Buch lesen: «La mujer borrador»

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LA MUJER BORRADOR


AMANDINE DHÉE

LA MUJER BORRADOR

TRADUCCIÓN DE IRENE ARAGÓN


SENSIBLES A LAS LETRAS, 65

Título original: La femme brouillon

Primera edición en Hoja de Lata: octubre del 2020

© Amandine Dhée

© La Contre Allée, 2017

© de la traducción: Irene Aragón, 2019

© de la ilustración de la cubierta: Ana Santos

© de la fotografía de la solapa: Éric Le Brun

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial, S. L., 2020

Hoja de Lata Editorial, S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]

info@hojadelata.net / www.hojadelata.net

Edición: Hoja de Lata Editorial, S. L.

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

Corrección de pruebas: Emma Álvarez Prendes

ISBN: 978-84-16537-95-2

Producción del ePub: booqlab

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

Lo que viene al mundo para no perturbar nada no merece ni consideración ni paciencia.

RENÉ CHAR, Furor y misterio

¿Q ué hago, doy unos golpecitos con la cuchara en un vaso? ¿Pido silencio y atención?

No me apetece ser el centro de las miradas, ni hacer alarde de nuestra felicidad conyugal.

Lo cierto es que, desde hace unos días, la alegría y el terror se devoran mutuamente.

Tengo ganas de pegar un grito. O de clavarle el tenedor en la mano a mi vecina, como Charlotte Gainsbourg en La pequeña ladrona.

Pero no me atrevo. Demasiado comedida. Demasiado bien educada. Así que me remuevo en mi silla y farfullo que bueno, que estoy embarazada.

Me felicitan. Incluso los que tienen hijos.

Nadie me lanza miradas de alarma ni me envía mensajes anónimos para que renuncie a semejante proyecto. ¿Es una trampa? ¿Se están regocijando para sus adentros de que cometa el mismo error que ellos?

Ya no estoy segura de nada.

Cuando te los cruzas en el parque o en una fiesta de cumpleaños es imposible saber. La felicidad es una cosa que las familias fingen la mar de bien. Habría que tener informantes infiltrados para asegurarse. Estar allí por la mañana antes de que los niños salgan para el colegio, o en los días encapotados de invierno.

¿Y yo, fruto de tres generaciones de madres deplorables, qué oportunidades tengo de salir airosa? Debería estar inmunizada contra la maternidad. Pero no, tuve que reincidir.

Ante mis compañeras feministas experimento un vago sentimiento de culpabilidad. ¿No habré traicionado al bando de las mujeres libres? Como si, bajo un exterior emancipado, soñara en secreto con una pequeña felicidad conformista, charloteos delante del colegio, un horno pirolítico, un buen marido. Como si lecturas y debates no me hubieran servido de nada. Yo solita me lo he buscado. Heterosexual y monógama, estaba dentro de la población de riesgo, la que cae fácilmente en el discurso a favor de la maternidad. Las mujeres inteligentes son lesbianas, todo el mundo lo sabe.

En todo caso, lo que es por el anuncio no tenía ningún motivo para preocuparme. La mayoría de las veces, mi abstinencia radical del tabaco y la seguridad con la que pido un zumo a la hora del aperitivo despiertan sospechas. Miradas insistentes, indirectas muy directas. Me arrancan la confesión. Para que luego hablen de experiencia íntima.

En el fondo no me lo creía, todo eso de los espermatozoides, los gametos y la ovulación. Esas cosas funcionaban para los demás. En mí, alguna cosa tenía que fallar por fuerza, algo invisible a simple vista me impediría reproducirme, a mí, la mujer borrador.

Pero al final, resulta que funciono. Es maravilloso. Es horrible.

Pienso en abortar, en retomar el control. El aborto es para las que no quieren tener hijos, y también para las conmocionadas como yo, que necesitan decidir una segunda vez.

Frente al espejo del cuarto de baño, acecho los primeros signos. No se nota nada, aún. El mundo se pone patas arriba, y no se nota nada. Pero mi cuerpo ya existe un poco de más. Se fatiga, me impone siestas como a una señora mayor o un niño. Sabe algo que yo ignoro.

Le obedezco. Tengo tanto miedo de perder al bebé. De caerme con la barriga por delante, de comer algo prohibido. De que mis dudas terminen gripando su mecánica perfecta.

¿Qué hace que, tan solo por tener un útero, tenga que cargar con semejante responsabilidad? El padre del bebé habría resultado una madre mucho mejor. Su instinto de sacrificio está más desarrollado, y siempre es él quien hace las crepes.

Busco ayuda en los libros. Me compro un Larousse, nada menos. Para ser exactos, el Larousse de las futuras mamás, ya que se sobreentiende que la maternidad es un asunto exclusivamente femenino. En la portada, un hombre besa la tripa redonda de su compañera, un bebé rubio succiona un pecho, una mujer vestida de blanco inmaculado realiza una postura de yoga. Todos tienen la piel color rosa claro, bañada en luz.

Mi escala de valores evoluciona. Hasta entonces había luchado valientemente contra todo tipo de injusticias. Ahora mis enemigos son la leche sin pasteurizar y los crustáceos. En ese punto el Larousse no admite réplica.

Yo, que denunciaba las estrategias de marketing que se aprovechan de nuestros miedos, me encuentro comprando pastillas que contribuyen al desarrollo cerebral del feto. Nunca se sabe.

Ya no consumo ni la menor sustancia no autorizada, llevo una alimentación equilibrada.

En resumen, me vuelvo pura, como todas las madres.

El empleado del seguro médico se asombra de que no sepa la duración de la baja que me corresponde, como si mi vida no hubiera sido más que una larga preparación para la maternidad. ¿Pensará que las mujeres se reúnen en cavernas a la caída de la noche para intercambiar este tipo de informaciones? ¿Creerá que esto es algo natural para mí?

Siempre hay un momento en que a la mujer se le recuerda el sentido último de su existencia: procrear. Siempre hay un amigo, una tía, un dentista que están ahí para recordarle que aún no ha tenido hijos. Y ahí la tienes, obligada a justificarse. Sospechosa de ocultar un dolor secreto por su ausencia de maternidad o de transferir su instinto maternal a un gato.

Harta de esta presión, una joven publicó en las redes sociales una ecografía cualquiera bajada de internet, junto con el mensaje «My reproductive plans are none of your business». Ha recibido miles de mensajes de apoyo.

A mí nadie me pregunta por qué voy a tener un hijo. La maternidad no solo me sitúa ineluctablemente en el bando de las mujeres, sino que además me endilga todo el repertorio de deseos que la acompaña.

La verdad es que tenía todas las papeletas. De pequeña, jugué durante mucho tiempo con un recién nacido de plástico y su bañerita amarilla. Las mujeres eran mamás, y punto. Pero vi derrapar a mi propia madre demasiadas veces, de modo que cuando salí por fin de mi infancia agujereada, la idea de reproducirme ni se me pasaba por la cabeza.

Lo mínimo que puede hacer uno, cuando trae a un hijo al mundo, es proporcionarle un kit de supervivencia. Una historia edificante, valores, una moral, algo que le sirva de referencia. Unas referencias, tampoco es tan difícil.

Las decenas de anuncios de nacimiento clavados con chinchetas a la pared confirman que se trata de una empresa seria.

La felicidad familiar se exhibe con gran profusión de fotomontajes. Algunos padres se han atrevido con el imán, convirtiendo al recién nacido en un objeto de merchandising para pegar en la nevera. A la entrada, folletos destinados a mujeres como yo, que no saben cambiar a un bebé, bañar a un bebé, dar el pecho a un bebé.

El ruido del tráfico en sordina, pufs y alfombras. Todo blandito, todo suave, todo pastel.

Dentro de esta nube de azúcar, ¿cómo decir la violencia de estar habitada por otro? ¿Soy la única en acordarse de Alien?

Tras su escritorio, la matrona hojea mi historial médico. No está contenta. Me reprocha no haber hecho las fotocopias necesarias, me insta a pedir cita urgentemente, corrige mi forma de calcular los días de embarazo. Garabateo la información que me da, le pido que me la repita, me hago un lío. Me gustaría decirle que normalmente no soy así. Que soy fuerte, que tengo sentido del humor. Que me voy a esforzar, solo necesito que me hable un poco más despacio. Simplemente no se me da bien la maternidad, igual que hay gente a la que no se le dan bien el ajedrez o el tenis.

Ella vuelve a empezar desde el principio, con ese atisbo de impaciencia en la voz que reservamos para los niños poco espabilados.

El poder es una cuestión de ritmo.

Como todas las mujeres, sé lo que es que te hagan un repaso de una mirada, que unas manos se propasen, que te silben por la calle. Sé de los cuerpos en venta y de los relatos de violación de mujeres a las que quiero. Estamos siempre al alcance de la mano y de la voz.

Aquí, me habría gustado que mi cuerpo me perteneciera.

Conozco mujeres que se reúnen al margen de cualquier centro médico para intercambiar información, volver a ser dueñas del saber, sentirse a la altura de sus propias experiencias. Que su cuerpo deje de ser asunto de especialistas. A lo mejor parece ridículo, unas mujeres examinándose la vagina con ayuda de un espejito. Pero a lo mejor también la revolución empieza por ahí.

De pronto me doy cuenta de la futilidad de las cosas que me decían de niña. Papá pone una semillita en el vientre de mamá. Mamá-recipiente.

La mujer me tumba sobre la mesa de exploración, pone un estetoscopio sobre mi vientre, busca los latidos del corazón del bebé. Bum, bum, bum. Las pulsaciones retumban en la habitación, superrápidas. Siempre es un momento emocionante, dice.

Me saco fotos a mí misma, periodista y evento a un tiempo. Captar lo que se está urdiendo, buscar el lado bueno, la luz adecuada. Me gustaría que la imagen fuera bonita.

Escribo con el espíritu embotado y el pomo del cajón pegándome contra la barriga. Desde que empecé a hacer búsquedas sobre el embarazo tengo la pantalla del ordenador invadida de anuncios de Chicco y Nutribén.

Ni me planteo la posibilidad de incubar en silencio. Me pongo ropa que acepta el furioso avance del vientre y que se ciñe a sus líneas extrañas. A pesar del cansancio no rechazo ninguna propuesta de trabajo.

La primera vez que cogí un micrófono, un espacio se abrió. Un lugar en el que decirme sin perder a los otros. Una frecuencia posible. Un montón de hombres en el escenario. Cuando me tocó hablar a mí, el presentador anunció «Un pequeño toque de feminidad». He visto a muchas mujeres que escribían rechazar el micrófono tendido y alejarse de la luz.

En una reunión de familia, un primo me propone cambiarse de sitio conmigo. Así podréis hablar de bebés, dice señalando a su mujer, que le da de comer a su hija, sentada en una trona. Con unas pocas palabras levanta una frontera invisible, la que designa cuál es el lugar de las mujeres y de qué se les permite hablar. ¿He recorrido todo este camino para eso? ¿Para hablar de bebés entre mujeres mientras que los hombres toman una copa en la habitación de al lado? Lo odio, a él, y a ella la desprecio. Me gustaría que se rebelara, que le tirase a la cara su dichoso puré de puerros. ¿Ha visto La pequeña ladrona? Me han fastidiado la comida. Lo peor es que me hubiera gustado hablar de maternidad.

Mi barriga ha pasado a ser de dominio público.

La gente se permite gestos que en circunstancias normales estarían fuera de lugar. Me tocan la barriga como si fuera un talismán, la chepa de un jorobado, una pata de conejo. Comentarios a tutiplén: es pequeña, redonda, cuadrada, tira para delante, no, para atrás. En lugar de felicitarme, esa cosa tan anticuada, muchos me agasajan con bromitas sobre mi repentina gordura, de modo que a lo largo de todo el día se me repite que vaya, vaya, hay que ver lo rellenita que me he puesto últimamente. La paciencia que demuestro con ellos es verdaderamente maternal.

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Umfang:
52 S. 5 Illustrationen
ISBN:
9788416537952
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