Adolfo Hitler

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“Se hallaba precisado con claridad el camino que el ario tenía que seguir. Como conquistador sometió a los hombres de raza inferior y reguló la ocupación práctica de éstos bajo sus órdenes, conforme a su voluntad y de acuerdo con sus fines. Mientras el ario mantuvo sin contemplaciones su posición señorial fue, no sólo realmente soberano, sino también el conservador y el propagador de la cultura.” Mi lucha. Ibid, p. 159.

“La mezcla de sangre y, por consiguiente, la decadencia racial son las únicas causas de la desaparición de viejas culturas; porque los pueblos no mueren por consecuencia de guerras perdidas, sino debido a la anulación de aquella fuerza de resistencia que sólo es propia de la sangre incontaminada.” Mi lucha. Ibid.P. 160.

Pero nada novedoso estaba descubriendo el tirano que lentamente se perfilaba dentro de aquel peligroso personaje. En los periódicos y libelos vieneses que él leía, los judíos eran diariamente despreciados, difamados e insultados. No nos extrañemos, sin embargo; el antisemitismo es endémico en Europa desde tiempo inmemorial. Me atrevo a decir que el europeo medio sigue creyendo que de todos los males que ha padecido este Continente a través de los siglos tienen la culpa los hombres que un día, que se pierde en la noche de los tiempos sacó Moisés de las manos del Faraón. En este civilizado conglomerado que dio al mundo la cultura helénica, el Derecho romano, la vía Apia, la Divina Comedia, la Victoria de Samotracia de Poliorsietes, el Hermes de Praxiteles, Fidias y el Partenón, la Venus de Milo, los frescos de la Capilla Sixtina y tantísimos avances científicos y tecnológicos, perseguir, atropellar y matar judíos ha sido, en muchas ocasiones, un deporte sin fronteras. Tan es así que Hitler mismo en sus inicios, cuando aún no los había incluido en su catálogo personal de destrucción, llegó a sentir repugnancia por el lenguaje soez que utilizaba la prensa austriaca para referirse a los hijos de Abraham.

Pero en el cerebro de Hitler el instinto maléfico venía de la cuna y el campo estaba abonado para que fructificasen en su persona todas las delirantes ficciones que desde la adolescencia estuvo cultivando. El judío, por ejemplo, en su mente se fue transformando, a la velocidad de la luz y sin que viniera a cuento, en un demonio seductor que entre otras bestialidades mancillaba la honra de las jóvenes austriacas, y tal cosa por supuesto, aunque era una manipulación, le espantaba y llenaba de furor. En Mein Kampf, se explaya a gusto sobre ello:

“En Viena, como seguramente en ninguna otra ciudad de la Europa occidental, con excepción quizá de algún puerto del Sur de Francia, podía estudiarse mejor las relaciones del judaísmo con la prostitución y más aún, con la trata de blancas. Caminando de noche por el barrio de Leopoldo, a cada paso era uno —queriendo o sin quererlo—testigo de hechos que quedaron ocultos para la gran mayoría del pueblo alemán hasta que la guerra de 1914 dio a los combatientes alemanes en el frente oriental oportunidad de poder ver, mejor dicho, tener que ver semejante estado de cosas.

“Sentí escalofríos cuando por primera vez descubrí así en el judío al negociante, desalmado calculador, venal y desvergonzado de ese tráfico irritante de vicios de la escoria de la urbe”. Mi Lucha. Ibid, p. 51

“148 MK, 63. No se dispone de cifras fidedignas sobre el número extraordinariamente grande de las prostitutas de la Viena del período. Lo de que eran los judíos los que controlaban la prostitución era un arma habitual del arsenal antisemita. Era como siempre una tergiversación grosera. Pero para combatir tales afirmaciones, la propia comunidad judía apoyó y difundió tentativas de combatir el comercio criminal en el que estaban implicados algunos judíos orientales, que consistía en importar muchachas judías de zonas azotadas por la pobreza del Este de Europa para los burdeles de Viena (Véase Hamann, 477-79. 521-22.)” Ian Kershaw. Notas. Ibid. p. 605.

Pero Reinhold Hanisch, la persona más cercana a su intimidad en esa época, afirma, con rotundidad qué en Viena, aquellos días en que compartieron penurias Hitler cultivaba la amistad con todos los judíos del albergue.

¿Por qué entonces, de la noche a la mañana adopta tan radical actitud?, Posiblemente porque tenía que solidificar la base de alucinaciones nacidas en los oscuros meandros donde mezclaba su abundante basura cerebral con sus infernales elucubraciones. Agregó los semitas, y los puso a presidir su lista de futuras víctimas en un mal digerido paso de luna, porque necesitaba una base sólida de la que partir sin oposición (los hijos de Israel le venían al dedo); y ya metido en el tema acabó por convencerse a sí mismo, definitivamente, que detrás de todo lo malo que había en el mundo se escondía un descendiente de Jacob. E insisto: llegó a tal convencimiento en el mínimo espacio que puede durar un parpadeo. ¡Asombroso! Por eso pudo convencerse, sin devanarse los sesos ni intentar una mínima reflexión, que todos los males del mundo los habían programado ellos para llegar un día a dominar el mundo. Manejaban una conspiración mundial para esclavizar y extinguir la raza aria, y la dirigían trabajando en silencio, muy calladamente, para introducir el parlamentarismo y la democracia en la sociedad occidental, porque para ellos esa era la puerta idónea para que el marxismo y la lucha de clases se expandieran sin dificultad. El descrédito de la raza y la implantación de un partido único, cruel e impenetrable, de eficacia insuperada en el crimen, aunque incompetente y corrompido. Había encontrado ¡por fin! su bouc émissaire. Y entretanto, hambriento, y cubierto todavía de andrajos, se vanagloriaba de ser un Herrenmenschen y estaba convencido de que la prédica de la igualdad entre los seres humanos era una auténtica blasfemia, un ataque directo al corazón de la raza superior.

“La democracia del mundo occidental de hoy es la precursora del marxismo, el cual sería inconcebible sin ella. Es la democracia la que en primer término proporciona a esta peste mundial el campo propicio de donde el mal se propaga después.” Mi lucha. Ibid. p.60

“El parlamentarismo democrático de hoy no tiende a constituir una asamblea de sabios, sino a reclutar más bien una multitud de nulidades intelectuales, tanto más fáciles de manejar cuanto mayor sea la limitación mental de cada uno de ellos.” Mi lucha. Ibid. p.67.

7.

La relación con Reinhold Hanisch, como no podía ser de otro modo, finalmente se averió. Y todo terminó de mala manera: con el gestor de ofertas unos días en la cárcel y el pintor de tonterías acusándole de haberle birlado los 50 Kronen de la venta de la última obra producida. Y la acusación la cimentó valiéndose de Siefried Löffner, otro de los judíos del albergue con quien tenía trato. Además, también tenía relación casi diaria con Jacobo Alternberg y Josef Neumann, que con frecuencia le ayudaban con algún consejo o unas monedas y le animaban en los pasillos del albergue.

A raíz del rompimiento con Hanisch la vida de Hitler se vuelve a hundir prácticamente en el misterio durante casi dos años, para desconcierto de alguno de sus biógrafos. Hay muy pocas referencias, pero se sabe que en 1912 continuaba viviendo en el Albergue para Hombres del norte de la ciudad. También son contradictorias las referencias sobre su aspecto personal y sus amistades, especialmente las judías, pero de lo que no cabe duda es que continuó relacionado con ellos hasta que su repentino y rabioso antisemitismo se radicalizó y solidificó, probablemente Impulsado por la frecuente lectura de los apestosos pasquines y libelos de todo pelaje que pasaron por sus manos en los años en que el hambre y la pobreza eran sus únicas e inseparables compañeras en la capital austriaca.

En 1913 con veinticuatro años, un carácter áspero y desabrido, una mente en continuo proceso de radicalización, un corazón agostado por el odio y muy pocas ganas de trabajar, Hitler abandonó Viena. Los muchos años de fracaso no impidieron, sin embargo, que se siguiera considerando superior a cualquiera de sus semejantes. Incendiaba hábilmente el ambiente donde quiera que estuviera, con su verborrea radical; asustaba con sus espantosos accesos de ira cuando alguien le contradecía o impugnaba sus ideas, y físicamente la gente lo seguía viendo como un ente estrafalario y fuera de lugar.

Abstracción hecha de que en Mein Kampf adultera la fecha de su salida de Viena, asegurando haberse marchado en 1912, lo cierto es que la versión oficial de la policía vienesa todavía lo identifica en el Albergue de Hombres en la primavera de 1913, que fue cuando recogió sus pocos bártulos y se marchó a Múnich. Seguramente lo retuvo un tiempo más en Viena —la “odiada ciudad”— la herencia que le correspondía de lo que había dejado su padre, legado que no recibió hasta el 20 de abril de 1913, cumplidos ya sus 24 años. A sus contertulios habituales en el refugio, por supuesto, nada les dijo de esto. Les argumentó que seguía pensando en la Academia de Arte y en sus posibilidades como pintor y es posible que así fuese, pues seguía llevando en sus carnes la llaga psicológica de sus dos fracasos y todavía soñaba con ser un pintor famoso o un arquitecto de postín.

Se marchaba de Austria, donde había nacido y de dónde eran sus ancestros, despreciando el Imperio-Austrohúngaro, según decía, pero lo hacía, realmente, porque sabía que la policía le investigaba muy de cerca por cuestiones administrativas relacionadas con su incumplimiento del servicio militar. Quería poner tierra de por medio. Odiaba a los Habsburgo y su inacabable reinado y no se veía sirviendo en su ejército con checos, rutenos, serbios, croatas y demás sujetos del mismo apestoso pelaje. Tenía el convencimiento, además, de que mientras Francisco José durmiera en el Palacio Imperial de Hofburg, donde ya llevaba instalado 56 años, el germanismo en Austria no tendría ninguna posibilidad.

 

“Mi antipatía contra el Estado de los Habsburgo creció cada vez más en aquella época. Estaba convencido de que este Estado tenía que oprimir y poner obstáculo a todo representante verdaderamente eminente del germanismo y sabía también que, inversamente, favorecía toda manifestación anti-alemana.”

“Repugnante me era el conglomerado de razas reunidas en la capital de la monarquía austriaca; repugnante esa promiscuidad de checos, polacos, húngaros, rutenos, serbios, croatas, etc. Y, en medio de todos, a .manera de eterno bacilo disociador de la humanidad, el judío y siempre el judío.” Mi lucha. Ibid. p. 81

8.

Hitler diría más tarde, que los meses de su vida pasados en la capital bávara, antes de la guerra, habían sido los más placenteros de su vida. Y era completamente sincero al hacer tal afirmación. Ya hemos visto que estaba convencido que la cultura alemana en su país de origen era maltratada, y su acendrado nacionalismo germano no aceptaba esa situación. Además, eludiendo el ingreso en el ejército austriaco también dejaba bien claro que nunca lucharía por los Habsburgo en una guerra, y fue este el motivo por el que alegó, más tarde, razones políticas para justificar su deserción del servicio militar austriaco.

Múnich era posiblemente, con Paris y Berlín, el centro más importante de la revolución cultural que se desarrollaba, con diferentes matices, en todo el Viejo Continente. Pero a Hitler tal cosa no le impactó. Las vanguardias culturales le traían al pairo. Se había quedado anclado en el siglo xix. Le llamaron la atención las mismas cosas que lo habían impresionado en Viena y nada más: las grandes obras arquitectónicas, los grandes bulevares, las galerías de arte y todas aquellas que tenían reminiscencias de Federico el Grande y Otto von Bismarck.

En Múnich se creyó a salvo, pero poco tiempo después fue localizado por la policía y se le exigió presentarse en Linz para rendir cuentas. Haber huido de Austria para burlar el servicio militar lo convertía en desertor y era un delito que lo exponía a ser encarcelado. Ripostó haciendo gala de sus pocos recursos y suplicó presentarse en Salzburgo, por estar más cercano a Múnich que Linz. Conocer el carácter altanero de Hitler y leer su carta, fechada el 23 de enero de 1914, indica que estaba muy asustado. Su tono era conciliador, casi suplicante y esto rebajó la presión de las autoridades. Cedieron a su petición e hizo acto de presencia en Salzburgo para el examen de rigor. Tenía la suerte de cara, para su fortuna. Fue rechazado para el servicio militar y también para el auxiliar el 5 de febrero de 1914 debido a su mal estado de salud. Se cerró así un episodio muy incómodo de su vida. Josef Greiner, que lo conoció personalmente, en su libro “El fin del mito Hitler” abunda en detalles sobre este asunto, añadiendo que cuando los nazis invadieron Austria en 1938 pusieron en marcha una investigación minuciosa del affaire y el ya Führer de todos los alemanes (incluidos los ya también los austriacos) cogió una rabieta impresionante ante la impotencia de la Gestapo para hacerse con los papeles que lo incriminaban.

Nuestro hombre no tardó mucho en encontrar una habitación amueblada en un tercer piso en un barrio humilde del norte de la ciudad, no lejos de la zona militar. Pero su existencia y su mala costumbre de vivir sin trabajar no cambiaron. Su haraganería era un hábito enquistado en sus genes. Hacía bosquejos, siempre copias mediocres de paisajes ya existentes y en algún momento diversificó su actividad hacia los anuncios y carteles comerciales. Sus eternas obsesiones artísticas no avanzaron un solo paso desde los días de sus fracasos vieneses. Se entusiasmaba con la pintura que contemplaba en las galerías de Múnich y con la monumentalidad de sus construcciones, y seguía soñando con hacerse arquitecto, pero de la contemplación gratuita y el ensueño no le pasó la cosa.

Los recuerdos de algunos que lo conocieron son muy vagos; pero todos coinciden en que persistía en su mundo de fantasías, seguía creyéndose un coloso, seguía explayando sus oníricas teorías sobre los problemas raciales, sobre la religión, sobre el marxismo y, por supuesto, sobre el judaísmo. Casi siempre remataba sus peroratas con diatribas feroces sobre el mundo que lo rodeaba y sus habitantes. Para mucha gente seguía pareciendo un bicho raro, y cuando desaparecía de la vista de los pocos que se detenían a escucharlo éstos hacían chistes y se reían de sus extravagancias. Frecuentaba los cafés y las cervecerías para leer sin coste los periódicos y disputar de política, pero fue este hábito el que lo mantuvo relativamente cercano al trato normal con seres de su propia especie.

Alguna vez llegó a hablar con el corazón en la mano, sin duda, pero seguramente, sólo cuando confesó en un discurso, pronunciado en Múnich, en 1933, que desde la época de sus penurias en Viena había aumentado sus conocimientos básicos muy poco, y ese poco no había cambiado nada en su interior.

“Todas estas razones provocaron en mí el deseo cada vez más fervoroso de llegar al fin allí [Alemania], adonde desde mi juventud me atraían anhelos secretos e íntimas afecciones”. Mi lucha. Ibid. p. 82

Confiaba en hacerme más tarde un nombre como arquitecto y así ofrecerle a la nación leales servicios dentro del marco ¬pequeño o grande que el destino me reservase. Finalmente aspiraba a estar entre aquéllos que tenían la suerte de vivir y actuar allí donde debía cumplirse un día el más fervoroso de los anhelos de mi corazón: la anexión de mi querido terruño a la patria común: el Reich Alemán.” Mi lucha. Ibid. p.82.

“En la primavera de 1912 me trasladé definitivamente a Múnich. ¡Una ciudad alemana! ¡Qué diferencia de Viena! Me descomponía la sola idea de pensar lo que era aquella Babilonia de razas.” Mi lucha. Ibid, p. 83.

Entre tanto, un gigantesco huracán incubado en las pailas del infierno amenaza con volcarse sobre Europa. El 28 de junio de 1914, terminadas las maniobras militares, el heredero del trono austriaco, archiduque Francisco Fernando (1863-1914), acompañado de su esposa Sofía llega a Sarajevo. Son las diez de la mañana y ya están tras sus pasos los seis conjurados que van a atentar contra él. Los subalternos del archiduque organizan el cortejo de cuatro automóviles que ha de llevarlos a la alcaldía, donde se celebrara la recepción oficial de los regios visitantes. Siguiendo al alcalde, que va en el primer automóvil viajan el archiduque y su mujer, siempre acompañados por el General gobernador. En el momento de atravesar el puente, Chabrinovitch lanza una bomba contra ellos, pero el chofer, que le ha adivinado la intención acelera y el artefacto rebota en la capota y estalla a sus espaldas, frente al tercer coche, hiriendo gravemente a un teniente coronel del séquito y a algunos transeúntes. El terrorista es apresado y el cortejo llega a su destino. Sin inmutarse, el alcalde lee su discurso donde canta la lealtad de los bosnios al Imperio. Pero el archiduque, indignado, no se contiene y denuncia en voz alta el intento de asesinato que él y su mujer acaban de sufrir. La duquesa Sofía lo calma y todo puede proseguir. La ceremonia en la alcaldía termina sin más incidentes y se toman ciertas precauciones, aunque nadie espera un segundo atentado. Sin embargo, se modifica el trayecto. Y en ese momento entran en juego esas fuerzas misteriosas que diseñan el destino de todos los humanos. El chofer del primer automóvil inexplicablemente equivoca el trayecto de su vehículo, el gobernador le ordena dar marcha atrás para corregir el error, y en la maniobra el coche en que va la pareja real se coloca justo en el sitio donde está esperando otro de los terroristas; Princip, que así se llama, con total frialdad dispara mortalmente contra el archiduque y hace lo mismo, sin apresurarse, contra la duquesa. El gobernador militar General Potoriek, instrumento inocente de la matanza, sobrevive sin un rasguño. Comienzan de esta manera los 33 días más largos de la moderna historia europea. Al final de ellos el monumental huracán del que hablo al comienzo de este largo párrafo, da comienzo a su sangrienta labor. En los inicios de agosto, como muy bien dijo David Lloyd-George (1863-11945), “los países de Europa habían resbalado por el borde y caído dentro del caldero hirviendo”. La Gran Guerra comenzaba. (La gran guerra y la revolución rusa. José Fernando Aguirre. Librería Editorial Argos, S.A. 1ª Edición. 1966 Barcelona. España).

De acuerdo, admitimos que habían “caído en el caldero”, pero sobre ello es obligado hacer una reflexión: todos nos asombramos todavía, 101 años después, de que seres humanos de todas las edades y condición, especialmente la gente joven que pocos meses más tarde serían simple carne de cañón, fueran a freírse en el caldero bajo una lluvia de rosas, mientras en la calles se bailaba, se cantaba, corría a raudales el champagne y los padres y las madres de todas las nacionalidades implicadas, llenos de júbilo lucían luminosas sus sonrisas mientras llevaban a sus hijos a inscribirse para ir a al matadero.

No voy a extender el comentario. Prefiero reproducir unas líneas de la primera página de “Tempestades de acero”, libro en el que Ernst Jünger, el gran escritor y pensador alemán pergeñó sus primeras notas en los gredosos campos de Francia, llenos, de muertos y de trincheras:

“Habíamos abandonado las aulas de las universidades, los pupitres de las escuelas, los tableros de los talleres, y en unas breves semanas de instrucción nos habían fusionado hasta hacer de nosotros un único cuerpo, grande y henchido de entusiasmo. Crecidos en una era de seguridad, todos sentíamos el anhelo de cosas insólitas, de peligro grande. Y entonces la guerra nos había arrebatado como una borrachera. Habíamos partido hacia el frente bajo una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre…La guerra nos parecía un lance viril. Un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el rocío.” Ernst Jünger. Tempestades de acero. Traducción del alemán de Andrés Sánchez Pascual. Tusquets Editores, S.A, 1987

En su odio a los Habsburgos Hitler tampoco frenó nunca su lengua ni su pluma para expresarlo:

“Cuando en Múnich se difundió la noticia del asesinato del Archiduque Francisco Fernando (estaba en casa y oí sólo vagamente lo ocurrido) me invadió en el primer momento el temor de que tal vez el plomo homicida procediese de la pistola de algún estudiante alemán que, irritado por la constante labor de esclavización que fomentaba el heredero del trono austríaco, hubiese intentado salvar al pueblo alemán de aquel enemigo interior… …Pero cuando poco después me enteré del nombre de los supuestos autores del atentado y supe, además, que se trataba de elementos serbios, me sentí sobrecogido de horror ante la realidad de esa venganza del destino insondable. ¡El más grande amigo de los eslavos cayó bajo el plomo de un fanático eslavo!” Mi lucha. Ibid. p. 98.