Buch lesen: «Bora Bora»
bora bora
Alberto Vázquez-Figueroa
Categoría: Novelas con valores
Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa
Título original: Bora Bora
Primera edición: 2001
Reedición: Diciembre 2020
© 2020 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Diseño de cubierta: Silvia Vázquez-Figueroa
Imágenes: @Dreamstime
Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
ISBN: 978-84-18263-65-1
Impreso en España
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).
El afilado peine de dientes de cerdo se posó delicadamente sobre la piel del antebrazo, el anciano alzó con firmeza el pequeño mazo de madera y Tapú Tetuanúi cerró el puño y apretó los labios dispuesto a demostrar que era un hombre, y ni el más leve lamento, ni tan siquiera un gesto, delataría que el dolor que sabía que iba a experimentar le afectaba en lo más mínimo.
El viejo tatuador comprobó que cada una de las púas estaba colocada sobre el lugar exacto siguiendo el cuidado dibujo que previamente había trazado, clavó los ojos en el rostro de su jovencísimo paciente, sonrió para sus adentros al comprobar la decisión que se podía leer en su mirada, y por último golpeó secamente la cabeza del largo mango de hueso de ballena haciendo que las blancas agujas se clavaran lo justo para atravesar la piel sin llegar a herir la carne.
Pese a estarlo aguardando casi desde que tenía uso de razón, el joven Tapú Tetuanúi no pudo evitar un leve gesto de sorpresa ante la agresión, puesto que era aquel un dolor que no se parecía a ningún otro que hubiese experimentado hasta el presente, quizá debido precisamente al hecho de llevar tanto tiempo esperándolo.
El dolor solía llegar casi siempre de improviso, debido a un golpe, una caída o un descuido a la hora de pisar un erizo mientras pescaba en la laguna, pero advertir cómo el mazo caía y de inmediato la nuca parecía contraérsele, era algo chocante que jamás había sufrido hasta el presente.
El anciano volvió a mirarle a los ojos, y se diría que sabía de antemano lo que iba a descubrir en ellos, puesto que de inmediato retiró el peine, y tras mojarlo en una gran concha que contenía una tinta hecha a base de aceite de nuez de «tairí» y carbón vegetal, lo posó apenas sobre la siguiente línea del dibujo.
Tapú Tetuanúi se preguntó si sería capaz de resistir una nueva agresión, pero el tatuador ni siquiera le dio tiempo de encontrar respuesta, golpeando de nuevo, alzando el peine, volviéndolo a mojar y situándolo una vez más con la seguridad de quien ha realizado la misma labor un millón de veces y sabe que no tiene tiempo que perder.
Por último, restañó con un minúsculo pedazo de limpia «tapa» las gotitas de sangre que manaban de algunas de las casi invisibles heridas mezclándose con la negra tinta y musitó roncamente:
–Basta por hoy.
–Puedo soportarlo –protestó Tapú.
–Lo sé –admitió el otro comenzando a guardar sus instrumentos en un pequeño cesto de palma–. La piel es fuerte, pero necesito saber si cicatriza bien o si se infecta. Vuelve dentro de cinco días.
El muchacho observó con cierta decepción la marca oscura –apenas algo mayor que un dedo pulgar– de su antebrazo, y trató de insistir, pero el anciano le atajó secamente:
–He dicho que basta –gruñó–. Conozco mi oficio.
A unos doscientos metros de la cabaña del tatuador, Tapú Tetuanúi tomó asiento en la arena de la playa y apoyando el codo en la rodilla observó de nuevo las marcas que le habían dejado los dientes de cerdo.
No era mucho, en verdad; apenas algo más que un esbozo, pero cuando el dibujo estuviese completo serviría para contarle al mundo que había nacido en la isla de Bora Bora, pertenecía a la noble familia de los Tetuanúi, y había decidido no afiliarse a la poderosa secta de los «Ariói», ni a ninguna otra sociedad secreta del mismo estilo.
Tapú sería un hombre libre e independiente, cuyo antebrazo tal vez algún día demostraría que había alcanzado el codiciado rango de «Jefe Guerrero», «Constructor de Naves», o incluso el legendario título de «Navegante Mayor del Gran Océano».
Caía la tarde, una suave brisa agitaba las transparentes aguas de la inmensa laguna llegando de Rairatea, cuya alta silueta se dibujaba a poco más de veinte millas de distancia, y tras contemplar unos instantes a un pescador que lanzaba su red desde una roca del islote de Piti-uu-Taí, se puso lentamente en pie y reinició la marcha por la ancha playa de arena muy blanca.1
Pronto alcanzó Punta Matira, que se clavaba como una lanza en el mar conformando el extremo sur de la isla, y tras atravesar un estrecho istmo de poco más de cien metros, desembocó en la playa de sotavento, sorprendiéndose, como a menudo solía ocurrirle, ante la inconcebible calma del mar en aquel punto, protegido de los alisios del sudeste que soplaban sobre Bora Bora la mayor parte del año, ya que la costa de poniente de Punta Matira se convertía –sobre todo a última hora de la tarde– en el remanso de paz en el que –según la tradición– al dios Taaroa le agradaba retirarse a reflexionar cuando tenía problemas con los hombres.
El mar, de un verde esmeralda, parecía haberse solidificado, y a no ser por el hecho de que de tanto en tanto algún pececillo rompía su superficie en un corto salto, se diría que se podría caminar sobre las aguas y nada le impediría recorrer a pie el kilómetro escaso que le separaba de la barrera de arrecifes, que se encontraba allí más cerca que en ningún otro punto de la isla.
Se introdujo en el agua tomando asiento sobre la gruesa y pesada arena de coral desmenuzado por los siglos, y manteniendo el brazo al aire –tal como le había ordenado el tatuador–, dejó que el tiempo pasara mientras el sol iba descendiendo en el horizonte, permitiendo que «el corazón se le llenara de serenidad», tal como le aconsejara su sabio maestro, el venerable Hiro Tavaeárii.
Dos piraguas surgieron de Punta Rofau y se recortaron contra el sol que rozaba el horizonte enrojeciendo las nubes para enfilar directamente hacia Punta Matira, y aunque sus ocho remeros bogaban con increíble brío, lo hacían en absoluto silencio y sin levantar siquiera espuma, como si lo que en verdad importara no fuera vencer en la improvisada carrera, sino hacerlo de un modo tan discreto que en plena noche nadie hubiera sido capaz de detectar siquiera su presencia.
Al llegar al extremo sur de la isla viraron en redondo, y ahora sí se escucharon risas y voces, entre las que Tapú creyó reconocer el vozarrón de su amigo Chimé, el «Gigante de Farepíti», al que nadie había conseguido vencer ni en una lucha cuerpo a cuerpo, ni en una regata.
Cuando las piraguas se perdieron de nuevo tras Punta Rofau y el sol se despidió lanzando un verde rayo, Tapú Tetuanúi abandonó el agua y reinició la marcha por el ancho sendero que conducía a casa de la hermosa Maiana.
Prefería llegar a ella de oscurecido, de tal forma que la muchacha no tuviera ocasión de descubrir su primer tatuaje, puesto que estando como estaba, acostumbrada a hacer el amor con docenas de hombres cuyos cuerpos aparecían ya totalmente cubiertos de llamativos dibujos, no podría por menos que reírse al contemplar la ridiculez que ensuciaba su brazo.
Se preguntó una vez más si algún día la dulce Maiana aceptaría ser su esposa, y una vez más recordó su respuesta cuando por primera vez se lo propuso:
–¿Cómo puedo saberlo si aún no he tenido relaciones con todos los solteros de la isla? –había musitado con su cautivadora sonrisa–. Tú me haces disfrutar mucho, pero antes de elegir debo estar segura de que no existe ningún otro más de mi agrado.
A Tapú Tetuanúi le enorgullecía que la mujer que pretendía tuviera tanto éxito y la mayoría de los casaderos de la isla hicieran cola para acostarse con ella –señal inequívoca de que era en verdad una criatura adorable– pero a veces, cuando la veía perderse en la espesura en compañía de alguno de cuantos aspiraban a convertirla en su esposa, no podía por menos que sentir un amargo sabor en la boca que le hacía profundamente desgraciado.
–Son sucios celos –le había reprendido su maestro, el venerable Hiro Tavaeárii–. Un sentimiento indigno de un chico de tu edad. Maiana tiene derecho a buscar su felicidad eligiendo su pareja, del mismo modo que la tienes tú al elegir la tuya. Cuando se decide formar una familia, se tiene la obligación de ser fiel hasta la muerte, pero hasta que llegue ese día, cada cual es el único dueño de su cuerpo.
–Pero yo la amo –se lamentó Tapú.
–¿Y acaso eso le obliga a amarte? –fue la respuesta–. Has descubierto demasiado pronto que Maiana te produce más placer que ninguna otra muchacha, pero ello no te da derecho a exigirle que tome su decisión con idéntica rapidez. Observa tu pene cuando se excita: es recto, firme y casi reluciente. Mira luego dentro del sexo de una mujer: es oscuro, profundo y lleno de recovecos. –Le colocó afectuosamente la mano sobre la cabeza–. De igual modo, sus sentimientos son mucho más complejos y tarda por tanto mucho más en desentrañar sus misterios. Pero cuando al fin decide, su decisión suele ser la correcta.
–¿Y qué debo hacer?
–Esperar.
–¿Pero qué posibilidades tengo de triunfar frente a rivales como el enorme Chimé, o incluso el valiente Vetea Pitó, que se ha convertido ya en uno de los mejores buceadores del archipiélago?
–Si tu temor se centra en el hecho de que Maiana se sienta más atraída por un pene gigantesco o una gran perla, significa, hijo mío, que tu elección es errónea, y en ese caso, lo mejor que puede ocurrir es que te rechace. El amor que trae al mundo hijos y dura toda una vida debe estar más allá del tamaño de los penes, o las perlas.
Cuando tomaba asiento sobre la estera en la galería de la cabaña de su mentor, Tapú Tetuanúi acababa casi siempre por reconocer la sabiduría de sus enseñanzas, aceptando de buen grado la mayoría de sus consejos, pero cuando se sabía, como ahora, tan cerca de la casa de su amada que casi aspiraba su olor y toda su piel vibraba de excitación al imaginar que tal vez podría acariciarla y penetrar en ella, tomaba conciencia de que una vez más aquel «sentimiento indigno» se adueñaba de su alma y hubiese deseado romperle la cabeza con una gruesa piedra a quien se encontrase en esos momentos disfrutando del cuerpo de Maiana.
Y allí estaban; gimiendo y susurrando; riéndose y acariciándose justo en el lugar al que ella siempre le conducía, bajo un frondoso «purau» de retorcidas ramas, a cuatro pasos del tibio mar en que bañarse luego, y en el que también le agradaba a menudo dejarse poseer por fogosos amantes.
¿Quién era él?
Sintió vergüenza de sí mismo por haberse planteado tan odiosa pregunta, pues el simple hecho de estar semioculto tras el tronco de una palmera, espiando a una pareja que era libre de hacer cuanto quisiera, constituía de por sí una acción repugnante que hubiera merecido las más agrias condenas.
Volvió sobre sus pasos, se alejó de las risas y susurros, y se vio en la necesidad de dar un rodeo trepando por la ladera de la colina para no tener que volver a pasar cerca de donde se revolcaba la pareja.
Por suerte, al llegar a la cima de Punta Rofau, cerraba la noche y en el cielo comenzaban a hacer su aparición las primeras estrellas.
Aquel era el momento en que todo muchacho polinesio que aspirase a ser alguien en la vida tenía que tomar asiento en un lugar despejado y dedicar un par de horas a la tarea de estudiar las estrellas, grabando en su memoria el punto que ocupaban en cada instante a su paso por la negra cúpula del cielo.
Tapú Tetuanúi no podía saber, pues nadie de su entorno estaba en condiciones de explicárselo, que aquel era sin lugar a dudas el cielo más cuajado de estrellas que existía, pero así era en realidad, pues en comparación con los cielos del Pacífico Sur, los del hemisferio norte semejaban un desolado páramo sin brillo ni belleza.
A los pocos instantes de acomodarse en la cumbre, sobre la cabeza de Tapú refulgían millones y millones de diminutas estrellas –tan nítidas y al mismo tiempo tan compactas– que conformaban a menudo gigantescas masas perfectamente diferenciadas de cuantas, junto a ellas, constituían a su vez una nueva galaxia perfectamente reconocible.
Tapú empezaba a ser capaz de diferenciar –después de tantos años de observación– a la mayoría de las grandes estrellas solitarias, así como algunas de las constelaciones que recorrían cada noche el límpido cielo de su isla, y estaba convencido de que algún día, si se empeñaba en ello, sabría señalar en qué punto de ese cielo debían encontrarse dependiendo del día, del mes y de la hora.
Cuando llegara ese momento, si es que llegaba, estaría en condiciones de aspirar a convertirse en candidato a «Navegante del Gran Océano», y en ese caso Maiana no tendría dudas a la hora de elegirlo entre todos sus pretendientes, puesto que ninguna muchacha en su sano juicio podría resistir la tentación de convertirse en la esposa de un navegante.
Los reyes eran reyes por herencia; los sabios eran sabios a base de estudio, y los fuertes eran fuertes porque así lo había querido la naturaleza, pero un «Navegante del Gran Océano» era más que un rey, un sabio o un gigante, puesto que en un mundo constituido por ingentes extensiones de agua salpicada de diminutas islas, quien no dominara ese agua tenía que contentarse con ser rey de un peñasco, sabio entre ignorantes o gigante entre enanos.
Para Tapú Tetuanúi –al igual que para la mayoría de los jóvenes de su edad y su entorno– no existía ser humano alguno cuya gloria pudiera compararse a la del legendario «Miti Matái»,2 que se había ganado tan sonoro sobrenombre por ser el único superviviente de una expedición que veintitrés años atrás puso rumbo al sur y fue arrastrada por terribles tormentas más allá del «Quinto Círculo», hasta un punto en que las aguas se solidificaban formando enormes y heladas islas blancas.
Todos sus compañeros murieron en la aventura, pero «Miti Matái» logró vencer al frío, el hambre y los vientos huracanados para poner de nuevo rumbo al norte y encontrar en la inmensidad del océano una minúscula isla situada a más de seis mil millas de distancia.
Y es que «Miti Matái» había alcanzado ya por aquel tiempo, y pese a su relativa juventud, el título de «Gran Navegante», y con su portentosa hazaña no había hecho más que demostrar que quienes le concedieron tal rango sabían bien lo que hacían.
Cerró por completo la noche y las estrellas comenzaron a destacar en todo su esplendor, puesto que se encontraban ya a principios de octubre y la atmósfera aparecía mucho más limpia aún que de costumbre.
Tapú había tenido que esperar largos meses antes de que llegase el ansiado octubre y el tatuador decidiese trabajar sobre su cuerpo, ya que los buenos tatuadores tan solo aceptaban clientes entre los meses de octubre y enero, no por superstición, sino debido a que durante ese tiempo las heridas se infectaban muchísimo menos.
–Es a causa de las moscas –le había explicado al muchacho su maestro Hiro Tavaeárii–. Se posan en las incisiones y a menudo las infectan al depositar en ellas sus huevos. Por eso, cuando a partir de octubre comienzan las lluvias y las moscas y mosquitos casi desaparecen, llega el momento de tatuarse. –Le tiró afectuosamente de una oreja–. ¡Ten paciencia! –añadió sonriente–. Todo llegará.
Había tenido paciencia y durante más de medio año le había estado llevando al tatuador los mejores pescados de la laguna y los mejores frutos del huerto de su madre, con la esperanza de que cuando al fin llegara octubre cubriera su pecho de hermosos dibujos que provocaran admiración despertando los más oscuros deseos de Maiana, pero cuanto había conseguido hasta el momento era apenas algo más que una docena de cagarrutas de aquellas mismas moscas que tanto le habían hecho esperar.
Y, para colmo, la mujer a la que adoraba andaba revolcándose con otro.
Se sentía terriblemente desgraciado y buscó por lo tanto consuelo en las estrellas, que eran las únicas que estaban en condiciones de proporcionárselo.
Por la hora calculó que muy pronto «Tupa», «El Cangrejo», empezaría a hacer su aparición sobre la línea del horizonte, justo a tres puntos al norte de Tahaa, la isla hermana de Rairatea, que se adivinaba, más que verse, en la distancia, y que primero serían las dos pequeñas estrellas que conformaban la punta de las pinzas las que asomaran, para que poco después lo hiciera toda la compleja masa luminosa en la que alguien, siglos atrás, tuvo el capricho de imaginar la silueta de un cangrejo.
Pero lo que sí resultaba cierto era el hecho innegable de que cuando ese «Cangrejo» se hubiera alzado apenas una cuarta en el horizonte, sus patas traseras delimitarían, sin el más mínimo error, el punto exacto en que se encontraba el este durante los meses de verano.
Aguardó paciente seguro de que pronto «El Anzuelo de Maui» comenzaría a emerger de igual modo en el lugar en que tenía clavada la mirada, pero lo que de improviso hizo su aparición, como surgiendo de la nada, fue una masa oscura y amenazante que avanzó como una sombra llegada de otros mundos, pues ni un rumor de pasos, ni un chasquido de ramas, ni tan siquiera el leve susurro de una hoja habían servido para anunciar su presencia.
Podría tomársele por una densa nube o una montaña que se hubiera interpuesto de improviso entre el firmamento y el muchacho, pero resultaba evidente que se trataba de un hombre, y sin lugar a dudas, el más corpulento al que Tapú Tetuanúi se hubiese encarado a todo lo largo de su no demasiado larga vida.
–¿Chimé…? –susurró apenas, imaginando tal vez que el hercúleo «Gigante de Farepíti» había tomado aquel mismo camino con la vana esperanza de disfrutar de una noche de amor con la dulce Maiana–. ¿Eres tú, Chimé?
La respuesta fue un hosco gruñido, y sin mediar palabra el monstruoso individuo dio un paso adelante, blandió una gruesa maza que le hubiera aplastado la cabeza como una nuez estalla bajo el impacto de una piedra, y la descargó con toda la portentosa fuerza de su desmesurado corpachón sobre el asombrado muchacho, que apenas tuvo tiempo de saltar a un lado al advertir cómo el arma asesina silbaba junto a su oído e iba a estrellarse contra el tronco del «pandanús» en que se encontraba apoyado, partiéndolo en dos como si se hubiese tratado de una simple caña de bambú.
Tapú Tetuanúi no era ni demasiado alto, ni demasiado fuerte aún, pero era, eso sí, tan ágil como un pez en el agua, por lo que sus reflejos le permitieron ponerse en pie de un salto antes de que su desconocido agresor tuviera tiempo de recuperarse del fallido golpe e intentarlo de nuevo.
Se observaron a la luz de las estrellas y resultó evidente que se trataba del más desigual combate del que hubieran sido testigos aquellas mismas estrellas, puesto que el atacante tenía todas las de ganar frente a un desarmado rival al que doblaba en corpulencia.
Tapú lo advirtió de inmediato y aunque un casi irrefrenable terror hacía temblar sus rodillas y le atenazaba la garganta, conservó la lucidez suficiente como para aguardar agazapado el segundo ataque, esquivarlo de nuevo, y echar a correr colina abajo por el estrecho sendero que tantas veces recorriera anteriormente.
La mole humana le siguió emitiendo un nuevo gruñido, y resultaba descorazonador y sorprendente el hecho de que un hombre tan grande y tan pesado pudiera, no obstante, moverse casi con tanta rapidez como su víctima.
El pánico había puesto alas en los pies de un desalentado fugitivo consciente de que tan solo a base de velocidad conseguiría salvar la vida, pero a pesar de que Tapú Tetuanúi conocía muy bien el lugar por donde huía, no existía forma humana de despegarse de un perseguidor que a cada instante lanzaba violentos mazazos que parecían a punto de desnucarle.
¿Qué había hecho él y quién era aquel loco que tenía tantísimo interés en machacarle?
El atribulado muchacho ni siquiera tuvo tiempo de plantearse la pregunta mientras volaba colina abajo, pero aun así mil extrañas ideas cruzaban por su mente sin que la propia velocidad de su carrera le permitiera encontrar respuesta lógica a semejante absurdo.
Al fin distinguió el frondoso «aito» de grueso tronco que marcaba el punto en que el camino daba un brusco giro a la izquierda evitando el barranco, y conservó la lucidez suficiente como para dirigirse directamente a él aun a riesgo de precipitarse al abismo.
En el último instante se tiró al suelo abrazándose al tronco, y ni siquiera tuvo oportunidad de advertir cómo su perseguidor pasaba de largo para lanzar un alarido de terror al comprender que había comenzado a correr sobre el vacío.
Poco después se escuchó un golpe seco al que siguió el silencio.
Aferrado al tronco del árbol, Tapú Tetuanúi dejó que pasaran los minutos permitiendo que su respiración volviera a serenarse y las piernas cesaran de temblarle, antes de ponerse trabajosamente en pie para otear en busca de su enemigo.
El mundo parecía haber quedado de nuevo en paz consigo mismo.
Allá en lo alto el cielo se mantenía cuajado de estrellas, pero su luz no conseguía adentrarse en el fondo del barranco, al tiempo que ni el más leve lamento indicaba que su agresor aún continuaba con vida.
Cuando se supo totalmente sereno, el muchacho buscó una pequeña rama seca, le quitó con los dientes la corteza, la partió en dos y comenzó a frotar ambos trozos con fuerza soplando hasta conseguir que una diminuta llama naciera de las tinieblas como un sorprendente milagro inexplicable.
La aproximó a unos matojos secos y la llama creció iluminando un amplio espacio a su alrededor, por lo que, arrancando otro matojo, permitió que ardiera hasta formar una bola de fuego que lanzó al vacío.
Cayó girando los seis o siete metros que le separaban del fondo del barranco, y durante el largo minuto que aún permaneció ardiendo, Tapú Tetuanúi tuvo tiempo de distinguir la ensangrentada figura del gigante que parecía un guiñapo aplastado contra el suelo.
Ni siquiera se movía, pero sin saber por qué abrigó el convencimiento de que no estaba muerto.
Arrancó tres nuevas ramas, las trenzó formando una especie de antorcha, y a su luz buscó la mejor forma de descender con el menor riesgo posible hasta donde se encontraba su agresor.
Aún respiraba.
Tenía una ancha herida en la cabeza y probablemente varias costillas rotas, pero no se necesitaba tener los conocimientos de medicina del prestigioso Hinói Tefaatáu para llegar a la conclusión de que el fuerte golpe no acabaría con la vida de una bestia semejante.
Tapú Tetuanúi lo estudió con detenimiento.
Se le antojó la criatura más monstruosa a la que se hubiese encarado nunca, no solo a causa de su tamaño y fortaleza, sino en especial por culpa de los horrendos tatuajes que cubrían cada centímetro de su piel, desde la frente a los tobillos.
Nada había en tales tatuajes que evocase los hermosos dibujos que el muchacho tanto admiraba en los adultos de su isla, o incluso en los de Rairatea o Tahití, puesto que aquellos constituían una especie de absurda maraña o inexplicable jeroglífico que parecía tener alguna finalidad que se apartaba por completo del simple deseo de resaltar la belleza de un cuerpo.
¿De dónde provenía aquella bestia apocalíptica?
¿Por qué se deslizaba de noche intentando asesinar a quienes se interponían en su camino?
¿Era quizá uno de aquellos terroríficos caníbales que llegaban de muy lejanas islas con el único fin de abastecer sus despensas de apetitosa carne humana?
El muchacho no pudo evitar que un estremecimiento le recorriera la espalda al imaginar que si la suerte no le hubiera acompañado, tal vez en aquellos instantes estaría sirviendo de cena a semejante ogro, y cuando a los pocos instantes el herido lanzó un leve lamento, dio un salto atrás como si acabara de advertir que estaba a punto de pisar la espina dorsal de un «nohú», el venenoso «pez-piedra», que había sido desde siempre su peor enemigo.
La simple idea de que aquella fiera consiguiera ponerse de nuevo en pie le heló la sangre.
Permaneció muy quieto mientras la antorcha se iba consumiendo lentamente, y el segundo lamento y un estremecimiento que le hizo sospechar que su agresor estaba a punto de recobrar el conocimiento acabó de decidirle, por lo que sin pensárselo dos veces se apoderó de la pesada maza que había quedado a unos cuatro o cinco metros de distancia, y haciendo de tripas corazón la descargó con todas sus fuerzas sobre la pierna izquierda del herido.
Se escuchó un sobrecogedor chasquido cuando los huesos se quebraron y el gigante volvió a emitir uno de sus aterradores gruñidos para hundirse de nuevo en la inconsciencia, y ahora sí que Tapú Tetuanúi tuvo la absoluta seguridad de que ya nunca más estaría en condiciones de perseguirle, por lo que tiró lejos la maza para emprender a toda prisa, y aún tembloroso, el regreso a su casa.
Se abrió camino a duras penas por el fondo de la barranca, iluminándose con nuevas antorchas que iba agenciándose a medida que la anterior se consumía, y al alcanzar la arena de la playa creyó haber recuperado por completo el control sobre sí mismo, aunque cuando al doblar un recodo apareció ante él la bahía de Povai en toda su magnitud, el espectáculo del pueblo en llamas consiguió que de nuevo el corazón le saltara a la garganta.
El mar y la montaña se iluminaba a causa de un pavoroso incendio que había prendido en más de una docena de viviendas, y de igual modo las grandes piraguas que descansaban en la arena ardían como antorchas sirviendo de fondo a oscuras figuras humanas que corrían de un lado a otro intentando impedir que el fuego continuara propagándose.
Muy a lo lejos, cuatro inmensos catamaranes de alta popa se alejaban rumbo a mar abierto, y el asombrado Tapú Tetuanúi comprendió en el acto que su agresor no era un ser de otro planeta o un monstruo apocalíptico, sino que al parecer formaba parte del grupo de salvajes que habían atacado por sorpresa su pacífica isla.
Corrió por la playa a fin de ayudar a lanzar al agua las piraguas que aún podían salvarse, hundiéndolas en un desesperado intento por conseguir que el fuego se apagase, para unirse más tarde al grupo de cuantos se esforzaban por impedir que las llamas que se habían apoderado de la techumbre del gran «Marae» destrozasen por completo la bellísima estructura del sagrado templo.
Fue aquella una noche de angustia; una noche de horror que quedaría grabada para siempre en la memoria de los habitantes de Bora Bora, pues fue la noche en que unos bestiales desconocidos asesinaron a nueve hombres, incluidos el valiente rey Pamáu y el viejo «Tahúa», o Sumo Sacerdote, raptaron a once muchachas, entre las que se encontraba la jovencísima princesa Anuanúa, y robaron el gran cinturón de plumas amarillas que simbolizaba el poder real, y la mayor perla negra que se había encontrado jamás en el Pacífico.
Si a ello se unían las piraguas incendiadas y las viviendas convertidas en cenizas, venía a significar que los brutales agresores habían acabado en menos de una hora con cuanto de valioso existía en Bora Bora.
Amaneció sobre una isla desolada cuyos habitantes lloraban a sus seres queridos, y cuando el sol permitió que la vista de los vigías alcanzase hasta el último rincón del horizonte, no se distinguía ya, sobre las azules aguas, rastro alguno de las naves enemigas.
Habían llegado como un tifón fuera de temporada para diluirse como fantasmas sin dejar rastro, y aunque Tapú Tetuanúi se sintió feliz al descubrir que ni su casa ni su familia habían sufrido daño alguno, ese hecho no bastó para disminuir en absoluto su sorda ira y su amarga impotencia.
Al atardecer se enterró a los muertos sin ceremonia alguna, puesto que no quedaba ni siquiera una piragua digna en la que lanzarlos al mar para que el dios Taaroa se hiciese cargo de sus almas, y aquella quizá fue la mayor humillación que experimentara jamás el buen rey Pamáu, que siempre soñó con disfrutar de un hermoso y merecido funeral de gran guerrero polinesio.
Caía la noche cuando al fin los nombres se reunieron en las humeantes ruinas del «Marae», y resultó evidente que nadie tenía la más mínima idea de qué actitud adoptar ante tan inesperado desastre. Muerto Pamáu, su única hija Anuanúa –«Arco Iris»– era sin duda la legítima heredera del trono, y aunque no había cumplido aún los doce años, a ella le hubiera tocado decidir quién debía regir los destinos de la isla hasta que se sintiera capacitada para tomar las riendas del poder.
Su madre, Tara, siempre había sido una pobre mujer tímida y débil, que en aquellos difíciles momentos a duras penas conseguía asimilar que lo había perdido todo en el transcurso de una noche, y lo único que había hecho era dar alaridos clamando por su marido y por su hija.
–Tenemos que nombrar un regente temporal –dijo al fin el anciano Hiro Tavaeárii poniendo de manifiesto el sentir general–. Y yo propongo para el cargo al «Navegante Mayor» Miti Matái.