Buch lesen: «Memorias de Cienfuegos»
Categoría: Novela histórica
Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa
Título original: Memorias de Cienfuegos
Primera edición: Abril 2021
© 2021 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Portada: Silvia Vázquez-Figueroa
Fotografía de portada: @Shutterstock
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
ISBN: 978-84-18811-01-2
Impreso en España
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Memorias de Cienfuegos
Alberto Vázquez-Figueroa
Prólogo
Han pasado cuarenta años desde que naciera Cienfuegos. Fueron tales la fuerza y el éxito literario del personaje que el primer título se extendió hasta convertirse en una serie de siete libros que Alberto Vázquez-Figueroa estuvo escribiendo y publicando durante una década en los años 80 impulsado por la fascinación que sentía por el choque de dos civilizaciones diametralmente opuestas que supuso el descubrimiento de América.
Cienfuegos –nacido en la remota isla de La Gomera, analfabeto y cabrero, para más señas– ha sido seguramente la criatura más exuberante, disparatada y auténtica que la desbordante imaginación del novelista canario haya creado en su extensa producción literaria. Un personaje extremo que a lo largo de la saga fue creciendo hasta transformarse en un auténtico héroe de leyenda.
Junto a él, Vázquez-Figueroa se embarca en la bodega de una de las naves de Cristóbal Colón camino del Nuevo Mundo (aunque ya sabemos que ellos iban a otro sitio), y con él recorre las inexploradas tierras americanas convirtiéndonos en testigos de primera mano de las que pudieron ser las hazañas y desventuras de los audaces españoles que en el siglo XV osaron atravesar el Océano Tenebroso y adentrarse en exóticas tierras vírgenes rebosantes de mil y un peligros.
Nunca antes la historia del Descubrimiento se había contado de forma tan amena y sorprendente, lo que explica el rotundo éxito de una saga de libros que ya son todo un clásico y que han leído millones de personas en todo el mundo.
El lector, igual que Ingrid Grass, la vizcondesa de Teguise, se enamora irremediablemente, en apariencia de forma inexplicable, del cateto pelirrojo, pero los encantos del que no tiene más posesión que su inagotable perspicacia son tantos que sobrepasan con mucho las limitaciones de sus orígenes humildes y rústicos. Cienfuegos se va haciendo grande en proporción al tamaño de los desafíos y penalidades que tiene que atravesar, demostrando que la inteligencia no depende de los títulos universitarios, y que la grandeza del ser humano estriba en la grandeza de su alma, siendo la de Cienfuegos la más noble y libre que nadie pueda tener.
Alberto Vázquez-Figueroa da rienda suelta a su talento y deja hacer a un personaje cuya capacidad e inventiva para superar peligros y dificultades asombra, y cuyo desmedido afán de libertad despierta los anhelos y sueños más profundos del lector atrapado en una vida rutinaria y predecible. Muchas veces Iche se encontró a su marido riéndose a carcajadas en su despacho en la parte alta de su casa de Lanzarote mientras trabajaba. El escritor le contaba que la culpa la tenía Cienfuegos –que campaba ya a sus anchas por las líneas de sus novelas– con sus ocurrencias y su sentido del humor, de una lógica tan aplastante como la de un niño, casi surrealista.
Con estas premisas no sorprende que Alberto Vázquez-Figueroa recibiera durante años innumerables peticiones para continuar la serie que se cerró tras el séptimo libro publicado, «pues alguna vez tenía que acabar».
Pero ahora, tres décadas después de la publicación del último libro de la saga y desde el prisma único que da la madurez (del autor y del personaje), ese deseo de muchos lectores se ha hecho realidad y Cienfuegos vuelve con sus memorias en un ejercicio literario magistral que recoge los momentos más interesantes de la historia del descubrimiento de América, con un estilo brillante que destila socarronería y sabiduría a partes iguales.
Sin duda este es un broche de oro a una saga que ha hecho historia en la literatura y que se puede leer de forma independiente, y que asombrará a muchos por su rigor histórico a pesar de ser una insuperable novela de aventuras que solo Alberto Vázquez-Figueroa podía escribir.
La editora
Capítulo I
–Permitidme que me presente; me llamo Bernardo Olivar, Marqués de Peñagrande, y os pido disculpas por el retraso. Con semejante diluvio los caminos han quedado intransitables. ¿Cómo os encontráis?
–Muy bien porque imagino que pocos seres humanos de tan humilde cuna y tan escasa fortuna hayan acabado residiendo en un palacio tan fabuloso.
–¿Y cómo os tratan?
–Como al mismísimo emperador, aunque empiezo a preguntarme si en realidad soy huésped o prisionero.
–Sois huésped porque a los ojos de Su Majestad ninguno de estos cuadros, tapices, fuentes o estatuas, e incluso me atrevería a decir que el conjunto de todos ellos, valen lo que Vos. Únicamente son objetos que tal vez formen parte de la historia, mientras que Vos sois la historia misma.
–¿Por eso se me vigila a todas horas?
–No es vigilancia; es protección.
–¿Protección de qué? Ya no tengo enemigos; todos murieron, y si por casualidad alguno respirara apenas le quedarían fuerzas para levantar la espada.
–Vuestros enemigos no son de temer, puesto que habéis demostrado sobradamente saber cómo eliminarlos; lo que a Su Majestad le preocupan son «sus» enemigos, que por desgracia proliferan.
–Me esfuerzo por entenderos, pero en verdad me resulta difícil aceptar que un simple cabrero preocupe a su Alteza.
–Le preocupa, y mucho, mi estimado amigo. ¡Mucho! ¿Acaso tenéis una idea de lo que darían portugueses, ingleses, holandeses o franceses por saber lo que Vos sabéis sobre el Nuevo Mundo? ¿Quién conoce mejor sus ríos, montañas, selvas, costas, vientos, y sobre todo los «derroteros» que sirven para llegar de un lado a otro?
–¡Visto así…!
–¿Y qué otro modo hay de verlo? ¿Conocéis a alguien que haya pasado más de veinte años, ¡casi treinta!, recorriendo ese Nuevo Mundo de punta a punta?
–A nadie ciertamente.
–Pues ahí está la respuesta. Sois el único que tiene gran parte de ese continente en la cabeza y Su Majestad en persona me ha ordenado que recoja la información que atesoráis, y que resultará mucho más importante que todo lo que encierra este palacio, por muy Alcázar de Sevilla que sea. Sus muros seguirán aquí durante siglos, pero por desgracia vuestra memoria no.
–¿Acaso pensáis abrirme la cabeza para ver lo que guardo en ella?
–Difícil resultaría puesto que, por cuanto sé de Vos, la tenéis muy dura, pero pienso exprimiros hasta obtener la última gota de vuestra sabiduría.
–Nunca nadie me había considerado sabio. Peleón y porfiado, sí, pero nunca sabio.
–Sabio es todo aquel que sabe lo que los demás ignoran, y en lo que respecta a cuanto se encuentra en la otra orilla del océano no hay quien se os compare. En estos momentos sois el hombre más valioso del imperio. ¿Aceptaríais colaborar?
–Si el emperador manda, obedezco.
Pese a que resultaba evidente que aquella era la respuesta que esperaba, don Bernardo Olivar sonrió satisfecho, hizo repicar una campanilla y al poco se abrió la puerta e hizo acto de presencia un hombre alto, flaco y de rostro tan cerúleo que parecía no haber visto el sol en media vida.
El Marqués de Peñagrande lo saludó con un leve gesto de cabeza al tiempo que señalaba:
–Fray Gaspar de Vinuesa dejará cumplida constancia, palabra por palabra, de cuanto tengáis a bien contarme.
El desgarbado larguirucho tomó asiento y tras extraer de una resobada cartera un grueso fajo de hojas, un tintero y una docena de afiladas plumas, carraspeó respetuosamente, con lo que al parecer pretendía dejar de manifiesto que estaba dispuesto.
Don Bernardo Olivar alzó los ojos y se santiguó como rogando ayuda a los cielos:
–Que el Señor tenga a bien iluminarnos. ¿Cómo os llamáis?
–Cienfuegos.
–¿Nombre completo?
–Cienfuegos. Nunca he tenido otro porque nunca fui bautizado, y nunca he sabido si se debe al color de mi pelo o a un simple apodo de razón desconocida.
–¿Lugar de nacimiento?
–Isla de La Gomera.
–¿Fecha?
–Supongo que sobre mil cuatrocientos setenta y seis, pero no puedo asegurarlo.
–¿Nombre de vuestros padres?
–Por lo que me contaron, mi padre debió ser un marino noruego de paso por la isla, y a mi madre siempre la llamé simplemente «madre».
–Pero algún nombre tendría.
–Lo supongo, pero era una «cabrera de barranco», hija y nieta de «cabreros de barranco», que tenemos fama de ser los únicos que nos entendemos por silbidos, y aunque soy capaz de emitir el tono por el que la llamaban, no sabría cómo explicarlo con palabras.
–¿Y a qué se debe esa rara costumbre de entenderse por silbidos en lugar de palabras?
–A que sabido es que los silbidos se transmiten mucho más lejos que la voz humana y la isla es extremadamente montañosa, con altos riscos y barrancos profundos.
–¡Curioso, vive Dios…!
–Quien no se adapta a la naturaleza no sobrevive.
–Cierto. Hábleme de su madre.
–Falleció siendo yo un muchacho y debió morir del llamado «cólico miserere» porque se retorcía de dolor tocándose el estómago. La enterré detrás de la cabaña y a partir de ese día siempre estuve solo. Mi madre nunca supo leer ni escribir, y por lo tanto yo tampoco, aunque de nada me hubiera servido, ya que la mayoría de las palabras me resultaban desconocidas. Lo que sí os aseguro es que no había nadie que conociera mejor la isla o fuera capaz de lanzarse mejor por los acantilados y los riscos. Supongo que por aquel entonces tenía algo de cabra, algo de mono y algo de cernícalo.
Fray Gaspar de Vinuesa alzó la mano como pidiendo tiempo para terminar la frase con su perfecta caligrafía y en cuanto la hubo bajado de nuevo Cienfuegos añadió:
–Me bastaban un poco de leche, algo de queso y lo que cazaba a pedradas, y al no conocer más que aquella vida en la que no tenía que depender de un lugar que pudiera considerar casa, vagabundeaba tras el ganado sin rendir cuentas más que al capataz, que subía dos veces al año a comprobar que los animales continuaban aumentando, aunque a nadie le importaban gran cosa ya que el amo se interesaba más por el tráfico de esclavos.
–¿Tráfico de esclavos…? ¿Esclavos africanos?
–Esclavos tinerfeños.
–¿Qué pretende decir con eso de esclavos tinerfeños?
–Lo que he dicho; el amo organizaba expediciones a Tenerife, que era la única isla que aún no había sido conquistada, y a los pocos días regresaba con un cargamento de hombres, mujeres y niños.
–No existe constancia oficial de dicho tráfico.
–Pues yo lo vi, y si Su Excelencia empieza a dudar de lo que digo no quiero ni imaginar lo que pensará cuando le hable de cuanto me ocurrió posteriormente.
–Mis disculpas.
–No tiene por qué darlas, pero si se ve obligado a hacerlo cada vez que le cuente algo que le parezca inverosímil corremos el peligro de morir de viejos a mitad de camino, así que sigamos con lo nuestro.
–Como gustéis.
–La única vez que bajé al pueblo un cura intentó bautizarme y una gorda bigotuda me aseguró haber sido amiga de mi madre, y por lo tanto no podía permitir que el hijo de un ser del que conservaba tan gratos recuerdos durmiera en la calle. Me metió en un barreño frotándome y enjabonándome hasta dejarme reluciente, y al poco aconteció una cosa inconcebible, ya que a pesar de que nunca había oído hablar de cristianos antropófagos, creyendo siempre que era una costumbre limitada a los salvajes, intentó devorarme, y además lo hizo comenzando por mis partes más íntimas.
–¡Dios Bendito!
–Aterrorizado di un salto a riesgo de dejarle un trozo de prepucio entre sus dientes y lanzándome por la ventana caí en una cochiquera donde a punto estuve de que un puerco acabara quedándose lo que no había conseguido comerse la gorda.
El escribano alzó de nuevo la mano, pero en esta ocasión no fue para pedir que le diera tiempo, sino para evitar que la mano le temblara por la risa.
Al marqués se le advertía ciertamente desconcertado:
–Esa mujer debería estar en la cárcel por corruptora de menores.
–En aquel tiempo, y tan ignorante como era, tan solo pensé que la pobre tenía hambre, pero lo cierto es que escapé del pueblo desnudo, apestando a estiércol y jurándome no volver a bajar, puesto que la costa se me antojaba un lugar tenebroso cuyas reglas de conducta renunciaba a comprender. Durante algún tiempo mis únicos contactos fueron por silbidos, o con el capataz, que un día me anunció que el viejo amo había muerto y que a su hijo, que había desembarcado en la isla unos días antes, también le interesaban más los esclavos que las cabras. Se solían pagar doce cabras por esclavo.
–¿Quién era ese nuevo amo?
–El capitán León de Luna, Vizconde de Teguise, que llegó con su esposa, que era una joven alemana amante de la naturaleza. Solía abandonar muy de mañana el viejo caserón, unas veces a pie y otras a caballo, y se adentraba en los valles o se perdía en los bosques, por lo que lo inevitable ocurrió un caluroso mediodía en el que por casualidad coincidimos a orillas de una laguna.
–¿Lo inevitable…? ¿Estáis insinuando que os atrevisteis a violar a una vizcondesa?
–No fue violación; fue mutuo acuerdo.
–Pero seguía siendo una vizcondesa… ¡Y casada!
–Yo no sabía que era vizcondesa, ni que estuviera casada. Apenas la entendía porque casi siempre hablaba alemán y ni siquiera sabía silbar.
–¡Bendito sea Dios! ¿Tenéis idea de lo que significa haber mantenido relaciones carnales con la esposa de un vizconde?
–¿Cómo que si la tengo? ¡Naturalmente que la tengo! Todo cuanto me ha sucedido posteriormente ha venido motivado por ello, pero os aseguro que pese a las incontables penalidades y desventuras que he sufrido no me he arrepentido ni un solo instante.
–Cometieron adulterio...
–¿Y quién no lo ha cometido alguna vez? ¿Acaso Vos no?
–No se trata de mi historia sino de la vuestra –fue la evasiva respuesta de quien sin duda se sentía incómodo por la pregunta.
–A Ingrid la habían obligado a casarse con un hombre que le doblaba la edad, bebía hasta caer redondo, se comportaba como un cerdo y disfrutaba cazando esclavas de las que abusar. Y no es que me esté justificando; no lo necesito, ya que dudo que a los marinos, cartógrafos, exploradores y adelantados que tengan que jugarse la vida adentrándose en los mares, selvas y montañas del Nuevo Mundo les interesen más mis pecados que mis conocimientos.
–Lo acepto. Prosigamos.
–Cuando el capitán regresó de una de sus expediciones, un alma caritativa le puso al corriente de lo que acontecía, por lo que aprestó sus armas, llamó a sus perros y subió a los riscos decidido a no regresar sin mi cabeza.
–Cualquier hombre decente hubiera hecho lo mismo.
–Era muy valiente, de eso no hay duda, y sus mastines unas auténticas bestias, pero allá arriba no le servían de nada. Maté dos a pedradas, el otro se despeñó solito y al vizconde tuvieron que ir a buscarlo tres días más tarde porque no era hijo ni nieto de «cabreros de barranco», y aunque le sobraban cojones, tenía vértigo.
El desgarbado alzó la mano:
–No se puede escribir «cojones» en un documento oficial.
–Escríbalo, y si un censor se atreve a cambiarlo que lo cambie a su riesgo, porque mis órdenes, de boca del mismísimo emperador, son transcribir lo que nuestro invitado diga, palabra por palabra.
–¡De acuerdo! «Cojones y tenía vértigo». Podéis continuar.
–Con frecuencia me he arrepentido de haber llevado a un hombre que únicamente pretendía lavar su honor a una situación tan humillante; intento imaginar lo que debió sentir cuando comprendió que le abandonaba allí y corría a acostarme con su esposa, y por lo tanto entiendo que dedicara el resto de su vida a intentar vengarse. Pero en aquellos momentos yo era muy joven.
–La juventud suele ser una disculpa en exceso socorrida.
–Pero tiene un defecto: tan solo se puede recurrir a ella mientras aún se es joven. Y dura poco; tan poco, que a partir de ese día me vi obligado a madurar a toda prisa. Con mi honda y mi pértiga me consideraba el rey de los acantilados saltando de roca en roca y dejando atrás en diez minutos a quienes intentaran atraparme, pero a los tres días los valles, las quebradas, los riscos y los bosques se plagaron de silbidos anunciando que se pagaban diez doblones por mi cabeza.
–¿Diez doblones?
–¡Y de oro! Admito que hoy en día puede que los valga, aunque tan solo sea por los recuerdos que guardo en ella, pero por aquel tiempo se me antojó un despilfarro. No obstante, y como se trataba de mi única cabeza, decidí acceder a la petición que me había hecho Ingrid: escapar de la isla, viajar hasta Sevilla y esperarla a la salida de la misa de las ocho a las puertas de la catedral.
–¿Cuándo?
–Los domingos. Nos prometimos que acudiríamos a la catedral todos los domingos durante el resto de nuestras vidas, puesto que estábamos decididos a vivirlas juntos. Yo debía irme de la isla esa misma noche y ella me seguiría en cuanto tuviera oportunidad, por lo que bajé a la playa, nadé hasta uno de los barcos que estaban fondeados en la bahía y me escondí en una bodega, de la que por la mañana me sacaron a patadas y me pusieron a fregar cubiertas.
–¿No os castigaron por ser polizón?
–Bastante castigo eran las patadas, los coscorrones, el mareo y el vomitar hasta el alma. Era gente muy bruta a la que apenas entendía, y creo que tardaron en darse cuenta de que no pertenecía a su tripulación, ya que se trataba de una flotilla en la que por lo visto cambiaban de barco a los grumetes según la necesitaran en una nave o en otra. A los dos días supe que, a pesar de que Ingrid me había asegurado que todos los barcos que zarpaban de La Gomera acababan en Sevilla, aquellos navegaban en dirección contraria.
–¿Qué significa exactamente «en dirección contraria»?
–Que, por lo que siempre me habían dicho, Sevilla quedaba en el punto en que sale el sol, pero nosotros nos dirigíamos hacia donde se pone; es decir, hacia «El Océano Tenebroso» en el que nadie había osado adentrarse. Tardé otros dos días en saber que el almirante de la flota aseguraba que la Tierra no era plana sino redonda, por lo que navegando hacia el oeste acabaríamos en el este.
–¿Navegando hacia el oeste acabarían en el este? Quiero suponer que para un muchacho de vuestra edad resultaría confuso.
–¿Confuso dice? ¡Absurdo! No entendía nada de nada, me molían a coces y estaba convencido de haberme subido a un barco de mulas capitaneado por un loco.
–Si le sirve de consuelo le confesaré que por aquel tiempo eran muchos los que pensaban que Cristóbal Colón estaba loco.
Capítulo II
–Cuando sol comenzaba a hundirse en el mar recordé cuántas veces había intentado distinguir el contorno de la isla de San Barandán que, según los lugareños, aparece algunos atardeceres en el horizonte pero que en mi caso siempre resultó empeño inútil, pese a que los más ancianos del lugar juran haberla visto infinidad de veces. A mi modo de ver tan solo se trata de una leyenda puesto que, dado el rumbo que llevábamos, de haber existido tendríamos que haber topado con ella.
–He oído hablar de esa misteriosa isla y puede que se trate de un espejismo. Los marinos aseguran que, al igual que en el desierto, en los mares en calma suelen darse ese tipo de fenómenos.
–Doy fe de ello puesto que en ocasiones me ha parecido ver incluso personas y animales, pero en aquellos momentos tampoco me preocupaba San Barandán puesto que apenas tenía tratos más que con los grumetes, y todos estaban convencidos de que pronto caeríamos al insondable precipicio en el que acababa la Tierra.
–¡Absurdo!
Cienfuegos observó de medio lado a Fray Anselmo, un joven y regordete dominico que se había sumado al grupo con el aparente fin de que existieran dos copias del manuscrito sin una sola palabra de diferencia que algún día pudiera dar pie a malentendidos.
Al igual que Fray Gaspar de Vinuesa, hacía gala de una escritura clara y pulcra, aunque en lo que respecta a la higiene personal su pulcritud no estaba a la altura de su letra. Tenía caspa y olía a puchero.
–Se os antoja absurdo porque habéis crecido sabiendo que la Tierra es redonda, pero os recuerdo que los miembros de vuestra congregación estaban entre los que con mayor fanatismo defendían que acaba en ese abismo que aterrorizaba no solo a los grumetes, sino a incontables miembros de la tripulación. Por las noches algunos lloraban mientras otros maldecían el día en que habían aceptado enrolarse en tan insensata aventura. La mayoría eran andaluces, y sabido es con cuanta intensidad son capaces de maldecir los andaluces.
–Y los gallegos.
–Cierto, pero en aquella malhadada aventura gallegos y catalanes había pocos, y en cuanto oscureció se hizo un silencio roto tan solo por el crujir del navío, el rumor del agua al lamer las bordas, el restallar de los foques y los lamentos de gente que lloraba.
–¿Lloraba, ha dicho?
–Y a moco tendido. Y si yo no lloré fue porque nadie me había enseñado.
–A llorar se aprende en el momento de nacer –le hizo notar don Bernardo Olivar.
–Y con razón, porque pasar del cálido vientre de tu madre a un mundo tan cruel manda cojones.
Ahora fue el recién llegado Fray Anselmo el que alzó la mano:
–No se puede escribir «cojones» en un documento oficial.
–Ya hemos aclarado ese punto –puntualizó el marqués–. O sea que adelante con los cojones, y si nos capan será por haber cumplido fielmente los mandatos de Su Majestad.
–Me conforta vuestro sentido del humor –le hizo notar Cienfuegos–. Y bien que lo hubiera necesitado en aquellos difíciles momentos, puesto que lejos de mi entorno el brusco cambio me golpeaba con tanta violencia que me resultaba inaceptable que no se tratara de un absurdo sueño, viéndome en la necesidad de asimilar conceptos y situaciones de los que con anterioridad ni siquiera tuve jamás noticia alguna.
–Resulta comprensible.
–Si apenas tenía una clara noción de la utilidad de la mayoría de los objetos, y desconocía el suficiente número de palabras como para comunicarme con el resto de la tripulación, me sentía incapaz de captar el auténtico significado de los gestos que conformaban su habitual manera de expresarse. A la luz del día parecían comportarse de modo más o menos razonable, pero en cuanto las tinieblas se apoderaban de la nave, un miedo irrefrenable los transformaba en niños.
–El diablo reina en la noche.
–Eso suena a blasfemia, Fray Anselmo, pero por ser la primera no os lo tendré en cuenta… –lo reconvino el Marqués de Peñagrande–. Continuad, por favor.
–Me acurruqué en el suelo y permanecí así, como alelado, hasta que hizo acto de presencia un hombre que se abría paso por entre los fardos, los toneles o los cuerpos, como si no existiesen o tuviesen órdenes expresas de apartarse. Vestía de oscuro, olía a sotana y había algo en él que imponía respeto y repelía al propio tiempo. Ascendió los tres escalones del castillo de proa, llegó a mi lado, se detuvo a tan corta distancia que me hubiera bastado alargar la mano para rozar sus botas, y buscó apoyo en un obenque para permanecer muy erguido con la vista clavada en la distancia.
–¿Cómo podíais saber que olía a sotana si hasta ese momento no habíais tenido contacto con ningún religioso?
–Porque un cabrero que vive de su entorno debe tener olfato de podenco, vista de cernícalo y memoria de rata. Aquel hombre olía como el cura que intentó bautizarme, y aquel tufo a ropa pesada me obligó a pensar que era un hombre autoritario, encerrado en sí mismo y muy diferente al resto de la tripulación.
–¿Acaso os consideráis tocado por el don de la intuición?
–La intuición es el último clavo al que puede aferrarse el ignorante que carece de poder, familia o amigos, y vive en un entorno en el que la muerte lo acecha a cada paso. Y no es un don; tan solo un recurso que por desgracia no se aprende a base de palabras sino de golpes.
–Doy fe de ello… Continuad.
–El hombre de negro se mantuvo muy quieto durante un período de tiempo que se me antojó desmesurado, musitando en voz baja, tal vez rezando o conjurando a los demonios de las aguas en un intento de calmarlos y evitar que devoraran la nave, como al parecer todos temíamos. Luego alzó lentamente la mano, acarició con un gesto que podría considerarse de amor profundo el foque, y pareció tratar de cerciorarse de que tomaba todo el viento que soplaba sin permitir que se le escapara tan siquiera una brizna y en ese justo momento se escuchó un sollozo y alguien gritó: «¡Este barco se hunde!». No había pasado un segundo cuando desde popa otro le respondió: «¿Y por qué te preocupas tanto…? ¿Acaso es tuyo?». Juraría que el incluso el Almirante se echó a reír.
–Sería la única vez que lo hizo. Tenía fama de amargado.
–De avinagrado, sería la palabra correcta. Al despuntar el alba me patearon las piernas con aquella costumbre al parecer inseparable de los hombres de a bordo y me obligaron a dejar reluciente «La Marigalante».
–¿Quién era «La Marigalante»?
–¿Y quién iba a ser…? ¡La nave!
–En ningún lugar figura una cuarta nave con ese nombre –puntualizó don Bernardo Olivar.
–Es que no había ninguna cuarta nave. Era la primera, la capitana.
–Se llamaba «Santa María» –le hizo notar, casi reprendiéndole, Fray Gaspar de Vinuesa.
–¡Y un cuerno!
–Tampoco creo que se pueda hablar de cuernos en un documento de esta naturaleza.
–Pues os aseguro que si en lo que tengo que contar no figura la palabra cuerno van a quedar lagunas del tamaño de las de Ruidera. Se llamaba «La Marigalante», pero a Sus Majestades les pareció inapropiado que una expedición a la búsqueda del Cipango estuviera comandada por una nave con tal nombre. ¿Os imagináis…? «La Pinta», «La Niña» y «La Marigalante». Parecería una flotilla de putones destinada a expandir la gonorrea.
–¡Señor…!
–¡Perdón! A veces me paso.
–¡Y tanto!
–¿Puedo escribir gonorrea?
–¡Por Dios, don Gaspar! Dadme un respiro.
Si el Marqués de Peñagrande sospechó desde un primer momento que el encargo que había recibido de labios del emperador no iba a resultar tarea sencilla, jamás llegó a imaginar que pudiera complicarse tanto, dado que el que estaba considerado en aquellos momentos «el hombre más importante del reino» estaba resultando ser el más irritante del imperio.
–Escribid gonorrea, y que el buen Señor se apiade de nosotros. Y vos continuad, pese a quien pese.
–Quien se apiadó de mí, me enseñó a contar y las primeras letras fue don Juan De la Cosa.
–¿El cartógrafo?
–Exactamente; el primer cartógrafo del Nuevo Mundo, el descubridor, con Alonso de Ojeda, del río Orinoco y Venezuela, el autor del mapa que cuelga en esa pared, y uno de mis buenos amigos a los que devoraron los caníbales.
Don Bernardo Olivar alzó los brazos entre horrorizado y escandalizado mientras exclamaba:
–¡Alto, alto, alto…! En ningún documento figura que al insigne Juan De la Cosa se lo comieran los caníbales.
–Si lo admitieran la mitad de los que pretenden colonizar nuevas tierras se negaría a ir. Una cosa es saber que pueden matarte y otra muy distinta saber que puedes acabar convertido en chuletón.
–¡Por los clavos de Cristo!
–Así es, mal que me pese. Juro por Dios que he visto cómo devoraban a uno de mis compañeros mientras aún agonizaba. Y también vi lo poco que dejaron de don Juan, al que el Señor tenga en su gloria.
Fray Gaspar de Vinuesa experimentó lo que podría considerarse un ataque de ansiedad, dejó la pluma a un lado, abrió el ventanal, aspiró profundo, pero casi de inmediato se encontraba listo para continuar con su tarea.
–Cuando gustéis.
–Los más versados en el tema de cuantos iban a bordo, que no eran muchos, aceptaban la medición de la circunferencia de la Tierra que había hecho Eratóstenes, pero otros consideraban más correctas las de Claudio Ptolomeo, que la reducía en un tercio. Colón prefería aferrarse a esta última versión porque de lo contrario se suponía que tendríamos que continuar navegando durante casi un año.
–Lo que ni la tripulación ni los barcos soportarían…
–Una mañana distinguimos un inmenso tronco que flotaba a estribor, y cuando nos aproximamos nos asustamos al comprobar que se trataba de los restos del palo mayor de una nave portuguesa cuyo tonelaje debió superar en mucho al de «La Marigalante».
–¿Sabéis su nombre?
–No, pero esa noche volvieron a escucharse los sollozos de quienes continuaban convencidos de que el fin de la travesía estaba próximo y habían llegado al punto en que todo barco que se aventurase por el Océano Tenebroso sería arrastrado a los abismos por las inmensas bestias que lo poblaban. Fue la primera vez que escuché «La Canción del Náufrago».
–¿Qué canción es esa?