El accidente

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EL ACCIDENTE


EL ACCIDENTE

© Adolfo Pascual Mendoza

© De la ilustración de portada, Youngdoo via photopin Diseño de cubierta: Dpto. de Diseño Gráfico Editorial La Calle

Iª edición

© Editorial La Calle, 2014.

Editado por: Editorial La Calle

C.I.F.: B-92.041.839

Avda. El Romeral, 2. Polígono Industrial de Antequera

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Según el Código Penal vigente ninguna parte de este o cualquier otro libro puede ser reproducida, grabada en alguno de los sistemas de almacenamiento existentes o transmitida por cualquier procedimiento, ya sea electrónico, mecánico, reprográfico, magnético o cualquier otro, sin autorización previa y por escrito de EDITORIAL LA CALLE; su contenido está protegido por la Ley vigente que establece penas de prisión y/o multas a quienes intencionadamente reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica.

ISBN: 978-84-16164-08-0

Nota de la editorial: Editorial La Calle pertenece a Innovación y cualificación S. L.

ADOLFO PASCUAL MENDOZA


EL ACCIDENTE


Editorial La Calle

ANTEQUERA 2014

Índice

Portada

Título

Copyright

Índice

PARTE 1 - LA AMISTAD

LA CRISIS

LA ENTREVISTA

EL ACCIDENTE

EL DETONANTE

MI TRAGEDIA

CAMBIO DE HOSPITAL

PARTE 2 - EL AMOR

EL ENCUENTRO

LUÍS

CONVERSACIÓN ENTRE EL TÍO LUÍS Y JORGE

LA VISITA DEL PRIMO JOSITO

LA HABITACIÓN 212

LA DECEPCIÓN

EL REENCUENTRO

EL COMPROMISO

NUEVO PROYECTO DE VIDA

PLANIFICANDO EL FUTURO

JOSITO

LA MUDANZA

PARTE 3 - 20 DÍAS

EL MIÉRCOLES

EL VIERNES

EL JUEVES

LA SALA ROJA

LA PRIMERA NOCHE

UNA SEMANA DECISIVA

EL DÍA CLAVE

EL RITUAL

PARTE 4 - EL AMOR Y LA AMISTAD

EL ALTA

LA CELEBRACIÓN

PARTE 1
LA AMISTAD


LA CRISIS


Luís me acababa de abrir la puerta. Entre susurros me comenta que, en los últimos días, Raúl no se encuentra de muy buen humor. Me indica el salón y se aleja camino de la cocina. Antes de llegar a la puerta y desaparecer en su interior, se gira y me dice:

—Richard, tengo la esperanza de que tu visita le mejore el ánimo.

Le respondo con una sonrisa y me introduzco en el salón de manera sigilosa.

Al traspasar la puerta de la estancia, vislumbro al trasluz su silueta, sempiterna estampa sobre su silla de ruedas. Está de espaldas a la puerta, pero lo percibo difuminado entre los rayos de sol templados de finales de invierno e imbuido en la música, su música, esa música llena de tragedia y osadía de su autor favorito, Verdi. En esta ocasión es Nabuco, y mi entrada casi coincide con los primeros compases de los Coros de la Libertad. Sonrío, giro la cabeza y veo de nuevo a Luís saliendo de la cocina, le guiño un ojo. Con los impulsos renovados de la música, me encamino hacia la cristalera y, elevando la voz, me hago notar.

—¿Cómo está el gruñón hoy?

Raúl gira la cabeza al oír mi voz y, sin disimular su alegría, su cara se ilumina. Antes de contestarme nada, se abraza a mi cuello, un abrazo tenso, fuerte, casi desesperado, un abrazo como el de un nadador salvado a última hora, segundos antes de ser engullido por el agua.

Siento correr por sus mejillas sus lágrimas de agradecimiento. Mis ojos también se turban con mis primeras lágrimas, y callamos, nos dejamos llevar por nuestro silencio, me siento a su lado, nuestras manos aferradas, una sobre la otra.

Miro el horizonte como tratando de ver lo mismo que él y, aunque el paisaje es idílico, no me imagino que estemos apreciando lo mismo. Sé que no vemos lo mismo, pero del mismo modo valoro el momento, un momento especial, un momento esencial como este, con nuestras mentes evadidas, pero disfrutando del mismo instante, del mismo momento juntos aunque en espacios distintos. Él en su mundo, yo tratando de entrar en el de él.

Sé que es todo un ritual, que nos llevará tiempo comenzar a hablar, que tal vez pasen horas y nos tengamos que despedir sin tan siquiera haber cruzados unas frases, pero yo lo necesito, necesito visitarlo, necesito verlo, necesito compartir con él estos minutos, aunque sea compartirlos en silencio, y a la vez sé que cada visita mía le da nuevo bríos, le anima a seguir adelante, y a veces incluso a hacer cosas, esas cosas espontaneas, creativas, directas del corazón que tan solo él sabe hacer.

—¿Sabes? —lancé al aire, sin saber que me escucharía, unos segundos después de que la música se silenciara—. Pensaba en nosotros —me levanté y cogí el marco con la foto que siempre tiene en la mesita de al lado del ventanal.

En ella, dos niños. Él, alto y fuerte, yo desvalido y pequeño. A pesar de no tener ninguno de los dos aún los ocho años cumplidos, él estaba mucho más desarrollado que yo. Nuestras familias se conocían de tiempo atrás. Sus abuelos y los míos eran vecinos en la casa de la sierra y nuestros padres ya jugaban juntos de pequeños.

Esa fotografía era muy importante para explicar nuestra amistad. Nos habían preparado una merienda especial, pasteles y horchata. Esa misma mañana, jugando en la puerta de la casa, un coche que pasó a todo trapo había atropellado a Ros, su gatita.

Al principio del verano, la recogimos abandonada en la entrada del bosque de pinos. Mis padres no me autorizaron a quedarme con ella, pero los de Raúl eran más tolerantes, mucho más permisivos, y durante todo aquel verano Ros nos unió con mucha fortaleza. Aquella tarde, el sentimiento de orfandad que nos unía fue un juramento de hermandad.

A lo largo de los años, nuestra amistad se fue estrechando hasta el punto de sentirnos como hermanos; él por no tenerlos y yo por ser el más pequeño de una familia de tres hijos siendo las mayores dos chicas.

 

En la ciudad, aunque no se podía decir que fuéramos vecinos, solo unas calles nos separaban y, por supuesto, el colegio era el mismo. Al regreso de esas vacaciones, como si el destino quisiera premiarnos por el desgraciado incidente, coincidimos incluso en la misma clase, y los años sucesivos, el instituto e incluso la universidad, fueron años que compartimos y disfrutamos. Compartimos el inicio de la adolescencia, nuestras primeras juergas juveniles, nuestros primeros flirteos y nuestros primeros fracasos, nuestros amores frustrados y, por último, nuestro compromiso vital, ese que desde la aceptación entre adultos, nos unió de por vida, mediante un vínculo que, aunque no era de sangre, sí era un compromiso aceptado de mutuo acuerdo.

—¿Sabes, Richard?

Sus palabras, como un revulsivo, me sacan de mis propios pensamientos y, como un autómata, alejo mi mirada del infinito y le miro al tiempo que le contesto.

—Sí, Raúl, dime.

—Hay algo que desde el accidente me corroe, me quema, me deshumaniza y me destruye, algo como un parásito que vive dentro de mí y me inmoviliza, me anula y evita que vuelva a ser yo mismo.

—Sabes que te he dicho siempre que hablar es lo mejor, pero tú siempre te encierras en ti mismo, sin querer compartir, sin hacernos partícipes de ese mundo tuyo, de tu otro mundo, ese que solo tú conoces, que solo tu entiendes, y que sabemos que te hiere, te hace daño, te destruye, pero que es tan inaccesible para todos nosotros. Hace ya más de cinco años del fatídico accidente y, desde entonces, me cuesta trabajo reconocerte, y lo de menos es verte sentado en esa silla. Son tus ojos, tu mirada perdida, tu mente en otro mundo y, sin embargo, cuando hablamos del pasado, como hace un rato con la foto de cuando niños, veo que en lo más profundo de ese ser desconocido está Raúl, mi Raúl, y en cada visita, en cada encuentro, me llevo a casa la sensación de que algo no ha funcionado, algo me ha fallado, de que he estado a punto de sacarlo fuera pero siempre a última hora reculas y te vuelves a encerrar… ¿Qué te pasa? ¿Qué temes? ¿Qué nubla esa cabeza y te aleja de todos nosotros?

—Simplemente, Riki, no me reconozco. Me niego a aceptar que este es mi cuerpo, que esta es mi situación… Apenas tenemos cuarenta y cinco años. ¿Qué será dentro de cinco? ¿Cómo me encontraré a los cincuenta? ¿Cuáles serán mis limitaciones?

—Raúl. Sabes que es normal. Nos lo dijeron en Toledo cuando superaste aquella recaída tan fuerte, ¿recuerdas? La llamaste el pozo de la vida. Vendrán otras recaídas. Unas se pasarán solas, otras serán más retorcidas, algunas con los familiares y los amigos las superarás, otras tendrás que volver a recurrir a nosotros, te dijo Margarita.

—Lo sé, lo sé, pero no es eso.

Se produjo un largo silencio, me miró a la cara y continúo.

—En Toledo descarté de plano algo, pero ahora le estoy dando vueltas. Tal vez…

Le cogí de la mano, continué como pude. Las lágrimas resbalaban por mi cara y, cuando la emoción dejó de atenazar mi garganta, le dije:

—Raúl, deja pasar un tiempo, piénsalo bien y en unos días lo hablamos.

No obstante, de camino a casa, mi cabeza me traiciona, engaña a mi corazón y, de manera casi mágica, de forma espontánea, una extraña y compleja estratagema, se configura en mi mente.

LA ENTREVISTA


—¿Margarita?

—Sí, soy yo, dígame.

—Buenos días, espero que te acuerdes de mí. Soy Ricardo Ortiz, el amigo de Raúl Fernández.

—Hola Richard, ¿cómo va todo? ¿Cómo esta Raúl? Hace tiempo que no sabemos nada de él por aquí.

—Bueno, tirando, ese es el motivo de mi llamada.

—Cuéntame, ¿qué pasa?

—Está pasando un pequeña crisis, esta todo el día malhumorado, encerrado en sí mismo, hasta que ayer se me abrió un poco.

—Bueno que empiece a hablar ya es un avance, y que lo comparta con las personas que le queréis, más aún.

—Sí, pero la situación es algo más complicada. En los últimos meses se está planteando la alternativa que le ofrecisteis en su día y que descartó de plano. Creo que está decidido a explorar todas sus posibilidades y arriesgarse. Quiere mucho a Luís y le quiere ofrecer el máximo de sí mismo, y para ello está dispuesto a sufrir, a esforzarse y lo que sea necesario.

—Pero lo que me estás contando es muy positivo. Después de la crisis que pasó estando aquí con nosotros, esperábamos más recaídas y hace ya casi dos años que, todo va sobre ruedas y viene solo a las revisiones.

—Sí, ya sabes, Luís ha sido todo un revulsivo. Le ha dado las ganas de vivir necesarias, y ahora parece ser que esto es lo que le ha provocado la crisis actual, y el nuevo impulso que le quiere dar a su vida.

—Richard, no sabes lo que me alegro de oírte decir esto. Muy pocos casos se dan en estas circunstancias que reconsideren la situación. Déjame hablar con Fernando Chozas. Miraremos bien todo el expediente, lo estudiaremos y, cuando tengamos algo claro, yo te llamo.

—Marga, ¿realmente crees que hay posibilidades de que mejore?

—En todo esto Richard, nuestro trabajo es muy importante, pero la situación anímica del paciente y las ganas de colaborar tienen mucho más peso a la hora de llevarlo a buen término.


Llevaba algunos días esquivando a Raúl cuando trataba de sacar el tema. Hablábamos prácticamente todos los días, pero siempre dejaba la conversación para el domingo, confiando en que se lo pensara un poco más.

Estoy en la cafetería del hospital de Toledo. El miércoles me llamó Marga y quedamos para comer junto con el doctor Chozas y así poder tener información de primera mano antes de ir a ver a Raúl el domingo.

Al pasar por la galería, me ha sorprendido la alegría y el dinamismo de unos chicos en su silla jugando al baloncesto. Sus energías son inagotables, sus ganas de vivir, su alegría contagiosa me hace sentirme mezquino, mezquino por tener tanto, por ser un privilegiado al que, sin embargo, cualquier cosa le deprime. Me hace sentirme un desgraciado y no soy capaz de valorar todo aquello que tengo, todo aquello que soy, lo material, lo físico, lo espiritual.

Al pasar por la cristalera que da paso a esa especie de gran gimnasio, esa sala de tortura y esperanza, de esfuerzo y sacrifico para tantos, me siento equilibrado. La esperanza y la alegría, el esfuerzo y el sacrificio, y todo junto por una mayor calidad de vida, por una cierta independencia, por una mayor autonomía.

Durante la comida, el doctor Chozas y Margarita me dejan muy claro las ventajas y los riesgos. Habría que empezar con muchas pruebas, y esto nos llevaría muy probablemente a un trasplante de medula, y después, el postoperatorio y la temida rehabilitación, dura, disciplinada, cargada de esfuerzos y sacrificios. El final, si todo es positivo, defenderse sin silla de ruedas, con unas muletas e incluso, con suerte, se podría mover por la casa apoyándose simplemente en paredes y muebles.

En la parte negativa estaba lo del donante. Al no tener familiares directos, la cosa se complica. Yo me ofrezco para hacer las pruebas de compatibilidad. Por lo demás, el temor al rechazo. También, en nuestra contra, estos cuatro años largos, que le han debilitado el organismo, con lo que quizá no esté en las mismas circunstancias que cuando pasó todo, pero esto es una dificultad menor.

En el coche de vuelta a casa, alejándome de estos edificios modernos que conforman el hospital, tras cruzar el río y meterme en la circunvalación hacia la carretera de Madrid, empiezo a soñar, a dejarme llevar por mis ilusiones y ya veo a Raúl de pie en la cocina, mientras preparo la cena, hablando de nuestras cosas, y noto como la vista se me nubla. Me restriego con la mano para poder ver bien y pongo algo de música, mi viejo y muy usado CD de Café del Mar, me concentro en el tráfico y me dejo llevar, siento la carretera como una pista de patinaje y el coche se desliza por ella como su cauce natural, con toda suavidad.

Sin darme cuenta, estoy llegando a casa. Había un poco de tráfico pero, como no llego a meterme en Madrid, apenas lo he notado. Al entrar en casa, según dejo las llaves encima de mueblecito de la entrada, siento un cansancio agotador.

Una luz muy tamizada inunda el salón. Me descalzo y me dejo caer en el sofá. Un profundo sueño me impide incluso encender el televisor y noto como el mundo se me aleja, como se va poniendo sordina a todos los ruidos que me rodean y caigo en un profundo sueño.

Al despertarme, me encuentro relajado, feliz. Una sonrisa me cruza la cara y un regustillo me llena el alma. He descansado y he soñado, y ese es el motivo de mi relax, de mi dicha.

En mi sueño, retrocedíamos unos cuantos años. Las imágenes del partido de baloncesto en el hospital fueron el comienzo de este sueño. Después, las imágenes se difuminaban y allí estábamos los dos, jugando, sudando, dándolo todo en el campo. Después, Raúl me miraba y sonreía. Era un guiño de complicidad, como diciéndome:

—¡Mira! ¿Ves como puedo?

No soy supersticioso, pero esto me hace pensar que tal vez la idea de Raúl sea coherente, y la operación y el nuevo tratamiento le darán mejor calidad de vida.

EL ACCIDENTE


No sé ni cómo había llegado hasta aquí. Solo recuerdo la llamada telefónica. Al entrar al hospital, el olor raro a desinfectantes y medicinas me despertó de mi ensimismamiento.

La sala fría y aséptica del hospital, los corrillos de familiares, el susurro de las distintas conversaciones, recorrí toda la sala tratando de encontrar alguna cara conocida, alguna sonrisa amable en la que cobijarme de mis miedos.

Por parte de Raúl, no esperaba a nadie. Solo algunos primos, como mucho, se interesarían por teléfono y, si la cosa se prolongaba, igual hacían alguna visita furtiva. Sabía que con el único que contactarían sería conmigo, y no me equivoqué pero, de la familia de Pedro, esperaba encontrar a su hermana pequeña, Lucía, pero por más que recorría la estancia con la mirada, no reconocía a nadie.

Anduve por todo el corredor. La sala de espera era como un circuito que me llevaba a recorrerlo de extremo a extremo una y otra vez, hasta que olor a café, me llevó hasta la máquina y, de manera automática e instintiva, saqué uno. No recuerdo su sabor, no recuerdo si estaba frio o caliente, solo su olor y, en megafonía, una voz potente, clara, repetía un nombre sin cesar, una, dos, tres veces.

Debió de ser el efecto del café por lo que caí en la cuenta.

—Acompañantes de Raúl Vidal, pasen por información.

—Raúl Vidal, familiares, por favor, pasen por información.

Me costó reaccionar apenas unos segundos, pero segundos vividos a cámara lenta, segundos ralentizados, vividos con intensidad. Salí de mi aturdimiento y encaminé mis pasos a la puerta con el rotulo de información.

Tras la puerta, un doctor con rostro ajado y movimientos cansados.

—¿Es usted familiar de Raúl Fernández?

—Bueno, Raúl no tiene familia cercana. Soy un amigo, soy su amigo desde la infancia.

—Bien, como le habrán informado telefónicamente, ha tenido un accidente, iba con otra persona, que no tenemos identificada. Solo sabemos la matrícula del coche, facilitada por la Guardia Civil.

—¿Qué modelo era el coche?

—Según el atestado, un Mondeo de color negro.

—Bien, entonces iban en el coche de Pedro, su pareja.

—¿Conoce usted entonces al propietario del coche?

—Sí, claro, Pedro Pérez.

Un corto silencio, antes de descolgar el teléfono.

—Pilar, tengo a un amigo de Raúl Vidal en información. Creo que nos podrá ayudar en la identificación del acompañante.

Bien, ahora vendrá mi compañera Pilar, le pedirá que la acompañe. Igual nos puede ayudar.

En cuanto a Raúl, está en la UCI. Las próximas horas serán cruciales para su evolución. Está muy mal. La verdad, no esperamos, salvo un milagro, que salga de esta.

 

Sentí un puñetazo en la boca del estómago. Las bilis me subieron por el esófago y la boca se me llenó de un sabor amargo.

—¿Cómo? ¿Tan grave es? ¿Tan brutal ha sido el accidente?

—De momento no puedo decirle mucho más. Ahora vendrá mi compañera, acompáñela y ella la informará de todo lo relativo al accidente.

Unos golpes en la puerta me sacaron del shock. Mi corazón había tomado vida propia y pretendía salirse de mi pecho.

—Hola, soy Pilar. Si me acompaña, por favor.

Fui incapaz de reaccionar, quería levantarme de la silla, pero mis piernas se negaban a obedecerme, mi cerebro estaba en blanco y apenas era capaz de atender a orden alguna. En ese momento no existía.

Unas manos acariciándome los hombros y tirando de un brazo hacia arriba me hicieron reaccionar.

—Venga, acompáñame. ¿Cómo te llamas?

—Ricardo, —contesté de forma automática—. Richard, para todo el mundo.

—Bien, Richard, dime. ¿Raúl es pariente tuyo?

—No, es mi amigo, mi amigo de infancia, es mi hermano.

—Comprendo, lazos fuertes. Una ha visto tanto que sabe diferenciar, y a veces los lazos de sangre no tienen la más mínima importancia, y otras, una amistad como esta…

Y dejó la conversación colgada, como ensimismada en sus propios pensamientos.

Habíamos llegado a un despacho, algo más amplio y acogedor que el del doctor en la sala de información. Alguna foto encima de la mesa, sus hijos, pensé, una planta sobre el poyete de la ventana, creaban un clima cálido. Una luz fuerte del exterior, a pesar del día de nubes y llovizna, inundaba la habitación.

Esperó a que estuviera sentado en la silla de este lado de la mesa. Ella se acomodó de manera casi parsimoniosa, activó la pantalla del ordenador y esperó unos segundos antes de comenzar.

—Richard, me ha dicho el doctor Villa que conoces al acompañante de Raúl.

—Sí, iban en un Ford Mondeo de color negro. Es el de Pedro Pérez, su pareja.

—Sí, según consta en la copia del atestado de la DGT, es un Mondeo negro, matrícula CPY. Sí, llevaría en el espejo retrovisor unos estandartes de la Virgen del Rocío.

—No me consta.

—¿Podrías aportarnos algún dato de Pedro? Algún teléfono de sus familiares.

—Bueno, solo tengo el móvil de una de sus hermanas.

—Si eres tan amable, dánoslo para ponernos en contacto con ella.

Sin ser consciente de ello, casi de una manera automática, había marcado el teléfono.

Solo me di cuenta al oír cómo se iba marcando el número. La voz de Lucía sonó al otro lado.

—Richard, ¡qué sorpresa!

Tardé unos segundos en reaccionar.

—Richard. ¿Pasa algo?

—Sí, Lucía, espera. Te paso con alguien.

Como una hora después, Lucía y yo nos fundimos en un abrazo en la puerta de las malditas urgencias del hospital. Seguía lloviendo, y el estrépito de las sirenas y el trasiego de unos y otros rompieron la intimidad del abrazo, nuestras lágrimas compartidas.

Minutos atrás, cuando pasé el teléfono a Pilar, la psicóloga, me enteré de los detalles del trágico accidente, de las horas que llevó sacar los cuerpos del amasijo de chatarra, del barranco donde había ido a parar cerca de la urbanización donde viven, de cómo Raúl había quedado tan mal parado y de que Pedro, desgraciadamente, había fallecido.

Compartimos una tranquilizadora infusión, que nos calmó el ánimo, y acompañamos a un funcionario para reconocer el cadáver.

Solo vimos su cara, hinchada, en el comienzo de la deformación. El resto del cuerpo, nos aconsejaron, era mejor no verlo. Después me comentaron que solo eran pedazos unidos en una argamasa.

También me dijeron que, gracias a la lluvia, no se había incendiado. Si no, Raúl también estaría muerto.

Las semanas siguientes se me pasaron sin ser consciente del tiempo. Solicité mis vacaciones y esas seis semanas, reservadas para ese fantástico viaje por Turquía y Jordania, las utilicé para acompañarlos. Primero a Pedro, en su sepelio. En estos días, entre Lucía y yo nacía una nueva amistad. Pasamos de ser conocidos, unidos por el vínculo de Raúl y Pedro, a ser AMIGOS. Sí, amigos con mayúsculas, amigos de esos que nacen del sufrimiento, del dolor, de los peores momentos.

Después, cuando los primeros atisbos de esperanza indicaban que Raúl podría salir del coma, lo acompañé, en esos minutos que me dejaban cada dos horas, para hablarle y contarle la verdad, susurrarle que aquí me tenía, decirle lo mucho que le quería y lo mucho que echaríamos de menos a Pedro, pero que juntos los superaríamos.

El 9 de octubre, 13 días después de accidente, en una de estas charlas de corazón a corazón, con mis manos cogiéndole su mano derecha y las lágrimas resbalando por mis mejillas y nublándome la vista, Raúl abrió los ojos.

Los días transcurrían despacio en la soledad del hospital, salpicados por alguna visita de Lucía. Los otros hermanos de Pedro, después del sepelio, solo se interesaron por los bienes que dejaba, para reclamar lo suyo. Afortunadamente para Raúl, lo habían dejado todo bien atado, todo en regla. Nada más leer el testamento, como la niebla matutina de las mañanas de abril, Julio y Teresa desaparecieron. Lucía, sin embargo, no cejó en las visitas constantes al hospital, en las que alguna vez pasaba a verlo a la UCI, y en otras simplemente se tomaba un café conmigo y charlábamos un rato.

La primera planta del hospital llegó a no tener secretos para nosotros. El pasillo principal, ese pasillo cuyo recorrido suponía cientos de metros, lo atravesábamos una y otra vez en nuestras charlas. A veces me ayudaba simplemente acompañándome en silencio; otras, con una conversación amena y entretenida. No había tema tabú, no había censura previa en nada, de todo hablábamos, hasta el punto de casi no tener secretos el uno para el otro.

—Richard —me dijo aquella tarde fría de finales de noviembre—, todos pensamos que eres gay, ya que te conocemos a través de Raúl y Pedro —el nombre de Pedro afloro a su garganta como un mosquito inoportuno que se hubiera colado más allá de las amígdalas.

—¿Gay? ¿Por qué?

—No sé, no hemos conocido a ninguna pareja tuya y tal vez por eso pensábamos que igual eras de esos que no salen del armario.

—Jajaja —me salió espontáneamente una sonora carcajada—. No sé muy bien lo que soy, eso es cierto. A veces yo mismo lo dudo. A veces pienso que el amor no existe o que al menos está vetado para mí; otras, que aún no me he cruzado con la persona adecuada, o que quizá es el miedo lo que no me permite encontrarla. A veces pienso que el tiempo me la traerá. Lo que sí creo es que, antes de que esa persona llegue, debo saber cómo tiene que ser, hombre o mujer.

—Pero… ¿no me digas que no has tenido relaciones, que eres virgen?

—Bueno, espero que me guardes el secreto. Sí, lo soy, en el más amplio sentido de la palabra. Ni conozco el amor de verdad, el del corazón, ni tan siquiera el sexual, el más carnal.

—No me lo puedo creer —me decía Lucía, mientras me miraba con la más absoluta cara de incredulidad—. En pleno siglo XXI, un tío cercano a los cuarenta y ¡virgen! Te oigo y, si no te conociera como te estoy conociendo en las últimas semanas, diría que es mentira.

—Ya ves. Timidez, comodidad, vergüenza, no sé. La verdad, si algún día se presenta la oportunidad, igual salgo corriendo, o hago el ridículo más espantoso.

Aquella misma semana dejé de ser virgen. No sé cómo fue, ni tan siquiera me enteré de cómo llegué a aquella cama. Solo recuerdo la sensación de plenitud, y la charla de después, aún metidos en la cama Lucía y yo.

De aquella tarde tengo tres recuerdos imborrables que permanecen en mi retina. El primero, mi despertar al sexo, al sexo pleno, al sexo compartido, casi cuarenta años después de venir al mundo, que fue como un regalo inesperado.

El segundo, su rotunda aseveración:

—Ya sabes lo que es el sexo heterosexual. Ahora deberías de tener dos cojones y probar...

Me costó trabajo asimilar ese consejo, viniendo además de una mujer, viniendo de mi amiga, pero en el futuro lo iba a comprender, como tantas otras cosas con las que Lucía me obsequiaba.

—¿Sabes? —me dijo con rotundidad y mirándome a los ojos, y este es el tercer recuerdo que tengo de esa tarde—, me alegro de que Raúl y Pedro hubieran tenido tan claras las cosas a la hora de redactar el testamento. Sobre todo me alegro por Raúl, por que los buitres de mis…

—Sí, ya me imagino que habrán tratado de rapiñar algo, a ver si podían sacar tajada, pero ellos desde el principio lo tuvieron muy claro y, a pesar de que no les ha dado tiempo a casarse, los temas legales los tenían bien cerrados, y salvo que Raúl… —mis labios se negaron a terminar la frase, ya no me cabía en el pensamiento un desenlace trágico—. Bueno, salvo que en el futuro Raúl tenga algún percance, todo está atado y bien atado.

Alguna que otra tarde, mi hermana Ana me hacía compañía; otras, venían juntas.

María era más de interesarse por teléfono. Me acompaño en el funeral también y, en una ocasión, un sábado por la tarde, vino acompañando a Ana.

Para mí era suficiente. Son mi familia, las quiero y las respeto, y ellas también quieren mucho a Raúl, pero saben que parte del cariño que les corresponde por sangre se lo entregué a él hace muchos años.

—Oye —me soltó Lucía la tarde antes de que a Raúl le trasladaran a Toledo—, ¿no será que estás enamorado de Raúl?

Fue la nota alegre de la tarde. Después, con el paso del tiempo, lo he comprendido. Un amor entre hombres, un amor fraternal como el de Raúl y el mío, es difícil de entender.

—¿Cómo? Raúl es mi hermano, mi protector, mi hermano mayor, aunque solo sea unas semanas más viejo que yo.

—¿Tu protector?

—Bueno, hasta ahora así lo ha sido. Pero esto me ha hecho madurar, alcanzar la madurez. A partir de ahora, igual me toca a mí protegerle a él.

Efectivamente, tuve que coger la tutela legal de sus cosas. Aunque había salido del coma, su mejoría era lenta, casi inexistente. Los primos habían puesto en la balanza lo que podían sacar del asunto y el tiempo que les llevaría y habían renunciado a ello. Hablaron conmigo y, tras su discurso, vacío de contenido, opté por cuidarlo y protegerlo yo.

Mañana nos vamos a Toledo. Me han dicho que allí empezará una lenta rehabilitación, lenta y dolorosa, pero que le permitirá recuperar algo de fuerza en las piernas y, sobre todo, podrá potenciar la masa muscular de sus brazos, que será su arma de defensa en el futuro.

El accidente le había partido la médula, y se había quedado paralítico de cintura para abajo. El resto de las patologías las había superado.

Los pulmones habían recuperado su potencial, las costillas rotas se habían curado, el corazón se había recuperado y la analítica, después de muchos meses, daba prácticamente normal, dejando atrás la fortísima anemia por la pérdida de tanta sangre.

Ahora toca la etapa final, me dijeron los médicos.

Cuando hablé con Raúl y se lo comenté, se dio la vuelta en la cama y, ocultándome su rostro, lloró, lloró solo, en silencio.

Antes del traslado a Toledo, al despertar, me dijo lacónicamente:

—La etapa final. ¡Y solo! ¡Sin Pedro! ¿Para qué?... Este cuerpo, tullido y diezmado, solo me pide eso, una etapa final… y definitiva.