Psiqué, la enamorada de un dios

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Un día en la vida de...

ISBN edición impresa: 978-956-12-2910-5.

ISBN edición digital: 978-956-12-2894-8.

14ª edición (nuevo diseño): mayo de 2019.

Obras Escogidas

I.S.B.N.: 978-956-12-2911-2.

15ª edición (nuevo diseño): mayo de 2019.

Editora General: Camila Domínguez Ureta.

Editora asistente: Camila Bralic Muñoz.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

© 1992 por Jacqueline Marty Aboitiz y Ana María Güiraldes Camerati.

Inscripción Nº 86.323. Santiago de Chile.

© 2013 de la presente edición por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Inscripción Nº 234.451. Santiago de Chile.

Derechos exclusivos de edición reservados

por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Editado por Empresa Editora Zig–Zag, S.A.

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Índice

Los celos de Afrodita

Un esposo invisible

La visita

La trampa

La noche fatal

La venganza

Las pruebas

Curiosidad mortal

Nota de las autoras

Glosario

Bibliografía


Los celos de Afrodita

Hubo un tiempo en la antigua Grecia en que los dioses bajaban a la tierra y se enamoraban de los mortales. Los días eran entonces largos como meses y los meses podían ser tan cortos como un día. Fue en esa época cuando sucedió esta historia de amor entre el irresistible Eros y la bella Psiqué.

Psiqué era la menor de las tres hijas de un rey. Poseía una belleza tan rara y espléndida que los hombres a su paso se prosternaban, llenos de admiración; juntaban el índice y el pulgar y, llevándolos a los labios, la reverenciaban como a una diosa. Muchos comenzaron a decir que ella había nacido de las profundidades del azul; otros llegaron a asegurar que la Tierra misma había engendrado una nueva Afrodita, más hermosa aún que esa diosa nacida en la espuma del mar.


Estos rumores crecieron día a día: llegaron hasta las islas vecinas y más lejos aún; se extendieron a las tierras lejanas, sobrevolaron montañas, hasta que, finalmente, llegaron a los oídos divinos de Afrodita.

–¡Veo que una simple mortal pretende usurpar los honores que se me rinden! –exclamó Afrodita, pálida de rabia–. ¡Pronto Psiqué se arrepentirá de su criminal belleza!

Y, sin esperar un segundo, llamó a su hijo Eros, el muchacho capaz de alterar las vidas más pacíficas cuando dispara sus flechas de pasión.

Apenas apareció el buenmozo joven, cargando en su hombro las armas enfundadas en el carcaj, lo tomó por una mano y, sin decir palabra, lo condujo a la ciudad donde vivía Psiqué.

–Hijo mío –habló Afrodita–. Aquí vive una mortal que se ha permitido ponerse a mi altura y rivalizar con mi belleza –la diosa temblaba de indignación–. Yo te ruego que vengues a tu madre. Es necesario que esta joven engreída se enamore perdidamente del último de los hombres, del más miserable, del más horroroso. ¡Clava una de tus flechas en su corazón y asegúrate de que cerca de ella se encuentre alguien así!

Luego de decir esto, besó a su hijo innumerables veces y partió en su carro, dejando tras sí una estela de cenizas.

Mientras tanto, Psiqué se lamentaba. Pese a ser tan hermosa, vivía triste y sola: ni reyes, ni príncipes, ni plebeyos se atrevían a acercársele. La veían como una inaccesible estatua a la cual no osaban amar. Así, las dos hermanas mayores de Psiqué, aunque poco agraciadas, ya tenían esposo e hijos. En cambio ella iba derecho a ser una bella solterona amargada.

Un buen día, el padre de Psiqué decidió

consultar el Oráculo de Apolo: él sabría decirle qué destino esperaba a su hija.

Por desgracia, la respuesta del dios solo le trajo más penas:

Tu hija encontrará un esposo

en la cumbre de la montaña rocallosa.

Él es un monstruo abominable:

solo goza con el dolor ajeno

y se alimenta de llantos y suspiros.

Es el terror de los dioses:

hasta Zeus tiembla con sus fechorías.

Su ponzoña hiere el alma

esparciendo sin ton ni son

un veneno que enloquece...

Si ese hogar ya estaba triste, luego del vaticinio del oráculo perdió la esperanza. Todo se transformó en lamentos: la madre sollozaba clamando al cielo, los esclavos lloraban escondidos tras las puertas y el pueblo entero participó, atónito, de la tragedia que se cernía sobre la muchacha.

Hasta que una tarde Psiqué, cansada de que la compadecieran, partió hacia la cumbre de la montaña: si debía cumplir con su destino –un marido monstruoso y cruel–, que fuera lo más rápido posible. Caminó y caminó; bajó al valle y subió el monte. Y allí, en medio de un viento que refrescaba su rostro y jugaba con los pliegues de su túnica, se dijo que la vida no podría ser tan triste, por mucho que el oráculo se lo hubiera vaticinado. ¿Por qué ella, joven, llena de ilusiones y deseos de vivir, estaba condenada a compartir el resto de sus días con un esposo quizás viejo, mal genio y monstruoso? ¿Por qué los dioses la trataban así? ¿Qué había hecho de malo? ¿A qué dios habría ofendido sin saberlo?

Un poco antes de llegar a la cumbre se tendió sobre el césped mullido de flores y miró el cielo en busca de una respuesta. Y mientras pensaba que hasta esas nubes que se entretenían dibujando caprichosas figuras eran más felices que ella, se quedó profundamente dormida.

A pocos metros de ahí, escondido tras unos matorrales, unos ojos la observaban. Era el dios Eros, que había llegado hasta el lugar siguiendo las instrucciones de su madre. Se acercó, cauteloso. Y tan admirado quedó al contemplar ese bellísimo rostro dormido, que no se fijó donde pisaba. Entonces quiso el destino que su pie tropezara en la única piedra que había en el prado, y también quiso que una flecha cayera de su carcaj y le arañara una pierna. Así, y aún antes de darse cuenta de lo que había sucedido, descubrió que estaba perdidamente enamorado de la que iba a ser su víctima. Solo atinó a tomarla entre sus brazos y a volar con ella hacia su palacio en la cumbre de la montaña rocallosa.

Por primera vez una flecha de Eros había herido de amor a su propio dueño.


La civilización de los dioses

Los antiguos griegos necesitaron de los mitos para entender el mundo; y sus dioses fueron creados por una necesidad poética. Homero y Hesíodo, los dos grandes poetas griegos fueron quienes, al recoger la tradición épica, les dieron sus características, sus poderes especiales y sus formas.

Los griegos no escuchaban a sacerdotes, sino que a sus poetas. Ellos, los poetas, a través de su creación daban sentido a la vida y formaban el espíritu de los humanos. Fue así como la razón, el amor, la belleza y las pasiones se personificaron en Atenea, Afrodita, Apolo, Dionisio. La poesía, en la Antigua Grecia, imprimió su sello a la religión, a la moral, a la política y a las artes en forma tal que aún hoy somos herederos de la civilización de sus dioses.


Dioses, furias, musas y titanes

Los antiguos griegos fueron un pueblo prodigiosamente imaginativo. Una muestra de ello es su religión, que deificaba todo lo admirable y todo lo terrible de la vida humana, y que constituyó un mundo poblado de dioses, ninfas, furias, demonios, musas y titanes.

La mitología griega, de una imaginería sin igual, ha obsesionado la mente de poetas y artistas de todas las épocas hasta nuestros días. “Somos enteramente griegos –decía el poeta inglés Shelley–: nuestras leyes, nuestra religión, nuestro arte tienen sus raíces en Grecia”. Aunque la religión cristiana llegó del Oriente, el espíritu de los griegos influyó también en ella.

 

La civilización del alba

Para la doctora en lenguas clásicas de la Universidad de Cambridge, Jane Ellen Harrison, la deuda que tiene Occidente con la civilización griega –y específicamente a través de su mitología, poesía y filosofía– es la expulsión del miedo. “Gracias a los griegos, la oscuridad y el miedo a lo invisible fueron iluminados, purificados y aquietados por la Razón y la Belleza”.

Hasta entonces las religiones habían representado a sus dioses con formas atemorizantes o misteriosas; los dioses griegos, en cambio, estaban constantemente iluminados por la razón y representados por hermosas imágenes.

La civilización griega ha sido llamada la Civilización del Alba: el alba es lo que se opone a la noche, a la oscuridad, a lo desconocido, a lo que produce temor. Los dioses griegos eran dioses matutinos: bellos y claros. Alumbraban y alejaban las tinieblas y todo ese mundo de monstruos que atemoriza a los seres humanos y que pertenece a la Civilización de la Noche. La noche, por no dejar ver, asusta; el día, por traer la luz, reconforta.


Dioses a la imagen del ser humano

Como la mayoría de los pueblos de la antigüedad, los griegos creían en distintas divinidades. Unas representaban las fuerzas de la naturaleza –como Poseidón, el dios del mar– y otras los sentimientos humanos –como Afrodita, la diosa del amor–. También había los que representaban distintas actividades humanas –Hestia, la diosa del hogar o Apolo, el dios de la música–. Todos ellos tenían en común la inmortalidad, propia de los dioses, pero también sufrían debilidades humanas; así Zeus, el dios supremo, no se resistía ante una joven bonita y se lo pasaba engañando a su mujer, la diosa Hera.

Los dioses griegos no solo tenían figuras humanas, sino que participaban constantemente en las aventuras de los humanos. Claro que en esta relación había reglas muy claras y severas: si algún mortal osaba desafiar a un dios tendría luego que sufrir el castigo divino, pues los dioses eran celosos y vengativos.


La creación

Al comienzo de todas las cosas solo existía el Caos, que era una masa informe. Del caos surgió la Madre Tierra y esta, mientras dormía, dio a luz a su hijo Urano. Desde las alturas Urano contempló con cariño a su madre dormida

y derramó sobre ella una lluvia fértil. El agua, al penetrar en todas las hendiduras secretas de la Madre Tierra produjo hierbas, flores, árboles, ríos, lagos y mares. Y luego nacieron los animales, las aves y los peces.


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