Buch lesen: «Un mundo para Julius»

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Celebración de Un mundo para Julius y de su autor

«Con Un mundo para Julius nos enamoramos de Bryce Echenique. Más que el inolvidable personaje o la irónica recreación de un mundo, lo definitivo en ella es la voz del autor, que a partir de esas páginas nos acompañará para siempre».

SENEL PAZ

«Cargada de ternura y desazón, de requiebros y protestas, la envolvente oralidad de la escritura de Bryce Echenique cautiva para siempre el alma del lector como una melodía inolvidable. Un mundo para Julius es un bolero que se lee».

CECILIA GARCÍA-HUIDOBRO

«Un mundo para Julius es una mirada de inocencia, de candor, de revelaciones frente al mundo. Es un niño que aprende de la injusticia del amor y de la indiferencia de la realidad. Nadie ha mostrado la pureza con tanto humor y tanta belleza como Alfredo Bryce. Todos sus personajes se unen para celebrar la realidad recién descubierta. Sus personajes están en mi corazón, pero me quedo con Vilma. Nunca la voy a olvidar».

ALONSO CUETO

«Vacío y ausencias desde los cuales Bryce recrea, a través de la mirada de un niño, la distancia entre las clases sociales limeñas. Vacíos y ausencias que dibujan una familia —un Perú— muchas veces ajena de sí misma. Una escritura —un mundo— que tiembla entre el humor, la ternura y el duelo».

CLAUDIA SALAZAR JIMÉNEZ

«Sutil y profunda, hilarante y conmovedora, Un mundo para Julius pone sobre el papel una mirada crítica a la sociedad limeña de clase alta, a la vez que plasma la quintaesencia de una prosa fresca y chispeante que ha colocado a su autor entre los grandes novelistas hispanoamericanos de todos los tiempos. Una obra magnífica».

FERNANDO AMPUERO

«¿Cómo no recordar lo que significó para tantos lectores españoles Un mundo para Julius? Su ímpetu narrativo, la originalidad de su mundo y el encanto de su escritura, nos cautivó y maravilló desde el primer momento, y ya en adelante no supimos vivir sin los libros de Bryce. Conservo mi primera edición de 1970, y conservo sobre todo el gozo y el asombro de aquella lectura de juventud, cuyos ecos seguirán para siempre resonando en mi alma».

LUIS LANDERO

«Si la literatura compone también rompecabezas de la realidad, Un mundo para Julius es una de las piezas centrales para atisbar el racismo, los destellos de ternura y los abismos de crueldad que en el ámbito íntimo y social siguen pautando las relaciones en la sociedad peruana. Medio siglo después de su primera publicación, esta novela mantiene una vigencia lacerante, con ironía y sutileza eleva preguntas urgentes, y permanece como una de las cumbres de la literatura peruana».

KARINA PACHECO MEDRANO

«Contra el agobio y la penuria que prolongaron el luto en la narrativa peruana, Alfredo Bryce Echenique, en Un mundo para Julius, nos descubrió que este desvivir nuestro está hecho de accidentes del amor propio y lleva una risa de fondo. Gran relato de la educación sentimental, sigue exorcizando los extravíos del alma nacional».

JULIO ORTEGA

«Nuestra más grande novela sobre la niñez. Inteligente, divertida, conmovedora y siempre vigente. Desde que Alfredo Bryce nos presenta al sensible y solitario Julius es imposible olvidarlo. Leer a Julius es volverse fiel lector de toda su inmensa obra».

MARÍA JOSÉ CARO

«El mundo sería otro, muchísimo peor, si no estuviéramos acompañados por Julius. No solo por la manera de llevarnos de la mano hacia la vida de los grandes, mediante su lenguaje vivo y hondo, sino por su manera de ver. Con Julius aprendimos a entender el curso de las olas que se nos vienen. Julius no va más allá de sus doce años, pero vivirá por siempre protegido en la literatura universal. Se la debemos de por vida a Alfredo Bryce».

ABELARDO SÁNCHEZ-LEÓN

«Un mundo para Julius es la novela que, desde la ternura y la ironía, me explicó el Perú. La pérdida de inocencia de Julius nos enfrenta a un mundo de injusticias que aún perviven en nuestro país. Todos los peruanos somos algún personaje de esta maravillosa novela».

ROSSANA DÍAZ COSTA

«Desde su oralidad y su fino humor, Un mundo para Julius retrata a cabalidad las grandezas y miserias de la clase alta peruana. Por eso, a cincuenta años de su aparición, la brillante novela de Alfredo Bryce hace suyas estas palabras de Italo Calvino: “Un clásico es un libro que nunca ha terminado de decir lo que tiene que decir”».

CÉSAR FERREIRA

«Un mundo para Julius es una de esas novelas que aparecen muy de tanto en tanto en el firmamento literario: su luz no se extingue y continúan deslumbrando a quienes se acercan a ella. Su primera lectura es un feliz descubrimiento y su relectura un gozo que no se acaba».

JORGE EDUARDO BENAVIDES

«Ignoro por qué, dentro de los cientos de libros que había en esa librería madrileña, elegí Un mundo para Julius. Creo que era mayo de 1979. Lo que no ignoro, claro, es lo que produjo en mis ganas de convertirme en escritor: fue una bomba, el maravilloso aviso de que también se podía escribir así en castellano».

FEDERICO JEANMAIRE

«Bryce Echenique ha escrito, para mi gusto, la novela más novela de todas las que han aparecido con la firma de escritor peruano [...] Un mundo para Julius es un libro subyugante. Sin exageraciones: domina al lector y vence al tiempo».

LUIS ALBERTO SÁNCHEZ





Edición conmemorativa 50 años

© Alfredo Bryce Echenique, 1970

© Grupo Editorial Peisa s.a.c., 2021

Jr. Emilio Althaus 460, of. 202, Lince

Lima 15046, Perú

editor@peisa.com.pe, www.peisa.com.pe

Diseño de carátula:

Renzo RabanalEduardo Tokeshi

Diseño y diagramación: Peisa

Tiraje: 3000 ejemplares

Primera edición a cargo de Peisa, 1992

Novena edición, octubre de 2018

Décima edición (conmemorativa), agosto de 2021

ISBN edición impresa: 978-612-305-173-0

ISBN edición digital:978-612-305-177-8

Registro de Proyecto Editorial Nº 31501162100268

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2021-05296

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Prohibida la reproducción parcial o total del texto y las características gráficas de este libro. Cualquier acto ilícito cometido contra los derechos de propiedad intelectual que corresponden a esta publicación será denunciado de acuerdo con el D. L. 822 (Ley sobre el Derecho de Autor) y las leyes internacionales que protegen la propiedad intelectual.

Un mundo para Julius cumple 50 años

Alfredo Bryce Echenique es escritor porque necesita convertir su vida en una fábula de continuas sorpresas. Las historias de todos los libros no le bastan para entretenerse, porque siempre tienen más fuerza y mas impaciencia los entramados que inventan sus ojos. La dedicación de Alfredo no es solo una vocación, es también un enredo y una forma inevitable de dar y darse explicaciones. Hace años, en unas «Confesiones sobre el arte de vivir y escribir novelas», nos contó así el momento exacto en el que descubrió que iba a ser escritor y que su vida estaba fatalmente llamada a enredarse con la literatura: «...un día en el colegio, alguien a quien le conté aquello de cómo me pasaba yo siempre la vida yaciendo, inventando historias y que ningún libro me entretenía, me dijo que yo era un escritor, que lo contara en casa. Fui expulsado del comedor por mi padre, se armó todo un complot en la familia para que yo jamás fuera escritor, y pagué el tributo con siete años de estudios de Derecho».

Afortunadamente siguió su fábula con una estrategia de huidas familiares y viajes a Europa que le permitieron seguir su voluntad literaria y cumplir el deseo oculto de su madre, que, debido a su profunda educación francesa, no le regañaba, a diferencia del padre, con la ilusión secreta de tener un Proust en la familia. La publicación de su primera novela, Un mundo para Julius (Barral, Barcelona, 1970), supuso una consagración inmediata. Además de recibir en 1972 el Premio Nacional de Literatura de Perú y, en 1974, en París, el Premio a la Mejor Novela Traducida, Alfredo Bryce fundó, con este libro, un mundo literario original y de muy alta repercusión literaria en la narrativa hispanoamericana contemporánea.

¿Cuáles son los ejes de esta novela? En una conversación con el autor publicada en la revista Ínsula, Albert Bensoussan presentaba la historia como «la infancia de un niño, Julius, desde los 5 hasta los 11 años, de un largo aprendizaje –Bildungsroman, eso sí– doloroso y tierno, amargo y feliz, y tal vez nostálgico de la vida, de una radiografía minuciosa y nunca intentada hasta ahora de la oligarquía peruana, de una visión aguda y total de su país que nos ofrece, con estilo original, sincopado y musical, y tal vez proustiano, este escritor recién venido en la República tan brillante de las Letras americanas».

Para subir los escalones de esta educación sentimental, la novela se divide en cinco grandes capítulos que van ordenando el crecimiento físico y sentimental de Julius, mientras marcan los paisajes donde se desarrolla su vida. El primer capítulo, «El palacio original», presenta la casa natal del protagonista, la geografía de algo parecido a una felicidad infantil, y conforma la personalidad de sus habitantes, los personajes más distinguidos en la vida de Julius y, por tanto, en la novela que se abre. Julius es el menor de cuatro hermanos; la edad separa al niño pequeño de los dos mayores, Santiago y Bobby, y le facilita una intimidad cómplice y tierna con su hermana Cinthia, compañera de juegos y de ilusiones. El argumento empieza con la muerte del padre, representante de una aristocrática familia limeña, y la viudedad de la joven y encantadora Susan, una madre educada en Londres, siempre linda y siempre con un mechón de pelo caído en la frente, que se divierte por las noches para olvidar sus penas y que acaba enamorándose de Juan Lucas, otro adinerado peruano. Los primeros años de Julius pasan en una estrecha relación con la servidumbre, que jugará un papel fundamental en la novela. Nilda, la cocinera, Vilma, la niñera, Carlos, el chófer, Daniel y Celso, los mayordomos, la pobre Bertha, ama de Cinthia, Arminda, la planchadora, y Anatolio, el cocinero, son un mar viviente que se mueve en las dos orillas de la existencia doméstica y de una realidad exterior.

Si todo niño vive a la altura de unos nombres, si la infancia es en verdad un conjunto de nombres definitivos, este primer capítulo sirve para definir el mundo de Julius, el territorio sentimental sobre el que se identificarán las cosas buenas y las cosas malas del destino, quiero decir, el argumento que Bryce Echenique le preparó a este orejotas, con pinta increíble de niño sensible e indefenso, que supo ganarse el cariño de los criados y también, mucho más importante, el de su escritor. Bryce empezó un cuento cortó titulado «Las inquietudes de Julius», y acabó con una novela de seiscientas páginas y con la configuración de una forma de ser que anunciaba a muchos de sus personajes posteriores.

No hay mejor manera de entender la vida que en diálogo con la muerte. En este primer capítulo se cuenta la muerte del padre, la muerte de Bertha, la enfermedad y la muerte de Cinthia, el viaje del resto de la familia por Europa para olvidar, la estancia de Julius en Chosica con todos los sirvientes para recordar y la boda de Susan y Juan Lucas en Londres. La aparición del padrastro tiene un claro sentido de cambio, o mejor de interrupción, sobre todo después del despido de Vilma, la niñera, y del anuncio del traslado a una casa menos añeja, más funcional. El hermano mayor, en los primeros arrebatos de una sexualidad devoradora, que va a ser típica en la manera de sentir de los jóvenes de su clase, intenta violar a Vilma, y Juan Lucas soluciona el problema quitándose de encima a la niñera, ejemplificando así su concepción de la justicia y las nuevas relaciones de la familia con los criados.

En el segundo capítulo, «El colegio», el niño Julius va a pasar del reino de los nombres al de los apellidos, el suyo propio y el de sus compañeros. Es un colegio de monjas norteamericanas donde aprenderá paralelamente dos tipos de enfrentamientos: los de Dios con el Demonio y los del niño fuerte con el débil, ya sea desde un punto de vista físico o económico. El lector entra en los ambientes rosados del club de golf y conoce el ambiente taurino de Lima. A Susan, siempre encantadora y con un mechón del pelo en la frente, le da por los caprichos de las antigüedades o las obras de caridad, y Juan Lucas aprovecha que un arquitecto de moda les está terminando la nueva casa para cerrar el palacio original y quitarse de en medio a Nilda, la cocinera de los dientes picados, esa misma que le contaba a Julius extrañas noticias y cuentos de la selva.

El «Country Club», título del tercer capítulo, es el lugar al que se traslada la familia en espera de mudarse a la nueva casa funcional diseñada por el arquitecto de moda. «Es el verano más largo de mi vida», diría Julius si le preguntáramos por los meses pasados allí, solitario en las piscinas, los pasillos y las habitaciones del hotel, viendo el beso de las parejas y apenas vislumbrando, aunque sí padeciendo, las relaciones de poder sexual establecidas entre Susan y Juan Lucas, entre Bobby y la chica del barrio Marconi.

El capítulo cuarto se llama «Los grandes», porque el traslado a la nueva casa coincide con una época en la que Julius pertenece a la casta de los alumnos más grandes en un colegio de niños pequeños. Julius seguirá descubriendo el desequilibrio escolar entre débiles y fuertes y matará las páginas de este capítulo asistiendo a las clases de piano de la extravagante y enloquecida Frau Proserpina, haciéndose amigo de Cano, el niño débil que quiere cambiarle el nombre a las cosas de este mundo, y enamoriscándose por primera vez de una colegiala que vive en el edificio de su profesora de música. Al resto de la familia se le pasa el capítulo buscando nuevos criados para la casa nueva: el jardinero Universo, el cocinero Abraham y la niñera Flora (la Decidida), sustituta de Imelda, sustituta de Vilma.

El último capítulo se llama «Retornos», porque en él retorna todo, las personas, los recuerdos, las historias, y hasta el argumento retorna sobre sí mismo, se pliega, se muerde la cola, ofreciendo una imagen completa y cerrada de la infancia de Julius, desde su nacimiento hasta ese momento exacto en el que el niño descubre que está solo ante el vacío de la realidad y que debe aprender a controlarse, porque no hay nadie que pueda solucionárselo todo y porque ninguna ayuda es más sólida que el esfuerzo de la desconcertada voluntad propia. Durante este quinto capítulo Bobby intenta violar a la Decidida, el segundo hermano y la tercera niñera; se muere la planchadora Arminda, haciendo regresar con su entierro las imágenes del entierro de Bertha. Los compañeros de Bobby organizan una fiesta y la casa se llena de quinceañeras, muchachas con la misma edad que tendría Cinthia. La hermana de Julius siempre había estado ahí, pero no sabíamos con cuánta fuerza. El hermano mayor, Santiago, que lleva tiempo estudiando en los Estados Unidos, vuelve a casa de vacaciones, acompañado de su amigo Lester Lang IV. Nilda, la cocinera expulsada, vuelve para darle un regalo a Julius, que dentro de una semana va a cumplir once años. Julius, por timidez, o porque ya está cambiando, no se atreve a verla, pero escucha una conversación en la que descubre que Vilma, su primera y mística niñera, ha acabado de prostituta, y además se entera de que su hermano Bobby se la encontró una noche en el burdel y se ha estado acostando con ella. En ese momento exacto la realidad aparece con la metáfora de un inmenso globo pesado, enorme y monstruoso, inaguantable... Pero es también el momento en el que Julius ha aprendido a controlarse y no llora en público, no pide ayuda, no trata de cambiar imaginariamente lo sucedido. Se limita a cerrar la puerta de su cuarto, dejando el globo inmenso fuera, pero aceptando su propio vacío. Y la novela acaba así: «...quedaba un vacío grande, hondo, oscuro... Y Julius no tuvo más remedio que llenarlo con un llanto largo y silencioso, llenecito de preguntas, eso sí».

Contar los sucesos de Un mundo para Julius no es contar su argumento, porque todo lo que ocurre cobra sentido más allá de los hechos cuando la vida se hace estilo literario en los ojos del niño y en la libertad de las palabras. El protagonismo está en aquello que no puede contarse de manera cerrada, en la interiorización de una mirada que ve pasar las cosas y construye una realidad. Se trata, como hemos dicho, de una novela de iniciación que sirve para resaltar el peso de unos sentimientos infantiles y la experiencia del fin de la niñez. Las citas que usa Bryce Echenique para dar compañía a la historia de su novela son aclaradoras. Sirva de ejemplo un refrán alemán: «Lo que Juanito no aprende, no lo sabrá nunca Juan». O estas palabras de Dylan Thomas en la última parte de la novela: «... escuchamos la voz de Maurice O’Sullivan diciendo que una gran parte de él murió también esa noche: una íntegra y profunda parte de su vida: su niñez».

Otra cita de Roger Vailland servirá para explicitar uno de los aspectos más importantes de la novela, la articulación entre el mundo alto de la oligarquía peruana y el mundo de los criados: «¿Recuerdas que durante los viajes a los que nos llevaba mi madre, cuando éramos niños, solíamos escaparnos del vagón-cama para ir a corretear por los vagones de tercera clase? Los hombres que veíamos recostados en el hombro de un desconocido, en un vagón sobrecargado, o simplemente tirados por el suelo, nos fascinaban. Nos parecían más reales que las gentes que frecuentaban nuestras familias...». Es un sentimiento sobre el que deberemos volver.

Toda novela necesita crearse una temperatura, un marco definido que nos mantenga interesados y nos atrape. Después de cada paisaje el lector debe reencontrarse fácilmente con la novela, no solo en los acontecimientos, sino en una determinada sensación de estar. Es muy difícil olvidarse de una buena novela a la mitad, porque ante ella nos transformamos en lectores vivos, nos sumergimos en otro clima y ni siquiera se nos pasa por la imaginación el hecho de que se pueda seguir viviendo sin cumplir años, o páginas en este caso. Según creo, y hablo por mi experiencia repetida de lector, la temperatura incuestionable de Un mundo para Julius se basa en el ritmo vertiginoso que su autor es capaz de imponerle a los elementos tradicionales de la novela. Juega con las raíces de la necesidad de contar. En este sentido, cobran especial importancia tres características definidas:

1. La capacidad de crear personajes y hacerlos reales en el argumento.

2. La capacidad para fundar lugares, crear espacios y situaciones fácilmente imaginables para el lector.

3. La capacidad de desatar un estilo narrativo lleno de vida, libre para amoldarse a los diferentes personajes o a las distintas situaciones gracias al sentido del humor y a una tonalidad de carácter oral.

Creo que de la mezcla sabia de estas características surge el exagerado mundo literario de Alfredo Bryce Echenique.

A la hora de fijarnos en la capacidad creadora de personajes es imprescindible empezar por Julius. Lo que más atrae, lo que da sentido a todo, es su mirada: desde el principio de la novela Julius está siempre mirando, mirándolo todo, la vida, la muerte, las cosas, los personajes, las casas, mirando incluso las palabras que oye. La curiosidad, la capacidad de fascinarse ante las repetidas sorpresas de la existencia, es un valor que se amolda bien a las características de una novela de iniciación al mundo. Julius solitario, Julius marginado por su edad o sus sentimientos, Julius que se mira a flor de piel y por dentro, es siempre un testigo que se afecta, una permanente mirada.

Nacido en el palacio original, los sucesos empiezan con la muerte de su padre, y allí estaba él para iniciar el argumento con su mirada: «Lo cierto es que cuando su padre empezó a morirse de cáncer, todo en Versalles giraba en torno al cuarto del enfermo, menos sus hijos que no debían verlo, con excepción de Julius que aún era muy pequeño para darse cuenta del espanto y que andaba lo suficientemente libre como para aparecer cuando menos lo pensaban, envuelto en pijamas de seda, de espaldas a la enfermera que dormitaba, observando cómo se moría su padre, cómo se moría un hombre elegante, rico y buenmozo» [resaltado mío].

La novela va deteniéndose en la mirada de Julius. Cuando conoce en Chosica al pintor vagabundo, se nos dice: «Julius era todo ojos y oídos porque Peter, así se llamaba el pintor, ya había estado en la selva y se conocía Iquitos, Tarapoto y Tingo María como la palma de su mano». Cuando la modista familiar le hace su uniforme para el colegio, se nos dice: «Julius se quedó cojudo, mirándola mientras seguía habla que te habla con la boca llenecita de alfileres y nada, no se le caía ni uno, como si estuvieran incrustados en las encías». Después de que Juan Lucas compre la camioneta para llevar a los niños al colegio, el cambio supone para Julius que deja de ver al conductor del autobús escolar: «Julius ya estaba asistiendo hacía varios meses, cuando a Juan Lucas se le ocurrió lo de la camioneta. Tan lindo como era tomar el ómnibus del colegio por la tarde y regresar a casa mirando durante el trayecto la mano enorme del negro Gumersindo Quiñones, descendiente de los esclavos de los niñitos Quiñones, y como que a mucha honra porque sonreía cuando te lo contaba».

La mirada del tímido crea un mundo en el que se configura una personalidad. Cuando la familia va una tarde a la plaza de toros, se nos dice: «Primera vez que Julius se internaba por barrios antiguos de la gran Lima, era puro ojos con todo». Y cuando el arquitecto lo lleva a ver la construcción de la casa nueva y se encuentra con los albañiles, se nos dice: «Por eso Julius llegó sonriente y decidido a ver algo nuevo, interesante y alegre. Y por eso ahora, al bajar del automóvil del arquitecto, andaba bastante desconcertado: aparte de que era muy probable que todos se fueran al infierno porque no paraban de gritar lisuras, estaban semidesnudos y todos pintarrajeados». Cuando el niño se siente atraído por la joven colegiala que vive en la casa de su profesora de piano, se nos dice. «Claro que él siempre llegaba un poquito tarde porque hasta hoy, en que había descubierto que la chica lo había descubierto, se quedaba un segundito más mirándola y ahí se le iban varios minutos de clase».

Y así hasta el infinito, mirándolo todo, hasta el punto de que su madre tiene que decirle «Darling, no lo mires tanto», cuando Julius se obsesiona con el gordo Lalo Bello, que come langostas en la mesa de al lado. O su hermano Bobby, tiene que gritarle «¿Tú que miras?», cuando se sirve una copa de coñac ante los ojos críticos de Julius.

Lo importante es que las miradas hacen que Julius dialogue consigo mismo al descubrir las extrañezas de un mundo sorprendente y absurdo. Julius siempre está pensando algo cuando mira en secreto o cuando le sorprenden mirando. En el castillo de sus primos Lastarria, Julius se pierde por las salas nobles y allí lo encuentran «mirando muy atento una enorme armadura de metal». Julius se come el mundo con los ojos, es decir, el mundo de Julius es un mundo comido por los ojos y a partir de ahí van tomando sentido los matices. Cuando vuelve a perderse con Cinthia, recorren grandes dormitorios, baños en cuyas tinas podía uno quedarse a vivir; penetran en la parte de la servidumbre, con un suelo de losetas frías como de patio, y allí los encuentra Vilma:

–¡Dónde se han metido! –exclamó Vilma, al verlos.

–Este baño no tiene tina, Vilma –comentó Julius.

Fue toda la respuesta que obtuvo...

Ya con una incipiente conciencia de lo que significa la pobreza, cuando descubre la casa miserable en la que vive Arminda, también entra en un significativo diálogo interior provocado por los ojos: «una gallina lo estaba mirando de reojo, nerviosísima, y bajo la media luz de una bombilla colgando de un techo húmedo, todo al borde del corto circuito y el incendio, familia en la calle. Y él ya no sabía hacia dónde mirar y es que miraba ahí para no mirar allá y sentía que continuaba insultando a Guadalupe, a Arminda, tal vez hasta a Carlos porque el piso está frío y es de tierra [...] la mirada es insulto y ahí también y aquí también...».

Sus ojos le van descubriendo dos mundos o un mundo único partido en dos, el de los criados y el de la familia. Se trata de un paisaje descrito sin dogmas, sin rencores pegajosos, sin maniqueísmos, simplemente una contraposición y la mirada infantil de Julius que descubre las cosas como son, las tensiones entre los habitantes de una vida color de rosa y los viajeros de tercera clase.

La vida color de rosa de la oligarquía peruana está representada por Juan Lucas, Susan, los hermanos y su círculo de amistades. «Carcajada general –escribe Bryce Echenique–, todos se reían y se llevaban copas a los labios, Susan volvía a acomodarse el mechón de pelo. Era la vida feliz con Juan Lucas y sus amigos, ahí estaban los preferidos, los que sabían vivir sin problemas». El padrastro de Julius es un buen representante de este tipo de vida, siempre vestido para la ocasión, siempre devorador y seguro de sí mismo, poco dispuesto a que alguien le amargue un aperitivo y sin otra preocupación que la de cumplir su voluntad y aprovechar deportivamente la existencia. Los jóvenes se identifican con él, lo envidian, y él los ayuda a ser varoniles, a empaparse con una buena borrachera a tiempo y a conquistar a las mujeres. Su forma de mirar es muy distinta a la de Julius, porque el padrastro golpea con la mirada. Hay mundos y mundos, ojos y ojos: «Los ojos del maître reflejaron cierta satisfacción: había cautivado al hijo de los señores pero los ojos de Juan Lucas apagaron ese reflejo: había abierto mil botellas, había visto abrir cuarenta mil: que se dejara de alcahueterías, que se apurara con lo demás, todo dicho con la mirada».

De esta casta de la vida rosa nacen los elegidos de la patria: son peruanos hasta los huesos, cantan el himno del Perú; y, sin embargo, lo cantan en el patio de un colegio de monjas norteamericanas y están siempre yendo al aeropuerto, porque su imaginación trabaja en los Estados Unidos y Europa. Mientras ellos se van o regresan, Julius se queda en los ventanales mirando a los aviones. Es todo un síntoma que cuando Santiago vuelve de la universidad norteamericana, Julius mira la mirada del hermano y ve algo extraño, como si los ojos se le fuesen siempre más allá, buscando casas más altas y coches mejores. De ahí su inconsistencia, cierta incapacidad para sentir la vida o para pertenecer seriamente a algo más que a la voluntad instantánea de sus caprichos.

Susan, siempre linda y con un mechón cayéndole en la frente, es un buen ejemplo de esta inconsistencia. Posiblemente se esfuerza, llega a tener complicidades con su hijo y a separarse a veces del mundo de Juan Lucas. Pero ella es linda y tiene un mechón en la frente y necesita una Coca-Cola fría para tomar una decisión, y la vida color de rosa, desde que abandonó su adolescencia libre en Inglaterra, le ha imposibilitado cualquier implicación sincera con la realidad. Vive con una cierta incapacidad para sentir: «Susan besó a Julius y le dijo que lo había extrañado muchísimo. Bien mentirosa pero también bien buena era Susan porque, al terminar de decirle que lo había extrañado muchísimo, se dio cuenta de que ni siquiera había pensado en él y que no había sentido nada al decirle que lo había extrañado muchísimo. Entonces se le acercó de nuevo y lo besó adorándolo y le dijo otra vez te he extrañado muchísimo darling, y ahora sí se llenó de amor y pudo por fin quedarse tranquila».

En 1991, en un coloquio de la Semana de Autor dedicada en Madrid por Cultura Hispánica a Bryce Echenique, nuestro autor confesó lo siguiente: «Hay una frase de Un mundo para Julius que recuerdo muy bien y que recuerda la incapacidad de Susan para querer. Cuando ve a la servidumbre festejando un cumpleaños de Julius y dice: qué bárbaros para querer. Susan es un personaje bastante asexual, tedioso; su frivolidad y su permanente encanto sin compromiso, sus sueños sin pesadillas, sus recuerdos sin malos momentos, eran las características que más me atraían de este personaje». La imposibilidad para el cariño real, por lo menos desde la ternura fijada por los ojos de Julius, la tienen todos los personajes adinerados de la novela, porque establecen una relación devoradora, sujetos posesivos que se mueven guiados por el instinto de acumulación y competencia. Por eso la novia del arquitecto es una Susan degradada y los jóvenes de Lima imitan a Juan Lucas, víctimas de una necesidad de ser que no está en ellos mismos, sino en unos modelos tipificados. La inapetencia de Susan destaca porque, además del amor, parece que le falta la pulsión devoradora. Las mujeres de esta clase tienen sus ilusiones en la adolescencia, pero luego adquieren un papel bastante sometido en el agua estancada de sus hogares.

Frente a los códigos aparece una y otra vez la geografía de los criados, con sus realidades y sus miserias. Julius se acerca a ellos y se sorprende de la desigualdad, porque la desigualdad es extraña para unos ojos infantiles que no comprenden las justificaciones de la lógica social y los continuos matices que se deben imponer, según y cómo, a la palabra cariño. Hay personas que desaparecen porque la muerte así lo decreta, pero otras veces se trata de una expulsión evitable, como cuando Nilda se va con su maleta pobre y rara: «En la vereda, ante el palacio, esperaban el taxi bajo el sol y Nilda ya no lloraba pero tenía un ataque de hipo. Nuevamente participaba Julius en conversaciones en que los sirvientes se hablan de usted y se dicen cosas raras, extrañas mezclas de Cantinflas y Lope de Vega, y son grotescos en su burda imitación de los señores, ridículos en su seriedad, absurdos en su filosofía, falsos en sus modales y terriblemente sinceros en su deseo de ser algo más que un hombre que sirve una mesa y en todo». Esta capacidad de ser sinceros, de existir de verdad, es lo que obsesiona a Julius y por eso prefiere a los criados cuando son realmente distintos, cuando le hablan de la selva o le muestran su piel, no cuando imitan a los señores.

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