Barcelona - Buenos Aires

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Aus der Reihe: Trampa #3
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Edición en formato digital: junio de 2020

© 2020, Trampa ediciones, S. L.

Vilamarí 81, 08015 Barcelona

© Tatiana Goransky, por la selección y compilación

© David de las Heras, por la ilustración de cubierta

© de los textos:

Marta Orriols, Matías Néspolo, Mariana Travacio, Juan Vico, Tatiana Goransky, Mariano Quirós, Marta Carnicero, Félix Bruzzone, Verónica Nieto, Franco Chiaravalloti, Hugo Salas, Sebastián Chilano, Aleko Capilouto, Graziella Moreno, Sonia Budassi, Martín F. Castagnet, Tamara Tenenbaum, Rodrigo Díaz Cortez, Roser Amills, Patricia Kolesnicov, Diego Gándara, Josan Hatero

La editorial quiere agradecer al escritor Juan Pablo Villalobos su colaboración por el texto de la contracubierta

Diseño de cubierta: Edimac

Trampa ediciones apoya la protección del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-121677-3-3

Composición digital: Edimac

www.trampaediciones.com

ESPIRAL

Marta Orriols

Mi abuelo coleccionaba cosas: sellos, monedas, canicas, penurias, secretos.

Su despacho, así nombramos la estancia de nuestro piso en Barcelona donde discurrían sus últimos días, olía a una mezcla de humo de habano, aspereza, papeles viejos y regaliz. Esa mezcla casi física impregnaba el espacio y el tiempo allí encerrados; así olía cada décima de segundo de aquella cuenta atrás con la que parecía haber firmado un tratado de paz o una petición para alargar algo más la redención que fue su vida. El despacho estaba presidido por un escritorio fabricado con alguna madera que a mí siempre me pareció muy noble, aunque quizá no lo fuese tanto. Junto al escritorio, alejado solo medio metro de la silla donde se sentaba con una parsimonia acorde a su vejez, había un pedestal de otra madera más oscura y mate, una madera, esta sí, discreta y deslucida para no eclipsar la belleza de la caracola de mar que reposaba encima.

—¿Cuándo la podré tocar, abuelo, cuándo?

Con un gruñido me dio a entender que no lo molestase. Tenía el torso doblado casi por completo sobre el escritorio, observaba atento con un monóculo una moneda romana.

—Mira, ven. Es Julia Avita Mamea.

Y yo acerqué el ojo izquierdo a la lupa, guiñando el derecho con cierta dificultad. Había algo mágico en la imagen ampliada por la lente convergente, un eco antiguo y dramático que agrandaba el rostro de aquella mujer de bronce nacida en el año 180; una fecha que una niña no sabía situar aún en el mapa del tiempo, del mismo modo que tampoco podía comprender que el tiempo se agota, como las provisiones o la paciencia.

—Me gusta su peinado. Cuando mamá me deje, me cortaré el pelo a lo chico o me lo recogeré así, como esta Julia.

—Es un tocado hecho con trenzas.

—Da igual lo que sea. Lo que quiero es oír el mar de la caracola, abuelo. Dijiste que cuando cumpliera ocho años, y dentro de cuatro meses cumpliré nueve. Por favor…

Compuse un mohín lastimero y le acaricié la barba blanca y espesa de cuento nórdico y nieve lejana.

—Si me dejas oír el mar que hay dentro, te prometo que no le contaré a la abuela que el miércoles te vi fumar otro puro.

Suspiró y sonrió. Colocó con cuidado la moneda dentro de un estuche mientras negaba con la cabeza y se levantaba en un compás de cuatro tiempos acompañado de sonidos quejumbrosos.

—¿Sabes guardar secretos?

Asentí, abriendo mucho los ojos.

—Bueno, verás, esta no es una caracola cualquiera. Es una Voluta nobilis del Atlántico Sur.

Tuvo otro de sus ataques de tos y yo esperé, impaciente. Por fin se enderezó, carraspeó, cogió la caracola entre las manos y me indicó que me sentara en la silla. Me acordé del día en que nació mi hermano pequeño y me permitieron sostenerlo unos instantes sentada en el sillón del hospital. Se repitió aquella sensación de alerta máxima y amor infinito cuando mi abuelo me puso la caracola, de unos treinta centímetros, en las manos, que no la abarcaban entera.

El abuelo dijo que, hacía millones de años, unos caracoles primitivos habían experimentado una torsión del cuerpo con el consecuente giro de ciento ochenta grados de sus órganos internos. Luego supe que fue Descartes quien describió por primera vez matemáticamente la espiral que ayuda a entender la formación de las caracolas. Se desconocen las causas, pero la cuestión es que decidieron dar ese giro. En la mayoría de las especies, el giro sigue el sentido de las agujas del reloj. Basta con orientar hacia arriba las caracolas de mar con el ápex, el punto donde se inicia la espiral, para comprobar que la apertura casi siempre queda a la derecha.

Introduje los dedos en la ancha abertura y me sorprendió el tacto suave y frío.

—No hagas eso. Lo que hay ahí no se puede tocar.

Me acerqué la caracola a la oreja y cerré los ojos para concentrarme más. El aire vibrante del interior sonó como el vaivén de las olas.

—¡El mar!

—No es el mar lo que oyes. Es la voz de Cecilia.

—¿Quién es Cecilia? —pregunté contrariada, pues prefería la épica de todo un mar metido dentro.

—La conocí en Buenos Aires.

Me miró fijamente con un velo de nostalgia y percibí en sus ojos la necesidad de ser escuchado. Quería algo más que las fantasías candorosas de una nieta que aliviaba la recta final de su enfermedad.

—¿Sabrás guardar un secreto?

A los niños les pasa con la verdad lo que a los caballos con el peligro: la perciben de una forma adquirida en tiempos muy remotos. Me creí cada una de sus palabras. Cinco días más tarde falleció. Mi abuelo, con sus innumerables historias y destrezas, dejó los límites para otros; para mí, que crecí con su secreto a cuestas, con una Voluta nobilis sobre un pedestal y con el nombre de Buenos Aires retumbando como un sueño dentro de otro sueño.

Hay ciudades que duelen y otras que curan. Barcelona había estado doliéndome durante el último año. Mis peripecias para llegar a fin de mes como periodista freelance eran dignas de una coreografía circense; además, me negaba a pedirles dinero prestado a mis padres, con quienes estaba resentida por motivos que iban desde los sociopolíticos, que salpimentaban el panorama actual del país y que nos convertían de repente en algo parecido a rivales, a los emocionales, pues no entendían, y mucho menos aceptaban, que me hubiese enamorado de una mujer y que ella se ganase la vida como camarera de un bar escondido en una callejuela del Borne. En pleno siglo XXI, sentían un temor irracional hacia cualquier cosa que se saliera de los cánones y, por encima de todo, los dominaba el clasismo; creían que una camarera era una persona sin carácter, perezosa, y creían también que quien no llega a rico es porque es vago y, si además arrastra a su hija a la perversión, un embaucador, vamos. Pero no lo expresaban así, sino que utilizaban el adorno de la cultura, de la clase alta, de su paso por las mejores universidades, y conseguían que su discurso pareciese dócil entre las amistades y algunos familiares. El caso es que ella me dejó por un escritor conocido, que, según declaró en una entrevista que yo misma le hice meses más tarde, había encontrado en mi camarera la musa de su obra poética.

Era noche cerrada. Llovía y mi vida se derrumbaba. La Voluta nobilis permanecía ajena a mi pena en su viejo pedestal. Me levanté y la acaricié. Busqué el sonido de la voz de Cecilia como había hecho otras veces en que había sentido que el mundo me trataba mal. Me armé de valor y todo sucedió de forma ordenada, como si respondiese a un simulacro de evacuación o al canto de una sirena: abrí el armario, rescaté la maleta del fondo, metí dentro ropa, unos pocos enseres y la caracola. Compré un billete de ida a Buenos Aires con el poco dinero que me quedaba en la cuenta, cerré puertas y ventanas, salí a la calle y me dirigí a casa de mis padres.

Mi madre había salido con unas amigas. Abrió la puerta mi padre con su eterno jersey gris de cuello de pico, camisa y corbata. Fumaba en pipa, tabaco puro, fuerte y acre. Así era todo. Primero miró mi aspecto desaliñado y el pelo chorreando, después se fijó en la maleta.

—¿Te marchas de viaje?

—Sí, por trabajo. Creo que tengo un buen proyecto.

—Ya sabes lo que dicen de los proyectos, ¿no?

Hubo una pausa, nos miramos fijamente a los ojos. Del salón llegaba una sinfonía enérgica y trágica de Johannes Brahms. Negué con la cabeza.

—«Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus proyectos.»

 

—No creo en Dios, papá. Creo en mis proyectos.

Se aflojó un poco el nudo de la corbata y me invitó a entrar. Le dije que solo había ido a despedirme. Dejé la maleta en el suelo y lo abracé levemente. La lluvia de mi pelo le mojó la punta de la nariz.

—Llamaré o escribiré. Dale un beso a mamá de mi parte.

—¿Cuándo vuelves?

Sin dejar de observar la gota de lluvia que le había regalado, me encogí de hombros y me largué.

El avión despegó puntual. A medida que se elevaba iba dándome cuenta de las dimensiones colosales de lo que acababa de hacer. El corazón me latía muy fuerte; es así como late cuando se rompe con todo y ese todo es la nada. Vi mi rostro reflejado en la ventanilla mientras dejábamos atrás el mar de luces centelleantes en que se había convertido Barcelona y busqué cobijo en el recuerdo de mi abuelo. Siempre me había reconfortado, pero entonces era imprescindible. Ir a un lugar por primera vez tiene esa propiedad: nos predispone para la extrañeza. Él había conocido bien el sobresalto y la conmoción de una partida repentina, aunque en la suya hubo una consternación mucho más ostensible que en la mía: la guerra.

Se apagaron las luces de cabina e intenté relajarme. Desaparecieron el espacio y el tiempo, y me adormecí con su voz clara contándome cómo huyó durante el exilio republicano y que tras días y noches cruzando fronteras, escondido, muerto de hambre y de frío, con un fardo improvisado y todo el miedo del mundo, logró embarcar en un buque que lo llevaría a Buenos Aires. Abandonaba su hogar, la universidad, la inocencia, las amistades y una madre recién enviudada, desesperada, a la que prometió que volvería. Había huido de la virulenta ira enemiga pero no conseguía apaciguar la sensación de que estaba traicionando a los que, valerosamente, se quedaban. «Volveré muy pronto», se repetía para consolarse.

Y volvió; a finales de los sesenta, cuando algunos de los exiliados comenzaron a regresar tímidamente a la tierra de origen. Pisó Barcelona convertido en una persona nueva, que voseaba y albergaba en su vocabulario palabras como quilombo, que definían su alma y su destino. La versión oficial era la sonrisa con la que celebraba la vuelta; nadie sospechaba que traía el corazón roto. Esperó a que yo existiera esa tarde de otoño en su despacho. Necesitó la inocencia de mis ocho años y vislumbrar la cercanía de la muerte para revelar lo que podría haber sido su vida si no hubiese pesado más la promesa que le había hecho a su madre.

Unos meses después de regresar recibió un paquete con la Voluta nobilis dentro. Fue entonces cuando precipitó los acontecimientos que acabaron armando su vida. Solo para levantar un muro y tapiar de algún modo la juventud que dejaba atrás para siempre, decidió que, si aquella felicidad era imposible, no viviría instalado en ella. De nada sirve anclarse en el pasado, así que se apresuró a casarse con la abuela y pronto nacieron mi madre y mis tíos. Trabajaba como periodista y no tardó en ocupar un puesto de directivo. Compró un amplio piso en la zona alta de Barcelona y un buen coche, iban de vacaciones a la playa y en Navidad había regalos para todos. Eran frecuentes las comidas, las cenas, los habanos, la bebida, los amigos ruidosos. Llenó su mundo de excesos para encubrir el vacío y la añoranza. Durante ese tiempo ilusorio en el que yo todavía no era y durante mis primeros ocho años de vida, el abuelo fue un ser cercano a un santo o a un héroe, capaz de triunfar y de alcanzar todo lo que fuera tangible. Alguien que cumplía promesas. El voseo se fue borrando, y linda, laburo, mina, che y rebién quedaron como ecos dentro de un paréntesis en el tiempo. Buenos Aires se convirtió en una pompa de jabón que temía romper si recordaba.

—¿Sabrás guardar un secreto?

Asentí de nuevo y me arrellané en la silla.

—Bien, porque no se lo he contado nunca a nadie.

Dio unas palmaditas en mi mano pequeña de uñas mordidas. Estaba realmente inquieto. Tosió un poco, dispuesto a desvelar algo delicado e íntimo.

—Cecilia estudiaba biología marina. Era de las pocas chicas de su promoción. Nos conocimos un verano en la playa cuando yo llevaba unos años en Buenos Aires y enseguida nos hicimos inseparables. Me ayudó a encontrar un buen trabajo a través de sus amigos. Me ayudó a ser feliz de nuevo. Cecilia sabía agarrar cosas diminutas con los dedos de los pies, jugaba al billar y detestaba el tango. Lo sabía todo del fitoplancton y el zooplancton.

Sonrió nostálgico y yo suspiré aburrida. No sabía qué significaba biología ni tampoco promoción ni tango. Las historias de amor me parecían ridículas, así que mientras él hablaba yo rozaba la caracola con la mejilla. A los ocho años, de los secretos se espera que encierren, por lo menos, dragones voladores.

—Yo quería a Cecilia. No puedes imaginar cuánto la quise.

—¿Más que a la abuela?

—Más que a nadie.

Me descubrí moviendo los pies, nerviosa.

—Vivimos juntos todos aquellos años hasta que yo pude volver. Mi madre estaba muy mayor y los médicos no le daban mucho tiempo de vida. Había estado esperándome siempre. Se lo había prometido. Le pedí a Cecilia que viniera conmigo a Barcelona pero le habían dado una plaza en el Instituto de Biología Marina en Playa Grande, primero como alumna becada, y enseguida empezó a trabajar allí. Le había prometido a mi madre que volvería, ¿lo entiendes? ¡Tenía que volver!

Me zarandeó con tanta fuerza que me asusté. Se pasó la palma de las manos varias veces por los muslos, inquieto. Abrió un cajón del escritorio y sacó una carpeta vieja. Estaba repleta de cartas. No las abrió, solo acarició los sobres. Cuando el abuelo murió, escondí esa carpeta; siempre pensé que me la había mostrado con ese fin. Aquel día no comprendí los detalles de la historia, pero entendí que había amado a Cecilia más que a la abuela y que yo debía seguir escondiendo esa correspondencia.

Al poco tiempo de regresar el abuelo a Barcelona, dieron en Buenos Aires el golpe de Estado que inició la revolución argentina. En los meses siguientes se destruyeron bibliotecas universitarias y laboratorios, se despidió a cientos de profesores y se persiguió a científicos, entre ellos a Cecilia y a otros colegas del instituto, que abandonaron el país y emigraron a Chile, donde les dieron asilo y pudieron reanudar sus estudios e investigaciones. Cecilia le escribió al abuelo derrotada. La carta estaba dentro de un paquete con la Voluta nobilis debidamente protegida. A su manera, también contenía una promesa: «Las corrientes, las mareas y las tormentas cambian las playas para recrearlas con diferentes diseños. Se reducen, el mar les quita la arena, pero, con el tiempo, la arena es transportada de regreso y la playa vuelve a ser la misma. Tras grandes tormentas aparecen bellezas como esta. Guárdala. Te esperaré».

No hubo más cartas.

Creo que siempre he fracasado en el amor porque crecí con esta historia tatuada en la piel. Nunca ninguna le llegará a la suela de los zapatos. Aprendí a querer a la Argentina mucho antes de pisar sus calles. En mi cabeza de niña, Argentina era una historia de amor; en la de adulta, un auténtico santuario de la nostalgia. La nostalgia de aquello que tuvieron el abuelo y Cecilia me daba la seguridad de la que yo carecía, ya que es mucho más fácil amar lo que jamás se ha vivido. La nostalgia como refugio, como síntoma de mi profunda inseguridad respecto al futuro. Creo que subí a aquel avión para recuperar la capacidad de asombrarme, para encontrar a Cecilia y para encontrarme.

Tomamos decisiones extremadamente valientes que por otro lado nos convierten en huidizos. No calculamos si en el momento de tomarlas, la Tierra, el Sol y la Luna se alinean, o si ese día se registran movimientos tectónicos de la corteza terrestre, o si sopla el viento hacia o desde la costa; las tomamos solo sopesando lo bueno y lo malo, lo palpable y lo visible, y obviamos el azar y la contingencia; y solo estando en la lejanía opuesta, nuestra historia parece el reflejo invertido de la otra que no fue.

Contaba con una dirección y la Voluta nobilis. Había despegado en invierno e iba a aterrizar en pleno verano. Las cosas tenían que salir bien a la fuerza. Debemos torcernos, arriesgarnos, dar ese giro de ciento ochenta grados para entender que, al fin y al cabo, no hay más paraísos que los que se inventa la memoria.

INVERTIDOS

Matías Néspolo

Por aquella época, el Metafísico paraba en una guarida de yonquis de la calle Aurora. Una cueva espantosa que olía a pis de gato y semen rancio, en el último piso de una finca del Raval. El olor a guasca tenía su lógica, porque aquello era zona liberada. Un ático lleno de grafitis donde nunca entraba el sol, en el que se hacía cualquiera, cogían todos con todos. Y más por la noche, que se trenzaban sin mirar, palpando lo que fuera como cieguitos. La única luz que funcionaba era la de la cocina, una bombita de 40 watts cagada por las moscas. Y la peña prendía velitas aromáticas, como si fueran hippies.

Pero por más velitas, inciensos y maconha que quemaran ahí adentro, lo que no había manera de tapar era la baranda a pis de gato, que se imponía sobre el olor a mugre, polvo y humedad. Era insoportable, y lo más delirante era que el gato fantasma no aparecía por ningún lado. «Ah, marica —me decía la anfitriona, una colombiana llena de tatuajes, cada vez que le preguntaba—: gato cojudo marca territorio.» Según ella, era el gato macho de la vieja de abajo. Una noche hasta hice guardia para pescarlo in fraganti, lo quería capar.

Nunca llegué a ver a ese gato furtivo, aunque el olor persistiera, y me quedó la duda de si en verdad lo hubo o no. En cambio, gatos y gatas de paso los había de todos los colores y pelajes. Me acuerdo de una chilena con las piernas larguísimas y la piel cobriza que parecía una gacela. Julieta, creo que se llamaba, me tenía loco.

Yo igual intentaba no pasar mucho por el aguantadero de la calle Aurora, porque era un peligro. No porque yo fuera delicado, sino porque la lógica menguante que gobernaba la guarida no te dejaba otra. Menguante en cualquier sentido, menos en el tráfico continuo de gente. Todo salía menguado de ahí adentro en lo físico, neurológico, sexual y hasta existencial. Pero sobre todo en lo material. Daba lo mismo con qué entrabas, dónde te lo escondías o cuánto tiempo te colgabas ahí dentro, si apenas unos minutos, horas o tres días seguidos, porque siempre pisabas la calle con algo de menos. Algo que no volvías a ver nunca más y a llorar a la iglesia.

Lo ideal era meterse ahí adentro con el uniforme de concierto de los Red Hot Chili Peppers, pero tampoco eso te garantizaba nada. Porque podía pasarte como al Pep Vila, uno de los amigotes del campus del Metafísico que también se creía invulnerable, y perder en batalla algo más que la conciencia. Todavía me acuerdo de cómo rebuscaba entre los despojos de guerra en pelotas y a los gritos:

Cabronassos! Fills de puta! ¡Me han robado hasta los gayumbos!

—Dale, no te quejés tanto que te dejaron la remera…

Aquesta samarreta no és la meva.

—Hacete un taparrabos con eso y no hinchés las pelotas, Pep.

La peña era áspera en serio, ahí no había ninguna pose. Al cándido que iba de excursión turística al wild side se lo comían crudo. Para visita guiada, justo en la misma calle, pero en la vereda de enfrente, estaba el bar Aurora, un garito chiquito con muy mala fama, que en comparación era un jardín de infantes. Creo que todavía funciona, con la misma gente careta de siempre con el pelo pintado de verde, que toma bourbon del pico de la botella y se cree Jim Morrison.

En cambio, la peña chunga de verdad, la gente que iba de reviente en serio, subía al ático de la colombiana cuando los echaban a patadas del Aurora o cuando los mossos daban vueltas por el barrio. Era como un piso okupa, pero sin el buen rollo solidario y alternativo del movimiento, más bien en plan sálvese quien pueda. Sin embargo, el Metafísico me juraba que no, que ahí no okupaban una mierda, que ahí con la colombiana pagaban alquiler y servicios como buenos vecinos. ¿Quiénes pagaban? ¿Cuántos eran los que paraban fijo ahí? ¿A nombre de quién estaba el contrato de alquiler o la factura del agua? Con ese tipo de preguntas, el Metafísico trastabillaba más que con la interpretación del parágrafo 255 de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein que, según él, era insondable: «El filósofo trata una pregunta como una enfermedad».

 

—Qué sos, botón… —me decía—. Me enfermás con tanta pregunta, Tanito.

—Ponete media pila, Gabriel, dale… —le insistía yo, haciéndome el solemne, porque no lo llamaba así, por el nombre, desde hacía una punta de años, de cuando lo había conocido en el ingreso a la carrera en el otro hemisferio.

En realidad, lo que intentaba era convencerlo para que se viniera conmigo a la Esquerra del Eixample, al piso que compartía por aquella época con Montse, una catalana superagreta pero buena gente y algún erasmus en rotación continua. La nacionalidad de la tercera habitación iba cambiando cada cuatro o cinco meses: ahora un alemán, después una francesa, después un belga y así. La idea era meterlo al Metafísico a la próxima rotación, en cuanto se desocupara la pieza, aunque a Montse no le hiciera «ni puta gracia otro argentino en casa», decía. Se la iba a tener que comer, porque además le convenía. Necesitábamos a alguien fijo, no podíamos darnos el lujo de tener esa pieza vacía ni dos semanas.

Pero el Metafísico se resistía, y no era por un tema de guita que yo supiera, porque pedíamos por la tercera habitación más o menos lo mismo que, según él, ponía al mes en la guarida de Aurora. Aunque capaz que me mentía, el muy turro, y ahí no pagaba nadie una merda, seguro.

La cuestión es que yo iba cada tanto al aguantadero de Aurora más que nada por él, porque lo veía cada vez más perjudicado, y se la debía. Era como una deuda de honor que tenía con el Metafísico. Gabriel me había bancado al otro lado, en otra época, cuando era yo el que andaba en cualquiera.

Cuando había vuelto de Bolivia y me había cagado a trompadas con el Negro Brizuela, hacía poco que se había muerto mi viejo. Mi hermano Genaro no me daba ni pelota, no quería ni verme. Yo estaba sin laburo, todavía seguía tecleando por la misma mina y encima me había quedado en la calle. Entonces Gabriel me puso el hombro como un señor, me habilitó una cama en el departamentito de Flores que alquilaba con Susi, la novia petisita y tetona de toda la vida, que creo que estudiaba Publicidad o Administración o algo así, y me bancó un tiempo en todo. Hasta que de a poco fui levantando cabeza y entonces ellos dos se vinieron para acá.

Después habían pasado los años, yo también me había rajado y entonces al otro lado del Atlántico se había dado vuelta la tortilla. Yo empezaba más o menos a encarrilar mis cosas, pero ahora era el Metafísico el que estaba jodido. Con Susi alquilaban un piso bastante lindo en el Carmel por muy poca guita, pero no habían renovado el contrato porque iban a mover. A él estaba a punto de salirle una beca de doctorado en Gotinga. El Metafísico tenía un laburo muy piola, hacía de monitor en un comedor escolar apenas unas horas al día y con eso tiraba fenómeno para cubrir sus gastos, pagar los créditos en la Autónoma y comprarse esos libritos infumables de filosofía del lenguaje que leía. Pidió una excedencia sin goce de sueldo para ir a Alemania, y como no se la dieron, renunció.

A comienzos del verano de aquel año, justo cuando el Metafísico hacía las valijas y se preparaba para pasar una temporada larga chapurreando el alemán que apenas entendía, Susi se le piantó a Madrid con un directivo de la empresa en la que trabajaba. Un tipo casado y con hijos con el que lo trampeaba hacía unos meses. Desde que conocía al Metafísico, Susi siempre había estado ahí. La historia era tan vieja que se perdía en el tiempo, ni yo la sabía bien. Creo que estaban juntos desde la secundaria o me parece que se conocían desde antes, porque los viejos eran amigos o vecinos de Flores.

Contra todo pronóstico, eso el Metafísico lo encajó bastante bien. «Hace mucho que esta relación no funcaba… Estaba cantado», me dijo una noche en el Carmel, mientras seguía embalando su biblioteca como si nada, y eso que entonces estaba el tema caliente, porque no habrían pasado ni tres o cuatro días desde que Susi se había borrado. Pero lo que sí le cayó como un mazazo en la cabeza y lo acabó de hundir fue que le denegaran la beca en el último momento. El Metafísico ya había quemado las naves, la cosa era segura, pero algo pasó a comienzos del verano y la beca de Gotinga se le fue al carajo. Un fallo administrativo, algún problema con el expediente académico o algo así, no lo llegué a entender bien porque tampoco él me lo pudo explicar, estaba como loco. Supongo que él mismo no se lo explicaba.

La cuestión es que ahí sí que se puso como un energúmeno, rompió unas cuantas cosas del piso del Carmel, vendió la heladera, el lavarropa y algunos muebles de segunda mano que habían resistido a sus ataques de furia y liquidó todo. Me dejó unas cuantas cajas de libros en la habitación del Eixample y con una mochilita al hombro arrancó una temporada de reviente como Dios manda. Decía que tenía algo ahorrado y que se lo iba a quemar todo, ese era el plan. Durmió unos días en lo del Pep Vila, después creo que alquiló una piecita en el Gótico un par de semanas y finalmente se instaló en el ático de Aurora, que le venía como anillo al dedo.

Con Lautaro, un chileno que había conocido en una librería que resultó ser un tipo de fierro, y a veces también con el Pep, si se prendía, íbamos a buscarlo a la guarida de Aurora con la única intención de darle una tregua. Sacarlo un rato de la espiral autodestructiva en la que estaba girando loco como un trompo supersónico. Muchas veces subíamos decididos al ático y ya no bajaba nadie, eso era un agujero negro que se lo chupaba todo, peor que la isla de Circe. Y las pocas ocasiones en que lográbamos bajar al Metafísico, tampoco conseguíamos alejarlo mucho del barrio ni por mucho tiempo. Siempre en la órbita de Aurora, el poder gravitacional de la guarida era fortísimo.

Encima por aquella época la zona entera respiraba la misma atmósfera viciada de un planeta enfermo llamado demolición. Hacía poco que habían tirado abajo la primera línea de fincas de la perpendicular, a ambos lados de la calle, para abrir las obras de la rambla del Raval. El paseo era entonces un playón infame de cemento con una hilera testimonial de palmeras chiquitas y unos cuantos bancos en los que no se sentaba nadie. No solo porque el sol te partía al medio, sino porque la postal que te llevabas desde los bancos era deprimente, parecía que estabas en Sarajevo.

Desde la rambla levantabas la vista para un lado u otro y no tenías los balcones mediterráneos con geranios florecidos como ahora, sino los interiores de manzana tal y como los había dejado la demolición. Las vigas y las tuberías que sobresalían de los muros posteriores de las fincas, y el dibujo roto de los ambientes que se había llevado la grúa por delante. Aquello había sido un baño, eso sería la sala o una habitación, porque en esa mancha rectangular en el empapelado rasgado antes había un cuadro y así. Era muy choto ver eso, como impúdico, además. Parecía que te regodearas espiando el interior de los hogares palestinos tras el bombardeo.

Y cuando bajabas la vista al suelo el espectáculo era peor. Las palomas, que siempre fueron plaga en la ciudad, se habían ganado en masa el playón. Pero ese no era el problema, sino las gaviotas inmensas del puerto, ahí a tiro de piedra, que sobrevolaban en lo alto de cacería. Veías una bajar en picado, como un caza soviético, con esa tremenda envergadura de alas y lo único que querías era que no te salpicara la sangre, porque la paloma más boluda iba a parar al buche seguro, con la cabeza destrozada de un picotazo.

De noche era otro cantar, porque las postales de Sarajevo se perdían en las sombras, las palomas se mandaban a guardar, aunque los graznidos de los cazas soviéticos siguieran aterrorizando el cielo, y la rambla se animaba un poco con los moros que salían a tomar el fresco y a conversar. Ahí pegabas un hash de primera y a muy buen precio.

Muy pocas veces conseguimos alejar al Metafísico de la guarida más allá del paseo, y eso que nos poníamos más pesados que collar de melones. Hasta que un buen día se alejó solo y mucho, para no volver. Lo loco era que justo cruzando la rambla del Raval, en línea recta como si vinieras de Aurora, había otro bareto con toda la onda, al que ya por entonces frecuentábamos mucho con Lautaro, y que nadie recuerda porque en ese terreno ahora se alza la torre de cristal y acero de un hotel cinco estrellas. El otro día pasé por ahí con mi hija mayor, que iba a un concierto, y casi me pongo a llorar.

El local se llamaba Ciutat Vella, era lo más auténtico del Raval que yo llegué a conocer. Estoy casi seguro de que se conservaba exactamente igual desde los tiempos de Jean Genet y el antiguo barrio chino. Y con el mismo lumpenaje de clientela fija, por descontado. Parecía una vieja casona de San Telmo, en el fondo tenía un patio emparrado donde se hacían tertulias poéticas o guitarreadas de sudacas dos o tres veces por semana. El capanga de la juerga, el que gobernaba y gestionaba como le viniera en gana el micrófono, era un cabro peruano conocido como Cisneros. No tengo ni idea de cómo se llamaba, le decían así porque nunca leía poemas propios, sino del maestro Antonio Cisneros. Siempre caía algún grupito de poetisas catalanas con sus carpetitas de inéditos bajo el brazo y la negrada se volvía loca. Más de un atorrante aprendió catalán a la perfección, en un curso intensivo y acelerado de tres noches, solo para curtirse una.