Otras vidas. Tres novelas cortas

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Otras vidas. Tres novelas cortas
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

otras vidas

tres novelas cortas


Amado Nervo

Otras vidas

Tres novelas cortas

Gustavo Jiménez Aguirre

Presentación, edición y notas

Juan Villoro

Epílogo

México 2019


Índice de contenido

PRESENTACIÓN. Treinta minutos con Amado Nervo Antonio Echevarría García

LIMINAR. Otras vidas en otro siglo Gustavo Jiménez Aguirre

OTRAS VIDAS

Pascual Aguilera. Costumbres regionales

El bachiller

Juicios críticos

El donador de almas

BIBLIOGRAFÍA

EPÍLOGO. AMADO NEVO: un novelista transgresor Juan Villoro

TRAZO BIOGRÁFICO. Todo parecía decir: Amado Nervo Gustavo Jiménez Aguirre

Aviso legal

PRESENTACIÓN
Treinta minutos con Amado Nervo

Otras Vidas. Tres novelas cortas, libro de Amado Nervo, se publica por primera vez en México presentado, editado y anotadopor el especialista Gustavo Jiménez Aguirre, con epílogo del escritor Juan Villoro, uno de los fundadores del Festival Letrasen Tepic.

La obra es resultado de la colaboración entre la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y el Gobierno del Estado de Nayarit, tierra natal de Nervo.

Los años 2019 y 2020 marcan dos momentos históricos significativos en el mundo de la literatura hispanoamericana y de nuestra entidad: la conmemoración del Centenario —el 24 de mayo de 2019— de la muerte de Amado Nervo en Montevideo, Uruguay y el aniversario 150 del natalicio del poeta en Tepic —el 27 de agosto de 1870.

A nombre del pueblo de Nayarit, la tierra de Amado Nervo,

es un honor contribuir a la difusión del legado de nuestro gran poeta cuya obra ha sido leída, estudiada y recordada en estos primeros cien años de su inmortalidad.

Al compartir ciudad de origen con Nervo, conocí y declamé su poesía, como todos los niños nayaritas, desde la primera infancia. Así lo hicieron también mis padres y mis abuelos con sus poemas que se han preservado de generación en generación; así lo hacen también los estudiantes en una entidad donde todo lleva el nombre de nuestro poeta: desde calles, colonias y escuelas, hasta la Ciudad de la Cultura de la Universidad Autónoma de Nayarit y el aeropuerto de la capital.

Amado Nervo ha logrado trascender el tiempo con su obra literaria, con su poesía y su vida.

Por ello, el Gobierno del Estado de Nayarit contribuye hoy con la máxima casa de estudios del país a recuperar tres novelas breves de Nervo —“Pascual Aguilera. Costumbres regionales”; “El Bachiller”, y “El donador de almas”— que nunca se publicaron en México hasta ahora.

A decir del académico Gustavo Jiménez “hoy leemos la prosa de Nervo, sin duda más que su poesía, con la certeza de disfrutar al escritor que reconocía su perseverancia en el cultivo de la ‘Brevedad’ […]; visionario del auge de las formas breves pero también de la saturación informativa actual”.

El escritor Juan Villoro anota por su parte en el epílogo de esta edición que durante casi un siglo las exequias de Nervo fueron las más concurridas en la historia de nuestro país: “durante medio año el poeta embalsamado protagonizó homenajes luctuosos en los puertos de América Latina donde se detuvo el barco que portaba su cadáver. Sus poemas se recitaban en los muelles y miles de pañuelos despedían la embarcación […]”

Conscientes de la trascendencia de la efeméride, como sociedad y gobierno en Nayarit y desde Nayarit hemos organizado actividades y homenajes en el marco del Centenario luctuoso del poeta. A lo largo y ancho de la América Latina, desde Tepic su ciudad natal hasta Montevideo donde vio su última luz, Nervo ha sido rememorado.

Cito un fragmento de lo que el ministro de Relaciones Exteriores de Uruguay, Daniel Muñoz, dijo durante la ceremonia de inhumación de Amado Nervo en Montevideo en 1919:

Al evocar su nombre, se ha antepuesto al diplomático el hombre bueno y noble, el excelso poeta, y, ante esa simpática visión, yo a mi vez me desvisto también de mis atavíos ministeriales para quedar frente a él sólo como otro hombre, Daniel Muñoz frente a Amado Nervo, para decirle, arrancando de lo más hondo de mi corazón dolorido, un férvido voto: duerme en paz, y que la tierra uruguaya que momentáneamente cubrirá tus restos sea leve, dejando en ella tu memoria, la simiente de que brotará la flor de un eterno recuerdo.

En un artículo periodístico que forma parte del expediente personal de Amado Nervo en el Acervo Histórico Diplomático, un autor anónimo escribió: “Amado Nervo es para los latinoamericanos, lo que es para la América del habla inglesa Édgar Allan Poe o Walt Whitman”.

El libro que tienes en tus manos contribuye a difundir una de las facetas menos conocidas de Amado: sus novelas. Famoso ampliamente por su poesía, Nervo se nos revela hoy en nuevas aristas y posibilidades literarias que fueron visionarias a su época y entorno.

Dice Villoro: “No es común que un artista popular sea al mismo tiempo un autor de ruptura. Nervo representa esa extraña excepción […] El poeta nayarita se atrevió a pisar terrenos poco frecuentados o del todo inéditos en la literatura”.

Qué gran posibilidad la nuestra el participar en el rescate de Otras vidas, tres novelas breves que Amado Nervo aseguraba que podían leerse en sólo media hora; disfrutemos pues del enorme placer de compartir treinta minutos de lectura en compañía del príncipe de los poetas continentales.

Antonio Echevarría García

Gobernador del Estado de Nayarit

Tepic de Nervo, agosto de 2019

LIMINAR
Otras vidas en otro siglo

Gustavo Jiménez Aguirre

La presente edición de Otras vidas recupera un libro fundamental de Amado Nervo, prácticamente desconocido en su versión original, pues no volvió a circular como lo concibió su autor en 1905.

En el marco del centenario del fallecimiento de Nervo, ocurrido en Montevideo el 24 de mayo de 1919, estas tres novelas cortas cobran nueva vida para validar la pervivencia de una de las figuras de la cultura mexicana más discutidas en el siglo XX, y sólo revalorada plenamente hasta la centuria actual. Hoy leemos la prosa de Nervo, sin duda más que su poesía, con la certeza de disfrutar al escritor que reconocía su perseverancia en el cultivo de la “Brevedad”. En este ensayo de 1918, visionario del auge de las formas breves pero también de la saturación informativa actual, Nervo tuvo la cortesía de advertirnos que una novela suya puede leerse en no más de media hora, con la garantía de las “sobriedades numismáticas” que aprendió de Flaubert. Con el valor de esta divisa, la prosa nerviana se revaloró en el canon de la narrativa contemporánea y en el mercado de los bienes simbólicos.

Invirtamos algo más de 30 minutos en un narrador que ha sobrepasado la prueba centenaria de su conservación. Como propone Juan Villoro en el epílogo de este volumen, apostemos sin cautela por una obra que, en muchas zonas de su extensa trayectoria, “desafía las etiquetas y el entendimiento reductor”. Con esta sugerencia, nuestra ganancia se duplicará al leer Otras vidas, pues en éstas Nervo “cautiva en forma irónica, pero su giro maestro consiste en no contar otra historia, sumergida, latente, que se insinúa con inquietud y confirma la rara materia de la que están hechos los sentimientos: en materia de amores, lo que ocurre puede ser menos interesante que lo que no llega a ocurrir”.

Publicado en Barcelona por J. Ballescá, en aquel año clave para la promoción internacional del escritor que iniciaba su carrera diplomática en Madrid, este volumen reúne tres de las cinco novelas cortas que el narrador nayarita había escrito hasta entonces: Pascual Aguilera. Costumbres regionales (1892), El bachiller (1895) y El donador de almas (1899). La primera historia se conservó inédita por más de una década, a pesar de su reescritura en noviembre de 1896. Pero ni el hecho de poner al día el estilo premodernista de Pascual Aguilera, laxo y ampuloso, según reconoce el narrador en su “Prólogo” de 1905, bastó para que el escritor se atreviera a publicarla a la par de sus siguientes y exitosas novelas breves: El bachiller y El donador de almas. La primera, incluso, se tradujo al francés en 1901 como Origène. Nouvelle mexicaine. Esta carta de presentación aspiraba a conquistar el favor de la crítica parisina y despertar el interés de otros lectores durante la primera estancia de Nervo en Europa.

 

No pasó nada con aquel Bachiller galo ni con las otras empresas literarias del autor para abrirse camino en un medio tan distante de su reconocida trayectoria nacional. El escritor regresó a su país a principios de 1902. Poco antes, con crudeza, le había confesado a Luis Quintanilla, su amigo y mecenas, todos los intentos por conquistar a la “querida que casi treinta años de mi miserable vida se había pasado esperando, asomándose a la ojiva para adivinar, a través del polvo de oro del camino, si vendría” (Obras, II: 1153). Pero como Rubén Darío, Manuel Machado, Horacio Quiroga —y tantos otros artistas y escritores hispanoamericanos—, Nervo llegó al París de la Exposición Universal, pasó fríos y hambres, tradujo, publicó hasta donde pudo, conoció a Cécile Louise Dailliez Largillier, su futura y mitificada Amada inmóvil, y volvió a su país, agotadas las escasas posibilidades de reconocimiento en la afamada Capital del Mundo.

En la Ciudad de México, por algún tiempo se alejó de la narrativa y de la crónica para dedicarse a labores burocráticas y docentes. Sólo cuando Nervo hizo las paces con Rafael Reyes Spíndola, quien lo había suspendido como corresponsal de El Imparcial en París, volvió a escribir relatos con trama sentimental y de ciencia ficción para El Mundo Ilustrado. La serie fue ampliamente conocida como “Otras vidas”.

A pesar de las diferencias entre los asuntos y los temas de las trece historias de las “Otras vidas” originales y las tres vidas excéntricas que se recogieron en el volumen de Ballescá, Nervo reciclaría aquel buen título en España para recoger sus novelas cortas predilectas. Poco después se iniciaría, en El Cuento Semanal de Madrid, como el primer narrador mexicano de colecciones masivas con Un sueño (Mencia). Una vez más, su acertada comprensión de los lectores detectó el interés ocultista y teosófico del público catalán y madrileño sobre la transmigración de las almas, y a pesar de que los asuntos y los temas de Otras vidas no responden del todo a la provocación del título, éste cumplió el propósito de presentar a un narrador apenas conocido en España.

En más de un sentido, esta primera edición mexicana de Otras vidas recupera el concepto de un libro que desempeñó un papel importante en las estrategias literarias y comunicativas de su autor. Para dar cuenta de aquéllas, respetamos la dedicatoria y la estructura del volumen, con todo y los tres “Juicios críticos” sobre El bachiller, seleccionados por Nervo de la segunda edición (1896), el epígrafe y el apartado final de El donador de almas: “Zoilo y él”. Estos textos satelitales fueron excluidos o esparcidos por editores precedentes: Alfonso Reyes (Obras completas, vols. VI y XIII, Madrid, Biblioteca Nueva), Francisco González Guerrero (Obras completas, vol. I, Madrid, Aguilar, 1952) y Ernesto Mejía Sánchez (Prosa y verso, México, Patria, 1984). Ninguno recuperó el título de Otras vidas, incluso Reyes desarticuló la trilogía nerviana al publicar por separado El bachiller.

Aun antes de incursionar en las colecciones peninsulares de quiosco, Nervo había escrito en México relatos para un público masivo. La recepción inicial de El donador de almas tuvo ese alcance entre los lectores de la Ciudad de México que siguieron sus entregas en 1899 en la revista Cómico. Al igual que El Mundo Ilustrado y El Imparcial, Cómico fue una publicación original y exitosa del sagaz empresario Reyes Spíndola. El 24 de octubre de 1897 apareció el primer número. El éxito del semanario se debió a que los editores de Cómico —Nervo, entre otros— compartían su afirmación de una crónica de 1896 sobre el campo cultural capitalino: “Es preciso que el público suba hasta el periódico y no que el periódico baje hasta el público; mas aquella ascensión efectuarse debe, como todos los ascensos, por una escala [...] día llegará en que los editores puedan lanzar a la publicidad todos los exquisitismos que ustedes quieran” (Nervo, Obras, I: 576).

La estructura capitular de El donador de almas en cinco entregas, los recursos de suspensión y continuidad de la trama y la interdiscursividad de asuntos científicos, ocultistas y teosóficos tematizados en el relato dejan ver la apuesta del autor y de los editores de Cómico por la apertura moderna de la novela corta en México. Sus 21 apartados y un apéndice en el que el autor implícito, con el nombre de “El”, dialoga con Zoilo, un crítico empecinado, se distribuyeron en ochenta páginas desde el 9 de abril hasta el 7 de mayo de 1899. El anexo de la novela, recuperado en Otras vidas, fija posiciones relevantes del autor frente a las expectativas del público. Con desenfado “El” responde a cada una de las preguntas de su interlocutor. El diálogo justifica el título de la novela, su apuesta genérica por la brevedad, el lugar del creador frente a su obra, la situación del escritor en la sociedad mexicana y, probablemente, algunos cuestionamientos a la verosimilitud de la trama.

El donador de almas deja atrás la narrativa realista-psicológica de Pascual Aguilera y la simbolista-decadente de El bachiller, e inaugura la mejor etapa nerviana, aquella en la que los fantasmas de sus Otras vidas conviven con los nuestros. Por algo, este volumen cobra nueva vida en el centenario luctuoso de Amado Nervo: un festejo nada apesadumbrado, luminoso también, pues la sabiduría de la rima indica que tenemos muchas lecturas por celebrar.

OTRAS VIDAS

Al doctor Leopoldo Castro,

en pago de una vieja deuda de

afecto, dedico muy cordialmente

este libro

AMADO NERVO

PASCUAL AGUILERA COSTUMBRES REGIONALES

Prólogo

Escribí estas páginas a la edad en que, según Gautier, se estila “el juicio corto y los cabellos largos”. Una reciente y prolongada comunión con el campo y la vida rural de México puso en ellas olores fuertes, no hechos quizá para el olfato delicado de las vírgenes: la naturaleza es así, noblemente impúdica. In illo tempore amaba yo los periodos extensos, los giros pomposos, el léxico fértil, y me enamoraban las ideas revolucionarias por el simple hecho de serlo: que lo anterior sirva de norma a quien sorpresas halle al aventurarse por la selva virgen de mi libro.

Mucho tiempo yació éste en un cajón, y ahí lo hubiera encontrado tal vez algún día una mano indiferente, para librarlo al viento, al fuego… o al almacén de ultramarinos. Mas recordando que fue escrito con amor y entusiasmo, de acuerdo con el paisaje que me rodeaba, y que si hay en él rudezas y colores vivos, son los vivos colores y las rudezas de mis trópicos, pensé que mereciera mejor suerte, y el editor se la deparó más que buena, presentándolo al público vestido de gala.

Tal es la breve historia de Pascualillo, y como los prólogos no me gustan ni para remedio, vuelvo la hoja y dejo al lector que apechugue, si a tanto se atreve, con mi prosa, pidiéndole perdón por mis yerros.

Libro primero

I

Parecía celebrarse la glorificación de la mañana.

Enviaba el sol una lluvia de fuego al valle y mil puntos luminosos y cristalinos danzaban en la atmósfera húmeda, como si centenares de alas de cínifes palpitasen en el aire.

En la medianía de la extensa llanada que limitaban pedregosas lomas, eslabonándose en circular cadena, la ranchería, formada de jacales de cónica techumbre, entre los que mostraban su rojo leproso algunos tejados, se agrupaba en rededor de la casa de la hacienda y de la capilla pegada a ésta.

Era la casa antiguo edificio solariego, de altos, sustentado en macizos sillares berroqueños, con anchos portales en la planta baja, con un corredor en la fachada de la alta, con vasto jardín en el patio central y amplios corrales y establos anexos.

La capilla, levantada a la derecha de tal suerte que su única nave formaba como una prolongación a los portales, era pequeña, limpia y la coronaba una torrecilla de dos cuerpos, rematada por un cono de pizarra: hopa oscura sobre la cual una cruz de hierro rasgaba el azul con sus brazos protectores.

Empezaba abril, y en los campos que se extendían al oriente del caserío, los trigales en sazón eran piélago de oro que, mansamente encrespado por el viento, fingía al agitarse rubia ola que iba a morir sobre las faldas de las lomas.

El resto de las tierras, abiertas al occidente, al sur y al norte, se dividía en zonas varias, pastosas unas y otras negras y trabajadas por la yunta que preparaba la siembra del maíz. En las primeras correteaba la yeguada y pacían o rumiaban lentamente las vacas, agitando a compás el rabo perezoso y fijando sus grandes ojos llenos de placidez en las ternerillas y en los becerros retozones, que hacían ya ímpetus de triscar.

En los cerros, entre el agrio y arisco pedregal, los cazahuates, de cenicienta corteza y blancas y desairadas flores, movían suavemente sus ramas; las nopaleras, erizadas de tenues espinas de cristal, mostraban en los cantos de sus pencas racimos de tunas de un rubro vivo; los órganos erguían sus brazos estriados, pulposos y rectos, de color verde oscuro, fingiendo candelabros de pórfido en inmovilidad completa; y entre unos y otros, encaramándose a las peñas, ramoneando el salvaje pasto y lanzando de tiempo en tiempo su trémulo balido, los rebaños de chivos daban movimiento al huraño paisaje, y asomando por entre las peñas los cuernos retorcidos y el hocico exornado de níveo toisón o de leonadas bellotas, hacían pensar en los faunos caprípedos que paseaban su lujuria por los bosques de la Antigüedad.

Los naranjos del jardín, cribados por el sol, estrenaban vestido, de un verde lleno de matices, desde el tierno de los retoños satinados, hasta el oscuro de las hojas adultas.

Era el tiempo del azahar, y como mariposas de nieve salpicaban el follaje los corimbos de flores y botones, difundiendo en rededor penetrantes aromas.

Los tulipanes estaban también llenos de cálices que colgaban de las ramas como campanillas de coral o se erguían como copones de fuego.

Las libélulas azules, verdes o rojas, batían sus diáfanos élitros de gasa entre las flores, e intoxicadas de perfume y de rocío, se posaban en los nectarios lozanos.

Los gorriones zahareños, espantados por el chicote de los muchachos pajareros que vigilaban los trigos, objeto de su avidez insaciable, iban a refugiarse un punto en el tejado y acechaban desde ahí a las libélulas, charlando como unos descosidos, a coro con las golondrinas que en los aleros comadreaban sin descanso, sacudiendo la seda joyante de sus alas.

De vez en cuando hendía los ámbitos del patio, como flecha de obsidiana, algún escuálido zanate que iba a posarse en el caballete del techo, oteando goloso los graneros.

El panorama, visto desde lo alto de una loma, habría embelesado a un colorista. Era pomposo y opulento bajo el cielo limpísimo, cielo mexicano, que combaba su zafiro infinito, formando el palio de aquella magnífica naturaleza en primavera.

—¡Muchacha, que te caes! —gritó un vozarrón de hombre en el jardín. Y a él respondió, entre el follaje de alto naranjo, una risotada que campanilleó en el aire como armonioso timbre de plata.

—¡Que te caes, atrevida! —repitió la voz.

Y un mocetón de 25 años, de semblante sesgo, pelirrubio, colorado y pecoso, cascorvo y desgarbado, avanzó al propio tiempo en dirección al tronco, haciendo resonar las cadenillas de metal de su pantalonera y de su chaquetón.

Agitáronse rápidamente las ramas del árbol y, como un sol de un mar de esmeralda, surgió la cabeza más linda que pueda verse, y buscando con risueños ojos al que se acercaba, clamó a su vez:

—Que se retire para que me deje bajar; no quiero que me vea las piernas.

El charro, que se había arrimado al tronco y alzaba los ojos intentando columbrar entre las frondas los encantos que se le vedaban, se retiró algunos pasos murmurando:

—Ya no te veo, muchacha, ya no te veo…

—Tápese los ojos —insinuó ella.

—Ya están.

—Bueno, pues allá voy.

Oyose un rápido crujir de hojas; luego la voz exultante de la moza que canturreaba:

 

San Miguelito, santo bendito,

dame la mano que voy a brincar;

después la del charro que respondía:

¡Brinca, muchacha, no te has de matar!

y, por último, rumor de faldas que azotaban el aire, seguido de una segunda risotada al pie del naranjo.

Ya en tierra, extendió la moza su blanquísimo delantal de lienzo, que había plegado con una mano para saltar, y mostró complacida al joven un montón de azahares frescos, diciéndole al propio tiempo:

—¿Qué tal, eh?

—Muy bonitos.

—Huela y verá.

Y le alargaba cogido de las puntas el delantal.

Hundió en él con voluptuosidad el charro la rubicunda cara, y aspiró, con aspiraciones de fuelle, el vigoroso perfume que mareaba. Cuando levantó la frente a la que se había agolpado la sangre, se leía en sus ojos brillantes, en su nariz aliabierta, en su boca de gruesos labios, una sensación tal de libidinosidad, que la muchacha, que le miraba sonriente, se ruborizó.

¡Qué guapa era!, con su cabeza de rizos negros, que en las sienes se enroscaban graciosamente como volutas de azabache; con su rostro moreno y oval de guadalupana; sus ojos de terciopelo donde brillaba la alegría de la juventud, la alegría de la vida; su nariz de aguileño corte, admirablemente perfilada; su boca roja, breve y jugosa; sus dientes húmedos de nacarado esmalte y su barba hoyuelada; y su busto gallardo en que culminaban ya los senos adolescentes, sustentado por amplias caderas que acariciaban la mirada con la euritmia cadenciosa de sus líneas.

¡Qué hermosa era!

Por la cara punteada de pecas del charro pasaban todos los anhelos, todas las voracidades; y por fin quedose el hombre hecho un bobalicón, con los ojos inmóviles, sin acertar con una frase, en tanto que una sonrisa llena de graciosa socarronería iluminaba el rostro de la moza.

Ésta rompió el silencio, murmurando con cierto embarazo:

—Ya le he dicho que no me camele.

—¿Qué otra cosa he de hacer si te quiero?

—Bueno, y porque me quiere me compromete…

—¿Qué me importa ese bruto de Santiago?

—Bruto, o como usted guste, es mi novio, se ha de casar conmigo y no es regular que le haga sufrir. Además, me cela mucho; ya usted conoce su natural, y estas pláticas no le gustan ni tantito. Conque ¡cuele de aquí!

—No. ¡Que rabie! ¿No soy yo el amo? ¿No vives en mi casa?

—Sí, pero en calidad de depositada.

—Lo mismo da.

—Para usted que quiere comerse el mandado, sí; para mí, no.

—¿Es decir que prefieres a Santiago?

—¡Clarito! Buena tonta sería si me dejara engatusar por usted, que no se ha de casar conmigo, y a él le hiciera menos…

—¿Y por qué no me he de casar?

—Porque eso no es conveniente, niño. Usted es rico; se casará con cualquier catrina de la ciudad; una es pobre, ranchera, montaraz… ¡conque ya verá!

—Lo que veo, Refugio —dijo el charro con inflexión insinuante y avanzando dos pasos hacia la doncella, que retrocedió otros tantos hasta apoyarse en el tronco—, ¡es que te quiero! Te quiero y no he de permitir que me ganen por la mano, ni he de ver con calma tus trapicheos con Santiago. Tú comprenderás que mi madre se opondría a nuestra boda; y luego, que ésta causaría sorpresa a la gente de la hacienda, que sabe lo de tu matrimonio. ¿Para qué armar, pues, bronca? ¿Qué se te quita con quererme así, a secas? Más te valdrá que pedirme imposibles… No te ha de pesar mi cariño, te lo aseguro; puesto que te casas, todo quedará entre nosotros, y santas pascuas…

—¡Malas se las dé Dios a su merced que con tan poco se contenta! —respondió Refugio con amarga ironía—. ¡Qué pedigüeño es el amo! Quiere que yo se lo dé todo… ¿Y él? Pues él me paga con promesas… ¡Nadita! —añadió creciéndose—, ¡honrada me parió mi madre y honrada he de ser! ¿Se ha pensado su merced que porque una es ruda y viste de indiana no sirve más que para eso? ¡Nones! Más quiero pobreza de la buena que riqueza de la mala. ¡Bonita lucha!...

—Es decir que…

—Que eso, ni esperanzas.

—¡Cuidadito, Refugio!

—¡Mírenlo! Y me retoba —exclamó la ranchera, acabando de ponerse seria—. ¡Pues ahora con más ganas le repito que no y retequenó! Por Dios que le diré a Santiago que cuanto antes arregle lo que falta, y apenas nos casemos me marcho de aquí.

—Tú sabrás lo que haces —respondió un sí es no es corrido el solicitante; y volviéndole la espalda se dirigió a la casa.

Refugio le despidió con desdeñoso movimiento de hombros y fuese a su vez al corral contiguo al patio, donde las gallinas cacareaban la reciente postura, armando ruidosísima alharaca.

Acercose a un pesebre donde estaban los nidales y púsose a buscar los huevos.

Cuando más distraída estaba en su faena, sintió que una mano se posaba en su espalda y dio un leve grito, volviendo con rapidez el rostro.

—No te asustes, soy yo —dijo una voz varonil; y la muchacha se encontró frente a frente de Santiago.

Era éste muy mozo, alto, de fisonomía morena, de rasgos altaneros, retostada por el sol y el viento; de ojos negros y vivos, melena alborotada y labios gruesos y lampiños, abiertos casi siempre por una sonrisa franca. Vestía de cuero, con pantalonera abierta que dejaba ver los calzones de imperial, almidonados y limpios.

No lucía, empero, la habitual sonrisa en su faz en aquellos momentos. Miraba el mancebo a su novia con torva mirada y mondábase las uñas con movimiento nervioso y poco tranquilizador.

Refugio, inquieta, se apercibió a la tormenta que no se hizo esperar.

—Ya te vide —dijo con sequedad el ranchero.

—Nada malo verías.

—Lo que no sucede en un año…

—Cuando una no quiere, qué capaz que suceda nunca.

—Oye, Refugio —exclamó Santiago con ira reconcentrada—, si se ha pensado ese cascorvo que porque es el amo le he de aguantar, se lleva chasco. Ser uno pobre, haber de servir y luego que le quiten a uno su hembra… ¡que no puede ser! ¡Y lo que más me encoleriza es que yo mismo traje la paloma a las uñas del gavilán, confiado en doña Pancha, que con sus avemarías, sus misas y sus pláticas con el cura cree que se arregla todo, mientras a furto de ella hace su hijo lo que hace! Yo me tengo la culpa… ¡Quién me mandó fiarme de esa beata!... ¡Pero ya lo verás, ya lo verás! Lo que es a mí…

Y avivaba la rudeza de su lenguaje con gestos significativos.

—¡Huy! ¡Qué feo te pones cuando te enojas! —dijo Refugio, pegándose a él con arrumacos de gata zalamera, mimosa y confiada—. ¡Eh, no hagas refilión; tranquilízate, hombre, que ni el amo, ni el Sursum Corda en persona me asustarían! ¡Cuando yo quiero, quiero! Y me sobra alma para reírme de todos los cascorvos del mundo… Vamos, que se te baje la sangre —añadió pasándole por el recio tórax la palma de su mano derecha, en tanto que la izquierda sostenía aún el delantal, donde en amable compañía con los azahares yacían los blanquillos, tibios aún, que había juntado.

—No me llamo Santiago —afirmó éste por vía de epílogo— si no arreglo en la semana el casorio. Lo que es a mí…

E inclinando su altiva frente quemó los labios de Refugio con un beso rápido y tronado.

Acercose después a la tapia, la escaló ágilmente, y saltó al campo, perdiéndose a poco en el trigal que columpiaba el viento.

Refugio tornó a la casa con sus azahares y sus blanquillos cantando. Y a su acento deliciosamente timbrado hacían coro el palique ruidoso de las golondrinas y el taimado cacarear de las ponedoras que pregonaban su fecundidad.

II

Doña Francisca Alonso, viuda de Aguilera, doña Pancha, si hemos de darle el tratamiento que la daban los lugareños, era, en opinión de don Jacinto Buendía, vicario de la hacienda, una santa, una paloma sin hiel, una mujer fuerte que de seguro se iría al cielo con zapatos y todo. Pertenecía a esa familia de matronas cristianísimas, prudentes, hacendosas y longánimas para con los desheredados que, como alguna vez decía don Fructuoso, viejo labrador que en sus verdes mocedades estudió medicina y a quien ya se comió la tierra, van desapareciendo, por desgracia, en México, dejando en su lugar a esa turba de hembras descriadas, anémicas y vanas como las nueces tempraneras, que sostienen con el andamiaje de emulsiones y vinos reconstituyentes el valetudinario edificio de su salud y ponen de manifiesto a cada paso su endeblez moral, más lamentable aun que su desmedro orgánico.

Doña Francisca se educó de la manera que se educaban, allá por la quinta década del siglo, las mujeres: con sobra de severidad y total ausencia de mimos. Enviáronla temprano a la escuela a que aprendiera el catecismo, la urbanidad, tantico así de gramática y aritmética, no más de escritura: lo necesario apenas para escribir su nombre, pues en aquellos benditos tiempos se prefería que nuestras mujeres no garrapateasen dos palabras con tal de que no pudieran “cartearse con el novio”, y algo y aun algos de costura y bordado.

Concluida esta rudimentaria enseñanza, se aplicó por entero a las tareas domésticas, y aun cuando era rica, no le escatimó su madre los trabajos, poniéndola al frente del gobierno de la casa. Iba a la cocina para aprender a guisar; sacudía cuando menos su pieza; distribuía el gasto, y en los ratos libres, bordaba pecheras de batista para su señor padre y corporales y palios para la iglesia, con historiadas combinaciones preparadas por el punzón, las primeras, y con cifras prolijas, los segundos; o bien se dedicaba a prácticas piadosas, rezando, haciendo limosnas y trabajando hilas para el hospital.