Buch lesen: «Una misión llama-da A.M.A.R»

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ISBN: 978-84-1386-836-3

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Prólogo

Pensar nuestra manera de ser y estar en el mundo implica, de una manera u otra, preguntarse por los vínculos afectivos que construimos y cómo ellos nos construyen a nosotros.

Este es el punto de partida de Una misión llama da A.M.A.R, un texto sugerente que explora en profundidad la potencia creadora de los vínculos amorosos y cómo estos se relacionan con uno de los interrogantes que han mantenido en vilo durante siglos a la humanidad: ¿existen verdaderamente las llamas gemelas?

A partir de una experiencia personal de búsqueda y descubrimiento, ANA SELINA RAMOS explora el amor (el verdadero amor), la naturaleza de los vínculos que construimos, la razón de ser y estar en el mundo con otros, el poder del ahora para determinar el futuro y cómo una decisión puede cambiarnos la vida para siempre, llevándonos a alcanzar la mejor expresión de nosotros mismos o dejándonos a perpetuidad en estado de oruga.

Pero ¿qué pasa cuando quien se supone que tiene que potenciarnos no hace más que arrastrarnos con el peso de un yunque? ¿Cómo salir de un vínculo tóxico con la que se supone que era tu llama gemela? ¿Cómo seguir después de semejante decepción?

En cada página de Una misión llama da A.M.A.R hay una invitación a detenerse, aunque sea solo por un momento, para pensar y buscar la respuesta a estos interrogantes.

Pensar en nosotros mismos, en nuestro poder, en nuestra razón de ser y estar en la Tierra. Pero, aún más profundamente, pensar cuál es nuestra misión como individuos, como seres que son parte de un vínculo amoroso, como miembros de un núcleo familiar, como integrantes de una sociedad, como habitantes del planeta Tierra.

Aunque los interrogantes sean profundos y no tengan una única respuesta posible, ANA SELINA RAMOS nos invita a embarcarnos en un viaje de descubrimiento interior y exterior para vislumbrar la luz al final del túnel. Esto es, una nueva posibilidad de ser en y con el mundo, de evolucionar a partir de la experiencia personal, de trascender el amor romántico y dejar atrás los vínculos tóxicos que a ningún sitio nos llevan.

Una misión llama da A.M.A.R enarbola la bandera de la esperanza para todos aquellos que creen que el destino todavía no está escrito.

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El mundo vive una pandemia en 2020, todo lo externo se aquieta y se enciende la vida interior. Yo no tengo contacto con mi llama gemela desde el 12 de marzo, cuando se declara el estado de alarma en toda España. Todo cambia de un segundo a otro, la vida es así de impredecible. Yo siempre lo he tenido bastante claro y presente, especialmente cuando los cambios son deseados, no tanto cuando los acontecimientos toman un cariz menos controlable y gustoso.

Con mi llama gemela me habría encantado moldear los acontecimientos a mi antojo para no sufrir, incluso aunque eso implicara no aprender, no sanar. La tan temida zona de confort se sacude en este viaje interno y externo que te hace despertar a tu verdadero yo, a tu esencia más profunda, cuya finalidad no es siempre el amor romántico.

En estos momentos la Tierra está cambiando de tono, de color, de armonía, de ritmo y vibración, y las llamas gemelas encarnadas están contribuyendo, junto con los 144 000 trabajadores de la luz mencionados en el Apocalipsis y en la Tabla de Esmeralda, al Despertar colectivo de la humanidad. Para llevar a cabo tan importante servicio de luz han de activar su Merkabah mediante el proceso de la Ascensión, en el que los pedazos de alma separados vuelven a casa, a su hogar. Esta mística labor implica recorrer un largo camino donde, con el libre albedrío de por medio, se deben afrontar múltiples retos y obstáculos.

Yo, que soy una romántica Tritona, hija de la diosa del mar, conectada al Arte, la Ciencia y la Magia, siempre he pensado que el amor verdadero está por encima de todo y que todo lo puede. Durante largo tiempo he estado sumergida en mis profundidades para conocer mi esencia fuera de tanta instrucción y condicionamiento, mi plan de alma, el profundo mensaje de la llama gemela… Tras seis años de batalla energética en varios planos, casi camino sobre las aguas de mis propias emociones como el gran Tritón, Jesús de Nazaret.

A.M.A.R

Me presentaré. Soy A.M.A.R, una chica joven, con un número 7 de vida, Dragón en el horóscopo chino, 9 como número de poder (que activa el perdón y la misericordia), con un impulso de alma muy angelical correspondiente al número 33 de la abundancia, curiosa por naturaleza, viajera, maestra titulada en Educación Especial y licenciada en Traducción e Interpretación de idiomas, con la mente abierta por haber vivido en Londres y Barcelona, de donde decidí volver para estar cerca de mis progenitores por la responsabilidad inculcada de ser hija única.

En mi tierra natal, tras pasar 4 años trabajando en un colegio de élite privado, apruebo las oposiciones como maestra de Inglés de primaria y me destinan a un pequeño pueblo costero. Un par de años más tarde recibo la noticia que supondría la alegría más grande del momento: el traslado a mi ciudad. Esto implicaba el retorno a mi amada casa cerca de la playa de Poniente y dejar atrás una villa tan fría durante el curso escolar como poco amigables eran sus gentes. Sin saberlo, mi historia personal daría un notable giro.

Leyendo el mensaje en la pantalla, en mi mente tan solo rezumaban las palabras: «¡¡¡Oh, home sweet home!!! ¡¡¡La paz del hogar!!!». Ese hogar forjado gracias a una fuerte apuesta económica y que albergaba la presencia de un marido siempre complaciente y feliz por mi regreso. Juntos habíamos planeado tantas veces nuestro futuro en aquellos dos años...

La relación con mi marido siempre había sido sido excelente, sin altibajos, ya que ninguno de los dos permitía que decayera: viajes, charlas profundas, miradas intensas, palabras bonitas, declaraciones de amor… Solos él y yo, como siempre había soñado, una pareja sólida, unida y compenetrada, sin hijos que les separaran, ya que mi mente me dictaba todo tipo de argumentos muy lógicos para ello: pérdida de libertad, foco en la carrera profesional, etc.

Recuerdo imaginar desde la infancia que a los cuarenta años sería mi gran momento en la vida, que todo lo excepcional me llegaría en esa fecha. A decir verdad, ya los tenía y lo excepcional había llegado, porque no era lo habitual. Sin embargo, aún no había conseguido disfrutarlo plenamente por más que lo había intentado: estuve inmersa durante un largo tiempo en una espiral de dolor y sufrimiento.

PRIMER ENCUENTRO: MARIPOSA EN LA CRISÁLIDA

Conocí a mi llama gemela el 30 de junio de 2014, cuando fui a presentarme informalmente al nuevo colegio para hacerme una composición de lugar del centro.

A primera vista, su presencia me impactó. La primera impresión fue de guapo guapísimo, pero también de serio serísimo con rostro de pocos amigos. Su mirada gélida punzaba como la escarcha azul del hielo a través de la pupila, llegando a provocar la contracción del párpado a modo de protección para las indefensas almas que se cruzaban en su camino. Su rictus se mostraba tan rígido que parecía que esperaba un ataque furtivo con arma blanca de un momento a otro. Me lo presentaron y fue tan indiferente ante mí que, incómoda, pronto me escabullí con otras personas. En poco tiempo notaría que la indiferencia era uno de sus rasgos esenciales, ya que le gustaba ofrecer la imagen de chico frío que lo tiene todo bajo control.

Ilusamente pensé que esto se quebraría al poco de conocerme, ofreciéndome su alma casi en bandeja. Bajo mis creencias, nadie podía ser tan altanero y mantener esa compostura naturalmente, escondiéndose en las profundidades de sí mismo durante más de dos meses. Pero la vida me enseñaría que no todo el mundo tiene el mismo interés en mostrarse ante los demás y en mejorar, y que, para colmo, no todos aprendemos siguiendo un mismo patrón.

Esta última lección de vida para mí ha sido especialmente costosa, pues carecían de sentido ante mis ojos los motivos por los que el ser humano apela a su necedad una y otra vez, resistiéndose a lo que le está sucediendo. Rendirse a la evidencia de lo que sentimos nos libera, nos hace más humanos, sensibles, capaces, nos expande el corazón y eleva nuestra vibración para que atraigamos lo mejor a nuestras vidas. Lo contrario es negarse a uno mismo, a los demás, empobrecerse, cerrar las puertas del alma. En fin, un disparate. Dicen que cuando alguien identifica la necedad en otra persona es porque la lleva dentro, pues entonces yo sería necia a mi estilo, más tenaz y persistente, segura de mis creencias y sentimientos, pero él era un gran necio en el sentido más bíblico.

En aquel breve encuentro, para mi sorpresa, me sentí sumamente atraída por aquel ser peculiar, tan estirado, recto y tenso que vestía un chándal azul. Con el tiempo se ganaría el sobrenombre de Choni chándal en honor a lo poco que me han gustado siempre los chándales en hombres y mujeres, además de lo poco estéticos que eran sus playeros.

El curso comenzó oficialmente el 1 de septiembre con un claustro de bienvenida en el que buscaba su rostro y sus ojos. «¿Dónde está ese chico de ojos azules?», me preguntaba. Por fin lo localicé, pero no me causó el mismo impacto que la primera vez, incluso a pesar de que ganaba mucho con el polo verde y los vaqueros ajustados que llevaba puestos.

Su rostro mostraba seriedad, duda e incertidumbre, como alguien que se siente fuera de lugar y se dedica a escudriñar los rostros de los demás para extraer a la superficie sus secretos más recónditos y sus más oscuras pasiones. Me sentí observada en un par de ocasiones y hasta un poco intimidada. En un café conjunto con los colegas tras la reunión de ese día me enteré de que estaba casado y tenía dos hijas. Claro, era de esperar.

Como deformación profesional, el tiempo para el profesorado se mide en cursos escolares de junio a septiembre, a los que llamamos años. Así estructuraré mi relato.

CURSO 2014-2015: MARIPOSA COMÚN

Durante este periodo coincidimos en los turnos de vigilancia del patio, que se distribuían a lo largo de tres zonas claramente delimitadas. Él siempre se las arreglaba para acercarse a hablarme de temas que yo etiquetaba como raros para ser tratados durante el recreo entre dos personas que apenas se conocían, pero ¿de verdad no nos conocíamos? ¿De verdad aquella mandíbula tan viril y pronunciada no me decía nada? ¿De verdad aquellos hoyuelos y aquellos ojos chispeantes no los había visto antes? Se me clavaban en el alma y al mirarme me invadía un sentimiento de fragilidad que me recorría el cuerpo y me hacía enrojecer. Me preguntaba incesantemente por aquel Adonis de cuerpo fino y escultural, tan proporcionado y perfectamente cincelado. ¿Qué hacía hablando conmigo? ¿Qué podía atraerle de mí? Me daba vergüenza hasta la conversación que manteníamos, pues, sinceramente, me veía insignificante a su lado. Él podría, o debería, estar con cualquier compañera del colegio charlando sobre cualquier asunto, pero perdía su tiempo conmigo elucubrando sobre el bien y el mal, el egoísmo y el perdón. ¿Y por qué sus palabras me hacían tanto bien? ¿Por qué me complacía su conversación que conectaba con una parte recóndita de mí? Su mensaje me llegaba alto y claro, surtía un efecto sanador y balsámico en mí.

Bien es cierto que en esta primera fase, que duró unos diez meses, yo no podía dejar de verle como un hombre espectacular físicamente y con un interior mágico, mientras que yo, en contraposición, me veía insignificante y poco interesante, no merecedora siquiera de su amistad. Afloraron en mí de nuevo los complejos físicos que tuve de adolescente.

En aquellos años me veía como una chica corriente y rellenita —y, por consiguiente, sin opciones para tener pareja—, que intentó mejorar su físico con dietas extremas llegando a padecer anorexia. Viendo mi vida en perspectiva, en múltiples ocasiones he demostrado tener una gran fortaleza. Sobre esta enfermedad tan peligrosa y dañina, puedo afirmar que yo sola me adentré en sus profundidades y yo sola salí de ella, aunque nunca se esté del todo recuperado, ya que los fantasmas se despiertan cuando menos los esperas. Su presencia, de alguna manera, me transportaba a esa etapa de mi vida.

Comencé a superar la anorexia en torno a los veinte años, cuando me fui a vivir a Londres. Siempre amaré esa ciudad, porque me mostró una realidad bien distinta a la que se alojaba en mi pensamiento. Me hizo sentir que no existen límites ni convencionalismos establecidos para vivir, que todos podemos escoger nuestra vida y que nos merecemos ser felices.

Estos pensamientos que afloraban vívidamente, que me generaban tantas dudas sobre mi aspecto físico y mi propia valía, evidenciaban que mi autoestima no era tan sólida como aparentaba y que sus cimientos eran endebles. Al fin y al cabo, según los cánones sociales, rozaba los 40 años, medía 1,62 metros estirándome, pesaba más de lo que aparentaba por mi estructura corporal y mis facciones no habían destacado nunca por ser exóticas, aunque me fascinaban mis bellos ojos.

La verdad es que él excitaba mis sentidos, a su lado estaba más alerta y despertó en mí un instinto sexual primitivo. A lo largo de mi vida he conocido a muchos hombres y visto a otros tantos, pero ninguno había captado mi interés en ese ámbito, con la sola excepción de mi marido. Me atormentaban estos pensamientos y, cuanto más deseaba borrarlos de mi mente, más se presentaban de forma involuntaria. Luego, al verle en el colegio, pasaba muchos nervios al acordarme, especialmente por esa tendencia suya a tener una pose erguida y las piernas torneadas semiabiertas… «Menudo iceberg inaccesible», decretaba en mi interior, aunque le intuía un corazón ardiente y, además, fogoso en la cama. Le presuponía complaciente, pero ¿cómo podía yo saberlo? ¿De dónde me venía esa creencia?

Durante ese curso nada extraordinario ocurrió entre los dos, salvo un pueril intento de su parte por llevarme a casa en coche tras oírme comentar que se había estropeado el mío. Fue incapaz de hilar una conversación animada o anodina y parecía muy bloqueado e incapaz de comunicarse. Pocos días después, en un almuerzo al aire libre con las familias del centro, me pidió que me sentara a su lado, cosa que yo rehusé educadamente. Entonces, se dedicó a servir a los presentes sidra que escanciaba de manera compulsiva, para, de repente, irse súbitamente como una ráfaga de aire con el pretexto de un partido de pádel.

No volvió a intentar llevarme a casa en lo que restó de curso. Justo antes de las vacaciones estivales, durante la cena de profesores que solíamos celebrar, se sentó premeditadamente en el otro extremo de la mesa y justo al finalizar esta se fue envuelto en la misma ráfaga de aire aludiendo de nuevo al pádel. Su gesto nimio de despedida para todos los presentes fue la última imagen suya que recuerdo de aquel verano. Esta forma de proceder, cal y arena, logró despertar en mí un sentimiento de profundo enfado con aquel chico huidizo que me rompía los esquemas, ya que no sabía a qué atenerme ni encontraba un patrón lógico de conducta hacía mí, que era lo que más me irritaba en el fondo.

Reflexionando durante el verano, sentí la necesidad de encasillarle bajo un nombre que me resultase lógico y explicativo: el furtivo y atormentado maestro Choni chándal. Este apelativo parecía recoger su manera incoherente y misteriosa de actuar, tan incapaz de afrontar las situaciones con naturalidad, ¿de qué parecía tener miedo? ¿De qué huía? Al principio, en sus conversaciones en el recreo había cercanía y calidez, y era yo la que estaba incómoda ruborizándome como una adolescente. En cambio, ahora, era él quien se mostraba arisco y temeroso, se notaba que en su mirada se habían despertado memorias.

De todas formas, solo éramos compañeros de trabajo, no era necesaria tanta coraza defensiva. Sentí en mi corazón que se trataba de un hombre inestable con el que compartía un nexo inexplicable, muy ducho en libros de autoayuda, pero cuyo interior no se asentaba sobre convicciones firmes o, tal vez, era su personalidad hermética la que le jugaba malas pasadas y, precisamente, sus convicciones le hacían actuar así para no herir a su pareja. Se acercaba lo justo para luego retirarse ileso. Sea como fuere, y mirando mi interior que es lo que cada uno debe analizar, me di cuenta de que las emociones que despertaba en mí eran muy intensas, casi viscerales, muy emparentadas con la ira. Un mínimo gesto suyo, una palabra, una furtiva mirada podían catapultarme a las nubes de la ensoñación y la alegría o hundirme en el más negro de los abismos, sin aparente razón para ello. Mi ego estaba atrapado en el dolor, el tercer chacra, Manipura, campaba a sus anchas y me oprimía la boca del estómago. Entonces, ¿quién era el inestable? ¿Acaso estaba yo más equilibrada que él cuando reaccionaba de esta manera? Creo que tan solo en apariencia.

Ese verano me visitó una amiga catalana de la universidad que se alojó unos días en mi casa para iniciar desde allí el Camino de Santiago Primitivo, un recorrido que siempre me había llamado la atención. Acepté encantada. Charlamos profundamente sobre esta nueva circunstancia que me estaba sucediendo y, para mi sorpresa, me enfocó hacia cursos de mindfulness y me instruyó sobre algo que para mí era desconocido: los distintos lazos de unión entre las personas. Salieron a la luz conceptos como almas gemelas, almas compañeras, llamas gemelas, lazos kármicos… Aunque agradecida, no le di más importancia a sus palabras, ya que no daban plena respuesta a mis dudas.

Por una de esas causalidades de la vida, me llegó el teléfono de una vidente de buena reputación y opté por ir a verla en busca de una respuesta. Esta mujer, sin conocerme, me dio información, pero me sentí decepcionada porque tampoco tenía explicación para lo que me estaba sucediendo. Un poco harta de tanta búsqueda en balde, decreté al universo que, como cocreadora de mi destino, podría olvidar a aquel chico en un verano, en concreto, el de 2015.

Hacía ya algunos meses que mi marido había leído en mi móvil una conversación con una amiga en tono jocoso sobre cómo me había pedido este compañero el teléfono. La verdad es que todo iba impregnado de un cariz pueril e ingenuo, muy adolescente. Probablemente la etapa en la que me había quedado estancada y en la que había sufrido la anorexia. Comprendí que había avanzado en mi vida, pero no había evolucionado.

Tomando las riendas de la situación, le conté a mi marido de la manera menos hiriente posible lo que había sentido por este compañero y las dudas que me asaltaban. Yo creía en el amor, en el amor eterno y solo dirigido a una persona. Entonces, ¿por qué sentía aquello por aquel otro chico que era un completo desconocido y no tendría que significar nada para mí? ¿Por qué estaban en duda mis sentimientos por una persona como mi marido que era un dechado de virtudes, siempre tan entregado y amoroso? Mi sentido de la justicia afloraba cada vez que esta pregunta despuntaba en mi mente. Mi compañero de vida, perplejo y visiblemente dolido, afirmó que lucharía por mí hasta el final y que solo desistiría si algún día yo se lo pedía. Él ya intuía que algo había cambiado entre los dos, su instinto se lo dictaba. Alma vieja, hombre sabio.

El verano nos unió de nuevo a través de un viaje que teníamos pendiente desde hacía ya unos cuantos años: recorrer la Costa Este de Estados Unidos. Guiados por la emoción y la pasión por vivir nuevas aventuras, explorando y compartiendo como antaño, entrelazamos nuestras manos mientras atravesábamos las nubes sobre el vasto mar y nos juramos que seríamos el uno para el otro.

CURSO 2015-2016: MARIPOSA ALAS DE PÁJARO

Entre las memorias más profundamente enterradas en mi corazón correspondientes a este periodo, rescato los sentimientos de esperanza, ilusión y candidez. Esperanza de que el amor reinara en mi vida, el verdadero amor; ilusión de que todo sucediera de manera mágica y a mi completo gusto, es decir, con transparencia y sinceridad.

La relación que mantuvimos durante ese curso se movía en estos derroteros. En ocasiones, nos mirábamos y hablábamos con afecto, de manera cercana y delicada y, aunque había retrocesos, miedos, bloqueos e incertidumbre en nuestros ojos, a veces lográbamos acceder fácilmente el uno al otro, sin necesidad de derribar altos muros de piedra y atravesar las herméticas puertas del ego. En cambio, cuando nuestras energías estaban contrapuestas, la repulsión era completa y la incomodidad llegaba al rechazo. Éramos dos trenes en plena marcha que se cruzaban por vías distintas provocando una gran fricción y una ráfaga de viento. Las conversaciones derivaban hacia el plano personal, pero siempre con gran respeto y afabilidad. Los acontecimientos posteriores irían definiendo la dirección que tomaría esta relación aún en los albores de recibir un calificativo.

Continué siendo la tutora del mismo grupo que el curso anterior, pues les había cogido mucho cariño a lo/as alumnos/as y con ellos podía disfrutar la experiencia de ser tutora. Mi compañero, en cambio, a su llegada al centro, un curso antes que yo y procedente de otra comunidad, había tenido varios encontronazos con algunas familias de mi clase. Por ello, me sorprendió que propusiera una estancia en la nieve para la Semana Blanca de febrero con mi grupo. A mí me pareció una idea excelente, muy enriquecedora para lo/as niños/as y totalmente nueva para mí, que no me gustaba repetir destinos y experiencias.

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