus investigaciones científicas con su pasión por los datos. Estaba obsesionado con medir cosas. En una ocasión llegó a utilizar un sextante para medir las proporciones de una mujer africana a distancia. También inventó la fórmula matemática de la taza de té perfecta. Vio en la eugenesia una forma de utilizar lo que sabía sobre la diferencia humana para mejorar sistemáticamente la calidad de la «raza británica» valiéndose de la teoría de la selección natural. «Darwin había afirmado que los humanos eran animales como cualquier otro y Galton creía que, siendo así, podía procederse a su cría», explica Das. «Le preocupaba lo que consideraba una degeneración de la raza británica y buscaba formas de mejorarla para evitarlo».

«El trabajo de Galton fue esencial para el racismo científico. De manera que no fue un racista más, fue el responsable de la invención del racismo y de nuestra forma de pensar en este ámbito».

* * *

La eugenesia es una forma de reflexión fría y calculadora que reduce a los seres humanos a partes de un todo en cuyo seno están situados más arriba o más abajo, dependiendo de su raza. También da por sentado que casi todo lo que somos se decide antes de nuestro nacimiento.

 

Debemos buscar los orígenes de esta idea —que todo es heredado, que todo está en los genes— a mediados del siglo xix, cuando Gregor Mendel, un monje agustino de Brno, Moravia, por entonces parte del Imperio austrohúngaro, se dedicó con gran entusiasmo a la hibridación de plantas. Cogió distintas variedades de guisantes del jardín de su monasterio y las fue cruzando selectivamente hasta que cada una de ellas producía una descendencia idéntica cada vez. Empezó a experimentar con estas plantas de guisante artificialmente creadas, observando cuidadosamente para comprobar qué pasaba cada vez que cruzaba variedades distintas. Nadie había oído hablar de los genes en aquel momento y el artículo de Mendel sobre el tema, publicado en 1866, pasó bastante desapercibido. Sin embargo, demostró experimentalmente que ciertos rasgos como el color se transmitían de generación en generación siguiendo un patrón y este sería el eje de las teorías defendidas por los genetistas del siglo siguiente.

La ciencia de la herencia genética pudo despegar, por fin, cuando los científicos entendieron que había paquetes individuales de información en nuestras células que determinaban cómo se construían nuestros cuerpos y que heredábamos estos paquetes en una medida aproximadamente igual de cada progenitor. En muy poco tiempo se apreciaron las implicaciones políticas que podía tener este hallazgo. En 1905, el biólogo inglés William Bateson, el mayor difusor de las ideas de Mendel, predijo: «Será una fuente de poder a gran escala».

El mendelismo se convirtió en un credo. Era un enfoque que sugería que la biología humana entraba en acción en el momento de la fertilización del óvulo y evolucionaba de forma bastante lineal. Si al cruzar una planta de guisantes amarillos con una de guisantes verdes se podía predecir qué colores tendrían las generaciones subsiguientes de plantas de guisante, no había razón alguna por la que no se pudiera predecir qué aspecto tendrían unos niños humanos basándose en la apariencia y en la conducta de los padres.

Si miramos el mundo a través del prisma mendeliano, creeremos que casi todo está planificado de antemano en nuestros genes. En la teoría de Mendel, el entorno no influye mucho, porque supone que, en el fondo, no somos más que unos cuantos componentes químicos que se mezclan: la mixtura inevitable de nuestros ancestros. Como bien supo ver Bateson, esta idea se convirtió en la piedra angular de la eugenesia, que pretendía crear personas mejores seleccionando con más tino a los padres. «El mendelismo y el determinismo, la idea de que la herencia genética es tu destino, siempre van unidos», afirma el historiador Gregory Radick, que ha estudiado a Mendel y su legado.

Pero las investigaciones en torno a los guisantes de Mendel planteaban un problema. A principios del siglo xx, el artículo del religioso fue objeto de encendidos debates, me cuenta Radick. «¿La hipótesis de Mendel era esa gran idea general que te permite ordenar el resto de la información o se trataba de una interesante serie de casos aislados?». Cuando Mendel realizó sus experimentos cultivó específicamente los guisantes de cada generación. Es decir, antes de empezar filtró las aberraciones, las mutaciones al azar, la liosa difusión de variaciones que se vería normalmente, de manera que cada generación se reprodujo de la forma más pura posible. Los guisantes eran verdes o amarillos, lo que permitía percibir la señal genética con claridad a pesar del ruido de fondo y obtener resultados mucho más perfectos que los que se dan en la naturaleza.

Raphael Weldon nació en 1860 y trabajó en la Universidad de Oxford. Fue él quien aplicó la estadística a la bio­­logía y empezó a concienciar a los científicos sobre la importancia del entorno como telón de fondo en las teorías sobre la herencia genética. «Lo que realmente le preocupaba del mendelismo emergente era que obviaba los últimos veinte años de una embriología experimental que había demostrado que los efectos de un tejido sobre el cuerpo dependen absolutamente del entorno», me explica Radick. Weldon quería transmitir que la variación es esencial y depende enormemente del contexto: tanto de los genes más próximos como de la calidad del aire que respira una persona. Si todo podía influir en la dirección de la evolución, la crianza no era un añadido a la naturaleza, sino algo profundamente imbricado en nuestros cuerpos. «Weldon era inusualmente escéptico».

Para apuntalar su teoría, Weldon demostró que los criadores de guisantes ordinarios nunca podrían crear los guisantes perfectamente uniformes de Mendel. Los guisantes reales despliegan una multitud de colores entre el verde y el amarillo. Nuestros ojos no son azules, verdes o castaños —existen un millón de tonalidades diferentes— y una mujer portadora del gen que determina el cáncer de mama no desarrolla necesariamente la enfermedad. La abeja reina no nace siéndolo, es una obrera más hasta que ingiere suficiente jalea real. Lo que media entre un gen y la vida real no es exclusivamente el entorno, sino, asimismo, una posibilidad al azar. Comparar los guisantes de Mendel con los cotidianos es como comparar una telenovela con la vida real. El experimento refleja una verdad, pero la realidad es bastante más complicada. Los genes no son piezas de Lego ni meros manuales de instrucciones: son piezas interactivas. Forman parte de una red compuesta por otros genes presentes en su entorno y en el mundo en general. En su opinión era esa red, siempre variable, la que daba lugar a un individuo único.

Desgraciadamente para Weldon, su encarnizado debate sobre el alma de la genética acabó prematuramente en 1906, cuando murió de neumonía a los cuarenta y seis años. Su obra quedó inacabada y nunca se llegó a publicar. Ante la ausencia de críticas, las ideas de Mendel se fueron incorporando paulatinamente a los manuales de biología hasta llegar a conformar los cimientos de la genética moderna. Poco a poco, los científicos han ido recuperando las ideas de Weldon, pero aún quedan trazas de determinismo genético en la imaginación no solo popular, sino también de los científicos. Richard Lewontin, biólogo de Harvard, lo denomina «el dogma principal de la genética molecular», cuya premisa básica es que todo lo que somos se define en el vientre materno.

A principios del siglo xx, antes del advenimiento de la genética moderna, las teorías de Galton estaban en consonancia con los hallazgos de Mendel. Sus deducciones dieron lugar a una lógica que fue adoptada por todo el espectro político. Actualmente asociamos la eugenesia a los fascistas responsables del Holocausto, pero hasta la década de los años treinta muchos izquierdistas creyeron que era una ciencia socialmente progresista. Galton mismo fue una persona destacada en su época. Era miembro de la Royal Society —que en 1884 financió un laboratorio antropométrico para que pudiera catalogar las medidas humanas— y recibía fondos de la British Medical Association. La eugenesia estaba firmemente asentada en la ciencia oficial y entre los intelectuales. Se trataba de una de las corrientes de pensamiento dominantes y además se puso de moda.

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