Viaje al mar

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Viaje al mar
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Índice de contenido

Viaje al mar

Portada

Introducción

Capítulo 1: El mundo al revés

Capítulo 2: El viaje

Capítulo 3: Un alto en el camino

Capítulo 4: Bajo la tierra

Capítulo 5: Viaje a las estrellas

Capítulo 6: Última parada

Capítulo 7: La orilla del mar

Biografías

Legales

Sobre el trabajo editorial

Contratapa

Viaje al mar

Andrea Braverman

Ilustraciones:

Fernando Baldó


Para mi papá y mi mamá,

que siempre viajaban al mar.

Qué podía saber del mar el Petiso, si nunca se había alejado demasiado de su Caimancito natal ni del cuarto despintado donde vivía con su mamá.

Qué podía saber él de la espuma salada en la orilla, si solo había tocado la arena de la placita, que parece talco húmedo meado por los perros.

No, el Petiso no sabía nada del mar ni de las vacaciones ni de las reposeras ni de los protectores solares, aunque todo eso lo veía en la computadora de Blas, cuando se la prestaba.

Tampoco sabía del descanso en los veranos largos, ni del aburrimiento en la siesta, porque cuando no había escuela caminaba el día entero buscando cartón para ganar unos billetes. Eso sí, el Petiso decía que era pobre pero con suerte: no sabía del hambre ni de la falta de cariño, porque su mamá siempre lo esperaba con un plato caliente y un beso tierno. “Sos mi bendición, nunca te olvides”, solía decirle la mamá cuando le emprolijaba el flequillo y lo mandaba a la escuela. Y la verdad es que el Petiso nunca se olvidó, en especial el día en que una muerte y una revelación lo llevaron a emprender un viaje hacia el mar con su bolso al hombro y el corazón aturdido.

Y ese es el día preciso en que comenzó la historia que voy a contar.

1. El mundo al revés

Esa mañana, cuando sonó el timbre del segundo recreo, hasta el más lerdo salió rápido a buscar mate cocido y pan caliente. El Petiso no se quedó atrás, y cuando saboreó el pan pensó que era un día de suerte: último día de clases, fútbol en el recreo largo, pastel de papa con pasas de uva para el mediodía.

A la salida del colegio, con esa sensación de que era un buen viernes, caminó en silencio hasta que Blas le preguntó:

—¿Te acordás de Martincito, el hijo del intendente?

El Petiso se acordaba. El tal Martincito se había pasado a una escuela privada el año pasado. Y menos mal, porque era un torpe que en los recreos le buscaba pelea y lo burlaba porque era demasiado alto para su edad. “Sos tan alto que hasta los pantalones de mi papá te quedarían cortos. A vos te tendrían que llamar Obelisco”, se reía Martincito una y otra vez. Pero el Petiso lo dejaba reírse, porque su mamá cocinaba para la familia de ese fastidioso, y no quería que tuviera problemas por su culpa si lo sentaba en el piso de una piña.

—¿Qué pasa con ese pavo? –quiso saber el Petiso.

—Parece que lo llevan a Disney. Debe estar feliz –le contó Blas.

—Yo ahora tengo el gusto de la pasa de uva caliente en la boca y eso me hace feliz.

—No seas tonto. Mirá si vas a comparar un viaje a Disney con comerse una pasa de uva. Tenés cada idea vos.

El Petiso sonrió. Visto así, sonaba tonto.

—Digo que para los que no podemos viajar hay felicidades chiquitas, como tomar helado o jugar con un perro. Eso nomás.

—Sos un envidioso –embromó Blas mientras salía corriendo en picada–. ¡A qué no me alcanzás! El que llega último a la esquina es un cabrón.

La carrera fue pareja: el Petiso y Blas empataron en la esquina y se saludaron agitados para seguir cada uno a su casa.

—Nos vemos el lunes en la placita, Petiso.

—Chau, Blas. Pedile a Martincito que le mande saludos a Mickey.

Blas se alejó a las carcajadas, con la mano en alto. El Petiso se cruzó a la vereda de la sombra porque estaba tan transpirado que la ropa se le pegaba a la piel.

Al llegar a la pensión, tiró la mochila en la cama, se sacó las zapatillas sin desatarse los cordones, abrió la heladera y se quedó un ratito ahí, sintiendo el frío.

Este fresco ahora es la felicidad. Mañana quién sabe, pensó.

En eso, unos golpes secos sonaron en la puerta de chapa.

—¿Quién es? –preguntó el Petiso extrañado.

Cuando abrió, su pregunta se contestó sola. Era María, la vecina, que tenía la mirada enrojecida y la mano en la boca.

—¿Qué pasa? –se alarmó el Petiso.

—Llamaron del trabajo de tu mamá. Parece que se enfermó de golpe –titubeó María.

El Petiso recién ahí se dio cuenta de que todavía tenía el guardapolvo puesto. Se lo quitó y comenzó a buscar las

zapatillas.

—¿Está en la salita como la otra vez? Ahora la voy a buscar.

—No, no podés ir a buscarla, querido.

El Petiso explotó. Su felicidad sí que era corta.

—Cómo no voy a poder. ¡Si soy el hijo! Algo tengo que hacer.

—Es que murió. Ya no hay nada que hacer.

El día del Petiso se desmoronó como una torre de naipes mal puestos. Ninguna de sus pequeñas felicidades podía rescatarlo ahora de la confusión, de la presión en la cabeza transpirada, de la angustia en la garganta, de las ganas de que fuera una pesadilla.

Veía que la vecina gesticulaba, pero no escuchaba palabras. Veía que otros se acercaban a su puerta y lo miraban como si fuera un cachorro perdido. Él no quería lástima ni explicaciones.

—Hay que enterrarla al lado de mi abuela. Eso es lo que ella quería –se escuchó decir.

Y todos asintieron con la cabeza, le dieron palmadas en el hombro, le ofrecieron té caliente, agua fría, hacerle compañía, dejarlo solo, llamar al curita. De todo, aceptó que lo dejaran solo y que llamaran a Rolo, el curita en el que su mamá tanto confiaba cuando tenía alguna pena.

Cuando cerró la puerta y dejó las miradas de lástima del otro lado, el silencio se le clavó en el alma. Se tiró en la cama. Pensó en ir a pegarle a Martincito por todas las que le hizo, ahora que podía. Pensó después en cantar bajito, para calmarse. Pensó también que ya nada lo ataba a esa pieza, ni a ese pueblo, y que ya nadie podía decirle lo que tenía que hacer. Pensó además en ir a buscar a su mamá, pero no quería verla muerta. La imaginó sonriente, con un cucharón en la mano y olor a cebollas fritas en el pelo. Y al imaginarla así, como una reina cocinera, lloró como nunca había llorado y como nunca más iba a llorar. Lloró lágrima por lágrima sin entender cómo su mamá podía dejarlo solo de un momento para otro.

De tanto llorar, se quedó dormido. Con los dientes apretados y los puños hundidos en el colchón, soñó con un mar de olas bravas en el que se hundía, incapaz de pedir auxilio. De pronto, en el sueño, se dio cuenta de que nada podía hacer y se dejó llevar por el agua con la indiferencia del que sabe que va a morir. Pero unos golpes metálicos comenzaron a retumbar en el aire. ¿Truenos? ¿Disparos? ¿Tambores?

El Petiso aspiró una bocanada de aire y abrió los ojos, ahogado. Los golpes seguían pero ya estaba despierto.

—Petiso, abrí. ¿Estás bien?

Reconoció la voz del curita y saltó de la cama. Cuando abrió, el curita lo abrazó sin decir nada. Y el Petiso se dejó abrazar, porque estaba cansado de hacerse el fuerte.

—¿Merendaste? –preguntó el curita.

El Petiso miró el reloj de pared. Eran más de las siete.

—No, ni me di cuenta –respondió.

—Vamos a hacer un mate cocido y charlamos –invitó el curita mientras ponía la pava al fuego.

El Petiso se asomó por la ventana. El patio de la pensión ya estaba oscuro y era raro estar a esa hora sin su mamá.

La explosión del silbido de la pava interrumpió el silencio incómodo que se había instalado en la pieza. El Petiso no quería hablar y el curita estaba buscando las palabras para decir lo que tenía que decir.

—Decime, Peti, ¿cómo es tu nombre de verdad? El del documento digo.

El Petiso se lo sabía completo, aunque hacía años que nadie lo llamaba así.

—Sergio Ariel Villalba –recitó solemne.

—Bien, necesito que busques tus papeles, porque cuando dejes la pieza es importante que no te los olvides.

 

—¿Y por qué voy a dejar la pieza? –se alarmó el Petiso.

El cura suspiró. Preparó el mate cocido en un jarrito de aluminio y se lo acercó al Petiso, que no le sacaba los ojos de encima.

—Tomalo, está calentito.

El chico dio un sorbo pero no pudo disfrutar la tibieza del mate en la garganta. Tenía un nudo, como si una miga de pan le hubiera quedado atravesada.

—Yo de acá no me voy –insistió–. Mi mamá pagó hasta fin de mes. Yo vi cuando le daba la plata al dueño. No le voy a regalar la plata de mi mamá a ese señor. ¿Cómo se le ocurre, curita? ¿Sabe lo que trabajó para ganarla? Si ella pagó, yo me quedo.

El hombre no supo qué decir. La lógica del Petiso era imbatible. Abrió la heladera, como para ganar tiempo. Él también tenía algo en la garganta, pero a diferencia del chico podía ponerle un nombre: angustia.

—¿Querés pan con manteca? Si le echás azúcar encima, es un manjar.

—Sí, mi mamá me hacía.

Aliviado de encontrar algo que hacer, el cura cortó dos rodajas de pan, las untó con manteca y las espolvoreó con azúcar. Le dio un buen mordisco a una y sonrió sincero. El Petiso también probó. Ya casi era la hora de la cena y el estómago pedía.

—Mirá –dijo el curita–, la cosa es así: vos sos menor de edad y no podés vivir solo en una pensión. No tenés familiares cercanos, tu tío Oscar vive en Buenos Aires y de tu papá no se sabe nada hace años.

El Petiso abrió la boca grande, como un pez inocente.

—¿Cómo que no se sabe nada? Si mi papá murió antes de yo naciera…

El cura desvió la mirada. Tan arraigada tenía en las tripas la idea de que mentir era pecado que muy bien no le salía.

—¿Qué sabe de mi papá, curita? No me mienta –insistió el Petiso.

El hombre se resignó. Había metido la pata. Apoyó sus manos grandes, callosas, en los hombros del chico. Podía mirarlo directo a los ojos sin agachar la cabeza: tenían casi la misma altura.

—Tu papá no se murió, o al menos no hay noticias de eso. Cuando eras un bebé, se fue a probar suerte a Mar del Plata, tenía un amigo que se embarcaba para pescar merluzas...

El corazón del Petiso se aceleró. ¿Tenía un papá pescador y estaba vivo? Se sentía en una telenovela de la tarde.

—¿Sabe? –dijo el Petiso mientras se apoyaba la mano en la mejilla–, mi mamá una vez me dio un cachetazo acá porque me convidaron cerveza y yo tomé un traguito. Pero no me pegó por tomar el traguito sino porque ella me olió el aliento y yo lo negué. “Por mentiroso te pego”, me dijo. Y ahora resulta que la mentirosa siempre fue ella. Trece años me mintió, mire usted.

—Sus razones habrá tenido, Petiso. Los adultos tienen que decir mentiras piadosas a veces. Sé que ella trató de ubicarlo. Le mandó cartas. Pero él nunca respondió ni llamó. Creeme que es como si estuviera muerto.

El Petiso volvió a asomarse a la ventana. La oscuridad ya estaba instalada en el patio. En algunas piezas habían apagado la luz. En otras, se escuchaban ruidos de trastos, la radio AM, conversaciones. Todos seguían sus rutinas, pero para él había cambiado el mundo en unas horas. Hasta hace un rato tenía una mamá viva y un papá muerto. Ahora, todo era al revés.

—¿Curita, está ahí? –preguntó María del otro lado de la puerta–. Traigo un guiso de lentejas para que cene el Petiso.

El cura abrió, agradecido por la calidez de la mujer y de su plato de comida.

—Pase, María. Estaba charlando con Sergio sobre su futuro.

—Ya le dije, curita, yo de acá no me voy.

—Quedate por hoy, mañana hablamos. Lo primero es darle sepultura a tu mamá y después vemos. María, se lo encargo por esta noche y mañana lo acompaña al cementerio, ¿está bien?

—Sí, claro, cuente con eso. Dios lo bendiga.

Al Petiso esa noche le costó dormir, pero cuando lo invadió el sueño profundo volvió a ver el mar. Esta vez no se hundía, remaba en un bote de madera bajo el rayo crudo del sol. De repente, vio un barco pesquero, colorido, como de juguete, que se acercaba hacia él. Un hombre sin cara lo saludaba cariñoso desde la proa. “Soy tu papá. No me morí”, gritaba.

El cielo de la mañana siguiente reventaba de nubes. Tan nublado estaba, que ni rastros del sol hubo en el entierro.

Durante el rato que duró la ceremonia, el Petiso se aguantó las lágrimas porque no quería llorar delante de toda la gente que había ido al cementerio. Hasta Blas y su mamá estaban. Hasta Martincito con corbata, que lo miraba de lejos. Tampoco quiso decir unas palabras, ni tirar flores ni nada. Por suerte para él, un aguacero apuró las despedidas. “A lo hecho, pecho, y lo pasado, pisado”, decía su mamá. Y él pensaba lo mismo. Solo quería volver a la pieza para buscar su changuito e irse a cartonear, como todos los veranos, y seguir pagando la pieza hasta que decidiera qué hacer.

En esos pensamientos andaba cuando el curita le pidió:

—Andá con María, buscá tus documentos y poné tus cositas en un bolso. Te venís conmigo a la iglesia por unos días hasta que manden a una asistente social.

Y ahí nomás fue que el Petiso se acordó de María Laura, una compañera que en cuarto perdió a sus papás en un accidente y en el colegio rumorearon que había ido derechito a un orfanato. Ese recuerdo lo decidió: dijo que sí con la cabeza y por dentro pidió perdón por la mentira, pero él no pensaba dejarse encerrar por nadie, ni siquiera por el curita.

Apenas se quedó solo en la pieza, rebuscó papeles en la cajita bordada donde su mamá guardaba las cosas importantes. Encontró su documento y la partida de nacimiento. Acarició el nombre de su mamá en el papel amarillento: Azucena Díaz. Leer el nombre lo transportó a la tarde en que su mamá se enojó fiero porque había faltado a la escuela sin avisar. La familia de Martincito les había regalado una televisión que ya no usaban, y él se había quedado embobado mirando dibujitos. “Qué te hacés la mala si tenés nombre de flor”, bromeó el Petiso cuando la madre le pidió explicaciones por el faltazo y él no tenía excusas. Y entonces el chiste hizo magia: ella aflojó la boca fruncida y se rió.

—Cómo te reíste ese día, má –le dijo al nombre escrito en el papel.

El Petiso se quedó un rato en pausa, mirándose las manos, pensando en nada, pero de pronto, como si se hubiera despertado de golpe, abrió el armario, sacó la poca ropa que tenía y la metió en un bolso. Buscó la cartera de cuero donde su mamá tenía ahorros y tiró todos los billetes en la cama, para contarlos.

—Para un pasaje a Mar del Plata me debe alcanzar –reflexionó en voz alta.

Un frío helado le corrió por la espalda. ¿Y si el curita llegaba antes de que se fuera? ¿Y si se lo encontraba por el camino? No podía perder más tiempo. Guardó en el bolso los documentos, la plata, un vaso de plástico, un plato de metal, un tenedor, los útiles del colegio, el pan que había dejado el curita, dos mandarinas, unas latas de lentejas que encontró en la alacena y el abrelatas. Cargó una botella con agua y desenchufó la heladera. Antes de cerrar el bolso, dio un vistazo a la pieza. En la mesita de luz, encontró una libretita donde su mamá anotaba los teléfonos con letra de nena. Volvió a leer su partida de nacimiento y memorizó el nombre de su papá: Ramón Abel Villalba. Lo había escuchado nombrar tan poco que no significaba nada para él. Tomó con suavidad la libreta, como si fuera a romperse, y en una ceremonia íntima pasó las hojas hasta llegar a la letra V. Allí había estado siempre el nombre de su papá; no había número de teléfono, pero sí una dirección entre signos de pregunta: “¿Amaya 1505?”.

Se metió la libreta en el bolsillo, como para tenerla a mano, y en una hoja de cuaderno escribió:

Perdón, curita. Sé que quiere ayudarme pero yo no soy un huérfano porque tengo padre. Me voy a buscarlo. Ojalá lo encuentre y me explique por qué nunca volvió. No se preocupe por mí, que ya estoy grande.

Nos vemos,

Sergio.


Cuando estuvo listo, casi como un ladrón, el Petiso salió de la pieza tan sigiloso que ni su sombra se hubiera dado cuenta de que estaba huyendo.

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