Buch lesen: «La improbable fuga de la señora Paraíso»

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La improbable fuga de la señora Paraíso

Agustín Roig


colección narrativas ocultas / 2

ISBN 978-9915-9313-6-4

La improbable fuga de la señora Paraíso

Todos los derechos reservados.

1ª edición, Montevideo, Uruguay, Octubre 2019

1ª edición ebook 2021

© civiles iletrados

civiles iletrados editores

Castillos 2572

Montevideo, Uruguay

CP 11800

civilesiletrados@gmail.com

civilesiletrados.blogspot.com.uy

Diseño cubierta: D/G José Prieto, www.prieto.com.uy

Diagramación: D/G José Prieto

Fotografía de la autora: Milagros Sequeira

Cuidado de edición: Cecilia Ríos

Conversión a formato digital: Libresque

A esa ménade inclaudicable

... y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero Sí.”

(James Augustine Joyce. Ulises)

I

Tengo la impresión de que te escribo más por satisfacerme a mí que por darte explicaciones a vos.

Hoy fue un día como todos. Me levanté a las siete. Desperté a las nenas. Las vestí. Les di el desayuno. Les preparé el pack lunch. Las besé. Esperé que llegara la camioneta y me despedí de ellas a través de la melancolía de la lluvia que caía pareja como si fuera eterna.

La luna de setiembre se hizo con agua: Nos espera un verano lluvioso.

Me vestí, peiné y maquillé. Agarré la gabardina del perchero y anduve buscando el paraguas que encontré al salir de la casa.

Olvidaste entrarlo anoche, cuando llegaste del estadio.

En el colegio solo quedamos los funcionarios y algún que otro alumno que va a averiguar promedios o a coordinar horas de tutoría para el examen. Yo aprovecho para corregir los escritos de emergencia de los rezagados, oportunidades dadas más por lástima que por espíritu académico. Hoy terminé las últimas dos libretas que me quedaban del liceo público. Es de no acabar.

Hace años llegué a la conclusión de que el mejor negocio tanto para el Estado como para los padres es que nadie se vaya a examen o repita el curso, pero como decía Ofelia Miranda, mi profesora de Didáctica III, si no evaluamos como corresponde mañana los que sean cirujanos nos van a operar con cuchillo y tenedor. Así que aquí estoy, sin alumnos y más cansada que nunca.

Cuando llegué a casa estabas en el estudio, como ahora mientras tecleo en Word un correo que no sé si te enviaré o si terminaré de escribir, tal vez más por pudor que por renuncia, más por piedad que por convencimiento.

¿Cuánto gastaste en insonorizar la oficina? Te recuerdo que estamos en diciembre y que los próximos tres meses vas a convivir con tu esposa y tus hijas. Sería deseable que te esforzaras por cambiar los horarios de sueño.

Querido, alguna vez en tu vida vas a tener que vivir al derecho.

Hoy, cuando me desperté, hacía media hora que te habías acostado. A veces pienso que lo hacés a propósito. Sos como el mecanismo de un reloj. Cuando yo llego a la cama vos te vas y viceversa. Leopoldo el relojero.

Debo suponer que tu apatía por la vida en familia depende de tu berrinche sobre la libertad, subterfugio que te permite desentenderte del mundo y establecer un horario de vampiro dedicado a redactar artículos, reparar otros, componer poemas y enviar tus ejercicios literarios a diarios y revistas.

El rédito (lo que menos me importa), más galones que cobres, no vale la rabia e impotencia que me da verte dormir hasta la dos de la tarde, perdiéndote de tus hijas, encerrándote.

¿Cuánto hace que no las ves? Martina le costó aprender a escribir, pero ahora lo hace bien. Hace unos meses la maestra me llamó porque no había manera… Parece mentira, yo profesora de literatura y vos escritor. ¿Rebeldía o daño? La ayudé a estudiar para las pruebas. Hicimos ejercicios en cuadernos de doble raya. El problema era la caligrafía. ¡Mirá que son pelotudas estas maestras!

¿Sabés que tu hija pasó raspando a segundo?

Entiendo, se trata del privilegio de los amos. Deberías explicarme mejor esa cuestión de la independencia. ¿Tiene que ver con las rentas de la casa de tu madre en la Costa de Oro y la del apartamento del Centro?

“El trabajo asalariado es muerte”, te escuché decir. Nunca nos vamos a poner de acuerdo porque estás en desacuerdo con vos mismo. Trabajar no es solo el depósito mensual en tu cuenta, sino ir al encuentro del prójimo, servir, dar, ensuciarte, extenuarte, morirte.

Vos no trabajás. Vos jugás. Y los adultos no juegan. Trabajan. Juego y familia no riman, poeta, pero familia y trabajo sí. Altruismo, amor y sacrificio también ¿Qué te voy a decir yo a vos que soy una filistea, a vos, galardonado al pedo por tu basura lírica?

A pesar de tu profesionalismo literario, digo sin rodeos que sos un vago, un egoísta, un mal compañero, un déspota. Porque es ser déspota salir de un encierro de seis o siete horas, cubierto por un mugroso salto de cama y gritar a las niñas por cualquier bobada, que si tira la leche, que si se levanta de la mesa, que si está contenta y se ríe.

La falla está en vos, no en mí (y mucho menos en las niñas). Todo lo que no tenga que ver con tu breve órbita de escritor te irrita. Estoy harta de tu vejez. Los veinte años que me llevás se están notando. La diferencia no está en el cuerpo. Sos viejo porque vivís como viejo. Se te nota en la obsesión de los hábitos, en la ceguera del corazón, en los bajones cuando te das cuenta que las colaboraciones disminuyen y que aparecen nuevos nombres que hacen que el tuyo se vaya olvidando. ¿Es el olvido una consecuencia de la libertad? Antes me seducían palabras como literatura, independencia, oficio, pero hoy, por tu causa, me repugnan.

Hace algunas noches después de hacer el amor hablamos sobre la anagnórisis. Me dijiste que a pesar de que eras lector de los trágicos griegos, la anagnórisis, en lo personal, te resultaba ajena. Yo te miré como si fueras un extraterrestre. Me hiciste dudar sobre si estabas haciendo un chiste, pero después pensé que eras poeta y que los poetas no se dan cuenta de nada porque su condición narcisista se lo impide. Te dije que la anagnórisis era ver las cosas y la gente con ojos nuevos, sin el despilfarro de la ilusión, sin lo que uno se inventa de sí mismo y lo que el otro interpreta. En la anagnórisis la verdad recorta el contorno concreto de quien somos. No hay tutía. Recuerdo que vos me dijiste que te daba pánico que alguna vez me dejaras de importar. Querido, sucede que en la vida todo deja de importar.

Hoy fue un día normal, a no ser por la ansiedad que empezó a eso de las dos de la tarde, cuando ya había ordenado un poco la casa, antes de irme al liceo. No le di mayor importancia y me recosté en el sofá del living para terminar de leer los últimos poemas de los Cuadros Parisinos. Hacía años que enseñaba “Al lector” o “Correspondencias”. Estaba aburrida. Tenía ganas de releer Las Flores del Mal y seleccionar otros textos para enseñar.

La lectura, por motivos psicológicos que se me escapan, lejos de disolver la ansiedad fue atribuyéndole un contorno, una identidad. Necesitaba desentrañar un sentido que me hablara de mí misma. No me estaba sintiendo bien.

O fins d’automme, hivers, printemps trempés de boue”, leí en la edición bilingüe de las Flores del Mal de Cátedra. No se trataba de una primavera canjeable por el renacer o el amor, sino por la muerte. Una primavera de belleza carcomida, miserable, embarrada.

“D’endormir le douleur sur un lit hasardeaux.” Las imágenes penetraban en mi cerebro como láminas de vidrio, invirtiendo su signo, habilitando un híbrido impregnado de experiencia y estado de ánimo.

La confusión me permitía el acceso a una verdad que era necesario objetivar, una verdad que me estaba dañando en la sangre y los humores, en el estómago y el alma. Entonces llegó la anagnórisis.

Necesitaba escribir. Volver a la pluma después de tantos años. La última vez que lo había hecho tenía veintidós. Nunca te había contado sobre esto. Me daba vergüenza. Eras una figura literaria de peso y negación.

La condición era escribir de noche. Solía imaginar conversaciones con mi madre, mis hermanos, con vos que solo existías como un arquetipo, con mi novio quien a las claras sabía yo que no sería mi marido. También me entretenía escribiendo relatos traviesos, ya sabés, esos que después de purificados por el fuego permanecieron en mi memoria para contártelos, diez, quince años después, durante largas madrugadas de invierno, evocando deliberadamente y con mutua complicidad los recursos de una Sherezade fuera de tiempo, que iba de la cruel Matahari a una Blanca Nieves rodeada de fálicos enanos.

Eros y Tanatos peleaban. Había el mortuorio y pluvioso deseo de trascendencia baudelaireano y había un llamado lascivo que solo podía explorar a través de la escritura. De pronto me di cuenta que lo prohibido estaba exigiendo una justificación, por eso, querido, aquí estoy para mostrarte la verdad, tu verdad, nuestra verdad.

II

Me descuidaste, me tiraste a las fieras y te sentaste en la butaca a ver el espectáculo ¿Te acordás? ¡Cuánto barrimos desde esa época! ¡Con qué disimulo! Recién empezábamos. Sacrificio, impulso fáunico, ascenso. Recuerdo ciertos detalles y me siento confiada en el canal de exploración que encontré en las palabras. Me calma y me objetiva.

¿Libertad sexual? Ay Leopoldo, tus métodos, siempre tus métodos. Pensabas en vos y en que mi ficción surgía, sacrificando mi pudor, del gusto por satisfacerte. Te mentiste. No eras (nunca lo fuiste) el maestro del desprendimiento.

La cita estaba acordada desde el día anterior. El cónsul llegó a las 23. Se llamaba Rafael. Te interesaba el cargo de agregado cultural en la embajada uruguaya de España y él te podía contactar con el ministro, no sin antes referirle tu prominente labor literaria. Conocías a Rafael del colegio, antes de que se fuera definitivamente a España, donde estudió y se recibió de licenciado en Ciencias Políticas.

Era cuatro años más joven que vos. A decir verdad, querido, debo reconocer que estaba que se partía. Tenía ese sentido del humor típicamente español de las novelas picarescas y de las películas de Santiago Segura. No tuviste mejor idea que jugar al curioso impertinente…

Empezaste a tomar champagne antes de que llegara Rafael. Cuando sonó el timbre ya habías bebido una botella entera. Estabas eufórico. Te quedaba mal el histrionismo. Se te notaba la orfandad, esa herencia de la juventud. Debiste ser más sincero con vos, pero tenías una urgencia atronadora, resentida, por dejar de ser cronopio. Triste, no debiste dejar de serlo. Era lo que te daba belleza. La corona del perdedor, del incomprendido. Hacías un sacerdocio de tu patetismo.

Hoy, al igual que aquella noche, vuelve a notarse la impostura. La incomprensión, el martirio, la soledad y la lucha con la palabra tienen otro signo. Estás bautizado. Pero el cronopio se fue. Lo exiliaste. A decir verdad te sentías avergonzado de él porque era puro deseo. Entonces vino un monstruo que redujo el arte a fórmulas. Hiciste que el corazón se convirtiera en laboratorio, lleno de tubos de ensayo, fermentos y crisoles. Te parecerá cursi que hable del corazón, pero Leopoldo, mi Leopoldo Steinerbahum, sería bueno que te saques la última máscara, que me muestres tu cara a la intemperie, evidencia de tejidos y circulaciones, carne transparente de órganos palpitantes. ¿Qué es la sangre sino la emoción? ¿No sentís todavía ansiedad cuando te ponés a escribir? ¿Ya no tenés urgencia?

Cuando me pediste que me pusiera el top que me compraste en Samaná, advertí la intención. Iba a convencerte de que eso era nuestro, que me daba vergüenza, pero insististe. No sonreías. Había algo que te desgarraba. No estabas convencido. Aunque tenías miedo, un miedo revivido, la furia contra vos era más fuerte. Necesitabas pellizcar tu carne, azotar tu mente con instantáneas en las cuales, dueño y señor, eras humillado. Cifrabas en el hibrys de la pantomima tu propia colección onanista… ¿Lo hiciste? ¿Soy tu musa? ¡Yo estaba enamorada de vos, Leopoldo!

El top dominicano era insolente. Lo habíamos comprado en una feria cerca del puerto de Samaná, al final de un malecón de abigarrados chiringuitos donde merengues y bachatas ensordecían. Era de hilo y chapitas de latas de cerveza que parecían escamas. Apenas me cubría.

Estuviste cocinando a fuego lento en el parrillero una corvina negra que te hiciste traer del puerto del Buceo. La aderezaste con sistemáticos baños de limón durante su cocción, luego de un profundo embadurnado de sal y manteca. Me pediste que preparara para el acompañamiento papas azules al champiñón. A pesar de que mientras asabas el pescado bebiste champagne (estabas pensando más en el affter hour que en la farsa que ibas a rodar) en la cena tomamos vino blanco. Esa noche las nenas iban a quedarse con mamá. Era viernes.

Te sentaste a la cabecera de la mesa. Se te notaba borracho. Empezaste la conversación elogiando tu vino blanco, repitiendo las mismas palabras de siempre. El gaita anotó que “para la próxima vez” iba a traer de la cava de la embajada un tinto seco para acompañar con carnes. Ardiendo por el fermento y el estúpido exhibicionismo al que me indujiste, dijo que yo le caía de maravillas y que seguramente te sintieras orgulloso y agraciado por tener a una dama gentil, bella y honrada.

“Lo de honrada es discutible”, interrumpiste y empujaste las palabras con una carcajada. La adrenalina tiene sus costos, Leopoldo. La merca también.

Rafael sacó la latita de rapé y dijo: “¿Te molesta?…”. Vos respondiste que no y que incluso nos gustaba. Sirvió una generosa raya sobre la mesa. “Escama”, informó y agregó: “Las damas primero”.

“Pasá farfala”, me dijiste y juro que sentí un desprecio tan profundo, sentí tanta lástima de vos, que en ese momento me convencí de que hiciera lo que hiciera jamás me iba a arrepentir. Y no me arrepiento por la sencilla razón de que me subestimaste desde que me conociste hasta el momento en que termines de leerme…

Me incliné y esnifé, de una, como si estuviera acostumbrada, como si fueran los viejos tiempos. Fui al baño. Me miré en el espejo. No había rastros en las fosas nasales. Sentí que algo se alojaba en mis caderas, un mecanismo, una forma.

“A brillar mi amor”, pensé y te pedí un cigarrillo. El gaita te ganó de mano y me ofreció un Marlboro. Con el pucho colgando de los labios, abrí una botella de Jameson. Les ofrecí. Vos querías seguir con champagne. Rafael aceptó. “El whisky va bien con la coca”, dijo.

La gruesa raya estaba peinada sobre la mesa. Yo preferí esperar. Era muy buena. Como tenía ganas de hacer algo y no sabía qué, me puse a hablar como una loca. No recuerdo el tema, a decir verdad no me importaba. Tenía la sangre caliente. Vos te pusiste de mal humor. Tenías las cejas despeinadas. Estabas trancado. Rafael te preguntó si te sentías bien. Sin responderle llenaste nuevamente tu copa de champagne, tomaste un sorbo y te paraste. Prendiste un cigarro y con el cenicero en la otra mano caminaste hasta quemar el pucho en cuatro caladas. Respirabas ferozmente. Te pregunté si estabas bien y no me respondiste nada. Le pedí a Rafael que peinara otra línea para mí. Esnifé, en dos tiempos. Tenía las mandíbulas anestesiadas. “¡Qué rica!”, dije, incontinente, como si las palabras se me hubiesen caído. Levanté la frente de la mesa ratona y vi las atléticas piernas del cónsul, vestidas con bermudas Polo de color blanco, y un poco más arriba, incierto en el pliegue de la prenda por el modo de estar sentado, un principio de erección que se confirmó después que me di cuenta del modo en el que me miraba, ni libidinoso ni cauto, sino simplemente como si estuviera comprendiendo algo, como si le cayera la ficha.

¿Por qué te fuiste a la terraza? ¿Querías atrapar lo que quedaba de la primavera? ¿Querías recordar cuando eras amado por ella? ¿Te sentiste rancio y ajado? ¿Qué querías ver sin ver?

Entonces el impulso y la acción ¿Había algo en el medio? ¿La culpa? ¿La necesidad? ¿La rabia?

Me senté encima de Rafael y busqué la erección con las caderas y el culo. Me acomodó a criterio. Sentí un deseo insoportable de caer. En tu receta era imprescindible que participara mi animalidad.

Deslizó el bretel del top con el dedo índice. Me sentí expuesta y avergonzada. Alternando manoseos y besos, Rafael miraba la puerta de la terraza abierta, de la que venía un aire fresco que henchía la cortina de satén, detrás de la cual, como en un tango de cornudos, se veía tu fisgona silueta. Extático e impredecible como una efigie, mal tragabas la angustia.

Corriste la cortina y entraste. La realidad superaba la fantasía. La piel era piel. Los cuerpos tenían hambre y sed. Viste mi espalda desnuda, la tanga, los tacos. Previste el rostro congestionado del cónsul entre mis pechos. Alzaste la copa. Del resto no me acuerdo. Intentar narrarlo sería como recordar un viejo sueño. Interviniste cuando no pudiste soportarlo más. De rodillas en la alfombra yo regalaba el supremo mimo. Sentí la prepotencia de tus manos en las caderas y luego la negra y estrecha penetración que te otorgaba el galardón, el desquite frente al saqueo que te habías infringido.

III

Cuando empezamos a salir no me interesabas. Tenía la piel caliente de haber atravesado la juventud. Estaba terminando la veintena. Venía golpeada.

Entonces jugaste la última carta y me convenciste. Compré tu discurso del “buen puerto”. Colocaste en la columna de tus haberes la aceptación de lo que yo era y de lo que traía… El hombre bueno y generoso.

Te favoreció mi familia. Había que sentar cabeza y ocultar. Siempre trataron de hacerme entender que eras el “adecuado” y que no podía seguir siendo el hada Campanita. Usufructuaste tu aristocracia revenida que lo único que te permitía era unos cuantos bienes inmuebles que habían quedado del naufragio económico y moral de tu padre, mujeriego y estridente, al que bien poco le importó las condiciones en que quedarían su viuda y su único hijo, el belinún, como te decía, el inútil y, lo que es peor (esto le daba vergüenza pronunciarlo, no me resulta difícil imaginar las elipsis para referirse a lo que ibas a empezar a ser y estabas siendo, como si con voz apagada y entre dientes, asumiendo una debilidad, gesto prácticamente imposible en él, dijera homosexual),te decía poeta y entonces reía, pero también lloraba, lloraba de humillación y se lamentaba de cuando 43 años atrás habías nacido.

Hacía poco habías enterrado a ese hijo de mil putas. Todavía arrastrabas en la caída de los párpados diálogos imposibles con el muerto. Sentías lástima por él y por vos, por lo que no vivieron, por lo que no te dio.

Tu herida psicoanalítica fue tu caballito de batalla, junto al futuro de nietos y sobrinos, la promesa del discreto encanto de la residencia en José Ignacio, donde viviríamos bajo la sombra de los pinos y la sempiterna presencia de un jardín ahíto de vegetación, la glorieta del five o´clock tea, hamacas y toboganes donde jugarían dos niñas flacas y rubias.

Ya era suficiente eso de vivir en un barrio de negros, en un apartamento de soltera rentado a un precio elevado para una estudiante de IPA. Mi profesión era improductiva y nunca me permitiría alcanzar la utopía de bienestar para la que había sido educada. Porque yo me crié en el Prado Bueno, fui al Clara Jackson, aprendí armonía con Héctor Tosar.

Me convencieron. Tenía la guardia baja y se me había metido en la cabeza y en el corazón que nadie me iba a querer. Me sentía culpable e idiota, desquiciada e ingenua. No había un lugar para mí. La verdad me resultaba insoportable. Por eso, cuando te lo dije en la cama después de la segunda cita y vos aseguraste con frases y acciones que no te importaba, comprendí que empezaba a quedarme contigo y que las aspiraciones de mi familia se concretarían.

Después vino lo mejor de vos, de lo que sí me enamoré.

Te avergonzaba mostrarte como eras. La memoria del muerto, sobreestimado en vida (cuanto más difunto), prolongaba la influencia negativa. ¿Preparabas la renuncia? Un año y medio después lo confesaste como una deformación: “Soy poeta”. Me reí y simultáneamente sentí alivio. Un alivio total, de cuerpo y alma. Hablábamos de literatura, sabías que estaba estudiando docencia, íbamos al cine, tu padre estaba muerto, aún así lo ocultaste. ¡Después de todo no éramos tan distintos! Siempre tan destrozados y opacos, siempre tan escondidos detrás de las voces.

Había dos libros escritos y un tercero que pretendías publicar. Estabas solo. No te reconocías. Vivías entre el dicho y el trecho. Luchabas contra el dragón. Escribías. Ninguna de esas angustias compartiste. Sí, ya sé, las angustias son de uno, pero igual no alcanza, por eso siguen siendo angustias.

El primer libro era un ensayo sobre Milan Kundera. Te había llevado dos años escribirlo. Cuando me lo diste a leer parecías un niño, lo vi en tu sonrisa irregular. “Espero no te embole”, me dijiste. Era bueno. “Un ensayo poemático”, te dije. Mi juicio te preocupó, pero te pareció simpático, por eso, luego de analizarlo someramente, sonreíste. Tenías miedo. Mezclabas literatura y filosofía como un mago. Poética del análisis. Fuiste impuro hasta el hueso y te la bancaste. Ni la anécdota ni la confesión desdeñaste en el dispositivo crítico a la hora de encararte con la densidad del texto.

Del autor que habías elegido como objeto de estudio, yo había leído La Insoportable Levedad del Ser. Había quedado fascinada con algunos personajes, como era el caso de Teresa, tan frágil y ambigua, tan fuerte y tan débil. Era admirable que una novela de tal densidad existencial pudiera haberse convertido en un best seller. La clave estaba en el equilibrio entre lo fácil y lo difícil, entre la trama novelesca y las extensas citas filosóficas, históricas y literarias.

Tu ensayo captaba esta afinidad y exploraba en “arenas movedizas”, como le llamabas a las incursiones en las que se desvirtuaba la frontera entre el individuo y el texto, el autor y el receptor. ¿Qué pasaba con esa simbiosis, ese campo magnético de energía psíquica, ese fenómeno cuya base era la identificación? ¿Era solamente estética la repercusión? ¿Volvía la literatura a sus raíces éticas? ¿Era teóricamente asimilable dicha fagocitación? Buscaste apoyo en la tradición hermenéutica heideggeriana, desde Dilthey hasta Gadamer. Abusaste de Riccoeur.

El Kundera se llenaba de polvo en el cajón del escritorio, pero ahí estaba, y a pesar de los pronósticos ñoños de las editoras uruguayas, cuando no la indiferencia, lograste publicarlo en Chile, cuando vos ya eras vos y tu interpretación dodecafónica sonaba a todo vapor.

Tenían razón los de CAUCE cuando te dijeron que en Uruguay no sabrían qué hacer con un trabajo como ese. Vos sabías, e insististe, que un libro sobre Kundera también podía vender (el checo había escrito un best seller y estaba permanentemente nominado a nobel de literatura), y en esos términos se lo planteaste a los de LSL (literatura sobre literatura), quienes se interesaron por el abstract y te publicaron dos meses después.

Sin embargo el silencio charrúa persistió, incluso un intelectualucho de ocasión con buenos contactos en la prensa local deslizó en cierta columna del pasquín de moda una crítica adversa, calificando tu trabajo de típico periplo intuitivo de poetastro. ¿Te acordás que celebramos el comentario? Fue lo único que leí o escuché sobre tu libro en las tierras de Caracé.

Leopoldo, ahora más que nunca estás en posición de burlarte de la Academia. No te prives. Ahora sabés lo que podés y cuánto más que ellos valés. Siempre me agradeciste la publicación de tu Kundera. Yo tenía un ex novio que hacía años vivía en Santiago. Era colega. Conocía y era amigo de un editor de textos académicos. Le hablé de vos y te leyó. Sabía que le gustarías.

Durante nuestra etapa de novios, salvo al final, fui testigo de la sensación de fracaso que se te pegó como una segunda piel. Es cierto, Leopoldo, no bajaste los brazos. Me sorprendía la capacidad que tenías de defender tu trabajo, aún previendo la indiferencia y la incomprensión. Me decías que el valor consistía simplemente en que cuando lo leías te gustaba, por eso seguías confirmándote y malgastando horas, aún sabiendo que la vida te llamaba.

¡Ay mi asceta, mi dueño de cartuja!, invocando esa extraña forma de la serenidad que otorgan las musas. Eras un perfecto lector de ti mismo y devoto de la idea de que la poiesis se producía en la recepción. Y lo llevabas a la práctica con interminables correcciones “buscando el producto”, como decías, pensando con esa conciencia escindida al acecho del efecto. ¿Pero para quién? Ibas a reventar. Necesitabas un nombre, un ser. La libertad era un dolor de cabeza.

Entonces le propusiste a tu tío rico (conocido empresario hotelero de La Paloma, quien en sus tiempos libres se dedicaba a estudiar alquimia y a publicar de su bolsillo novelas del corazón con mensajes herméticos) montar una editorial cuyo primer best-seller sería un rejunte de textos que en algún momento pretendiste que integraran una novela. La lira seguía en el cajón debajo del Kundera.

Se te ocurrió que encontrarías en el mercado lo que el canon te negaba, así publicaste un monstruito que se adaptaba a una lectura de playa, con una tapa vistosa, letras grandes y mentiras sobre vos mismo. Pretendías un souvenir al revés. Le diste los textos a tu tío que los aceptó fingiendo aptitud crítica para que no te sintieras menos.

El tío era un hombre de gran corazón y dueño de una virtud que consistía en, aun siendo rico, no por ello ser antipático, déspota o engreído. Es raro encontrar una persona que criada en la austeridad y hasta en la pobreza, al hacer fortuna no se convierta en un piojo resucitado. Vos eras para él como los hijos que no pudo tener. ¡Cómo es la vida! ¡Cómo reparte el vestuario! Estoy segura que reprobaba la indiferencia y desdén con que te trataba tu padre. ¡Y cómo se inundó de ternura cuando se murió tu madre! “La mujer más buena que conocí”, decía.

Te leyó. Escribías muy distinto a él, otro tono, otro estilo, otra mirada. No obstante estoy segura que le gustaste y lo que te dijo te lo dijo sinceramente.

Tenías dos textos en mente. Al primero lo escindiste. Era algo inconexo. Había dos partes: una ulcerada invectiva sociológica y una informe masa narrativa. Con la primera parte hiciste una introducción y con la segunda el primero de dos relatos que incluirías en el volumen. Imaginaste un balneario poblado de leyendas y lo desmitificaste.

Eras vos, Leopoldo, eras vos. Salud, yodo y paz se transformaban en suicidio, decadencia, pensiones y muertos podridos. Diste voz a los monstruos, les diste poder. Aparecieron las palabras impúdicas, los academicismos, tu humor, tu ternura. Diste el seudónimo por válido y mandaste libro y firma al horno.

Algunos no te entendieron y te acusaron de tener “mal gusto”. A otros les fuiste indiferente por tus rachas de intelectualismo. Otros te empezaron a venerar como a un maldito y te llenaste la boca hablando en notas y entrevistas que bancaba el tío. Pregonabas la urgencia de una literatura nacional, como quería Onetti, pues el austral Uruguay, con sus vientos y humedades, era el país de Isidore Ducasse.