Buch lesen: «Diario de la pandemia»
Índice
Nota editorial
Guadalupe Nettel
Presentación. Tiempo de virus
Jorge Volpi
28/03-30/06, 2020
Desde el Carnaval de Venecia 2020 (La máscara)
Rachele Airoldi
El reino ermitaño
Verónica González Laporte
No hay nadie en casa
Santiago Roncagliolo
El baile de los que sobran
Alejandra Costamagna
Funámbulo sin cable de protección
Mario Bellatin
Ministros, comisionistas y vagabundos
Marcos Giralt Torrente
Los náufragos
Pedro Mairal
Butman
Chiara Valerio
Viruses, marzo 31
Martín Caparrós
La plaga número 11
Gina Zabludovsky Kuper
El Poble Sec vacío y límpido
Robert Juan-Cantavella
Del verbo tocar: Las manos de la pandemia
Cristina Rivera Garza
Un estruendo silencioso
Felipe Restrepo 87 Pombo
Primera entrega de mi cuaderno de confinamiento
Cristina Morales
Exilio en la calle principal
Julián Herbert
Jair Bolsonaro: masas, virus y poder
Fábio Zuker
La ansiedad
Mariana Enriquez
Final del viaje
María Soledad Pereira
Otro afuera
Carolina Sanín
Querida Eula Biss
Jazmina Barrera
El conejo encabeza la encuesta
Nina Yargekov
Wounda
Eduardo Halfon
A una niña le duele el costado
Ximena Ramírez Torres
Leve memoria
Margo Glantz
La cuarentena de mi madre y el virus de la impunidad
Javier García Bustos
Miedo y cybersexo
Wenceslao Bruciaga
La máquina paró
Gabriela Alemán
Aquí
Yásnaya A.
Elena Gil
Marzo-Abril 2020
Pedro Juan Gutiérrez
La imposible dedicatoria
Paul B. Preciado
Más se perdió en la guerra
Daniel Alarcón
Jugar a los neandertales
Marta Sanz
Pst… Eso ya estaba allí
Óscar Martínez
No dejaremos nunca más que nos roben nuestra vida
Annie Ernaux
Respiraciones
Daniel Saldaña París
Silencio
Katia D’Artigues
El algoritmo detenido
Luisgé Martín
Miedo
Luisgé Martí
Síntomas
Luis Chaves
Allá afuera hay monstruos
Edmundo Paz Soldán
Mi abuela de 104 años no quiere saber nada de ninguna pandemia
Ondjaki
El patio y el pueblo
Víctor Alfonso Moreno
Allá afuera
Irmgard Emmelhainz
El año de la rata
Armando Maldonado
Duelos
Luciana Sousa
Nada parece tan antiguo como el pasado reciente
João Paulo Cuenca
Multitud
Alejandro Zambra
Sobre vivir juntos
Lina Meruane
El tiempo suspendido
Guadalupe Nettel
El mejor año para iniciar una editorial
Jacobo Zanella
¿Qué hay de postre, papá?
Pedro Strukelj
Caduco mientras escribo
Paula Piedra
Cartón corrugado
Kirvin Larios
Prefiero no pensar en eso por el momento
Joca Reiners Terron
Un rayo de sol
Yael Weiss
Contrainforme del coronavirus
Javier Cercas
Oídos sordos
Rosa Beltrán
Guayaquil
María Fernanda Ampuero
Mapas negros
Rodrigo Hasbún
Escenas de un mundo hospitalario
Jesús Ramírez-Bermúdez
Yo, Pájaro
Nell Leyshon
Corona
Nick Flynn
El retorno de los viejos
Bruce Swansey 326
La covid-19 en Blanco Trópico
Adrián Curiel Riv
Miedo derretido
Martha Bátiz
El alma del señor Yoshio Tateishi
Fernando Iwasaki
Del correcto aseo de los dientes
Benjamín Cann
Visión del enclaustrado
Alberto Manguel
Por el gusto de fastidiar/divertirme
Jen Calleja
Minidiario de pandemia en tres actos
Andrés Neuman
Nadie es una isla
Bruno Arpaia
¿El futuro será esto?
Adolfo García Ortega
Ultrafalso
George Zarkadakis
Mis días felices en el infierno
Sergio Ramírez
Lo que cabe en un paréntesis
Piedad Bonnett
La cola del tigre
Eduardo Berti
Pandemónium
Claudia Amengual
Carta de Boston (desde el encierro)
Pedro Ángel Palou
Charleston/México: una realidad alterna
Eloy Urroz
¡Próspero año nuevo para todos!
Lucílio Manjate
En la covid19
Ana Pellicer Vázquez
La naturaleza como Grand Finale
Luis Felipe Lomelí
Cuatro escenas de una cuarentena en Montevideo
Ramiro Sanchiz
Tuitcciones
Juan Carlos Méndez Guédez
Travesías inmóviles
Carlos Franz
El curioso caso de dos niñas, tres aeropuertos y una pandemia
Alejandro Estivill
El halcón y el perrito
Héctor Hoyos
Cotidiano interruptus
Monique Zepeda
No puedo respirar
Mayra Santos-Febres
De las cosas que dejamos
Santiago Gamboa
Aunque no lloren
Ricardo Chávez
Manuscrito encontrado en una sesión Zoom
Carlos Cortés Zúñiga
jueves, lunes
Sergio Chejfec
El último pinguero
Rubén Gallo
Hemos perdido a un amigo, y todo sigue igual
Karolina Ramqvist
La medida de lo posible
Elisa Díaz Castelo
A las ocho y veinte
Juan Aurelio Fernández Meza
Encierro
David Villanueva
Fragmentos desde el encierro
Gabriela Ardila Chausse
Más de cuarenta días
Luz Ángela Cardona
Último viaje
G. Jaramillo Rojas
La voz pública en tiempos del covid-19
Andrea Ruiz González
Un refugio durante la pandemia
Gema Mateo
Juntos en casa
Claudia Incháustegui López
El pianista
Mario Morales
Día 1455
Efraín Villanueva
Primera jornada
Saúl Juárez
No playa
Abraham Truxillo
Los poetas y la ciudad de los leprosos
Jeyver Rodríguez
Infancias virtuales
Gabriela Frías Villegas
Incertidumbre
Martina Forchino
Desescalar
Rocío Wittib
La generación de las plazas vacías
Rafael Mendoza Torres
Crisis de humanidad
Cristóbal León Campos
Un deseo al aire
Flor Yáñez
Entender lo inentendible
Alejandra Ibarra Chaoul
Del Cauca y sus silencios
Catalina Sierra Rojas
(…)
Mariana Flores Lizaola
Detén tu tiempo, Ratón
Paola Ojeda
El deseo, las muertes
Casamayor-Cisneros
Catorce cuadernos de una actriz encerrada
Renata Moreno
Libro de las Lamentaciones
Darío Rodríguez
El hastío de la palabra nariz
Ivonne Laus
Tratamiento contra el polvo
Irasema Fernández
Un pan recién horneado en la pantalla
Víctor A. Mojica
Una cuarentena verde
Orlando Mazeyra Guillén
Noticia de mis cosas
Ana Laura Magis Weinberg
Andar a tientas en la oscuridad
Eduardo Cerdán
Capitalopandemia
Alberto Navarro
Hora de comer
Estefanía Ibáñez
Semblanzas
Aviso legal
El Diario de la pandemia se escribió durante los primeros meses de zozobra y confinamiento que experimentó el mundo entero tras la propagación del coronavirus. Todos los días, desde finales de marzo hasta el 30 de junio, más de 100 escritores mandaron a la Revista de la Universidad de México estos textos urgentes e inmediatos donde expresaban su angustia, su desazón, sus observaciones acerca del periodo extraordinario y oscuro por el que atravesamos, para que los publicáramos en la versión digital de nuestra revista.
Este libro reúne ensayos tan lúcidos y elocuentes como “Del verbo tocar: Las manos de la pandemia y las preguntas inescapables”, firmado por la mexicana Cristina Rivera Garza, hasta testimonios de honestidad lacerante como “La ansiedad”, de la argentina Mariana Enriquez. Se trata de una serie de ventanas a distintas ciudades —como Buenos Aires, Sevilla, Montreal, Berlín, Managua, Estocolmo, México, París, Bogotá y Saltillo, entre muchas otras— desde donde escritores de diversas edades, lenguas y culturas contaron sus experiencias ocurridas desde lugares secuestrados por el dolor y el miedo. Agradecemos a todos ellos haberse tomado el tiempo y el esfuerzo para contribuir a esta obra conjunta que dejará un testimonio revelador. También agradecemos a los autores espontáneos que, inspirados por estas contribuciones cotidianas, sumaron su voz desde la sección “Balcones”, creada con el propósito de que ninguna vivencia quedara excluida de esta obra colectiva.
Nuestro deseo es que este libro contribuya a que nunca se olvide lo que aprendimos durante este periodo. Si la pandemia nos ha enseñado algo es lo importante que resulta para los seres humanos estar cerca unos de otros, el dolor de la lejanía y la responsabilidad que cada uno tiene sobre la desgracia y el bienestar de los demás. Sólo los esfuerzos conjuntos podrán garantizar nuestra sobrevivencia y —esperamos— el tránsito hacia un mundo más igualitario y más consciente.
—Guadalupe Nettel
Tiempo de virus
Jorge Volpi
La peste pasará, los libros en el tiempo amarillo
seguirán tras las hojas de los árboles.
Eugenio Montejo
1. Contagio
Un fantasma recorre el mundo, el fantasma del apocalipsis viral. Pocas metáforas han alimentado tanto los miedos del siglo xxi como aquellas derivadas de la biología y en particular de la epidemiología. De pronto, los complejos nexos que hemos ido descubriendo en todos los ámbitos en estos azarosos y desconcertantes tiempos de capitalismo tardío parecen necesitar de este lenguaje para explicar sus desafíos. Decenas de series y películas —de Contagio, de Steven Soderbergh a Doce Monos, de Terry Gilliam, pasando por todo el orbe de zombis que va de The Walking Dead a Guerra Mundial Z— han retratado este pavor que ahora por fin parece encarnarse en la epidemia del nuevo SARS-CoV-2.
Medio vivos y medio muertos, los virus, formados con trozos de material genético recubiertos por una membrana y cuyo único objetivo parece ser reproducirse enloquecidamente, se han convertido en nuestra más grande amenaza, pero también en nuestro mayor anhelo. Trasladándolos del ámbito de las ciencias naturales a la informática, les hemos dado su nombre a esos programas malignos que desquician nuestros aparatos tecnológicos y decimos que se vuelve viral cualquier información que de pronto estalla en redes sociales. También a las células terroristas y a los migrantes hemos querido tratarlos como virus, elementos patógenos que llegan a nuestros países con el único objetivo de invadirnos.
Nuestros mayores enemigos se comportan como virus, están allí, agazapados en algún lugar, hasta que de pronto —como el coronavirus que salta de un murciélago y un pangolín a un humano—, paralizan medio mundo. Virus y zombis, los dos emblemas de nuestra época. El elemento externo que nos inocula desde dentro y los monstruos en los que nos transmutamos: seres desprovistos de voluntad, medio vivos o medio muertos, incapaces de tomar decisiones, obsesionados únicamente con devorarnos unos a otros. Algo semejante a lo que nos ocurre a diario en las redes sociales, donde nos convertimos en estos mismos caníbales descerebrados.
2. Covid-19 y sus metáforas
Miedo al otro. Pánico a las multitudes y a las aglomeraciones. Individualismo exacerbado. Desconfianza hacia las autoridades. Teorías de la conspiración sobre el origen de la pandemia. Teorías de la conspiración sobre el número de infectados. Recuento diario de enfermos y muertos, como en una guerra. La guerra como estrategia política. Fascinación morbosa ante la curva epidémica. Falta de información. Exceso de información. Y, por supuesto, el encierro. Cada uno en su propio país, en su propia ciudad, en su propia casa. Confinamiento voluntario y luego obligatorio. Estados de emergencia y excepción. Fronteras clausuradas. Suspensión de vuelos. Aislamiento frente al resto del mundo. Nacionalismo como legitimación de las medidas extremas. Xenofobia. Expulsión de los extranjeros. La calle como peligro. El mundo virtual como única conexión con el exterior. Aburrimiento, acedia, apatía, depresión. Aumento de la violencia intrafamiliar, de la violencia de género y del abuso infantil. Nuevas formas de convivencia.
Como advertía Susan Sontag en su visionario La enfermedad y sus metáforas (1978), que daba cuenta de la forma de referirnos a los afectados por la tuberculosis y el cáncer, y posteriormente en su El sida y sus metáforas (1989), lo peor que podemos hacer ante un padecimiento clínico es asociarlo con el carácter de quien lo sufre. En vez de ello, deberíamos pensar que cualquier enfermedad, como la producida ahora por el SARS-CoV-2, es sólo eso y no un cúmulo de imágenes que nos llevan a actuar frente a ella y quienes la padecen a partir de nuestros prejuicios. La tarea de reducir a su carácter puramente científico este nuevo coronavirus se torna, sin embargo, ilusoria. Tan misterioso como amenazante, tendemos a antropomorfizarlo, a cubrirlo de significados y luego, de modo irremediable, a politizarlo al extremo.
En este ambiente, florece el miedo y en particular el miedo hacia los otros. Y si esos otros son un poco distintos, extranjeros en particular, más aún. A fin de cuentas, el virus ha llegado hasta nosotros desde la remota China traído por viajeros irresponsables: es un mal que, como quiso insinuar Trump, viene de fuera para despedazarnos por dentro. La distancia social para evitar el contagio se transmuta en cuarentena —otro término lleno de connotaciones apocalípticas—, cerramos nuestras fronteras creyendo que esa medida va a protegernos y, entretanto, desconfiamos de todo lo que se nos dice. El covid-19 nos lanza hacia una nueva era, aún incierta y desasosegante que nos transformará a todos, por unos meses, en hikikomoris. Seres obligados a pensarnos de nuevo en este largo viaje alrededor de nuestros cuartos.
3. Distopía
A fuerza de imaginarla, de ver o leer historias de asteroides mortíferos, invasiones alienígenas, inundaciones o sequías, simios o robots rebeldes, misteriosas epidemias, por fin vivimos una distopía. Un virus desconocido que se extiende por el mundo como el fantasma de Marx —con mayor efectividad— decidido a destruir las sociedades que hemos amalgamado en los últimos decenios. La alarma es legítima: las cifras de contagiados y muertos deberían acentuar nuestra empatía hacia las víctimas y quienes las atienden. Pero, como suele ocurrir en los blockbusters hollywoodenses de catástrofes, la respuesta de nuestros políticos ha sido tan improvisada como caótica. Por más que virólogos y expertos intentaron prevenirnos sobre una posible pandemia, las acciones de las autoridades oscilan entre la improvisación, la prisa y el pánico. Nadie sabe cómo combatir el mal y las soluciones, en teoría apoyadas por la evidencia científica, nos lanzan a nuevos abismos de incertidumbre.
Como en toda distopía, el peligro extremo invoca medidas extremas. De pronto, en Occidente vemos a China con tanta suspicacia como envidia. Si sus dirigentes lograron “aplanar la curva” —frase típica del newspeak de esta era— fue porque impusieron la reclusión como sólo puede hacerlo una nación totalitaria. Y de pronto vemos a países que son ejemplos de democracia instaurando estados de emergencia unilaterales, sin el consenso de sus parlamentos. No se trata tanto de cuestionar las medidas, como su origen: decisiones de los ejecutivos sin la menor discusión pública.
Y, si no envidiamos a China, anhelamos ser Corea. Un sitio donde se “aplanó la curva” gracias a una app que reporta la temperatura de los ciudadanos —así como sus datos personales— a la autoridad. Una nueva distopía: la vigilancia de los cuerpos —una pesadilla de Foucault— a través de la tecnología. Insisto: no se trata de cuestionar el encierro, sino de señalar las tentaciones autoritarias que lo envuelven. Y, si no, veamos algunas conductas en España o Italia: vecinos que denuncian a sus vecinos a la policía por salir a correr o a pasear al perro con el celo propio de agentes de la Stasi.
4. Políticas del virus
No sabemos si son parte de la vida o solo se aprovechan de la vida, pero sí que los virus son, en esencia, información. Son diminutas máquinas ciegas que se limitan a ejecutar órdenes. No deja de resultar paradójico que uno de estos obcecados programas —para colmo dotado con un gran talento para viajar de un ser humano a otro— se haya convertido en la mayor amenaza para nuestra sociedad de la información.
Jamás había ocurrido algo semejante. Epidemias y plagas abundaron en el pasado, pero en sociedades cuyos contactos con otras civilizaciones eran pequeños o nulos y donde la información fluía con enorme lentitud. Por ello el covid-19 luce como la enfermedad prototípica de la globalización neoliberal: un padecimiento que parece provenir de la esencia misma de la cultura que hemos construido en los últimos 30 años y que se vuelve contra ella misma.
Con la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética, concebimos un mundo que aspira a ser un mercado: intercambios comerciales —y de información— sin fronteras nacionales, reservadas sólo para las personas. Un mundo donde el estado ha quedado reducido al mínimo y donde hasta los servicios públicos terminan en manos privadas. Un mundo de frágiles democracias y gigantes autoritarios como China. Un mundo donde prima el egoísmo y se desdeña la solidaridad. Un mundo donde unos cuantos concentran casi todo el poder y la riqueza. Un mundo obscenamente desigual.
Este es el mundo que a la vez encarna y pone en peligro el coronavirus. Lo primero que hemos visto ha sido un inesperado resurgimiento de los estados nacionales: cada país —y a veces cada región— ha tomado las medidas que ha querido sin ponerse de acuerdo con sus vecinos. Poco importa que el SARS-CoV-2 nos ataque a todos por igual: desenterramos la añeja idea de que, para protegernos, basta un cierre de fronteras. La tentación por mantener las restricciones a la movilidad, de por sí acentuada con la crisis migratoria global —con sus cargas añadidas de racismo y xenofobia—, será difícil de combatir.
La evidente debilidad de nuestros sistemas de salud apunta, por suerte, en la dirección contraria: ¿qué político se atreverá, a partir de ahora, a proponer nuevos recortes al estado de bienestar? Pero quizás esta sea la única melladura en el modelo neoliberal: incluso con la gigantesca recesión que se avecina, no se vislumbran otros remedios que los aplicados ya durante la crisis de 2007-2008: una reconstrucción que sólo beneficiará, de nuevo, a los más ricos, transfiriendo enormes cantidades de recursos de la clase media a las empresas. Lo peor que puede ocurrirnos, al final de la pandemia, es que permitamos que el nuevo mundo esté hecho a imagen y semejanza del covid-19.
5. Encierro
Frente a la enfermedad, el encierro. Desde la antigüedad sabemos que el mayor peligro durante una epidemia somos nosotros mismos. Mucho antes de que descubriésemos el avieso poder de los virus, ya habíamos aprendido a aislarnos unos de otros. De la plaga de Atenas reportada por Tucídides a la influenza española, pasando por la peste negra, el remedio ha sido el mismo: el enclaustramiento en la propia casa y, de ser posible, en la propia habitación. Para romper la cadena de contagio se impone quebrar justo esa compleja red de vínculos que nos convierte en humanos.
Desde que se inició la pandemia de covid-19, hemos regresado al medievo. Ante un patógeno frente al cual no tenemos defensas naturales no queda, otra vez, sino el encierro, sólo que ahora no lo aliviamos contándonos un cuento cada día, sino con los mil cuentos de la red, la radio o la tele. Parecería que, tras milenios de enfrentarnos a las enfermedades contagiosas, no hemos avanzado nada. Si pudiésemos vernos desde el futuro, como ahora miramos a los supervivientes de la peste, el juicio sobre nuestra respuesta a la pandemia de 2020 debería ser mucho más severo.
Aunque se nos diga que esto era inimaginable, las sociedades más desarrolladas de la historia son responsables del desastre. En primer lugar, porque también somos las sociedades más desiguales de la historia, lo cual provoca que el encierro no sea equivalente para todos. Cada año mueren 9 millones de personas por hambre o enfermedades asociadas con el hambre, aunque se trata de 9 millones que a nadie le importan. Si cerramos el planeta entero por el covid-19 es porque afecta, en cambio, a las élites. Élites dispuestas a encerrarse a cal y canto en sus hogares mientras —igual que en la Edad Media— millones de desafortunados mantienen la producción y el abasto de bienes y servicios indispensables para sobrevivir cómodamente al arresto. Si el encierro es el infierno, en sociedades tan inequitativas como las de América Latina, también es un privilegio.
6. Suspensión animada
Cuando los neurocirujanos estiman que un paciente corre peligro de sufrir graves daños cerebrales, optan por una medida extrema: la administración de barbitúricos para causar un coma inducido. La idea es disminuir la presión intracraneal a cambio de postrar al sujeto en un profundo estado de inconsciencia. No es una metáfora descabellada afirmar que las decisiones de nuestros poderes médicos y políticos frente a la pandemia obedecen a una estrategia semejante: paralizar casi por completo nuestras sociedades —los sectores que no se consideran esenciales, y en particular los vinculados con el pensamiento— a fin de reducir la velocidad de contagio.
Frente a la imposibilidad de reunirnos en aulas y auditorios, teatros y salas de conciertos, o en la vía pública, nos hemos conformado con trasladar estas disciplinas al entorno virtual. Miles de profesores y alumnos se reúnen a diario en diversas plataformas, mientras las instituciones culturales han creado raudos programas en línea, que van de recorridos por galerías y museos a obras teatrales omusicales por Zoom a concursos literarios, escénicos o cinematográficos, generando una sobreoferta con la que hemos querido llenar, un tanto neuróticamente, nuestros vacíos recintos analógicos.
Poco antes del estallido de la pandemia —ahora nos parece tan lejano—, las manifestaciones feministas clamaban por un nuevo orden global. Como tantas, esa lucha también ha quedado en suspenso. La disidencia en redes sociales —espacios privados, a fin de cuentas— no tiene el mismo impacto sin su correlato real. Ante la magnitud de la tragedia, los políticos nos exigen unidad, no crítica. No debemos resignarnos: aun confinados, nos corresponde mantener el espíritu contestatario frente a todas las acciones del poder. De otro modo, regresaremos de este coma con un irreparable daño cognitivo.
7. Conejillos de Indias
¿Y si los encerramos a todos en sus casas? ¿Y si durante semanas o meses les impedimos salir a la calle? ¿Y si cerramos sus bares y restaurantes, sus escuelas y universidades, sus parques y centros deportivos, sus cines, teatros y salas de conciertos? Estas malignas preguntas, que parecerían provenir de una novela de Stanislaw Lem o de Ursula K. Le Guin —o, en otro extremo, de Kafka—, son ahora parte de nuestra realidad cotidiana. De pronto, los seres humanos nos hemos convertido en cobayas de un gigantesco experimento social cuyas consecuencias sobre nuestros cuerpos y nuestras mentes son incalculables.
Cada día sabemos más del virus y cada día nos damos cuenta de lo poco que sabemos. No hay duda de que circula de una persona a otra a partir de las gotas que expelimos al hablar, toser o estornudar o de los objetos que tocamos: esta certeza nos ha enclaustrado. Pero la variedad de medidas implantadas en cada sitio, en teoría dictadas bajo criterios técnicos, demuestra que nadie sabe bien qué hacer. Ni siquiera sabemos cuántos infectados hay en el planeta.
Somos conejillos de Indias que, obligados a permanecer entre cuatro paredes —la mayor parte de la humanidad dispone de unos pocos metros cuadrados frente a quienes se distraen o ejercitan en patios o jardines—, de seguro seremos estudiados por los científicos del futuro como una anomalía cuyos desperfectos —depresión, ansiedad, obesidad, paranoia o simple miedo— definieron la tercera década del siglo xxi.
8. Sobrevivir (o no)
Cada crisis —económica, política, social— genera un gran número de perdedores, naciones tanto como empresas e individuos, pero también provoca que, quienes mejor se aprovechan de las circunstancias o de sus ventajas competitivas, salgan ganando del desastre. Ahora que estamos sometidos al feroz ataque de un virus que parecería empeñado en usarnos como medio de cultivo, nos volvemos más conscientes de los férreos dictados de la evolución: quienes mejor se adapten sobrevivirán y quienes no sean capaces de hacerlo correrán el riesgo de extinguirse.
La metáfora evolutiva, tantas veces sacada de contexto, adquiere hoy inquietantes resonancias. Así como este coronavirus logró saltar de animales a humanos, adaptándose para vencer a nuestro sistema inmune —o para volverlo contra nosotros mismos—, unas cuantas compañías y unos cuantos países han sabido valerse del caos para obtener incalculables beneficios. Cuando salgamos del encierro —cuando contemos con una vacuna o nos hayamos inmunizado en masa, con la vasta cantidad de muertes que esta opción conlleva—, el mundo no será exactamente el anterior y los más aptos —que no los más fuertes— habrán aumentado drásticamente su poder o su riqueza.
A los grandes perdedores de la pandemia los reconocemos de inmediato, pues son los mismos de siempre: en el reino de la desigualdad provocado por el neoliberalismo, los más pobres continuarán sufriendo más. Algunas estadísticas ya lo demuestran: en Estados Unidos, la tasa de infecciones y muertes es mucho mayor entre afroamericanos y latinos que entre caucásicos. La razón, por supuesto, no es racial: tiene que ver con los recursos y el acceso a los sistemas de salud. Pronto, en América Latina y África los más desprotegidos enfrentarán idéntica suerte y, como siempre, serán los más afectados por la crisis.
En términos económicos, millones de empresas, grandes y pequeñas, sufrirán, se extinguirán o se volverán irrelevantes —del sector inmobiliario a la industria automotriz y del turismo al entretenimiento y la cultura—, mientras las industrias tecnológicas incrementan alarmantemente sus ingresos. Amazon, denunciado en Francia por no proteger a sus trabajadores, ya ha hecho de Jeff Bezos el hombre más rico del planeta. Google, Microsoft o Facebook se consolidan como poderes omnímodos a los que recurren los desgastados gobiernos nacionales en busca de auxilio. Y lo que mejor saben hacer, por desgracia, es vigilarnos y comercializarnos.
9. Libertad condicional
Para unos, es la prueba de la eficacia del gobierno a la hora de atender la pandemia; para otros, la comprobación de sus mentiras o sus fallos. La misma estadística, fría y seca, usada a conveniencia. Si la ciencia aspira a ser objetiva, sus interpretaciones jamás lo son, y menos todavía sus usos políticos. Así como los nazis exigían una ciencia alemana opuesta a la ciencia judía o los soviéticos impulsaban, con Lysenko, una evolución proletaria, amparada en la cooperación al interior de la misma especie, contraria a la biología capitalista que aseguraba la ávida competencia, en cualquier momento la ideología es capaz de nublar cualquier argumento técnico.
Luego de esta larga cuarentena, el imperioso regreso a la normalidad, o a esa precaria normalidad que llamamos nueva, ha comenzado a asociarse con la derecha —en Estados Unidos, la enarbolan los republicanos—, mientras que la necesidad de mantener la reclusión y la distancia adquiere tintes de izquierda —y es defendida con ardor por los demócratas. Ambos grupos se valen, en teoría, de los mismos datos para justificar sus apuestas. Una vuelta inmediata, incluso cuando las infecciones continúan su curso, luce, así, como una medida típicamente neoliberal, pues privilegia la economía y el lucro sobre salvar vidas, mientras que posponerla parecería una medida progresista impulsada por la solidaridad hacia los más vulnerables.
¿Cuántas muertes de ancianos o enfermos crónicos provocará un intempestivo regreso? ¿Basta con haber “apla-nado la curva”, es decir, con descargar un poco la presión sobre nuestros sistemas sanitarios, para reabrir la temporada de contagios? ¿Para qué este duro encierro si habremos de clausurarlo sin poder anticipar las consecuencias? Ninguna economía resistirá un confinamiento más largo, pero, ¿ello basta para apresurar su reactivación? Los científicos advierten sobre la posibilidad de una nueva y más mortífera ola de contagios en el otoño o de brotes periódicos que obligarán a nuevas medidas de aislamiento. En este periodo de incertidumbre, lo más probable es que nuestra ansiada libertad vaya a ser sólo condicional.