Li Song, mujer china

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Un día en la vida de...

I.S.B.N. edición impresa: 978-956-12-2939-6.

I.S.B.N. edición digital: 978-956-12-2888-7.

8ª edición: febrero de 2019.

Obras Escogidas

I.S.B.N.: 978-956-12-2940-2.

9ª edición: febrero de 2019.

Editora General: Camila Domínguez Ureta.

Editora asistente: Camila Bralic Muñoz.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

© 1992 por Jacqueline Marty Aboitiz y Ana María Güiraldes Camerati.

Inscripción Nº 82.280. Santiago de Chile.

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Shandong, 650.

Dinastía Tang

El árbol bajo el cual Li Song estaba sentada era viejo. Sus hojas susurraban a la luz de la luna, y a la luz del sol habrían podido contar muchas historias de lo ocurrido junto a esa ventana, donde uno de sus antepasados lo había plantado.

Un verano, cuando sus flores daban paso a cientos de frutos redondos y fragantes, Li Song había llegado a esa casa. Y durante dos años encontró paz y consuelo bajo las hojas brillantes del añoso naranjo.


Ahora ella tenía diecinueve años, pero sus ojos cansados y tristes en nada recordaban a la muchacha llena de vida, que había bajado del palanquín el día de su matrimonio. La boca de rictus amargos ya no sonreía, ni a la vista de la primavera que llegaba con sus flores, ni con los trinos que llenaban el jardín de aquella casa grande y lujosa.

Su suegra la había recibido con fría amabilidad. Era una mujer obesa, y bajo sus varias capas de grasa anidaba un corazón duro, que se debatía entre dos sentimientos: los celos por esa muchachita que le quitaba el amor de su hijo y la ambición de una gran prole de varones que aseguraran la continuidad de su familia. Luego del nacimiento de Liu Wan, su vientre se había secado y ese hijo se había transformado en su único sol y su única esperanza.

Li Song pensó que con el correr del tiempo ella lograría demostrarle que su llegada había sido fructífera, y que la Venerable Madre terminaría queriéndola. Por ello hizo caso omiso de los comentarios poco cariñosos de esta y se esmeró en servirla lo mejor posible, sometiéndose a sus cambios de humor y a sus caprichos. Siempre cuidaba que el té estuviera a punto cuando su suegra lo deseaba, y más de una vez sus manos dieron interminables masajes al grueso cuello y a las anchas espaldas de la mujer. También untaba con aceites aromáticos sus deformados pies, mientras ponía a su alcance un platillo lleno de semillas de calabaza y frutas secas. La Venerable Ama solo agradecía con un suspiro cansado y miraba con insistencia el vientre liso de su nuera.

–¿Nada aún? –le preguntaba mes a mes.

–Ya vendrá, madre, ya vendrá –respondía Li Song, sin atreverse a levantar la cabeza. Y luego de hacer reverencias, se iba hacia sus habitaciones, con su cuerpo rígido como un bambú y el rostro acongojado.

–Ten paciencia, mi hilo de agua –le decía Liu Wan, en las noches, cuando al fin podían estar solos–. Ya verás que nuestro hijo llegará pronto y todo cambiará.

Luego su esposo la acariciaba con ternura, hasta arrancarle una sonrisa y después una carcajada de campana de cristal al viento.

Li Song, esperanzada, cubría su vientre con las manos y miraba por la ventana: a través del naranjo alcanzaba a divisar un trozo de cielo. Entonces recordaba a Olan, su venerable y querida abuela muerta, y le rogaba por un hijo que hiciera feliz a Liu Wan y le diera a su insignificante persona un sitial en esa familia.

Pero la abuela, muy atareada quizás en el reino de los muertos, no puso atención a su súplica. Y así fue cómo la llegada del primer hijo solo le trajo reproches y amargura: la criatura, de carita amoratada y largos cabellos húmedos, nació muerta. El llanto de Li Song, cubriendo el pequeño cuerpo sin vida, estremeció únicamente a los árboles.

–No vale la pena llorar –dijo aquella vez su suegra, con la voz seca y ronca–. Era solo una niña. –Y salió al jardín, con un gesto de fastidio, para consolarse comiendo almendras saladas.

Durante un mes, Li Song soportó una solitaria cuarentena, encerrada en su pieza. Únicamente entraba a verla esa mujer arropada con una túnica raída y una expresión vacía en los ojos. Le llevaba agua, arroz y a veces una taza de té. La sola vez que la mujer habló fue cuando le dijo que había sepultado a su hija bajo el almendro, en la Colina del Águila Triste. Luego había agregado:

–También visité el jardín de las Flores Celestes, que algún día existirán. En un macetero blanco está la semilla que guarda el alma de tu próxima hija.


Y sin decir más se retiró, dejando a la joven esposa con el corazón acongojado. Si las palabras de la mujer eran ciertas, la vida seguiría siendo muy difícil para ella en esa casa: ¿cómo mantendría vivo el amor de Liu Wan y aplacaría las iras de su suegra si no daba a luz un varón?

Ahora, sentada bajo un racimo de naranjas rojas, recordaba cómo habían pasado los días y cómo cada mes le traía un desengaño. También volvía a pensar en esa vieja que solo aparecía de vez en cuando en el jardín y miraba al cielo como si las estrellas le confiaran secretos. Nadie le dirigía la palabra ni hablaba de ella cuando pasaba entre las otras mujeres. Era la sombra del agua que nadie veía.

Una mañana, caminando junto a su esposo entre los naranjos, respirando esos aromas ácidos que invitan a hundir los dientes en una pulpa azucarada, le había preguntado a este por la extraña anciana. Él no quiso responderle y ella, mientras acariciaba el brazo de Liu Wan, sobre el batín de seda, repitió en un susurro:

–Esta tonta mujer insiste en saber.

–Calla, Li Song, no seas curiosa. Mira, en cambio, el cielo: anuncia el esplendor del mediodía.

Pero la joven no había mirado hacia lo alto. Sus ojos estaban fijos en el dragón bordado en la manga de su esposo. El dragón se movía, su lengua bífida ondulaba y las pupilas de perlas la observaban con brillos blancos. No, era la luna, no eran dos lunas en los ojos del dragón. Un mar caliente se revolvió en su estómago, subió hasta su garganta, y no supo más.


La joven esposa recordaba haber despertado con el aroma penetrante de las hierbas bajo sus narices. Su suegra, de pie frente a ella, la miraba con una sonrisa enorme.

–Esta vez nos darás un heredero –aseguró.

–Para esta insignificante mujer eso sería una bendición, madre de mi esposo –respondió Li Song, sonriendo, pese a su malestar.

Entonces habían llamado al médico, quien confirmó el embarazo. Comenzaron así los mimos y atenciones para la madre de un posible varón. Las mujeres de la casa se afanaban, cosiendo camisitas de lana de las ovejas más suaves y rizadas, y daban gritos de alegría ante la vista de unos botines atigrados no más grandes que un dedo.

Li Song dejó la sombra del árbol y caminó lentamente hacia el estanque. Miró los peces de colores que allí nadaban y acarició con las yemas de sus dedos el abultado vientre de nueve meses. La criatura se movió con la misma ligereza del pez, y en ese momento ella tuvo la certeza de que esas ondulaciones suaves eran las de una niña. La extraña anciana no se equivocaba, tal como no se equivocó cuando le dijo que pronto vestiría de blanco, porque su esposo iba a morir.

Había sucedido cuatro meses atrás. En la ciudad, las puertas de las casas se cerraron para que la Gran Peste no invadiera sus interiores. Sin embargo, el dolor y la muerte se introdujeron por las rendijas y se clavaron en la piel y la sangre de los que estaban destinados a integrar el reino de los antepasados. Uno de ellos fue Liu Wan.

Los días que siguieron a los funerales de su esposo fueron una pesadilla para Li Song. No la dejaban llorar, para que el niño que llevaba dentro no se contagiara con su pena, y ella se consolaba recorriendo los mismos senderos bordeados de flores por los que acostumbraba a pasear con Liu Wan, único ser que la había querido en aquella casa. Hasta podía sentir su brazo, apoyándola con ternura, y sus palabras, que le daban ánimos cuando la angustia se apoderaba de sus ojos. La única vez que su marido endureció la voz fue cuando ella insistió en saber más de la mujer extraña que solía aparecer en el jardín.

 

Respiraba hondo para regalarle a su hijo los aromas del jardín, cuando la anciana de la túnica raída –como si hubiera sido llamada por sus recuerdos–, apareció tras las piedras de la pequeña cascada.

Li Song se sobresaltó.

–No te asustes, mi niña –habló la vieja, frente a ella.

Le llamaron la atención los pies anchos y grandes de la mujer, tan distintos a los suyos, que no sobrepasaban el tamaño de una mano. La anciana miró furtivamente a un lado y otro y, cuando la soledad reinante en el jardín la tranquilizó, le habló por tercera vez en su vida:

–Tu hija nacerá viva, será hermosa y la llamarás Mulan.

Estas palabras conmocionaron de tal modo a Li Song, que buscó la seguridad de un asiento para reponerse. Lo que decía la anciana era terrible: si nuevamente daba a luz una niña, tanto ella como su hija serían relegadas a una vil servidumbre en esa casa. Ya no tendría otra oportunidad de dar un varón a la familia, pues ya no vivía el esposo que fecundaba su vientre. Se convertiría en un estorbo y en una boca más que alimentar. ¿Terminaría sus días deambulando a escondidas y medio loca, como esa vieja que tenía al frente y que la miraba con sus ojillos opacos y penetrantes?

Y esa tarde en el jardín, acariciada por la suave brisa caliente que soplaba desde el río, y acompañada por las pequeñas patadas de la criatura que perdía la paciencia en su encierro, la voz lenta y pastosa de la anciana le hizo saber su historia.

Se llamaba Olan, como su abuela. Era una extraña coincidencia.

Olan era la mujer más anciana de la familia de Liu Wan, que no solo había perdido a su esposo, sino que junto con él habían muerto a temprana edad sus tres hijos varones, víctimas de la peste negra. La mujer había quedado sola de la noche a la mañana y el padre de Liu Wan, que era su hermano, la acogió en su hogar.

En un comienzo Olan compartía la vida familiar y ayudaba a su cuñada en las tareas domésticas. Pero al pasar los días, su errático comportamiento alertó a sus parientes. Comenzó a divagar, a llamar a sus hijos muertos, a gritar el nombre de su esposo fallecido, y en sus conversaciones solitarias su boca se torcía y sus ojos se daban vuelta hacia atrás, como si un horrible combate se librara en su cuerpo y en su mente. Primero, su hermano le tuvo compasión. Pero luego, como la conducta extraña de la mujer aumentaba y la gente comenzaba a murmurar, el Gran Amo se enfureció. Prohibió a su hermana continuar con esas actitudes, que la dejaban jadeante y extraviada y que –para mayor desgracia– provocaban las burlas de sus importantes vecinos.


Pero Olan no podía contar a su hermano lo que le sucedía. Estaba así, porque sus hijos comenzaban a llamarla. Y ella había llegado a tener la capacidad de escuchar sus voces y reanudar el diálogo interrumpido por el silencio de la muerte. Sus hijos, esas pequeñas almas inocentes, la necesitaban. ¿Cómo podía negarse a acudir en su auxilio?

Lentamente su hermano fue comprendiendo: Olan se había transformado en chamán. Pero como las chamanes eran acusadas de brujas, nadie debía saberlo. Por eso la relegaron a la última habitación de la casa. Las raras veces que se asomaba al jardín era reprendida, y quienes se cruzaban con ella simulaban no verla.

Li Song escuchaba el relato de la mujer con la cara llena de sorpresa.

–Hoy la luna hará de la noche día: caerá una niebla plateada, por donde bajarán las almas de los muertos. Debes venir conmigo, pequeña Li Song, al claro del Bosque de los Ruiseñores. Y después nos iremos juntas a la casa de bambú, donde tu hija nacerá sin ojos que la miren con desprecio y maldad... ¡Y nunca más volveremos aquí!

La joven embarazada sintió otra vez los golpes en su interior y su corazón se agitó. Ella creía en las chamanes, como había creído también su madre, y como había creído su abuela... Y esa vieja, con la cara picada de viruelas y de nombre Olan, era sin duda una intermediaria entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Sin embargo, ¡atreverse a dejar esa casa, a la familia de su esposo, al hogar al que había sido destinada desde pequeña, para vivir sola junto a una chamán, era más de lo que una niña débil como ella podía aceptar!

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