Adolfo Hitler

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13.

Orgulloso de su ascenso le tocó vivir directamente los días sangrientos de abril y mayo de 1919, aunque no hay datos fehacientes que hablen de su participación en ellos. En Mein Kampf comenta un intento de arrestarlo que sufrió a mano de dos revolucionarios comunistas, situación que repelió echando mano de su fusil y poniéndolos en fuga. Aplastados los revoltosos por el ejército, fue interrogado por oficiales del regimiento de infantería que abrió la espita de las represalias que fusiló a gran número de ellos. Posteriormente trabajó en el departamento político de la comandancia militar del VII distrito, donde todo indica que, por primera vez, tuvo contacto con Ernst Roehm y continuó recibiendo cursos de instrucción política. En esa unidad refrendó su cargo de oficial instructor y prosiguió en su tarea de lavar los cerebros de sus hombres de toda veleidad política de izquierdas, bien fueran de grupos pacifistas, demócratas o socialistas. Esas actividades docentes estaban basadas siempre en el rechazo al Tratado de Versalles y a las draconianas limitaciones impuestas al ejército alemán, y fue en esa labor con aroma a lucha dialéctica donde Hitler vislumbró, quizá por primera vez, donde estaba su futuro. Y como si una mano misteriosa diseñara su porvenir, el cabo de lanceros perdido en sus dudas y esperanzas recibió la orden, ya avanzado el otoño, de investigar sobre las actividades políticas que unos cuantos individuos realizaban amparados en las siglas del DAP (Partido de Obreros Alemanes).

“Cierto día recibí de mi superior la orden de investigar la realidad en el funcionamiento de una organización de apariencia política que, bajo el nombre ‘Partido Obrero Alemán’, tenía el propósito de celebrar una asamblea en los próximos días y en la cual hablaría también Gottfried Feder. Se me dijo que yo debía constituirme allí, para después dar un informe a cerca de aquella organización.” Mi lucha. Ibid. p. 127.

La Reichswehr lo había metido de cuerpo entero en la política y su demonio personal se ocupó, minuto a minuto, de que en ella continuara, creciera, triunfara y destruyera hasta el último día de su existencia.

Invitado a formar parte del grupo que por orden de sus superiores debía investigar, Hitler, después de pensárselo mucho, finalmente asistió:

“Después se algunos titubeos Hitler asistió. El comité se reunió en una cervecería oscura de la Alte Rosenbad, en la Herrnstrasse. Penetré en la estancia mal alumbrada, donde no había un solo parroquiano, y busqué la puerta de acceso a un local interior donde me encontré cara a cara con el Comité. Bajo la luz mortecina de una lámpara de gas llena de cochambre vi a cuatro personas sentadas en derredor de una mesa; una de aquellas era el autor del folleto.” Alan Bullock. Ibid. p.42.

“La energía y la ambición que hasta entonces no había tenido freno, encontraron un cauce de salida.” Alan Bullock. Ibid. p.42.

Lo comenta en Mein Kampf:

“Se me ofreció una oportunidad de hablar ante un público numeroso, y lo que había supuesto siempre por pura intuición, sin saberlo se corroboró entonces; era capaz de hablar.”

Y lo refrenda un compañero soldado que estuvo con él en Lechfeld en 1919.

“Hitler especialmente es, podría decir, un orador popular nato que gracias a su fanatismo y el estilo populista de sus discursos hace que su público atienda inevitablemente a lo que dice y comparta sus puntos de vista.” Alan Bullock. Ibid. p. 42.

Y Anton Drexler, impulsor y dirigente político del DAP, al oír hablar a Hitler por primera vez, en septiembre de 1919:

“Dios mío, tiene facilidad de palabra. Podría sernos útil.” Ian Kershaw. Ibid, p.127

Entre tanto los extraordinarios acontecimientos que sacudían a Alemania, estimulaban las ansias bávaras de una mayor autonomía. Existía de antiguo un rechazo larvado hacia los hombres que los gobernaban desde Berlín y también hacía los prusianos y la religión protestante. Hubo momentos en los que impulsados por esos sentimientos, los bávaros contemplaron la posibilidad de plantear la secesión, rompiendo definitivamente los lazos con la Alemania luterana del norte, para gestionar la unión territorial con Austria, la católica y vecina hermana del sur.

Todo siguió empeorando en Alemania, si es que todavía podía empeorar, y a mediados de marzo de 1920 hubo un fallido intento para derrocar el gobierno central en Berlín. Esos mismos días, simultáneamente con el intento de putsch en la capital del Reich, tomó el poder en Baviera el general de infantería Arnold Ritter von Möehl (1867-1944) con el apoyo de la derecha liderada por Gustav von Kahr. La revoltosa y díscola autonomía bávara, desde siempre enfrentada al poder central, abrió las puertas a todos los que soñaban con aplastar el régimen republicano, y toleró complacida los métodos que la extrema derecha usaba para lograrlo. Baviera estaba lista ya en aquellos años, sólo le faltaba decidirse. En el aire, desde mucho tiempo atrás estaban dadas las condiciones para que en ella se afincase y empezase a crecer el tiránico orden que Hitler iba a establecer un día en ella y en Alemania entera.

Los Freikorps volvieron a las andadas, se sintieron cómodos, pues se sabían arropados por el ejército regular y olvidaron una vez más que no habían sido creadoa para planificar golpes de Estado ni cometer crímenes políticos, sino para vigilar las fronteras del Este contra los abusos de polacos y bolcheviques. El capitán Hermann Ehrhardt (1881-1971) y su tropa, expulsados de Berlín tras el abortado intento de subvertir el orden, encontraron las puertas abiertas en Baviera y, como era natural, ni cortos ni perezosos planificaron los asesinatos de Matthias Erzberger (1875-1921), ministro de Finanzas que fuera firme opositor al último Kaiser y de su desbocado belicismo, y que había puesto su firma en el armisticio de 1918 y Walther Rathenau (1867-1922) ministro judío de Relaciones Exteriores del gobierno central del Reich, también señalado culpable, a los ojos de sus enemigos, por haber abierto camino al cumplimiento estricto del infame tratado de paz. Los Freikorps, un enemigo siempre feroz y temible, tanto para la izquierda como para los llamados “traidores de noviembre”, siguieron su camino de sangre y fueron refugio y escuela de nobeles terroristas y fanáticos nacionalistas aficionados a practicar la delincuencia política para favorecer sus planes. Su presencia activa deformó la vida de los alemanes hasta muy avanzado 1924 y reapareció fugazmente, de nuevo, en 1929.

En Múnich era evidente que había, cada vez más, valiosos oficiales en activo o que habían pertenecido al ejército regular. Sabían que con la derecha al mando esa ciudad era un cómodo refugio para ellos. Estaban, por nombrar algunos, individuos de prestigio, el general Franz Ritter von Epp (1868-1946) y su ambicioso asistente, mayor Ernst Roehm (1887-1934), un soldado de cuerpo entero dispuesto, con su superior, a infringir la ley cada vez que fuera necesario, si al hacerlo abría camino para incumplir todas y cada una de las limitaciones que en Versalles habían impuesto los vencedores al poderío bélico alemán. Hombres inteligentes la mayoría, entendieron desde el primer momento que sólo unidos y disciplinados, conseguirían reconstruir un día la fuerza que los había convertido en una gran nación. Eran, además de patriotas, individuos que veían a distancia e intuían que sí el núcleo perduraba, un día llegaría la revancha, como en efecto a punto estuvo de suceder.

En los ministerios bávaros ocupaban puestos bien escogidos muchos nacionalistas que durante la conflagración habían servido en la reserva y eran abiertos a hablar con quién les pidiese orientación. Ernst Poehner (1870-1925), el primero en el escalafón de la Policía de Múnich, se hizo famoso cuando respondió a alguien que le preguntó si estaba al tanto del alto número de delincuentes políticos que vivían en Baviera: “Si, pero no hay bastantes”, respondió. Franz Gürtner (1881-1941), futuro ministro de Justicia con Hitler trabajaba en el ministerio de Justicia bávaro y Wilhelm Frick (marzo 1877-octubre 1946) que era ayudante de Poehner en la policía, también llegaría a ministro de Interior del régimen nazi.

En la mente de todos esos hombres el sueño del resurgimiento ocupó gran parte de sus vidas: aplastar a la República, borrar de los papeles la pesadilla de 1918 y reponer a Alemania en su puesto de máxima potencia continental, devolviendo a su ejército la prerrogativa de ocupar el máximo escalafón que siempre había ocupado entre los ejércitos del Continente. Tal fue el prometedor proscenio que Adolfo Hitler pensó dar a los milites cuando puso en marcha su meteórica carrera hacia el desastre.

Uno de los más distinguidos biógrafos de Hitler sostiene que:

“La guerra y el impacto que la guerra dejó en las vidas de millones de alemanes fueron elementos esenciales para el auge de Hitler y del partido nazi”. Alan Bullock. Ibid. p. 31

Y esa aseveración aplicada a Hitler y a sus seguidores, visto lo visto no admite discusión.

Los pueblos modernos —admitidos los inevitables matices— se debilitan indudablemente con las guerras, especialmente cuando estas son sangrientas y prolongadas. La onerosa pérdida de vidas jóvenes, especialmente, y la desaparición —a veces casi total— de infraestructuras fundamentales los puede llegar a poner a los implicados al borde de la bancarrota. En la contienda que estamos comentando el pueblo alemán, que conservó libre de destrucción la totalidad de su extenso país, tuvo que devolver forzosamente a Francia la Alsacia y la Lorena y fue despojado, además, de ubérrimos territorios, especialmente en su frontera con Polonia. A esto hubo que agregar la humillante y descomunal factura, en metálico y bienes, que le obligaron a pagar los vencedores. El malhadado Tratado de Versalles fue impuesto a rajatabla por los franceses, pese a la tibia oposición del presidente Wilson y al pueblo alemán, ya sublevado en su ánimo por la inesperada noticia de una derrota tan contundente, forzó los cambios que tenían que venir, y vinieron, especialmente en Europa central y oriental, donde todos los alemanes bajo el amparo de Prusia habían jugado durante siglos un papel estabilizador sin parangón. Ya hemos visto que el Imperio de los Habsburgo y de los Hohenzollern habían seguido los pasos del Otomano y a los tres nombrados sé agregó el de los Romanov, desaparecido en 1917, un año antes que los otros A los cuatro les guardó la historia un rincón en sus páginas, pero cualquier otro vestigio de ellos es tema reservado para especialistas. El hombre común los borró de su memoria y nunca más resucitarán. Y la consecuencia desde el lado Este del Rin hasta las riberas del Oder, la inseguridad, el miedo y la incertidumbre se extendieron como una furiosa e inmensa manada de lobos fuera de control, por todos los rincones en que habían gobernado la Alemania imperial y la caduca dinastía austriaca. En lo que a Alemania toca, aplastada por el peso de la revancha francesa, que no se movió nunca del Palacio de Versalles, donde el curso de las deliberaciones lo marcó siempre ella, acabó por contaminar al grupo de países que componían la Gran Entente. Así se llegó a lo que pasaría a la historia como uno de los errores o tropelía capitales del farragoso y sangriento siglo xx. Esta costosa equivocación, al impedir en su momento toda reflexión ponderada, impuso alevosamente las condiciones de paz más atroces, onerosas y humillantes que se le hayan aplicado a un país en la edad moderna. Y tal disparate, aceptado por todos a pesar —como antes dije— de la tibia oposición del l presidente Wilson, obligó a Alemania, hundida en el desconcierto, a aceptar el precio desmesurado de unas cifras que forzaron a un pueblo ya extenuado a un enorme esfuerzo que implicaba nuevos sacrificios. Ese error de los vencedores gravó con fuego y por muchos años, en setenta millones de seres humanos, la idea de venganza que llevó a Hitler al poder. Este estado de cosas, además, se iba a hacer eterno para cada uno de los súbditos del fenecido Imperio, porque además de inicuo duró demasiado para ellos. Fue entonces cuando el Cabo de Lanceros, el político en ciernes que nunca antes había sido, protagonizó su primera aparición en un gran escenario, aliado a un general de alto rango, héroe de guerra y con un prestigio singular.

 

El régimen republicano nacido de la derrota tuvo que hacer frente a una amenazante izquierda radical, que se veía dueña de la situación y quería aplicar en el país el mismo totalitarismo tiránico comunista que ya tenía bajo su yugo el inmenso territorio que había sido de los zares. Pero no menos intolerante fue la derecha extrema, para la que la débil República de Weimar debía desaparecer. Muchos la acusaron a esa joven república sin ningún derecho, pero con mucho desparpajo, de ser la causante de la derrota y la rendición por la labor de sabotaje puesta en práctica por sus componentes socialistas durante el conflicto. Finalmente, izquierda extrema y derecha extrema, casi sin distingos, se soliviantaron definitivamente cuando el gobierno dirigido por los socialdemócratas firmó, en 1919, un tratado de paz repleto de condiciones inaceptables. Este acto fue visto por Alemania entera como una bellaquería contra el pueblo en su conjunto. Desde ese mismo día se consideró a los republicanos del gobierno como cínicos, desvergonzados y aliados de la Entente que había conseguido la victoria.

El gobierno en el poder era democrático, sin duda, y se sabía firmemente apoyado por los demócratas de la izquierda, pero estaba atado de pies y manos por la izquierda radical, que exigía que aplicara mano dura contra la derecha y la aplastara con contundencia. Esta perentoria exigencia la avalaba lanzando sus huestes a las calles y provocando huelgas y peleas callejeras que siempre dejaban heridos y muertos tras las cargas policiales. La exacerbación de esa izquierda incrementó la animosidad de la extrema derecha, que empezó a ver en la República de Weimar una excrecencia purulenta que había que extirpar.

Y no eran sólo las clases antiguamente dominantes, que buscaran la protección de sus intereses, las que pensaban así; no eran sólo los magnates del comercio, los industriales de la industria pesada, los junkers y los altos oficiales licenciados; tampoco eran sólo los nobles de cuna luchando por conservar sus privilegios; eran también los suboficiales de reciente promoción y la masa del pueblo que había dado su sangre en las trincheras y ahora veía, con estupor y profundo desconsuelo, que habían sido traicionados por la retaguardia que se emboscó para no luchar, por el Kaiser Guillermo, que los abandonó y huyó cobardemente a Holanda, dejando el país al borde de la guerra civil. Tampoco hizo el Kaiser nada, antes de huir, para impedir que la izquierda democrática de Friedrich Ebert (1871-1925) tomara el control del poder y firmase un armisticio sin condiciones que permitió a los vencedores imponer las atroces resoluciones gestadas en Versalles. Las huelgas se extendieron como los hongos en el campo, ya antes del armisticio, pero no solo fueron ellas; casi al unísono se disparó la escasez de los alimentos y de otros artículos de primera necesidad. Las ciudades culpaban al campo por ese estado de cosas y los labriegos acusaban a los citadinos de arramblar con las cosechas y los animales de granja. Los motines eran hecho común un día sí y otro también, pero eran reprimidos y disueltos sin contemplaciones por los cuerpos policiales. Estaba también, y no en menor medida, la especulación, creciente ya desde el último año de la guerra, propiciando la aparición de una delincuencia galopante que aprovechaba el caos y el hambre para enriquecerse. Esta situación se hizo permanente y acabó siendo un verdadero dolor de cabeza para las autoridades, que desde el comienzo se vieron continuamente desbordadas. Y como siempre sucede en estos casos, fue el gobierno el que pagó los platos rotos al responsabilizarlo toda la población del desbarajuste, de la falta de trabajo, de la ausencia de autoridad, de la escasez de artículos de consumo diario en los mercados, del acaparamiento, de los motines y del descontento. A este inmenso revoltijo no tardaron en sumarse más grupos de oficiales de grados inferiores licenciados sin previo aviso, que lamentaban la completa pérdida de su posición militar, las pagas atrasadas escamoteadas y el asco que les producía el cambiar la vida de campaña por el desorden, la rutina y la monótona vulgaridad de la vida civil. Tampoco aceptaban las humillaciones y el desvergonzado saqueo al que estaban sometidos por las potencias vencedoras.

14.

La inmensa desesperanza, el desordenado y continuo ambiente revolucionario con su miedo aparejado, sus injusticias y atropellos sólo la supo entender Hitler desde el primer instante, y en ella empezó a buscar una forma de actuación que le permitiera mantener viva en todo momento la violencia extrema, partera y madre de todos los grandes cambios políticos logrados en la historia de la humanidad. En sus primeros mítines callejeros, donde se entrenaba para lo que presentía que podía suceder, denunciaba arrebatadamente a los especuladores y a los sinvergüenzas que de un modo u otro sacaban provecho descaradamente de la situación. En sus agresivos discursos fue perfeccionando su oratoria, instrumentalizó sus gestos y acabó siendo la voz mesiánica llena de aliento que había estado esperando el enorme ejército de damnificados por la derrota. Subido a una silla en cualquier cervecería, sobre una banqueta o en un estrado, nunca titubeó a la hora de llamar las cosas por su nombre y usó sin ningún rubor su agresivo estilo y su expresiva mímica para grabar su mensaje en el cerebro de los que lo escuchaban. Así, poco a poco logró lo que perseguía: ser admirado, seguido y respetado por sus famélicos oyentes, que vieron en él la redención de Alemania; pero también por los bien alimentados y los poderosos, que pensaron que era el instrumento enviado por el diablo para colmar sus codicias y sus torcidas ambiciones.

Acudiendo a Mein Kampf leemos:

“El fórum más amplio, de un auditorio directo, no está en el hemiciclo de un parlamento. Hay que buscarlo en la asamblea pública, porque allí se encuentra miles de gentes que vienen con el exclusivo fin de escuchar lo que el orador ha de decirles, en tanto que en el plenario de una Cámara de diputados se reúnen sólo unos pocos centenares de personas congregadas allí, en su mayoría, para cobrar dietas… Mi lucha. Ibid. p. 74

“Desde tiempos inmemoriales, la fuerza que impulsó las grandes avalanchas históricas de índole política y religiosa no fue jamás otra que la magia de la palabra hablada.” Mi Lucha. Ibid. p. 75

“La gran masa cede ante todo el poder de la oratoria. Todos los grandes movimientos son reacciones populares, son erupciones volcánicas de pasiones humanas y emociones afectivas aleccionadas, ora por la diosa cruel de la miseria, ora por la antorcha de la palabra lanzada en el seno de las masas… pero jamás por el almíbar de literatos estetas y héroes de salón.

“Únicamente un huracán de pasiones ardientes puede cambiar el destino de los pueblos; mas despertar pasión es sólo atributo de quien en sí mismo siente el fuego pasional.” Mi Lucha: ibid. p. 75.

“Dado que las masas tienen sólo un conocimiento muy ligero de las ideas abstractas, sus reacciones dependen más del dominio del sentimiento de donde arrancan las raíces de sus actitudes, tanto positivas como negativas… El terreno emocional de su actitud suministra la razón de su extraordinaria estabilidad. Es siempre más difícil luchar contra la fe que contra la sabiduría.” Alan Bullock. Ibid. p.46

Así lo dejó escrito en su biblia personal. Y con la “magia de la palabra” y otros recursos menos ortodoxos, ayudado por Satán manejó sin pudor y sin complejos a políticos banales y cortos de miras, los mismos que le entregarían un día no lejano, en pulida bandeja, la cancillería del Reich. Y por si le faltara algo a este gigantesco drama, ya Hitler metido hasta el cuello en la que sería la trampa rusa, se disparó hasta límites increíbles lo que ya era una endemia en Alemania: el odio a los judíos, ¡naturalmente! El Holocausto; “la solución final” había recibido en Vannsee luz verde para actuar. En Europa, como bien demuestra la historia, los descendientes de Isaac y de Jacob han sido el chivo expiatorio por excelencia desde que se esparcieron por el mundo, expulsados de su rincón mediterráneo por Tito y sus legiones victoriosas el año uno de nuestra era. Muy lejos en el tiempo ya se practicaba en el viejo continente la caza del judío apenas aparecía una calamidad, cualquiera que esta fuese. Y fue una terrible pestilencia, una más entre muchas terribles pestilencias que sufrió la Edad Media la que apareció en 1347 en forma de peste extremadamente virulenta. La peste bubónica o peste negra, como fue llamado el flagelo que despobló el continente europeo lo trajeron de Asia Menor, en sus barcos cargados de podredumbre, los mercaderes venecianos y genoveses que atracaban en Marsella, Génova y otros grandes puertos europeos ante la mirada pasiva de las autoridades de los mismos, imposibilitadas de tomar medidas dado el primitivo estado de los recursos médicos y sanitarios. La plebe europea, diezmada y aterrorizada propagó casi de inmediato, unánimemente, que el mortal azote era el castigo que Dios les imponía por la presencia cada vez mayor de judíos en todos los rincones del viejo continente. Y ya dicho aquello nadie pudo contenerlos. El Papa Clemente VI rogó al cielo por sus vidas y vetó de inmediato que fuesen perseguidos por los aterrados habitantes de pueblos y ciudades, pero en vano. No bastó que lo judíos murieran, también en masa, víctimas del bacilo, tanto como los cristianos. Fueron quemados vivos, lanceados y linchados sin compasión porque eran y son, con pestes y con guerras, o sin ellas, nuestro chivo expiatorio por los siglos de los siglos.

Este enésimo y alevoso ataque ellos, que surgió en los cruentos días de diciembre y enero de 1941-42, cuando la Unión Soviética flaqueaba ante el masivo aempujón de la Wehrmacht; ese asalto contra una etnia que ya estaba siendo exterminada en cámaras de gas improvisadas en camiones y en fusilamientos en masa al borde de enormes fosas colectivas, hábilmente justificado con falsedades que no resisten el análisis, y muy bien dirigido por los expertos criminales de las SS, fue el más completo intento de los nazis para poner definitivamente en marcha la exterminación total de los judíos europeos tal como lo exigía el diabólico proyecto que Reinhard Heydrich formuló para Hitler en la histórica conferencia de Wannsee, en enero de 1942. Esa atroz minuta (la copia 16 ) que los fiscales americanos descubrieron casualmente en marzo de 1947 perdida en un montón heterogéneo de papeles, refrendada con el sello Geheime Retchssache (asunto secreto del Reich) preservada en una carpeta con el membrete del ministerio de Relaciones Exteriores; papeles calificados por sus descubridores como “Acaso el documento más vergonzoso de la historia”, dado su execrable contenido, que no era otro que el plan definitivo para el que Heydrich había convocado a los hombres que sabía más idóneos, bajo su dirección, con el fin de dar forma definitiva a la eliminación física de todos los judíos que aún sobrevivientes en territorio europeo conquistado y por conquistar. Funcionarios de la administración civil, altos dirigentes del NSDAP y oficiales cuidadosamente seleccionados de las SS acudieron el 20 de enero de 1942 a una lujosa mansión berlinesa situada en las afueras de la ciudad y muy cerca del lago que prestó su nombre a la reunión criminal más famosa de la historia reciente de la humanidad.

 

La preocupación central de Hitler aquellas últimas semanas de 1941, con Wannsee y sus decisiones a las puertas y sus ejércitos avanzando victoriosos hacia el corazón de Rusia, era la martingala más idónea para que el pueblo alemán no preguntara por los miles de judíos alemanes que todavía vivían en condiciones infrahumanas en los campos de exterminio y que inevitablemente iban a perecer en la gran matanza que se estaba poniendo en marcha. Su equivocada declaración de guerra a los Estados Unidos le vino también, dado su fenomenal impacto en Alemania y en el mundo, como anillo al dedo para echar esas estorbosas iniquietudes al cajón de los desperdicios: trasladados en masa a los territorios arrebatados a Polonia y Rusia en esos fragorosos meses de ofensiva, por unidades especiales de los SS (Einsatzgruppen) fueron exterminados sumariamente en su totalidad. El Holocausto dio así su primer gran paso, pero ya no se detendría su marcha mientras el líder nazi respiró.

En cualquier caso, en marzo de 1942, a escasas ocho semanas de Wannsee y su famoso Protocolo, entre el 75 y el 80% de los judíos europeos todavía vivían aunque en situación terriblemente incierta, esparcidos en las pequeñas aldeas, los pueblos medianos y las numerosas ciudades existentes en la extensa región del Oder en la Alemania oriental y en la parte de Polonia que le tocó ocupar tras el inicuo pacto firmado con su fraternal Stalin. Once meses más tarde, sin embargo, los porcentajes que menciono habían sufrido un vuelco estremecedor; y los pocos sobrevivientes de la virulencia criminal de los Ensatzgruppen esperaban su terrorífico destino hacinados en guetos inmundos y en los temidos KZ, los campos de concentración. Este exterminio de cientos de millares des eres humanos, sin discriminación de sexo ni edad y en una zona tan poblada, no fue un plan para desarrollar en los meses siguientes; fue una auténtica blitzkrieg, una carnicería relámpago que obligó a movilizar las más veteranas tropas de asalto de los SS, duchas en el asesinato, para el buen fin de la operación. Y el enorme exterminio culminó en un instante en que en el sur de Rusia los ejércitos de la Wehrmacht vivían el momento crítico del asalto a Crimea y la marcha del c coronel Fiedrich Wilhelm Paulus y el Sexto Ejérciro hacia el Cáucaso, que marcha que terminó en Stalingrado con la destrucción total de los trescientos mil hombres de ese ejército alemán.

En Polonia los matarifes, ya expertos en estas lides lograron también todos sus objetivos y para nada sirvió la enorme dispersión de las víctimas en esas aldeas, pueblos y ciudades donde todavía respiraban. Los guetos fueron machacados, incluidas las concentraciones judías en Varsovia y Lódz y las innumerables aldeas y pueblos de esas regiones fueron peinados a conciencia. Los historiadores que años más tarde escudriñaron toda la región en busca de datos y documentación para sus libros, se asombraron de la perfección logística que alcanzaron los monstruos desalmados que llevaron a cabo tan gigantesco genosidio.

Me imagino que Hitler, en su desmesurado afan por liquidar a todos los judíos a su alcance se nutrió seguramente, en sus lecturas, de hombres como Heinrich Class (1868-1953) fundador e instigador de la Liga Pangermánica (Alldeutscher Verband), un poderoso grupo de presión a favor de la guerra y la pureza racial, que impulsó la publicación y distribución de panfletos antisemitas, y que en 1917 proclamaba que ya el antisemitismo alcanzaba, gracias al celo y al trabajo de zapa de su Liga, proporciones nunca vistas antes en Europa. La revolución rusa de 1917 y su desarrollo también disparó hasta límites increíbles el odio al judío, añadiendo un componente justificativo decisivo: los judíos dirigían internacionalmente, a través de sus numerosas organizaciones secretas y otros grupos, la revolución rusa para cambiar el orden mundial. Heinrich Class llegó a utilizar en esos días, sin ningún pudor, las vergonzosas palabras del dramaturgo romántico Alemán Heinrich Wilhelm von Kleist dirigidas en 1813 a los anti semitas franceses: “¡Matadlos, el tribunal del mundo no os pide razones!”