El conde de montecristo

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El señor Morrel comprendió que nada podía intentarse: un comisario con su faja no es ya un hombre, es la estatua de la ley, fría, sorda, muda. El viejo, por el contrario, se precipitó hacia el comisario: hay ciertas cosas que nunca podrá comprender el corazón de un padre o de una madre. Rogó, suplicó; pero ruegos y lágrimas fueron inútiles. Sin embargo, su desesperación era tan grande, que el comisario al fin se conmovió.

-Tranquilizaos, caballero -le dijo-, quizá se habrá olvidado vuestro hijo de algunos de los requisitos que exigen la aduana o la sanidad. Yo así lo creo. Cuando se hayan tomado los informes que se desean, le pondrán en libertad.

-¿Qué significa esto? -preguntó Caderousse frunciendo el entrecejo y mirando a Danglars, que aparentaba sorpresa.

-¿Qué sé yo? -respondió Danglars-; como tú, veo y estoy perplejo, sin comprender nada de todo ello.

Caderousse buscó con los ojos a Fernando, pero éste había desaparecido.

Toda la escena de la víspera se le representó entonces con todos sus pormenores. Aquella catástrofe acababa de arrancar el velo que la embriaguez había echado entre su entendimiento y su memoria.

-¡Oh! -dijo con voz ronca-, ¿quién sabe si esto será el resultado de la broma de que hablabais ayer, Danglars? En ese caso, desgraciado de vos, porque es muy triste broma por cierto.

-Ya viste que rompí aquel papel -balbució Danglars.

-No lo rompiste; lo arrugaste y lo arrojaste a un rincón.

-¡Calla! Tú estabas borracho.

-¿Qué es de Fernando?

-¡Qué sé yo! Habrá tenido que hacer. Pero en vez de ocuparte de él, consolemos a esos pobres afligidos.

Efectivamente, durante la conversación, Dantés había dado la mano sonriendo a sus amigos, y después de abrazar a Mercedes, se había entregado al comisario, diciendo:

-Tranquilizaos, pronto se reparará el error, y probablemente no llegaré a entrar en la cárcel.

-¡Oh!, seguramente -dijo Danglars, que, como ya hemos dicho, se acercaba en este momento al grupo principal.

Dantés bajó la escalera precedido del comisario de policía y rodeado de soldados. Un coche los esperaba a la puerta, y subió a él, seguido de los soldados y del comisario. La portezuela se cerró, y el carruaje tomó el camino de Marsella.

-¡Adiós, Dantés! ¡Adiós, Edmundo! -exclamó Mercedes desde el balcón, adonde salió desesperada.

El preso escuchó este último grito, salido del corazón doliente de su novia como un sollozo, y asomando la cabeza por la ventanilla del coche, le contestó:

-¡Hasta la vista, Mercedes!

Y en esto desapareció por uno de los ángulos del fuerte de San Nicolás.

-Esperadme aquí -dijo el naviero-; voy a tomar el primer carruaje que encuentre: corro a Marsella, y os traeré noticias suyas.

-Sí, sí, id -exclamaron todos a un tiempo-; id, y volved pronto.

A esta segunda marcha siguió un momento de terrible estupor en todos los que se quedaban. El anciano y Mercedes permanecieron algún tiempo sumidos en el más profundo abatimiento; pero al fin se encontraron sus ojos, y reconociéndose por dos víctimas heridas del mismo golpe, se arrojaron en brazos uno de otro.

En todo este tiempo, Fernando, de vuelta a la sala, bebió un vaso de agua y fue a sentarse en una silla.

La casualidad hizo que Mercedes, al desasirse del anciano, cayese sobre una silla próxima a aquélla donde él se hallaba, por lo que Fernando, por un movimiento instintivo, retiró hacia atrás la suya.

-Ha sido él -dijo Caderousse a Danglars, que no perdía de vista al catalán.

-Creo que no -respondió Danglars-; es demasiado tonto. En todo caso, suya es la responsabilidad.

-Y del que se lo aconsejó -repuso Caderousse.

-¡Ah! Si fuese uno responsable de todo lo que inadvertidamente dice…

-Sí, cuando lo que se dice inadvertidamente trae desgracias como ésta.

Mientras tanto, los grupos comentaban de mil maneras el arresto de Dantés.

-Y vos, Danglars -dijo una voz-, ¿qué pensáis de este acontecimiento?

-Yo -respondió Danglars- creo que traería algo de contrabando en El Faraón

-Pero si así fuera, vos lo sabríais, Danglars; ¿no sois vos el responsable?

-Sí, pero no lo soy sino de lo que viene en factura. Lo que sé es que traemos algunas piezas de algodón, tomadas en Alejandría en casa de Pastret, y en Esmirna en casa de Pascal: no me preguntéis más.

-¡Oh!, ahora recuerdo -murmuró el pobre anciano al oír esto-, ahora recuerdo… Ayer me dijo que traía una caja de café y otra de tabaco.

-Ya lo veis -dijo Danglars-, eso será sin duda; durante nuestra ausencia, los aduaneros habrán registrado El Faraón y lo habrán descubierto.

Casi insensible hasta el momento, Mercedes dio al fin rienda suelta a su dolor.

-¡Vamos, vamos, no hay que perder la esperanza! -dijo el padre de Dantés, sin saber siquiera lo que decía.

-¡Esperanza! -repitió Danglars.

-¡Esperanza! -murmuró Fernando; pero esta palabra le ahogaba; sus labios se agitaron sin articular ningún sonido.

-¡Señores! -gritó uno de los invitados que se había quedado en una de las ventanas-; señores, un carruaje… ¡Ah! ¡Es el señor Morrel! ¡Valor! Sin duda trae buenas noticias.

Mercedes y el anciano saliéronle al encuentro, y reuniéronse con él en la puerta: el señor Morrel estaba sumamente pálido.

-¿Qué hay? -exclamaron todos a un tiempo.

-¡Ay!, amigos míos -respondió Morrel moviendo la cabeza-, la cosa es más grave de lo que nosotros suponíamos…

-Señor -exclamó Mercedes-, ¡es inocente!

-Lo creo -respondió Morrel-; pero le acusan…

-¿De qué? -preguntó el viejo Dantés.

-De agente bonapartista.

Aquellos de nuestros lectores que hayan vivido en la época de esta historia recordarán cuán terrible era en aquel tiempo tal acusación. Mercedes exhaló un grito, y el anciano se dejó caer en una silla.

-¡Oh! -murmuró Caderousse-, me habéis engañado, Danglars, y al fin hicisteis lo de ayer. Pero no quiero dejar morir a ese anciano y a esa joven, y voy a contárselo todo.

-¡Calla, infeliz! -exclamó Danglars agarrando la mano de Caderousse-, ¡calla!, o no respondo de ti. ¿Quién te dice que Dantés no es culpable? El buque tocó en la isla de Elba; él desembarcó, permaneciendo todo el día en Porto-Ferrajo. Si le han hallado con alguna carta que le comprometa, los que le defiendan, pasarán por cómplices suyos.

Con el rápido instinto del egoísmo, Caderousse comprendió lo atinado de la observación, miró a Danglars con admiración, y retrocedió dos pasos.

-Esperemos, pues -murmuró.

-Sí, esperemos -dijo Danglars-; si es inocente, le pondrán en libertad; si es culpable, no vale la pena comprometerse por un conspirador.

-Vámonos, no puedo permanecer aquí por más tiempo.

-Sí, ven -dijo Danglars, satisfecho al alejarse acompañado-; ven, y dejemos que salgan como puedan de ese atolladero.

Tan pronto como partieron, Fernando, que había vuelto a ser el apoyo de la joven, cogió a Mercedes de la mano y la condujo a los Catalanes. Los amigos de Dantés condujeron a su vez a la alameda de Meillán al anciano casi desmayado.

En seguida se esparció por la ciudad el rumor de que Dantés acababa de ser preso por agente bonapartista.

-¿Quién lo hubiera creído, mi querido Danglars? -dijo el señor Morrel reuniéndose a éste y a Caderousse, en el camino de Marsella, adonde se dirigía apresuradamente para adquirir algunas noticias directas de Edmundo por el sustituto del procurador del rey, señor de Villefort, con quien tenía algunas relaciones-. ¿Lo hubierais vos creído?

-¡Diantre! -exclamó Danglars-, ya os dije que Dantés hizo escala en la isla de Elba sin motivo alguno, lo cual me pareció sospechoso.

-Pero ¿comunicasteis vuestras sospechas a alguien más que a mí?

-Líbreme Dios de ello, señor Morrel -dijo en voz baja Danglars-; bien sabéis que por culpa de vuestro tío, el señor Policarpo Morrel, que ha servido en sus ejércitos, y que no oculta sus opiniones, sospechan que lamentáis la caída de Napoleón, y mucho me disgustaría el causar algún perjuicio a Edmundo o a vos. Hay ciertas cosas que un subordinado debe decir a su principal, y ocultar cuidadosamente a los demás.

-¡Bien! Danglars, ¡bien! -contestó el naviero-, sois un hombre honrado. Hice bien al pensar en vos para cuando ese pobre Dantés hubiese llegado a ser capitán del Faraón.

-Pues ¿cómo… ?

-Sí, ya había preguntado a Dantés qué pensaba de vos y si tenía alguna repugnancia en que os quedarais en vuestro puesto, pues, yo no sé por qué, me pareció notar que os tratabais con alguna frialdad.

-¿Y qué os respondió?

-Que creía efectivamente que, por una causa que no me dijo, le guardabais cierto rencor; pero que todo el que poseía la confianza del consignatario, poseía la suya también.

-¡Hipócrita! -murmuró Danglars.

-¡Pobrecillo! -dijo Caderousse-,era un muchacho excelente.

-Sí, pero entretanto -indicó el señor Morrel-, tenemos al Faraón sin capitán.

-¡Oh! -dijo Danglars-, bien podemos esperar, puesto que no partimos hasta dentro de tres meses, que para entonces ya estará libre Dantés.

-Sí, pero mientras tanto…

-¡Mientras tanto… , aquí me tenéis, señor Morrel! -dijo Danglars-. Bien sabéis que conozco el manejo de un buque tan bien como el mejor capitán. Esto no os obligará a nada, pues cuando Dantés salga de la prisión volverá a su puesto, yo al mío, y pax Christi.

-Gracias, Danglars, así se concilia todo, en efecto. Tomad, pues, el mando, os autorizo a ello, y presenciad el desembarque. Los asuntos no deben entorpecerse porque suceda una desgracia a alguno de la tripulación.

 

-Sí, señor, confiad en mí. ¿Y podré ver al pobre Edmundo?

-Pronto os lo diré, Danglars. Voy a hablar al señor de Villefort, y a influir con él en favor del preso. Bien sé que es un realista furioso; pero, aunque realista y procurador del rey, también es hombre, y no le creo de muy mal corazón.

-No -repuso Danglars-; pero me han dicho que es ambicioso, y entonces…

-En fin -repuso Morrel suspirando-, allá veremos. Id a bordo, que yo voy en seguida.

Y se separó de los dos amigos para tomar el camino del Palacio de Justicia.

-Ya ves el sesgo que va tomando el asunto -dijo Danglars a Caderousse-; ¿piensas todavía en defender a Dantés?

-No a fe; pero, sin embargo, terrible cosa es que tenga tales consecuencias una broma.

-¿Y quién ha tenido la culpa? No seremos ni tú ni yo, ciertamente; en todo caso, la culpa es de Fernando. Bien viste que yo, por mi parte, tiré el papel a un rincón; y hasta creo haberlo roto.

-No, no -dijo Caderousse-; en cuanto a eso estoy seguro, lo vi en un rincón, doblado y arrugado; ojalá estuviese aún allí.

-¿Qué quieres? Si Fernando lo cogió lo habrá copiado o hecho copiar, y aun sabe Dios si se tomaría esa molestia. Ahora que caigo en ello, ¡Dios mío!, quizás envió mi propia carta. Afortunadamente yo desfiguré mucho la letra.

-Pero ¿sabías tú que Dantés conspiraba?

-¿Qué había de saber? Aquello fue una broma, como ya te dije. Pero me parece que, al igual que los arlequines, dije la verdad al bromear.

-Lo mismo da -replicó Caderousse-. Yo, sin embargo, daría cualquier cosa por que no ocurriera lo que ha ocurrido, o por lo menos por no haberme metido en nada: ya verás como por esto nos sucede también a nosotros alguna desgracia, Danglars.

-En todo caso, la desgracia caerá sobre el verdadero culpable, y el verdadero culpable es Fernando y no nosotros. ¿Qué desgracia quieres que nos sobrevenga? Vivamos tranquilos, que ya pasará la tempestad.

-¡Amén! -dijo Caderousse, haciendo una señal de despedida a Danglars y dirigiéndose a la alameda de Meillan, moviendo la cabeza y hablando consigo mismo, como aquellas personas que están muy preocupadas con sus pensamientos.

-¡Magnífico! -murmuró Danglars-, las cosas toman el giro que yo esperaba. De momento ya soy capitán, y si ese imbécil de Caderousse se calla, capitán para siempre… Sólo me atormenta el pensar que si la justicia diera libertad a Dantés… ¡Oh… !, no -añadió, sonriendo con satisfacción-, la justicia es la justicia, y en ella confío.

Y dicho esto saltó a una barca y dio orden al barquero para que le condujera a bordo del Faraón, adonde, como ya recordará el lector, le había citado el señor Morrel.

Capítulo 6 El sustituto del procurador del Rey

En la calle de Grand-Cours, lindando con la fuente de las Medusas, en una de esas antiguas casas de arquitectura aristocrática, edificadas por Puget, se celebraba también en el mismo día y en la misma hora un banquete de bodas, con la diferencia de que en lugar de ser los personajes y anfitriones gente del pueblo, marineros y soldados, pertenecían a la más alta sociedad de Marsella.

Tratábase de antiguos magistrados que habían dimitido sus empleos en tiempo del usurpador, antiguos oficiales desertores de sus filas para pasarse a las del ejército de Condé, y jóvenes de ilustre alcurnia, todavía poco elevados a pesar de lo que habían sufrido ya por el odio hacia aquel a quien cinco años de destierro debían convertir en un mártir, y quince de restauración en un dios.

Se hallaban sentados a la mesa, y la conversación chispeaba a impulsos de todas las pasiones de la época, pasiones tanto más terrible y encarnizadas en el Mediodía de Francia, cuanto que al cabo de quinientos años, los odios religiosos venían a añadirse a los odios políticos.

El emperador rey de la isla de Elba, que después de haber sido soberano en una parte del mundo, reinaba sobre una población de cinco a seis mil almas, y después de haber oído gritar ¡Viva Napoleón! por ciento veinte millones de vasallos, en diez lenguas diferentes, era tratado allí como un hombre perdido sin remedio para Francia y para el trono. Los magistrados anatematizaban sus errores políticos; los militares murmuraban de Moscú y de Leipzig; las mujeres, de su divorcio de Josefina; y no parecía sino que aquel mundo alegre y triunfante, no por la caída del hombre, sino por la derrota del príncipe, creyese que la vida comenzaba de nuevo para él, que despertaba de un sueño penoso.

Un anciano condecorado con la cruz de San Luis se levantó brindando por la salud del rey Luis XVIII. Era el marqués de SaintMeran. Con este brindis, que recordaba a la vez al desterrado de Hartwell y al rey pacificador de Francia, se aumentó el barullo, los vasos chocaron unos con otros, las mujeres se quitaron las flores de la cabeza y las esparcieron sobre el mantel; momento fue éste en verdad de entusiasmo casi poético.

-Ya confesarían de plano si estuviesen aquí -dijo la marquesa de Saint-Meran, mujer de mirada dura, labios delgados y continente aristocrático, mujer aún a la moda, a pesar de sus cincuenta años- ya confesarían de plano todos esos revolucionarios que nos han secuestrado, a quienes dejamos a nuestra vez conspirar tranquilamente en nuestros castillos antiguos comprados por un pedazo de pan en tiempo del Terror; ya confesarían que el verdadero desinterés estaba de nuestra parte, puesto que nosotros nos uníamos a la agonizante monarquía, mientras ellos, por el contrario, saludaban al sol que nacía, y labraban sus fortunas, mientras que nosotros perdíamos la nuestra; confesarían que nuestro soberano era verdaderamente Luis, el muy amado, mientras que su usurpador no fue nunca más que Napoleón el maldito. ¿No es verdad, Villefort?

-¿Qué decís… , señora marquesa… ? -respondió aquel a quien se dirigía esta pregunta-. Perdonadme, no atendía a la conversación.

-Dejad a esos jóvenes, marquesa -replicó el viejo que había brindado-. Van a casarse, y naturalmente tendrán que hablar de otra cosa que no de política.

-Dispensadme, mamá -dijo una preciosa joven de cabellos rubios y ojos azules-. Os devuelvo al señor de Villefort, al que entretuve un instante. Señor de Villefort, mamá os preguntaba…

-Estoy pronto a responder a la señora marquesa, si se digna repetir su pregunta que antes no oí.

-Estáis dispensada, Renata -dijo la marquesa con una sonrisa de ternura que rara vez brillaba en su rostro áspero y seco-; sin embargo, el corazón de la mujer es de tal naturaleza que aunque árido y endurecido por las exigencias sociales, siempre guarda un rincón fértil y amable, el que Dios ha consagrado al amor de madre.

-Estáis perdonada… Ahora oíd, Villefort: dije que los bonapartistas no tenían ni nuestra convicción, ni nuestro entusiasmo, ni nuestro desinterés.

-¡Oh, señora! Por lo menos tienen algo que reemplace a eso: el fanatismo. Napoleón es el Mahoma de Occidente; es para todos esos hombres vulgares, aunque ambiciosos como nunca los hubo, no sólo un legislador, sino un tipo, el tipo de la igualdad.

-¡De la igualdad! -exclamó la marquesa-. ¡Napoleón, tipo de la igualdad! Y entonces, ¿qué es el señor de Robespierre? Creo que le quitáis de su lugar para colocar en él al corso; bastábale con su usurpación.

-No, señora -repuso Villefort-, dejo a cada cual en su puesto: a Robespierre en la plaza de Luis XV sobre el cadalso; a Napoleón, en la plaza de Vendôme sobre su columna; con la diferencia de que el uno ha creado la igualdad que abate; el otro, la igualdad que eleva; el uno ha puesto a los reyes al nivel de la guillotina; el otro ha elevado al pueblo al nivel del trono. Pero eso no impide -añadió Villefort riendo- que los dos sean unos infames revolucionarios, y que el 9 de Termidor y el 4 de abril de 1814 sean dos días felices para Francia, y dignos de ser igualmente celebrados por los amigos del orden y de la monarquía; pero esto explica también cómo, aunque caído para no levantarse jamás, Napoleón ha conservado sus adeptos. ¿Qué queréis, marquesa? Cromwell, que no fue ni la mitad de lo que Napoleón, tuvo también los suyos.

-¿Sabéis, Víllefort, que lo que estáis diciendo presenta un matiz algo revolucionario? Pero os perdono: le es imposible a un hijo de un girondino no conservar cierto apego al terror.

Villefort, sonrojándose, repuso:

-Es cierto que mi padre era girondino, señora, es verdad; pero mi padre no votó la muerte del rey; estuvo proscrito por ese mismo terror que os proscribía, y poco le faltó para perder la cabeza en el mismo cadalso en que la perdió vuestro padre.

-Sí -dijo la marquesa, sin alterarse por este horrible recuerdo-; con la diferencia que hubieran alcanzado un mismo fin por diferentes medios, como lo demuestra el que toda mi familia haya permanecido siempre unida a los príncipes desterrados, mientras que vuestro padre ha tenido a bien unirse al nuevo gobierno, y tras haber sido girondino el ciudadano Noirtier, el conde Noirtier se haya hecho senador.

-¡Mamá! ¡Mamá! -balbució Renata-. Bien sabéis que hemos convenido en no renovar tristes recuerdos.

-Señora -respondió Villefort-, uno mis ruegos con los de la señorita de Saint-Meran para que olvidéis lo pasado. ¿A qué echarnos unos a otros en cara cosas que el mismo Dios no puede impedir? Porque Dios puede cambiar el porvenir, mas no el pasado. Lo que nosotros, los hombres, podemos solamente es cubrirlo con un velo. ¡Pues bien!, yo me he separado no solamente de la opinión, sino del nombre de mi padre. Mi padre ha sido o es aún bonapartista, y se llama Noirtier; yo soy realista y me llamo de Villefort. Dejad que en el caduco tronco se seque un resto de savia revolucionaria, y no miréis, señora sino al retoño que se separa de este mismo tronco, sin poder, y acaso diga… sin querer separarse enteramente.

-¡Muy bien, Villefort! -dijo el marqués-, ¡muy bien! ¡Buena respuesta! Yo suplico continuamente a la marquesa que olvide lo pasado, sin poder conseguirlo: veremos si vos sois más afortunado.

-Sí, está bien -respondió la marquesa-; olvidemos lo pasado; no deseo otra cosa; mas, por lo menos, que Villefort sea inflexible en adelante. No os olvidéis de que hemos respondido de vos a S. M.; que S. M. ha tenido a bien olvidarlo todo, de la misma manera que yo lo hago accediendo a vuestra súplica. Pero si cayese en vuestras manos un conspirador, cuenta con lo que hacéis, porque habéis de daros cuenta de que se os vigila muy particularmente, por pertenecer a una familia que puede estar relacionada con los conspiradores.

-¡Ay, señora! -dijo Villefort-; mi profesión, y sobre todo los tiempos en que vivimos me obligan a ser muy severo. Pues bien, lo seré. He tenido que sostener algunas acusaciones políticas, y estoy ya como quien dice probado. Por desgracia, todavía no hemos concluido.

-Pues ¿cómo? -dijo la marquesa.

-Tengo temores casi ciertos. Napoleón en la isla de Elba no está muy lejos de Francia; su presencia casi a vista de nuestras costas sostiene la esperanza de sus partidarios. Marsella está llena de oficiales sin colocación, que disputan todos los días con los realistas, de lo cual resultan duelos entre personas de clase elevada, asesinatos entre el vulgo.

-A propósito -dijo el conde de Salvieux, antiguo amigo del señor de Saint-Meran y chambelán del conde de Artois-; ¿ignoráis que la Santa Alianza desaloja a Napoleón de donde está?

-Sí, cuando salimos de París no se hablaba de otra cosa -respondió el señor de Saint-Meran-. ¿Y adónde le envían?

-A Santa Elena.

-¿A Santa Elena? ¿Y eso qué es? -preguntó la marquesa.

-Una isla situada a dos mil leguas de aquí, más allá del Ecuador -respondió el conde.

-Gran locura era en verdad, como dice Villefort, dejar a semejante hombre entre Córcega, donde ha nacido, entre Nápoles, donde aún reina su cuñado, y enfrente de Italia, de la que iba a formar un reino para su hijo.

-Por desgracia -dijo Villefort-, los tratados de 1814 impiden que se toque ni aun el pelo de la ropa de Napoleón.

-Pues se faltará a esos tratados -repuso el señor de Salvieux ¿Tuvo él tantos escrúpulos en fusilar al desgraciado duque le Enghien?

-Sí -añadió la marquesa-, está convenido. La Santa Alianza libra a Europa de Napoleón, y Villefort libra a Marsella de sus partidarios. O el rey reina o no reina. Si reina, su gobierno debe ser fuerte y sus agentes inflexibles; único medio de impedir el mal.

 

-Desgraciadamente, señora -dijo Villefort sonriendo-, un sustituto del procurador del rey acude siempre cuando el mal está hecho.

-Entonces su deber es repararlo.

-También pudiera yo deciros, señora, que a él no le toca repararlo, aunque sí vengarlo.

-¡Oh, señor de Villefort! -dijo una hermosa joven, hija del conde de Salvieux y amiga de la señorita de Saint-Meran-; procurad que se vea alguna causa de ésas mientras residimos en Marsella. Nunca he asistido a un tribunal, y me han dicho que es cosa curiosa.

-¡Oh!, sí, muy curiosa en efecto, señorita -respondió el sustituto-, porque en lugar de una tragedia fingida, lo que allí se representa es un verdadero drama; en lugar de los dolores aparentes, son dolores reales. El hombre que se presenta allí, en lugar de volver, cuando se corre el telón, a entrar tranquilamente en su casa, a cenar con su familia, a acostarse y conciliar pronto el sueño para volver a sus tareas al día siguiente, entra en una prisión donde le espera tal vez el verdugo. Bien veis que para las personas nerviosas que desean emociones fuertes no hay otro espectáculo mejor que ése. Descuidad, señorita, si se presentase la ocasión, ya os avisaré.

-¡Nos hace temblar… , y se ríe! -dijo Renata palideciendo.

-¿Qué queréis? -replicó Villefort-; esto es como si dijéramos… un desafío… Por mi parte he pedido ya cinco o seis veces la pena de muerte contra acusados por delitos políticos… ¿Quién sabe cuántos puñales se afilan a esta hora o están ya afilados contra mí?

-¡Oh, Dios mío! -dijo Renata cada vez más espantada-; ¿habláis en serio, señor de Villefort?

-Lo más serio posible -replicó el joven magistrado sonriéndose-. Y con los procesos que desea esta señorita para satisfacer su curiosidad, y yo también deseo para satisfacer mi ambición, la situación no hará sino agravarse. ¿Pensáis que esos veteranos de Napoleón que no vacilaban en acometer ciegamente al enemigo, en quemar cartuchos o en cargar a la bayoneta, vacilarán en matar a un hombre que tienen por enemigo personal, cuando no vacilaron en matar a un ruso, a un austriaco o a un húngaro a quien nunca habían visto? Además, todo es necesario, porque a no ser así no cumpliríamos con nuestro deber. Yo mismo, cuando veo brillar de rabia los ojos de un acusado, me animo, me exalto; entonces ya no es un proceso, es un combate; lucho con él, y el combate acaba, como todos los combates, en una victoria o en una derrota. A esto se le llama acusar; ésos son los resultados de la elocuencia. Un acusado que se sonriera después de mi réplica me haría creer que hablé mal, que lo que dije era pálido, flojo, insuficiente. Figuraos, en cambio, qué sensación de orgullo experimentará un procurador del rey cuando, convencido de la culpabilidad del acusado, le ve inclinarse bajo el peso de las pruebas y bajo los rayos de su elocuencia… La cabeza que se inclina caerá inevitablemente.

Renata profirió una exclamación.

-Eso es saber hablar -dijo uno de los invitados.

-Ese es el hombre que necesitamos en estos tiempos -añadió otro.

-Cuando estuvisteis inspiradísimo, querido Villefort -indicó un tercero- fue cuando… esa última causa… , ¿no recordáis?, la de aquel hombre que asesinó a su padre. En realidad, primero lo matasteis vos que el verdugo.

-¡Oh… !, para los parricidas no debe haber perdón -dijo Renata-; para esos crímenes no hay suplicio bastante grande; mas para los desgraciados reos políticos…

-¡Para los reos políticos, mucho menos aún, Renata -exclamó la marquesa-, porque el rey es el padre de la nación, y querer destronar o matar al rey, es querer matar al padre de treinta y dos millones de almas!

-También admito eso, señor Villefort -repuso Renata-, si me prometéis ser indulgente con aquellos que os recomiende yo.

-Descuidad -dijo Villefort con una sonrisa muy tierna-, sentenciaremos juntos.

-Hija mía -dijo la marquesa-, atended vos a vuestras fruslerías caseras y dejad a vuestro futuro esposo cumplir con su deber. Hoy las armas han cedido su puesto a la toga, como dice cierta frase latina…

-Cedant arma togae -añadió Villefort inclinándose.

-No me atrevía a hablar en latín -prosiguió la marquesa.

-Me parece que estaría más contenta si fueseis médico -replicó Renata-. El ángel exterminador, aunque ángel, me asusta mucho.

-¡Qué buena sois! -murmuró Villefort con una mirada amorosa.

-Hija mía -añadió el marqués-, el señor Villefort será médico moral y político de este departamento. El cargo no puede ser más honroso.

-Y así hará olvidar el que ejerció su padre -añadió la incorregible marquesa.

-Señora -repuso Villefort con triste sonrisa-, ya he tenido el honor de deciros que mi padre abjuró los errores de su vida pasada; que se ha hecho partidario acérrimo de la religión y del orden, realista, y acaso mejor realista que yo, pues lo es por arrepentimiento, y yo lo soy por pasión.

Dicha esta frase, para juzgar Villefort del efecto que producía, miró alternativamente a todos lados, como hubiera mirado en la audiencia a su auditorio tras una frase por el estilo.

-Exactamente, querido Villefort -repuso el conde de Salvieux-, eso mismo decía yo anteayer en las Tullerías al ministro que se admiraba de este enlace singular entre el hijo de un girondino y la hija de un oficial del ejército de Condé: mis razones le convencieron. Luis XVIII profesa también el sistema de fusión, y como nos estuviese escuchando sin nosotros saberlo, salió de repente y dijo: «Villefort (reparad que no pronunció el apellido Noirtier, sino que recalcó el de Villefort), Villefort hará fortuna. Además de pertenecer en cuerpo y alma a mi partido, tiene experiencia y talento. Pláceme que el marqués y la marquesa de Saint-Meran le concedan la mano de su hija, y yo mismo se lo aconsejaría de no habérmelo ellos consultado y pedido mi autorización.»

-¿Eso dijo el rey? -exclamó Villefort lleno de gozo.

-Textualmente, y si el marqués es franco os lo confirmará. Una escena semejante le ocurrió con S. M. cuando le habló de esta boda hace seis meses.

-Es verdad -añadió el marqués.

-¡Todo en el mundo lo deberé a ese gran monarca! ¿Qué no haría yo por su servicio?

-Así me gusta -añadió la marquesa-. Vengan ahora conspiradores y ya verán…

-Yo, madre mía -dijo al punto Renata-, ruego a Dios que no os escuche, y que solamente depare al señor de Villefort rateros y asesinos. Así dormiré tranquila.

-Es como si para un médico deseara calenturas, jaquecas, sarampiones, enfermedades, en fin, de nonada -repuso Villefort sonriendo-. Si deseáis que ascienda pronto a procurador del rey, pedid por el contrario esos males agudos cuya curación honra.

En aquel momento, como si hubiese la casualidad esperado el deseo de Villefort para satisfacérselo, un criado entró a decirle algunas palabras al oído. Inmediatamente se levantó de la mesa el sustituto, excusándose, y regresó poco después lleno de alegría.

Renata le contemplaba amorosa, porque en aquel momento Villefort, con sus ojos azules, su pálida tez y sus patillas negras, estaba, en verdad, apuesto y elegante. La joven parecía pendiente de sus labios, como en espera de que explicase aquella momentánea desaparición.

-A propósito, señorita -dijo al fin Villefort-, ¿no queríais tener por marido un médico? Pues sabed que tengo siquiera con los discípulos de Esculapio (frase a la usanza de 1815) una semejanza, y es que jamás puedo disponer de mi persona, y que hasta de vuestro lado me arrancan en el mismo banquete de bodas.

-¿Y para qué? -le preguntó la joven un tanto inquieta.

-¡Ay! Para un enfermo, que si no me engaño está in extremis. La enfermedad es tan grave que quizá termine en el cadalso.

-¡Dios mío! -exclamó Renata palideciendo.

-¿De veras? -dijeron a coro todos los presentes.

-Según parece, se acaba de descubrir un complot bonapartista.

-¿Será posible? -exclamó la marquesa.

-He aquí lo que dice la delación -y leyó Villefort en voz alta-: «Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.