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Vikinga Bonsái

ANA OJEDA

Gran estruendo las saca del sopor, bomba o terrible colisión en inmediación cercana. Asoman fisonomía al balcón para averiguar, cogote volador punta de cuerpo equilibrista en el vacío, enterarse de qué pasó, qué onda, solo ven a otres vecines en la misma.

Vikinga Bonsái vive con Maridito, que está de viaje en la selva paraguaya y con quien tiene un hijo adolescente: Pequeña Montaña. El recorrido de sus días está trazado por una bicicleta que no conoce más itinerario que Boedo-San Cristóbal-Boedo, llevándola de su casa al trabajo y del trabajo a su casa, previa parada en el chino para aprovisionarse según dicta un menú que siempre sabe a poco y entonces, por fin, a la cama.

Hasta que una mañana la pantalla del celular se ilumina y en el grupo Apocalipsicadas aparece una invitación difícil de rechazar: cena con amigas. A partir de ahí la novela avanza a paso feroz entre situaciones desesperadas o disparatadas.

Ana Ojeda bucea en las profundidades de la escritura y desemboca en las orillas con una novela que se detiene en la generosidad de los vínculos y en la que el lunfardo, el calabrés y el lenguaje inclusivo conviven en barroca comunidad. En su exuberancia, pero también en su particularidad, Vikinga Bonsái confirma que el lenguaje está vivo y se construye entre todes.

Vikinga Bonsái

ANA OJEDA


Índice

  Cubierta

  Sobre este libro

  Portada

  Dedicatoria

  1. Crai: mañana, y siempre (el futuro)

  2. Pescrai: mañana siguiente

  3. Pescrille: el día tras ese

  4. Pescruflo: un día después

  5. Maruflo: tras ese después

  6. Maruflone: el anteúltimo es

  7. Maruficchio: el séptimo día

  Sobre la autora

  Página de legales

  Créditos

A mi hijo, poder de oso

¡Sombra terrible de Fecunda, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Vos conocés el secreto: ¡desembuchá! Diez años aún después de tu trágica muerte, la mujer de las ciudades y la china de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el desierto, decían: “¡No; no ha muerto! ¡Vive aún! ¡Ella vendrá!”. ¡Cierto! Fecunda no ha muerto, está viva en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosa, su heredera, su complemento: su alma ha pasado a este otro molde, más acabado, más perfecto; y lo que en ella era solo instinto, iniciación, tendencia, se convirtió en Rosa en sistema, efecto y fin. La naturaleza campestre, colonial y bárbara, cambiose en esta metamorfosis en arte, en sistema y en política regular capaz de presentarse a la faz del mundo como el modo de ser de un pueblo encarnado en una mujer, que ha aspirado a tomar los aires de una genia que domina los acontecimientos, las mujeres y las cosas.

Yungay, 7 de abril de 1851

Solsticio de invierno, veinticinco grados a mediodía: toda la humedad continental chorrea sin recato ninguno, en completa desvergüenza extravagante sobre la pobre ciudad, que discurre acomplejada bajo peso semejante. ¿Es normal? ¿Qué dicen les científiques? Consultas pedestres de gente decente.

Las cosas se hacen, igual que siempre, pero con transpiración y bufido, cachetes se hinchan y chupan alternando, enlazan ritmo de fuelle. Un poco desorientadas, debido a que no se termina de entender en qué estación están, si sonó ya el silbato del guarda, la partida pronta, o en cambio se encuentran inexplicablemente estancades, ahí, en ese calor incoherente.

La humedad es lo peor, lo repiten como un mantra idiota y se reconocen parte de ese colectivo entre asado y asolado por climática nefandez. Ya no hay estaciones –razonan, se quejan–, todo ha sido deconstruido. La culpa es de Derrida.

Aparece luego la lluvia, frío de la mano. Y es en verdad peor, en real pésimo. El cielo gris mañana tras otra, figurita repetida para un languor que penetra huesos y aniquila alegría de ser doquiera la encuentra.

Por último, sobre el grisor otra vez calor, humedad.

El acabose.

Adicciones, dos: Coca-Cola dietética, de chica. Más grande: YouTube en transfusión sin horizontes, habilitada por el motorcito de búsqueda automática que al terminar uno te sugiere otro que podría interesarte. Y sí: tiene razón: te interesa. Así le chupa horas oscuras el vientre de la bestia, que pasa webeando. Un día las corta de cuajo, sincera lo acotado de su presupuesto, no da. Ni monetario, tampoco de vida. Dragona Fulgor se entrena en dejar ir.

Fruta jugosa la gente. Tipo manzana Moño Azul: tres te hacen un kilo, pequeños monolitos brillantes, de un rojo encerado, muy duras prometen sabor delicioso, jugo dulce que escurre mentón abajo. Provocan paladar, pupilas, papilas. Belleza de bodegón en frutería barrial del montón.

La gente piensa. La gente dice, siente. La gente. A la gente no le gusta. La gente prefiere. La gente está harta, lo va a hacer caer, la gente, quiere ser feliz. Pero al ir a quién, carozo y meollo de este asunto,

–Gente, ¿quién sos?

Viernes cansado, de hora postrera muy final. Programas que salvan y cierran, juntar las cositas dispersas por el escritorio, cambiar de zapatos para volver en bici, apagar la compu. Levanta la persiana americana, cierra la ventana. Percibe sin quererlo un viento fresco, puro ímpetu. Al volverse ve a su jefe, lo pensaba ya ido, amanece torcido en el hueco de la puerta, malamente abierta. Compensa el torso tendido hacia adelante con una pierna voladora detrás, todo por ahorrarse un paso, el último, que lo hubiera dejado en el justo vano. Le pide minutito y, aunque en tiempo de descuento, Gregoria Portento se lo otorga.

Así la desvinculan de la empresa, más de diez años sosteniendo el cañón. Todos los días del mundo al pie para llegar hasta ese momento postre, final.

De salida, saluda a les que se va cruzando, buen finde, que descanses, hasta el lunes.

“No hay tiempo físico para todo”.

Durante años, amigo profesor con cátedra propia en prestigiosa universidad europea. La jubilación le llega con bombos, platillos y un bodoque que reúne trabajos de colegas y amigues, financiado con el esfuerzo en euros de los bolsillos autoconvocados. Con él aparece de visita por Buenos Aires. La felicidad de tenerlo parando en la biblioteca, donde le improvisan una habitación de huéspedes, desactiva cualquier amague de llegar al fondo del asunto y del viaje. Disfrutan, en cambio, de charlas gozadamente chicle, rociadas con muy buen vino y altas horas de la noche.

Es un huésped modelo. Sale de mañana, con elles, y vuelve tarde, a veces después de la cena. Se acopla sin estridencias a la vida familiar. No molesta. Una noche, la confesión de que juega con la idea de comprarse algo en Lisboa para irse a vivir. Vikinga Bonsái o Bombay se sorprende, “¿Van a querer acompañarte les tuyes?”.

–Hay que ver si quiero invitarles.

Momentito incómodo, la cena se enfría durante unos instantes, se miran de reojo.

Luego: descorchan el vino, la vida sigue.

Una Red para gobernarles a todes.

Una Red para encontrarles,

una Red para atraerles a todes

y atarles a las tinieblas.

Gandalf el Technicolor®

La sombra celeste se craquela. El agua, liberada, da bruta contra el asfalto, que a su vez suelta vapores de marisma. Se respira calor denso cera, humedad (lo que mata) condensada, casi extracto alquímico. La luz que proyecta sol enfermo entrega las calles a una enrarecida atmósfera de retablo medieval, oscuridad incongruente, como a destiempo, sofocante y mojada, pletórica de vahos.

Talmente Supernova pedalea bajo la lluvia, media cabeza ocupada en putearse: salió en andas de la (fementida) convicción de que el universo le haría la cortesía de largar la gota gorda después de que ella llegara a destino. El resto lo utiliza para enhebrar dribbling que sortee el llamado de sirena putrefacta operado por las deposiciones de can con dueño menefreghista. El agua que cae no colabora con la higiene.

La bicisenda es lengua mitad asfalto mitad banquina, percudida por pinceladas color marrón claro, pastosas. Talmente Supernova siente hastío, el mismo que la nimbó al ajustarse el cinto de su casco bajo el mentón. “El meteorológico jamás le apunta”. Garúa la acompaña las primeras cuadras; en las inmediaciones de Jujuy la lluvia es ya hecatombe.

Parar seguir qué hacer volver: nada se presenta con ropajes de decisión tomada. Da verde el semáforo y escucha detonación. El mundo se detiene, ingrávido: solo la lluvia, que cae repica rebota sobre ella no entiende pero sí, es eso: uniformado acaba de fusilar a un chico en mitad de la avenida Jujuy, tránsito detenido en arcada de incredulidad. Dedos entrelazados detrás de la nuca, se estaba volviendo para enfrentarlo, disparo.

Autoconvocades filman con celulares inteligentes.

Nadie sabe y tampoco se pregunta por la composición de la dulce muy dulce crocantez que chorrea apapillada entre las muelas de juicio. El origen parece claro: el localito de les chines, Entre Ríos y Estados Unidos.

El comedero funciona en subsuelo búnker: luz artificial blanca patada al ojo, concreto sin ventanas ni líneas de fuga, tampoco silencio. En el cuarto contiguo hiberna el server que provee de conexión a toda la empresa y el ronroneo de su laborioso trabajo tampoco se interrumpe de noche.

Todes les comensales tienen celular, de la empresa o propio. Inteligentes y con G4 acceden de forma inmediata a las redes, ¡velocidad! Permanente con cada nuevo pedito, dedo lame superficie esmerilada. Se ejecuta entonces una danza de relevos. Par de ojos enfoca, satisface su sed, novedad curiosidad cholulez envidia, aparta. Husmea el aire compartido en busca del par de ojos que dejó atrás, con el que conversaba. Desea retomar donde plantó el interruptus. En seguida lo encuentra: braceando la profundidad de novedades calibre nimio, banal. Zombis, se enredan en una danza-desconcierto, descoincidiendo por apenas nada, segundos, lo que tarda una pestaña en volver a subir.

Nadie sabe y tampoco se pregunta qué es exactamente eso que ingieren en búnker bajo tierra. Saben la cotización del dólar, actualizada y con tres decimales.

Lo importante.

Solo existe para ella la hornalla grande, porque calienta más rápido y termina antes. La suya es cocina Blitzkrieg, sin tiempo para sutilezas o búsqueda de sabor. En general, siempre le sobra. Primero porque es incapaz de calcular el a ojo. Además, le resulta ineconómico picar cebolla, morrón y ajo para una sola comida. Mejor que quede: quien guarda, recalienta.

Lo que traga de noche le patea el hígado. Anda con la digestión muy dificultada. Acomodados los platos en la pileta –con un chorrito tibio ducha la pegotez para que pierda agarre–, el pedorreo comienza, es como tener una trompeta en el orto: megafón o la guerra. Poco después eructera fulera pide protagonismo y toma el escenario. Orlanda Furia desfallece, descosida desde adentro por sus propias entrañas.

Harta, un día consulta especialista. Chequeo físico completo y batería de análisis (sangre, orina) le descubre: estrés en exceso, perjudicial. Recetita con recomendación muy principal: acabar todos los días con actividad física.

–Qué viva –la fulmina Orlanda Furia desde toda su altura, ya como yéndose, perdido muy completamente el interés–. Dígame cómo, doctora –mientras en Instagram, selfie torcida, casi pura teta, con la leyenda–: El free-lance mata. #SOS #helpme #nomeabandonen

En la sala de espera ni siquiera boludez actualizada, publicidad paga en cuadernillos de papel ilustración se hace pasar por revistas “femeninas”. Árboles muertos para nada.

Quién sos para no brillar.

Brillá, pelotudo.

1. CRAI: MAÑANA, Y SIEMPRE (EL FUTURO)

Maridito va a viajar una semana por trabajo. Si llega a tener wifi te va a mandar whatsapp. Pero: no te ilusionés: el hotel que le reservaron es de muerte mala y terror. Para ahorrar se va sin roaming. Estos siete días vas a tener que travestirte de madre y padre. Dejar en el cole a Pequeña Montaña por la mañana y buscarlo por lo de tu madre a la tarde, sumar llevadas y traídas a inglés, parkour, origami, maestra particular. Al súper todos los días: siempre falta sine qua non. Además, Pequeña Montaña quiere andar un rato en bicicleta. Tenés que bajar a relojear, menos confía dios y más yace. Cada noche un lavarropas y en seguida tender al aire del balcón para que no agarre tufo, ver película con él para compartir un momento, leerle capítulo de algún libro que te pida mientras pierde el combate con sopor, ganado por una especie de ronroneo gutural, música divina de las esferas. Que no te queden los platos para mañana ni la barrida tampoco, el repaso del baño: menos. Tanto desasosiego cabe, tras ocho horas de oficina ganapán.

Entonces, por eso: con Pequeña Montaña cautivo en el cole, Vikinga Bonsái o Bombay apresta su bici mientras el deseo le circula invitación de hace tanto que no nos vemos en el grupo de whatsapp: Apocalipsicadas. Boedo se despereza a manguerazos, si hay un gremio al que le importa un pito el blablá de los recursos naturales no renovables es el de los porteros. ¿Tendrá relación con su composición casi cien por cien masculona? Aporten bebestibles que tengo el presupuesto desalentado. Ipso facto queda organizada cenita fuera de lo común, tipo nueve de la noche para llegar bien, que la lengua no cuelgue afuera.

El retorno tras el arreglo orquestal laboral se adensa y llena de grumos, tal vez porque circula con el cerebro convertido en una lista de pendientes. Liberada a su albedrío, la visión decide tomarse descanso táctico: allá va Vikinga Bonsái o Bombay, muy apurada por volver, por llegar, de una vez, a chocar contra bloquecito divisorio (la bicisenda empieza acá) fuera de su lugar natural. Es un planear bajo, tipo ardilla voladora. Roto el manubrio, torcido el cuerno derecho a raíz de la caidita muy boluda tenés que mirar, en qué ibas pensando, se ve obligada a caminar de vuelta, y a ritmo, mientras invierte aliento último en mensaje de voz para Pequeña Montaña, todo bien, Gordito, estoy yendo, en media hora más o menos estoy por allá, todo bien, estoy yendo. El pantalón llega con boca a la altura de la rodilla, la camisa esa tan linda azul oscuro con avioncitos de papel, descosida del flanco derecho. La sorpresa del vuelo de repente opa sin querer fue demasiado para el hilo, que bajó los brazos con un crac. Sangre en un codo y palmas raspadas, chichón en la frente, un ojo medio en compota. Dos pisos por escalera con la bici al hombro para stockearla en el pasillo del consorcio hasta recobrar bríos y llevarla a arreglar. En caracol. La llave en la puerta es, esta vez, un triunfo.

–Maaaa, ¿me hacés una manzana? –apenas segundo de respirado el aire de la cocina-comedor. Olor a encierro.

Hacer una manzana implica varios pasos o movimientos. Abrir la heladera y agarrar una manzana, de preferencia roja. Las verdes son –desde hace años– papas disfrazadas. Lavarla. Trozarla en cuatro porciones, o más. Pelar cada una cuidando de no perder carne en el proceso. Distribuirla bellamente en un cuenco o recipiente de cerámica. Servir inmediatamente. Rémora de la época en que Pequeña Montaña no sabía cómo usar un cuchillo, convertida ahora en abuso permitido, capilar.

–¡No te hago nada! ¡¿No me ves cómo estoy, qué me pasó?! –tromba histérica Vikinga Bonsái o Bombay.

Convocado por un sacadismo atípico en su genitora, Pequeña Montaña se acerca a investigar. Torso desnudo té con leche, pies descalzos. Pelito corto bifronte, rojo el penacho, café el resto, en moda pájaro carpintero. Gran pecho, tanto que se le dificulta lo erguido, sentado semeja tortuga de caparazón abombado, panzota turgente presente, pletórica de potencia. Adolescencia se inicia. Los pantalones son modelo babucha, al verlos entró en trance si bien, activado su carácter opositivo por la mononez del nuevo localito de Ayelén, ahora sobre avenida Boedo, en un principio resiste el ingreso con gestos, voces y coces. No quiere entrar a lo que sindica como negocio “de nenas”. Arremete Vikinga Bonsái o Bombay con él y sus prejuicios, quejas, sin importársele un pepino reverendo.

La oferta de Ayelén es ecléctica o cachivache, heterogénea o variopinta, según el ojo y predisposición de quien se apersone. El desgano de Pequeña Montaña dura hasta que el vendedor desenrolla con parsimonia muy estudiada –madre de su efectividad– el primer modelo de tiro larguísimo, tres líneas en el flanco, made in La Salada. Ah sí sí sí, los había visto esos pantalones, sus compañeros los tenían.

–Ay, mami, ¿me podrás comprar dos? ¿Se podrá, tal vez, mami? Ay, ojalá, ay –minino amable por culpa del deseo.

¿Qué prefería mami a verlo así doblegado obediente seda de la China? Nada. Por supuesto que Vikinga Bonsái o Bombay compra par y agrega además –en el techo manteca– dos buzos para que tenga posibilidad combinatoria y equipitos. Pequeña Montaña se lleva uno de los conjuntos puesto, tras varios minutos plétora de admiración frente al espejo del cambiador, cortinita plegada a un costado.

–Mamá, tenés un hijo fotomodelo.

No conocen cajón esos pantalones. O puestos o en el canasto de la ropa sucia o colgados en el balcón, encadenan danza de uso continuo. Ahora, por ejemplo, están puestos. Pequeña Montaña se horroriza al ver a su macanuda madre machucada, hecha papilla, el casco a flores de colores raspado en el lugar del impacto. Intercambian pequeñeces, Vikinga Bonsái o Bombay se cambia, se organiza cómoda (o sea: pijama), Pervinox y hielo, ya no tiene ninguna gana de hacer cena ni ocho cuartos, déjenme de joder y encima de todo la bici rota. Con el rabillo: Pequeña Montaña busca remera y buzo, zoquetitos, zapatillas. Se viste en silencio y orden, como nunca. Pretende que lo lleve a parkour, como quedaron ayer cuando Vikinga Bonsái o Bombay se ocupaba de otra cosa, en Villa Crespo frontera con el indio, como decir: otro país, a campo traviesa.

–¿Pero qué es? –con inocencia Vikinga Bonsái o Bombay, distraída medio ida con la cabeza en otra, el cuerpo en el sillón.

Muy docto Pequeña Montaña vuelve a explicar –¿otrrrra vez, mamá?– que se trata de una disciplina acrobática en la que la seguridad es antes y primero. Si vos ponés en peligro tu cuerpo: eso no es parkour, eso es otra cosa. Repite la locución de videítos YouTube incorporados non stop en loop, ensalada de acentos le llena la boca. Ay la chingada cómo mola, güey es para Pequeña Montaña un sintagma del todo posible.

–Hablá como habla la gente de verdad, hijo, te pido por favor.

La fantasía de Pequeña Montaña acicateada, de pronto interpelada por saltos y bastante movimiento del coito entre actores y efectos 3D, todo muy (de) plástico: largometraje de acción yanqui (encontrado en las bambalinas de Internet, visto en streaming, ¿pero cómo, cómo era la pregunta, si nadie le había enseñado?). Adefesio musical orquestal de fondo, constante, para que les espectadores sepan lo que deben sentir a cada paso, báculo impedido (en el sentido de “no”), molestísimo. Del visionaje pasa al espionaje: remonta de YouTube el oleaje, su Wikipedia de cabecera, aleph, Alfa y Omega de los saberes de la Humanidad, para al cabo de breve teclear dar con institución que ofrece curso de eso, parkour, en Villa Crespo.

La Parroquia de San Bernardo presenta horizonte tomado por talleres mecánicos, chapistas y duchadores de coches, albo cielo bajo y añosas casas planta única, petisas reformuladas por deseos con poco estudio y mucho ímpetu, al compás del paso del tiempo, la composición familiar y las necesidades de la gente. Gauchitos adefesios arquitectónicos, con rincones húmedos a rolete, proliferantes pestilentes de vejez desastrada, uso y reuso. Bajan del bondi en la avenida con Metrobus, novedad total para Vikinga Bonsái o Bombay, no acostumbrada a la modernidad de algunos barrios “del Norte”, su trote habitual enhebra Boedo-San Cristóbal-Boedo, súper chino y cama. No sale, de común, la pobre. La culpa es de Maridito, aunque ella se la endilgue a Pequeña Montaña para no caer en la cuenta de que ser madre soltera es por ahí más sencillo. Menos negociación, menos necesidad de coordinación, más energía para llegar al fin de la noche.

El arrabal borgeano toma ladrillo en Villa Crespo. Donde hubo compadritos hay ahora cochecitos, en reparación. Entre todo, una puerta berretona, blanca sucia mal pintada, bastante usada, gastada. No engalana picaporte. Se abre desde adentro y amanece gran salón oficínico, ficheros altos tapizan las paredes, también parapetadas tras escritorios, cajoneras y algunas sillas. Travestido en antegimnasio, han agregado sillón ajetreado para la espera maternopaterna o de responsable a cargo. En la cartelera, indicaciones sobre el pago de la cuota y la aclaración: “Si ponés en riesgo tu vida, no es parkour”. Hay un profe y es simpático. Lo rodea ramillete de despuntes adolescentes, talón al culo en precalentamiento de las cuatro manzanas que van a trotar para entrar en calor. Queda con ellos Pequeña Montaña, de pronto entusiasmado, reconfirmado en lo acertado que estaba: el parkour es lo más. Quiero empezar, mamá, hoy.

El café la convoca con su trino de que sale dale sale, se quema, pero Vikinga Bonsái o Bombay, caída rota, raspada magullada, no puede desadherirse del sillón. Se activa Pequeña Montaña, se expele como trencito a todo vapor desde su habitación, ¡mamáááá, el café ya está!, gritón y ágil, lo apaga, lo sirve.

–¿Vamos a parkour, no? Yo estoy listo.

Intenta enciclopedia de bajezas Vikinga Bonsái o Bombay para cancelar rutina e instalar nueva lista de prioridades, preparativos de cena con amigas a la cabeza. Apela al costado barragán de Pequeña Montaña, es solo faltar hoy. Se arrepiente por completo de la convocatoria, ¡idiota!, impulsiva de esa mañana cuando todo estaba bien. Actúa desfallecimiento, imposibilidad por fuerza mayor. Intenta dormiteo efectista, derramada sobre el brazo del sillón, cabeza hacia atrás, boca abierta, hilo de baba. Nada podría interesarle menos a Pequeña Montaña.

–¡Es vergüenza faltar, mamá! –fastidiado con la cachivachez de su genitora.

Entonces: ya están en Villa Crespo, ides. Queda leer, encastrada incómoda en el sillón tapizado de jean descolorido por roce y uso extremos, vahos de transpiración y otros olores demasiadamente humanos le cachetean las narinas, qué peste, tufo denso de músculo en cantidad y movimiento. Esperar tiene sus aristas, se tropieza con el aburrimiento dos por tres. En el hombro izquierdo un cosquilleo la sobreviene por oleadas, micromarea de ires y venires con destino final en el codo. Lo atribuye a malasangre del hacer obligada, en contra de su voluntad. Ronca bronca le da que su hijo se imponga con argumentos de ella, dados en algún momento inespecífico del pasado. Atrasa la convocatoria mil disculpas para hacerse de los minutos imprescindibles de súper y cranear menú. Silencia el celular. Intenta dejar de lado todo pensamiento, dormitar (esta vez de verdad), recomponerse.

Por supuesto que no la acompaña: quedé muerto, mamá, andá vos que yo te espero acá tranquilo comodito. Típico. Deambula sola por la tristeza nocturnal del súper, en proa de changuito derrengado hecho papilla. Lo arrastra con tres dedos, la tela plástica cuarteada, o directamente agujereada, descosida en los vértices. Baraja genialidades culinarias de sencilla consecución, veloces antes que nada y por sobre todo: tortilla de papas (aunque: vez que la intenta, vez que la papa le queda cruda), milanesas al horno con papas (mala voluntad de la papa, siempre un poco dura), verduras al horno con palta pisada sal y limón (papa de mierda, no tiene gusto a nada), cappelletti con salsa de tomate (qué pocas ganas le pusiste). Para pizza casera no hay tiempo, algo rico y fácil, unos patycitos, salchichas con algo, arvejas. Agregar mayonesa y tragar sin pensar. Vikinga Bonsái o Bombay se rinde frente a la estantería de los huevos. Suspirazo muy audible la desinfla y yergue de odio a la vez: no le alcanza la sapiencia, la carnicería está cerrada, se va a tener que arreglar con la heladera de lácteos y pastas “frescas”.

–Quién me manda, quisiera saber, quién –mascullido.

Tarta de atún, ricota y queso, empanadas de jamón y queso. Gaseosa a base de limón, maní japonés, sopressata, mortadela y reggianito en cuadrados para el entre picoteado. Helado de postre. Dulce de leche en pote para subrayar la alegría obligatoria del juntarse. Lechuga, tomate, rúcula y pepino en caso de que alguien quiera darse corte de salubre.

–Está todo cultivado con pesticidas, igual, nena, por ahí te hace peor comer lechuga que entrarle a un paty.

Vino, cerveza fría. Un presupuesto al final.

Majo (prácticamente) desnudo relaja rollo alongado en el sillón, al ritmo de una deglución continua de frutas varias. Se acerca convocado por la novedad, husmea el contenido del changuito sin tocar ni guardar nada. Salvo pedido o recriminación puntual, se maneja con una política de ayuda cero que cumple a rajatabla. Batalla campal se descerraja no bien vislumbra la bolsa de maní japonés. Tomada por una histeria de tipo bastante final, Vikinga Bonsái o Bombay traza ahí la raya de lo soportable.

–¡¡Si tocás el maní, te mato!!

Se traban en un combate de sumo. Sin que medie palabra, ¡hop!, enganchan cornamentas hasta quedar inmovilizades en lados de un triángulo equilátero. Trabajan pantorrillas en el empuje sin cuartel, tracción trasera, muslos en gran tensión, rugen las nalgas en aguante. Momentos de indecisión, ningune resigna centímetro, hasta que la gran poderosidad de Pequeña Montaña se hace con las de ganar: comienza a resbalar Vikinga Bonsái o Bombay en dirección hacia su cama, doble, arena en la que terminan todos los combates. Levanta pierna de adelante en intento de desestabilización, prueba técnica de abeja vengadora con las manos: golpetea a su hijo a velocidad metal en pecho y cara, causándole gran molestia y pedido de revisión de estatutos y reglamento.

–¡Paráááá, mamááá, parááá! ¡Así no vale!

Sigue furioso desliz a pesar de sus esfuerzos e iniciativas. El borde de la cama es zancadilla de espaldas que la tira y habilita el comienzo del fin, supremacía indisputada del gordo mortal, que subyuga con saña. Vale (casi) todo y en especial aplastamiento a base de panzazo brutal, conseguido con un autolanzamiento tipo ardilla voladora sobre el general corporal de la pobre madre, temerosa del aguante de sus huesos. Claudica en seguida la contendienta, arguyendo que tiene que ponerse a cocinar. A Pequeña Montaña nada le interesa y solamente saber si está doblegada.

–¿Te rendís? ¿Estás rendida?

Desenrosca entonces toda su masividad en sentido vertical, pie derecho sobre el pecho de la yacente apapillada, altos los brazos, puños cerrados a la altura de las orejas, festeja la victoria, la boca convertida en vuvuzela.

–Ok, caramba –la burla, para concluir.

Ambes saben que por una cuestión de tamaños relativos nada existe en el mundo que Vikinga Bonsái o Bombay pueda hacer para obligar a Pequeña Montaña: la libertad.

–Célula generosa te di –entre dientes la vencida se recupera, odio le da el actual arreglo de las cosas, se organiza la ropa, planchita de carne y hueso en las manos.

Satisfecho de su fuerza todopoder, Pequeña Montaña pierde el interés, la deja hablando sola. Vuelve a repantigarse en el sillón, permite que la tarde lo envuelva en su capullo de aparente inmovilidad.

–¡¡Ni se te ocurra!! –ataja Vikinga Bonsái o Bombay renovadas intenciones non sanctas de Pequeña Montaña hacia el maní japonés.

Chilla el portero apenas pasadas las nueve. Dragona Fulgor engancha bici infantil (lo que su altura lilliput permite) en la reja del cantero, corroída por el óxido en la base y por lo tanto liberada al movimiento que pinte, miriñaque de ángulos rectos para árbol sin hojas ni flores ni brotes, pura primavera en espera. Muerde el tallo de rosa que aporta de regalo, papel metalizado en torno, se cuelga el bolso a través, le abren.

–Acá estoy, desamparada –Gregoria Portento deja botella de Malbec Colón sobre la mesada de la cocina, saluda a Pequeña Montaña apachurrando cachete para que la grasa se concite en un punctum mórbido insoportablemente invitante, que besa sin demora con sonoridad de chupetaje.

Les que fueron llegando enristran desgracia propia trabades en una justa por levantar prontissimo el ánimo a la preocupada desocupada, cada quien florea tragedia más ortopédica y particular. Orlanda Furia comparte su dolencia última reciente, en la rodilla derecha, impedimento fundamental para su práctica semanal de yoga, se me dificulta (un por ejemplo) hacer el árbol. Grafica el relato con exhibición de la extremidad aludida, que presenta en agitación descoordinada para que les presentes admiren y saquen sus propias conclusiones. En un continuum irreflexivo sin relación de continuidad, anacoluto conversacional, trasviste celular en cámara de fotos, retrata, sube a Instagram: #quégarchalarodilla #chauárbol. Costurón diagonal en la pantalla obliga a repetir varias veces la opción seleccionada por el índice y da pie al relato de tropezón que fue caída y en definitiva culpa del colectivero, que arrancó antes de que ella pudiera poner los pies en la tierra. Se indigna Pequeña Montaña contra la mala praxis de la bestia apurada y consulta si atinó Orlanda Furia a fotografiar con el celular la chapa del interno o memorizar su patente. Para ir al ente a radicar una queja, termina la madre el razonamiento del hijo. Golpecitos interrumpen. La puerta anuncia a Talmente Supernova, llegada con frasquito de curry madrás y porción de cazuela en un tupper para que vean lo estupenda que me salió, se van a rechupetear los bigotes. Cuenta mientras desensilla el fusilamiento, yo en bicicleta, esperando, yo de pronto escuchando, detonación, yo mirando, yo propia detonada, estrellada, estallada, la desgracia, el horror, pie seguramente de una serie de obras que, quién sabe, vendrán. En algún momento.

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122 S. 5 Illustrationen
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9789877121834
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