Los días de calor

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Aus der Reihe: Minimalia erótica #176
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Los días de calor
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Primera edición, septiembre de 2007


Director de la colección: Alejandro Zenker

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Coordinadora de edición digital: Itzbe Rodríguez Ciurana

Diseño de portada: Luis Rodríguez


Fotografía de interiores y portada: Alejandro Zenker

Modelo: Laetitia Thollot con Alejandro Ramírez


Este libro se desprende del proyecto fotográfico titulado “La escritura y el deseo”, en el que Alejandro Zenker convocó a novelistas, poetas, cuentistas y creadores para fotografiarlos frente, detrás y alrededor de una mujer desnuda, como encarnación de sus deseos, como provocación, como estímulo.


© 2007, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 núm. 21, San Pedro de los Pinos

Teléfono y fax (conmutador): 5515-1657

solar@solareditores.com

www.solareditores.com

www.edicionesdelermitano.com


ISBN 978-607-8312-54-2

Hecho en México

Índice

Hoy hace unas horas

Primer día

Segundo día

Tercer día

Cuarto día

Quinto día

Siete días después

Hoy, más temprano

Hoy, ahorita

Hoy hace unas horas

Tina se aferró a mi cintura al sentir que Juan la invadía, dejó de succionar mi verga y apretó los labios antes de quejarse, mezcla de dolor y deleite, pero pronto su rostro sólo reflejaba gozo. Yo veía cómo disfrutaba los embates de Juan, el placer de ella me hacía feliz.

Me agaché hasta besar su cabello, y hablándole al oído le susurré que la amaba y le pregunté si quería casarse conmigo.

Nunca pensé que llegaría ese día, pero allí estaba, pidiéndole a la única mujer que me había inspirado amor que fuera mi esposa, justo mientras cogía con otro hombre.

Aunque Tina y yo nos tratábamos desde hacía tiempo, apenas me di cuenta de lo que sentía por ella —o, más bien, lo acepté— en mis recientes vacaciones de verano; en esos días de calor, de mucho calor.

Primer día

A Tina la consideraba una de mis mejores amigas, una mujer encantadora, desinhibida e inteligente, a la que deseaba desde hacía tiempo. Hasta ese momento, sin embargo, nuestra relación, a pesar de ser de extrema confianza —muchas veces nos confiamos mutuamente nuestras aventuras eróticas—, nunca había llegado al contacto físico. Con la intención de remediar semejante descuido, decidí invitarla a pasar conmigo unos días en un espléndido resort que ambos conocíamos, pero al que nunca habíamos ido juntos.

Después de seis horas con cuarenta y dos minutos de viaje por aire y tierra, incluida una larga estancia en el aeropuerto por razones de seguridad, llegamos al hotel en el que permaneceríamos sin tener que salir de sus instalaciones, gracias a que ofrecía todas las comodidades. El viaje fue tranquilo y sin contratiempos. La única anécdota para recordar ocurrió cuando casi llegábamos al hotel. En el pueblito que se encuentra a la orilla de la carretera, unos niños se acercaron al auto cuando pasábamos por uno de los topes donde es preciso bajar la velocidad. Traían una iguana colgada de un mecate y nos la ofrecieron en veinte pesos. A Tina por poco le da el soponcio. Apresuradamente sacó unas monedas de la bolsa y se las ofreció con tal de que soltaran al animal. Los niños, ni tardos ni perezosos, tomaron el dinero y se echaron a correr. Todos menos uno, el que sujetaba el mecate. A él no le había tocado nada. Tina le pidió que soltara a la pobre iguana y prometió que de regreso le daría dinero solamente a él, pues ya no traía más monedas. El chiquillo, no muy convencido, la dejó escapar y nos vio alejarnos. Su decepcionada mirada nos siguió por largo rato. Me quedé con la idea de que no bien nos perdiéramos de vista, volverían a atrapar a la pobre iguana y tratarían de venderla nuevamente. Por supuesto, no le comenté mis suposiciones a Tina.


Después de registrarnos nos instalamos en una cómoda habitación con una espléndida terraza con vista al mar. Desde luego, sólo había una cama del tamaño de dos a la que yo deseaba darle un uso adecuado e inmediato, pero Tina propuso que visitáramos la playa y nos recostáramos en las tumbonas. Me armé de paciencia y acepté. Una vez que nos pusimos los trajes de baño —ella se veía más que bien en su revelador bikini—, y bien provistos de toallas y crema bronceadora, emprendimos el corto camino. Algunos huéspedes se asoleaban y otros disfrutaban de las frescas aguas del Pacífico. Tina y yo nos sentamos en silencio, tanto ella como yo nos deleitamos observando a la gente. En este caso me parece que el que disfrutó más fui yo. Abundaban las mujeres de cuerpos bronceados y mínimos bikinis. Una en particular llamó mi atención. A dos camastros de distancia, luciendo una tanga blanca que hacía juego con su visera y con un sostén que a duras penas contenía sus pechos, una rubia saboreaba una paleta que había tomado de una hielera. Cuando giró por un momento, vi que un sol tatuado ocupaba la parte inferior de su espalda. No fui el único al que le llamó la atención. Un hombre joven, con la nariz cubierta de protector solar color naranja, se le acercó y, sentándose sobre la arena junto al camastro que ocupaba la mujer, trató de hacerle plática. Parecía que sus esfuerzos de conquista iban por buen camino. La distancia me impedía escuchar con claridad de lo que hablaban, pero sus risas eran muy audibles. Un leve codazo de Tina me hizo voltear. Otra mujer de atractiva figura salía del mar luciendo un bikini naranja fosforescente. Se detuvo frente a nosotros y pude apreciar con calma su magnífico cuerpo. El bronceado que lucía indicaba una larga permanencia bajo el sol, y la elasticidad de la que hacía gala no resultaba compatible con el descanso vacacional, más bien provenía de un estilo de vida que muchos envidiamos y que a pocos se les da: el ocio recreativo como forma de navegar en el mar de la cotidianidad.

Volteó por casualidad hacia donde me encontraba y nuestras miradas se encontraron; esbocé una sonrisa que ella apenas correspondió. La mujer tomó de una bolsa de playa que se encontraba a sus pies una toalla, la extendió sobre la arena y se recostó a disfrutar del sol justo enfrente de donde nos habíamos instalado. me quedé mirándola hasta que Tina me sacó de mi ensoñación con la petición de que le aplicara crema bronceadora.

—Está muy bien ¿verdad?

No supe qué responder de momento.

—Es guapa.

—Mucho, ¿por qué no le hablas?

—¿Cómo crees? Yo vengo contigo.

—Vamos, ni creas que me voy a ofender. Cuando acepté tu invitación, lo hice sabiendo que a ambos nos anima, ante todo, una común vocación por el placer, así que no desperdicies ninguna oportunidad

—No se va a fijar en mí, ¡con este color que tengo de burócrata desenterrado!… Además, seguramente viene acompañada.

—No supongas cosas. Te repito: aprovecha cada ocasión que tengas de disfrutar.

En eso estábamos, cuando la mujer del bikini naranja se incorporó, sacudió su toalla, se puso una camiseta y abandonó la playa. Ya la vería en otra ocasión.

Una de las cosas que me gustan de ese hotel —que, por cierto, visito cada vez que puedo—, es que las comidas se hacen en mesas colectivas, por lo que así se tiene oportunidad de tratar a mucha gente. En la mesa que nos asignaron conocimos a un simpático matrimonio que celebraba su quinto aniversario de bodas, Hilda y Juan, con los que pasamos toda la tarde en un duelo de parejas de backgammon. Apenas tenían dos o tres días en el hotel y su intención era quedarse dos semanas. Ambos exhibían ya un incipiente bronceado y ella lucía en su clara cabellera castaña ese peinado elaborado con multitud de pequeñas trenzas. Durante el juego nos preguntaron cuánto llevábamos de casados, pues les parecía maravilloso lo bien que nos llevábamos. Se sorprendieron al enterarse de que nuestro vínculo era sólo de amistad. Hilda no resistió la tentación de preguntar, de la manera más discreta que pudo, si Tina y yo nos acostábamos para algo más que dormir. No supe qué contestar, pero Tina tomó el toro por los cuernos y les confesó que justo esas vacaciones eran una especie de luna de miel, ya que era la primera vez que viajábamos como pareja, aunque eso no implicaba ninguna exclusividad, y que cada cual era muy libre de ejercer su sexualidad como mejor le apeteciera.


Juan planteó el asunto de los celos; yo, prudente, guardé silencio. Dejé que Tina defendiera su tesis. Sabía por experiencia que hay temas que es complicado discutir. La conversación se tornaba cada vez más intensa, hasta que Hilda le preguntó a su esposo si él aceptaría que ella se acostara con otro “nomás por amistad”. En ese momento me levanté de la mesa y le propuse a Tina que fuéramos al cuarto a tomar un baño y a prepararnos para la cena.

 

—Nuestros nuevos amigos se llevaron un tema para reflexionar —dijo Tina riéndose de esa manera que me provoca alegría y ternura a la vez.

—Tú y tus ideas sobre la libre sexualidad, apenas los conocemos y ya les estás hablando de temas difíciles.

—¿Yo? Ella fue la que preguntó, y tú, bien cobarde, no dijiste nada. ¿Estás o no de acuerdo con el sexo abierto? ¿O me invitaste nada más para que platicáramos?

Mi respuesta fue tomarla en mis brazos y llevarla hasta la cama. Aunque la había visto desnuda fugazmente cuando nos cambiamos, hasta ese momento pude contemplarla a plenitud. Recorrí cada centímetro de su cuerpo, primero con la mirada y después con los labios. No dejé rincón sin acariciar y besar. Recíprocamente me acarició, exhibiendo para mi alegría su amplio conocimiento de las artes eróticas. Finalmente se tendió de espaldas y abrió las piernas; con los dedos separó sus labios inferiores invitándome a poseerla. Me deslicé en ella y, paulatinamente, nos fue envolviendo el placer hasta que casi simultáneamente llegamos a un delicioso orgasmo.

—¿Crees que a nuestros nuevos amigos les interesaría incursionar en el intercambio de parejas?

—¿Con nosotros? No veo por qué habrían de tener intención de semejante cosa, pero nunca se sabe. Dime la verdad ¿ya le echaste el ojo al tal Juan?

—No está mal, pero no, no es tanto por él, es más bien por ella.

—¡No me digas que ahora te gustan las mujeres! —dije simulando sorpresa.

—No te hagas, sabes de lo que estoy hablando. Nada más se me ocurre que hay que abrirles los ojos.

La cena es de ambiente más formal que la comida, y el atuendo con el que se asiste también. Yo iba preparado con dos o tres guayaberas muy elegantes y otras tantas camisas de seda que merecieron la aprobación de Tina.

—Te ves muy bien; ¿y yo cómo me veo?

Mi respuesta fue sincera e inmediata:

—Espectacular.

Llevaba un pantalón negro muy ajustado y una blusa blanca semitransparente que permitía ver su sostén de encaje también blanco.

—Eres un adulador, el espejo siempre es un crítico más objetivo.

Se paró frente al espejo de cuerpo entero que cubría una parte del clóset.

—¿Ya ves cómo mientes? Este sostén no se ve nada bien.

Y diciendo y haciendo, se quitó la blusa, la prenda de encaje y se volvió a poner la blusa.

—Así está mejor.

Si antes se veía bien, ahora se veía mejor. Tina es de esas mujeres a las que la ropa les estorba. Sin el sostén, los pechos llenaron mejor la blusa revelando sus pezones acanelados cuando la tela los tocaba.

—Pues si ya te quitaste el bra, deberías quitarte también la panti.

—Tienes razón.

—Estaba bromeando.

—No, de veras, tienes razón, así que va pa’ fuera.

A estas alturas ya se había despojado del pantalón y de la panti y se había vuelto a poner el pantalón.

—Pues sí que es cómodo andar sin calzones, creo que voy a tirar todos los míos.

No le respondí, con ella siempre pierdo cualquier discusión. La tomé del brazo y nos dirigimos al restaurante más elegante del hotel.

Recién había terminado la prepa cuando mis padres insistieron que debería aprender otro idioma. En la escuela había estudiado inglés como casi todo el mundo, con resultados paupérrimos, y con ese antecedente propuse que lo más conveniente sería que me inscribiera en clases de francés. Un instituto que en la propaganda anunciaba maestros nativos fue el elegido. Cuando fui a inscribirme me entrevistó un fulano que, por su aspecto, debía ser francés. Era una mezcla entre Jean Paul Belmondo y Lino Ventura, es decir, un hombretón con cara de boxeador que, cuando apagaba un cigarrillo, inmediatamente encendía otro; no le auguré larga vida.

Estaba a punto de decirle que lo había pensado mejor y que volvía después, cuando entró una hermosa mujer rubia, bajita, y de piel muy pálida. Vestía un suéter apretado y una minifalda que descubría sus bien formadas piernas.


—Ella es Monique, nuestra maestra para nivel elemental —dijo el híbrido de Belmondo y Ventura—. Nuestro curso para principiantes inicia en dos semanas, pero tenemos descuento por inscripción anticipada.

Llené la ficha de registro de inmediato y regresé puntual a las dos semanas. La secretaría me recibió y me indicó que fuera al salón dos con mademoiselle Erica.

—Debe haber un error, soy alumno de la maestra Monique.

—Mademoiselle Monique ya no trabajaba en el instituto, regresó a París.

Pensé que había desperdiciado mi dinero, y mientras me dirigía al salón dos especulaba sobre cómo pedir la devolución de mi pago. Entonces vi a Erica. Era una joven senegalesa un poco mayor que yo, con una amplia sonrisa iluminando su rostro. Quedé prendado de ella de inmediato. Su amplia blusa africana no lograba disimular los enormes senos que sin control se movían bajo la tela.

No aprendí gran cosa de la lengua de Victor Hugo, pero con Erica pase varias tardes deliciosas de mi juventud. Ella tenía la costumbre de no usar ropa interior. La primera vez que le ayudé a quitarse sus entallados jeans me encontré con el triángulo púbico más espeso que hasta entonces había visto, y sus nalgas eran un poema de carne, todo un desafío al equilibrio corporal. Mientras ella se encontraba sentada sobre mi verga, disfrutaba besar sus pezones que, de tan grandes, apenas me cabían en la boca. Fue quizás entonces cuando comencé a definir mis gustos sobre la apariencia de las mujeres y, también, lo más importante, sobre su modo de ser y de actuar.

El animador del hotel que nos asignó mesa no podía quitar los ojos de encima de Tina, y con razón, pues se veía bellísima.

La mesa que nos asignaron era para seis personas y ya estaba ocupada por un par de chicas no feas, pero que por su cara parecían estar ahí castigadas y, desde luego, no invitaban a intentar conversación alguna.

Tina y yo nos disponíamos a inspeccionar las mesas en las que se encontraba dispuesta la enorme cantidad de platillos que constituían el buffet, cuando escuchamos los saludos de Hilda y Juan.

—¡Que suerte!, nos ha tocado juntos otra vez —saludó Tina. Cuando volteé a verla exhibía una sonrisa traviesa—.Ven, Hilda, vamos a ver con que manjares rompemos la dieta.

Y las dos mujeres se alejaron cuchicheando.

—¿Qué tomas, Juan?

—Vino tinto está bien, ¿y tú?

—También. ¿Qué les ha parecido el hotel?

—Extraordinario, por eso lo elegí para estas vacaciones, pero ha resultado mejor de lo que me dijeron.

—A tina y a mí nos gusta mucho, pero curiosamente es la primera vez que venimos juntos.

—Y antes ustedes no… —entendí lo que quería decirme.

—No, por alguna razón no se había dado la oportunidad. Ella y yo trabajamos mucho y nos vemos poco. Tina tiene su círculo social y yo el mío. Nos conocimos en un curso de apreciación del arte y poco a poco se ha dado una especial amistad. ¡Cómo tardan estas mujeres!

—Ya sabes cómo son. Por cierto, en el cuarto Hilda y yo estuvimos platicando acerca de ustedes.

—¿Y qué platicaban?

—Pues que ustedes son muy simpáticos y que además hacen una pareja sensacional; hubiéramos jurado que estaban casados.

En eso regresaron Tina e Hilda con sendos platos de pasta.

—Hoy es noche italiana, así que después tendremos que hacer mucho ejercicio para consumir tanta caloría —comentó Tina.

—Pues haremos el que sea necesario —respondió Hilda con picardía.

En el hotel, al término de la cena, se acostumbra que un show a cargo de los animadores y después la parranda se continúa en la discoteca.


La función estuvo muy divertida. Hilda y Tina se sentaron juntas flanqueadas debidamente por Juan y por mí. No pararon de hablar en voz baja, hubo un momento en que, con señas, debí pedir que guardaran silencio.

Después del show, prácticamente me arrastraron a la discoteca, y yo, con mis dos pies izquierdos, no soy precisamente fanático del baile. A Tina, sin emabargo, le encanta y, al parecer, se había puesto de acuerdo con Hilda para correr la juerga completa, así que no me quedó más que continuar con el plan que habían establecido para no convertirme en el aguafiestas de la noche.

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