Esto no es una canción de amor

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Esto no es una canción de amor
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(…) To understand

You must travel back in time.

«The orange monkey».

PJ HARVEY

Siempre hay una mañana en que uno se da cuenta de que todos los pájaros se han ido.

En «Corrie»

ALICE MUNRO

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El verano comenzaba por el olor a tierra mojada y gasolina.

Las lluvias de la periferia viajaban en el viento de la mañana a mediados de junio, y el vocho 1985 de mi madre nos esperaba con una paciencia acelerada en lo que subíamos maletas, bocadillos, casetes, al mismo tiempo que pisábamos el pedal del centro para calentar su motor. En 1995 nadie se preocupaba por el ambiente, nadie nos aconsejaba usar gasolina sin plomo. Lo único importante para nosotras era completar la lista, cerrar la puerta de la casa con llave y tomar el camino antes de que la modorra de las 11 de la mañana tuviera poder en nuestra voluntad, antes de que nos convenciera de abandonar el viaje y dormir unas horas más con el ventilador a toda potencia.

Mi madre se sentaba en el asiento del conductor, encendía un cigarrillo sin cerrar la portezuela aún, «¿Tienes la lista a la mano, Rom?» y era momento de revisar punto por punto:

• Coca-Cola de 2 litros

• cajetillas (2) de Salem

• paquete de papel higiénico (del pachoncito, sin aroma)

• pasta de dientes, jabón para el cuerpo, shampoo

• dos toallas de baño

• papas fritas de Balbuena (un kilo), salsa Valentina, limones ácidos

• una bolsa de tela con latas de atún, mayonesa, pan de caja, un cartón de leche, Zucaritas, café instantáneo

• cuatro manzanas rojas (que no íbamos a comer, nunca)

• maletas con cuatro cambios de ropa (solo usaríamos uno, pero al inicio del viaje siempre nos dábamos crédito), trajes de baño, zapatos cómodos, almohadas de viaje, mi cobija de la infancia

• una novela de Stephen King o John Saul para mamá

• un par de ejemplares de La Mosca o Rockdeluxe para mí

• el maletín con los casetes de mamá que ella misma grababa de sus discos de vinil, y un par míos con las canciones que grababa de la radio

• la bolsa de mamá

• mi cangurera repleta de dulces, chicles, chocolates importados y múltiples sobres de Brinquitos

Una vez que le confirmaba que todo estaba en orden, se ponía sus lentes oscuros, cerraba la portezuela, encendía el radio y me pedía el casete en que ella había escrito Daniela Romo en el lado A y Dulce en el lado B. En cuanto escuchaba el clic de mi cinturón de seguridad, el vocho rojo tomaba la calle y, de ahí, el destino era nuestras breves vacaciones de verano, una tradición que adoptamos cuando mis hermanos mayores abandonaron la casa y mi pa-dre encontró algo más que hacer . Nos aburríamos con tanta libertad, sin tareas y sin horarios. Fue nuestro asunto, nadie más estaba invitado. Lo hicimos durante ¿seis años?, ¿siete?, cumpliendo al pie de la letra la costumbre que establecimos desde su primera edición.

Era 1995 y, justo cuando la señal empeoraba a las afueras de la ciudad, mi madre apagó el radio en lugar de darle play a la casetera. «¿Alguna vez te conté de cuando me enfermé?». Si la frase para abrir la comunicación era «alguna vez te conté…» quería decir que jamás había dicho nada al respecto. «¿De aquella vez que me enfermé muy, muy grave?», negué con la cabeza, pero estoy segura de que no me vio y, claro, no necesitaba que se lo dijera porque ya sabía que no me lo había contado nunca. «Fue antes de que nacieras. Muy grave. El doctor me dio por muerta desde el principio, así que no me prohibió nada: ni el vino, ni los cigarros, ni el café, ni desvelarme. Nada. Muy grave que me puse», mientras más insistía en lo grave que se puso, más nerviosa me sentía yo, «peeeeero, y como puedes ver, me alivié y como si nada». La vi sonreír, me imaginé, como lo habrá hecho en el consultorio del médico que no veía esperanza en ella: con los hombros encogidos, el rostro un poco vuelto hacia su derecha, la ceja izquierda arqueada como actriz de los años cincuenta y una mueca de victoria. Casi sintiéndose mal por el absoluto fracaso de su pronóstico. Mi mamá, pavoneándose frente al hombre que vio en sus estudios una sentencia de muerte, como si él hubiera querido matarla en realidad. «El otro día leí», continuó cuando creí que era momento de escuchar a la Romo, «que hay enfermedades que vuelven. Uno piensa que se han salido del cuerpo, y no: se duermen y a veces regresan. A veces no. Me acordé de que a veces pensamos que corremos más rápido que el cuerpo, cuando llevamos el cuerpo con nosotros», seguía sonriendo, le estaba restando importancia. Mis ojos abiertos se clavaron en ella, buscando una señal de malas noticias. ¿Iba a darme malas noticias? «En fin, ¿qué tal si te preparas unas papitas con chile y limón?». Conté quince pecas en su perfil derecho, no sé por qué.

Se dio cuenta de que no había reaccionado a su orden y me lanzó una mirada. «Tú las papas, yo la música». Los violines comenzaron —más bien el sintetizador—, trayéndome de vuelta. Me quité el cinturón de seguridad, obediente a lo que mi madre pedía. Su voz ronca empezó «Desde que te vi, mi identidad perdí…» y apenas alcancé a recuperar mi puesto para acompañarla en el coro, justo al pasar una camioneta de carga. El conductor nos miró incrédulo: una cuarentona con cigarro entre los labios, junto a su hija que preparaba la botana después de escuchar que casi no nace porque un médico desahució a su madre.

Era el primer día de nuestras vacaciones de verano de 1995. No sabíamos que ese sería el último. Tampoco sospechábamos que trece años después, así como intentó adelantármelo, la enfermedad regresaría. Solo que en esa ocasión la que iba a pavonearse no sería mi madre, sino la muerte.


1

Mucho antes de que Anto pasara por mí con los envases de caguama vacíos que le prestaba su tío, lo supe: no volveré a ser tan feliz como en los años 90. Fue una sensación de absoluta certeza que empezó a taladrarme la cabeza cuando abrí los ojos temprano en la mañana, ese 31 de diciembre de 1999, a escasas horas de la última oportunidad para probar que estaba equivocada. La sentí mientras desayunaba un plato de Zucaritas y una taza de café; me acompañó al sacar la basura más tarde; estuvo chingando después de bañarme y cuando esperaba a Anto, sentada en el sillón desgastado que había heredado de no-recuerdo-cuál-vecino; la escuché tarareando una tonada de burlita sarcástica cuando pagábamos el líquido en el Modelorama a unas cuadras del dueño de la casa donde acordamos celebrar el Año Nuevo.

Desde ahí, todo se fue en caída libre, perpetua, profunda, putrefacta.

Apenas iniciaron las primeras horas del 2000, me alejé lentamente de los abrazos y el brindis, justo después de haberle dado play a «Forever» de Siouxsie and the Banshees en el estéreo. Nadie se había dado cuenta, estaban enfrascados en una discusión vigente desde una semana antes: ¿el siglo XXI comenzaba en el primer segundo del 1 de enero del 2000, o hasta el del 2001? Esa minucia casi deja al Año Nuevo en segundo plano, con todo y el temor al Y2K, pero no logró que me aferrara a ninguna postura. En lugar de eso, me acerqué sin mayor ceremonia al reproductor de Anto, abrí la bandeja del CD y deslicé The Rapture con los acordes iniciales de «Forever» ya sonando en mi cabeza. «This is the last strain to sever…» Miré a mi alrededor sin mucha atención. Había globos rebotando en el aire con parsimonia; las serpentinas, algunas enredadas en las agujetas de mis Converse, se estaban convirtiendo en un problema de seguridad para todos los que ya perdían la cuenta de sus bebidas y se servían, siempre en un vaso nuevo, otro trago de ron barato. «But we, we couldn’t stay together…» balbuceé bajito sujetándome con mucha fuerza a mi caguama. Anto dice que la función de repetir a la canción estaba activada pero ella misma se dio cuenta de la cuarta vuelta a esa dulce tortura, así que se me acercó lentamente, para no asustarme, y bajó el volumen antes de darle pausa. Regresé a la fiesta en la que nos despedimos para siempre de los 90 y, de golpe, sentí muchas ganas de ponerme a llorar por una década ahora reducida a un recuerdo y, quizá, el remate de los chistes que un montón de mocosos harían en el 2009 porque no van a entender, siquiera, lo que era esperar una semana a ver el video más reciente de Portishead a la media noche, a escondidas de tus padres.

Las señales de este derrumbe continuaron de forma sutil, pero contundente, escalando en los años que siguieron. Por ejemplo, el corazón ya no se me aceleró con la misma intensidad cuando anunciaron el nuevo sencillo de mi banda favorita, sobre todo porque los músicos que sigo ya están muertos o en giras interminables de sus grandes éxitos. Lo más nuevo que publican son versiones extendidas, con colaboraciones externas (esos gritos de atención cuando saben que los artistas actuales no los necesitan, pero ellos sí) y dentro, muy dentro, sé que no quiero novedades, solo que me confirmen que lo que sentí hace diez o veinte años significó algo en verdad. Con cada lanzamiento, pongo play después de pensar de qué manera Morrissey me decepcionará una vez más. ¿Con declaraciones conservadoras y xenófobas? ¿O apenas con una canción que es exactamente igual a todas las que ha hecho desde que se dio cuenta de que ya no hay nada nuevo bajo el sol, ya no se diga dentro de su cabeza?

Los noventa estuvieron cargados de mucha expectativa. Estábamos a un paso del escenario que tantas películas de ciencia ficción nos prometieron. Los que conocimos la adolescencia en esa época tenemos mucho de qué sentirnos orgullosos: vimos el nacimiento de MTV Latino, las computadoras personales se hicieron más comunes entre los que existimos en la clase media (rip), conocimos el Internet, los celulares de uso masivo; fuimos testigos de la falsa muerte del disco de acetato, de la desaparición real del Beta y del VHS. De la esperanza, también. Se han escrito largos ensayos sobre cómo nuestra generación es la que ha servido de puente entre los más jóvenes y los más viejos, porque todavía tenemos recuerdo del funcionamiento de antiguos artefactos, como una cámara de fotografía con rollo o un disco de 3 y 1/2, y también de los filtros en Instagram, de los mil sistemas de streaming para música, películas, series, de las compras en línea. Cargamos en nuestra historia una tornamesa, un plan de datos que nos consume mes a mes y una mirada de sorpresa con cada innovación en apariencia redundante. Vemos nacer una nueva aplicación de envío de comida chatarra cada tres meses y nadie ha hecho un esfuerzo para que Alfredo regrese a la pantalla y nos presente el video musical que todos estábamos esperando. Simplemente no es justo.

 

Así que no, la felicidad que tuve en los noventa está enterrada bajo la chatarra de las cajas que mi madre guardó con mis recuerdos. Al menos hasta que tuve que ir a esculcarlas yo y decidir con cuáles me quedaba y cuáles se iban en la nave del olvido mientras me pedían que esperara un poco, un poquito más. El avance del tiempo es tan veloz que a veces nos deja atrás. Todavía bien entrados los años 00, tenía la costumbre de referirme a la década anterior con «el año pasado», «hace apenas un par de inviernos», hasta que la fecha actual se me aparecía y me daba cuenta de que ya habían pasado diez inviernos, o más, sin recuerdo de muchos de ellos.

Hace poco tuve una epifanía que me vino de pronto, como siempre lo hacen, maldita sea, cuando esperaba mi turno en un Starbucks y, entre el ruido de la máquina de espresso y los nombres en voz alta, pesqué sin querer a un anónimo compartiendo su fecha de nacimiento: 1993. Aun cuando el oído ya me había avisado que se trataba de un adulto que seguro ya lidiaba con el sobrepeso que ganas por seguir respirando, no pude evitarlo y lo busqué entre los comensales con la esperanza de que fuera un niño que con una mano sujetaba la de su madre y con la otra escarbaba su nariz buscando el moco petrificado que no lo dejaba respirar a gusto. Ahí estaba: un veintañero con cara de asistente, realizando trámites del banco en su celular a la espera de un caramel macchiatto, pero con leche light, recordándome no solo que el tiempo es inclemente con todos —pobre bastardo, los treinta no le caerán nada bien a ese paso—, sino que aquella década estaba cada vez más lejos: casi 20 años. Cuando menos lo espere, 25 se impondrán entre el hoy y mis risas más honestas.

Y me vi de pronto en el reflejo de una ventana: soy el elemento más viejo en mi área y tengo que explicarle cosas a un par de niños (ninguno ni remotamente cerca de los treinta. Los que tienen hijos insisten en decirme que los adolescentes son insoportables. Obviamente no se acuerdan de cómo éramos cuando nos sentíamos sabios antes de cruzar el primer cuarto de existencia), como que en los noventa había un teléfono al que marcábamos para que nos diera la hora exacta. Y eso era todo. Que luego le agregaron la fecha, el día y el año, por si los humanos de aquel entonces, tan perdidos en las calles sin la guía de un GPS y alejados del pandemonio que estaba por caernos encima al entrar por la puerta del siglo XXI, necesitábamos que nos ubicaran de nuevo en el tiempo, para después preguntarle a cualquier extraño sobre el espacio, y así continuar con la vida en este planeta, otra vez al borde de su destrucción inmediata. Sé, también, que mis compañeros están hartos de mi sarcasmo, que intentan integrarme a sus pláticas y, la verdad, es que agradezco que lo hagan, porque si estuviera en el extremo oeste de la oficina, no escucharía las risas cuando es momento de conocer el video viral del día, el meme de la semana y el ser humano que debemos atacar en manada a tuitazos. Luego preguntaría, como el imbécil que está exiliado en aquel paraje godín, de qué se ríen, qué es un «momo», por qué es relevante un actor que tiene más de cinco años sin hacer una película, qué es un filtro, por qué Facebook luce distinto otra vez. Auxilio.

Pero eso es simple ruido que interrumpe una lista de reproducción curada con bandas riot grrrl a la que no le falta ningún nombre. Nada es tan divertido como cuando llegué al borde de la adolescencia y exploté como una bomba de serpentinas. Absorbí todos los comerciales de toallas femeninas, todos los Unplugged de MTV, lloré con el anuncio de la muerte de Kurt Cobain (Ruth nos dio la mala noticia en la pantalla, y de pronto una amiga me llamó a la casa para estar triste conmigo, así como nos reímos al ver Beavis and Butt-Head para el beneplácito de mis padres, que además de no comprender la razón de la existencia de ese programa, esperaban alguna llamada importante a la línea ocupada con nuestras risitas estúpidas), grabé más de 50 casetes con canciones de la radio después de pedirlas a la estación, suplicándole al locutor que no interrumpiera la pieza para tenerla intacta. Fue la época en la que pensé que así sería siempre. No solo el clima tibio de la primavera y el frío de fin de año, con los cambios de estación bien definidos, sino también con mi frenesí, mis amigos, mi madre y la vida pasando despacio frente a mí, dándome siempre todas las oportunidades que necesitara para intentarlo de nuevo.

Y entonces las tardes eternas se convirtieron en pestañeos de aire antes de perder la consciencia cada noche. El clima cambió, el verano se instaló y ahora solo existen tres semanas de frío y todo lo demás es sudar y sudar, esperando que del cielo se caiga el sol y acabe, por fin, con todo lo malo que hemos hecho, generación tras generación. De pronto ya soy adulta y la vida me empuja por donde no quiero. Pago recibos, contrato servicios, hago facturas, digo por favor y gracias, observo con una ligera sospecha que antes necesitaba un paquete de toallas femeninas al mes y ahora uno me alcanza para tres periodos. He pensado, seriamente, que no tiene caso que compre una copita menstrual si no me queda tanto para la segunda adolescencia y comenzar a quejarme de los bochornos, de los cambios de ánimo y, quién sabe, hasta de no haber tenido tres o diez hijos como mis tíos. Sí, eso les encantaría, sobre todo porque la última Navidad que pasé con toda la parentela de mi padre terminó en el silencio más incómodo del mundo cuando, en un intento de frenar las preguntas estúpidas sobre mi futuro romántico, sexual y de progenie, reviré con otras sobre préstamos no liquidados, herencias perdidas y, probablemente, un crimen del que nunca tuvimos permiso para discutir porque el perpetrador seguía compartiendo la mesa con nosotros, sin ningún asomo de arrepentimiento. No tuvieron que pedírmelo, yo sola tomé mis cosas, besé a mi padre en la mejilla y recorrí la ciudad en bicicleta a la una de la mañana.

Pensé que mi familia era caso perdido, aunque no toda mi familia pensaba eso. Al menos no para todas las ocasiones. Supongo que así se mantiene un clan, o la mayoría, unido: por la necedad de algunos de sus integrantes que, o convierten en su proyecto personal la continua adhesión de los que intentan alejarse, o solo desean mantener las apariencias y las ramas del árbol genealógico a la vista. No vaya a ser.

Eso me lleva a los domingos, que se han convertido en mi vida en el verdadero inicio de la semana. Cuando voy rumbo a la oficina los lunes por la mañana es imposible ignorar la animadversión de los que van al volante, que dan vueltas o cambian de carril con la misma ira de quien pronuncia sus palabras con venganza. Claro, nunca falta el raro que vive en una burbuja extraña en donde todo sucede como lo ha planeado y se siente satisfecho, pero no todos podemos ser diputados. O futbolistas que lavan dinero pero siguen impunes. Y veo esa expresión de desazón en los que me rodean, cada lunes por la mañana, que seguro a más de uno me lo habré topado ya en esta ciudad un viernes por la noche, llorando de felicidad por esa bendita cerveza que no va a traicionarlo (hasta que se tome la décima. La décima cerveza es la traicionera), y me doy cuenta de que es la misma expresión que visto yo cada domingo cuando pedaleo por obligación a una de las casas asignadas para estos desayunos multitudinarios, así que el lunes para mí es en realidad el martes, y el viernes es el sábado y el jueves es mi viernes, por eso toda esa gente que va ilusionada como nunca a un desayuno pre-su-lunes que me reconoce en un alto dice «Ah, sí, ella es la que vi ebria en el Bar de Beto aquel jueves de la despedida de Rosita» y no entiende exactamente por qué mis ojos no están opacos como los suyos cuando inician la semana. Verá usted, podría decirle, es que funciona de esta manera: usted no odia los lunes, odia su trabajo. Yo no odio los domingos, odio a mi familia.

Los domingos miro alrededor de esta larga mesa de plástico y me siento como el animal extraño del zoológico. No podría ser la oveja negra, porque esas van decididamente contra la corriente y gritan consignas feministas cada reunión, incluso antes de que el tío borracho quiera bromear con que ya todo mundo se ofende fácilmente. Y ya sabemos cómo me fue cuando dije lo que pensaba aquel fatídico 24 de diciembre. Las valientes son otras. También a veces ruidosas y, de vez en cuando, un dolor de cabeza cuando solo quiero una ronda más de tequila en el Bar de Beto, no un concierto de protesta, no estamos en los años 60. Pero yo, ¿en qué categoría quepo?

Comparto estos desayunos dominicales con los hermanos de mi padre y sus hijos, que ya tienen mi edad pero lucen mucho más viejos. O, más bien, los veo infinitamente más viejos con sus canas incipientes, las cirugías que empiezan a definir las nuevas facciones de algunas, los pantalones caqui y las mochilas que ya no cargan caguamas ni libretas de dibujo o películas de arte conseguidas con el dealer de piratería favorito, ya ni se diga sudaderas de bandas de rock. Han sido reemplazados por pañales, carritos de juguete, papillas caseras y orgánicas, cambios de ropa tamaño mini y, esto lo digo por mera observación, un dejo de derrota y el olor a muerto de esa juventud que reemplazaron por lo conveniente.

Y yo, ¿seré la prima rara en los desayunos dominicales, la que casi siempre llega sola y de la que nunca aprenden nombres de pareja porque, seamos sinceros, no se quedan mucho tiempo? A pesar de que lo intento, nunca llego temprano y no me puedo sentar al extremo de la mesa; siempre me toca en una silla abandonada al centro o, peor, junto a los niños, mientras disimulo una arcada cuando los veo derramar la leche con chocolate sobre el huevo estrellado y, así, sin dudarlo, reventar la yema para comer con los dedos su reciente invención. Como no tengo «mi propia familia», mis tíos asumen que no cocino, así que siempre me encargo de llevar el birote y un par de refrescos. Podría intentar convencerlos de lo contrario, pero algo me dice que uno de los puntos más altos de la semana de una prima en especial es, a todas vistas, cuando presenta su refractario desbordado de chilaquiles y todos babeamos con solo el aroma que despiden. Son, no miento, simplemente espectaculares. Sin embargo, no sé si mi vida se sentiría tan completa, como lo demuestra su sonrisa, por esa hazaña culinaria. Les sonrío a todos cuando cuentan un chiste, me esfuerzo en interesarme en sus anécdotas, y no es que me sienta mejor que ellos. No lo soy. Simplemente no tengo anécdotas del estilo para compartirles. No tengo planes de boda, no hay negocios en puerta, ni ascensos, ni cursos de diplomados en una universidad que, tal vez varios sospechamos, cobra demasiado para tener una página web tan parecida a las de GeoCities. Me cuesta imaginarme embarazada de la tercera criatura mientras mi esposo habla de lo bien que va «la empresa» y el dolor de cabeza que son los proveedores. Hasta el día de hoy, lo juro, no sé de qué trata esa famosa empresa de aquel hombre rollizo que finge que la alopecia es un estado mental y que, si él no la ve, nadie más nota el desierto capilar que rebota la luz del sol después de las 12 en punto. Tampoco sería buena vendiendo productos por catálogo, aunque soy lectora asidua y estoy al pendiente de las ediciones más recientes, cuando es cambio de línea. Me gusta darme cuenta de todo lo inútil que no necesito y, ciertamente, no compraré a esos precios a pesar de que se conviertan en mi fantasía no-sexual.

 

Cuando una de mis primas inicia, de nuevo, con la historia de cómo descubrió el embarazo que ya se le nota en los cachetes (es de familia: la primera parte del cuerpo que nos delata los kilos de más nos convierte en hámsters de la noche a la mañana), me doy cuenta de que yo hago lo mío. La observo, en silencio, desde el extremo de la mesa de los niños, fumando un cigarro con un dejo de juicio. Pienso, «¡OTRO bebé?» con el mismo pánico que experimento cuando veo un nuevo cargo en la tarjeta de crédito. Por suerte logro controlarme, porque sospecho que si no fuera interrumpida por las miradas igualmente prejuiciosas de un primo, que me clava la mirada desde su llano, ahí, con los adultos, empezaría a decir en voz alta mis opiniones. Y si no me ponen un alto, no habrá chilaquiles para llevarme a casa en un tupper prestado (tengo tres cajones en la cocina llenos de tuppers «prestados»).

Pero también les doy tiempo para encargarse de mí. No digo mucho, así que nomás enciendo otro cigarro o me paro a servirme otra taza de café para darles tiempo de construir sus historias, plantear varias posibilidades para que, cuando me despida un poco antes que el resto, tengan oportunidad de compartir sus impresiones. ¿Ellos sí podrán averiguar por qué no encajo? ¿Por qué no lo querría, si ellos lo tienen todo ya resuelto, encaminado, con la lista de tareas ya tachada con el mismo entusiasmo de los que saben que la muerte será la liberación última? Miento. Ellos creen en la vida después de la muerte. Para ellos no hay escapatoria, para mí tal vez sí, si es que eso del Más Allá depende de lo que uno cree mientras respira, para que nadie se sienta decepcionado al final. Si mis domingos son los lunes, entonces mi Más Allá será una cama esponjosa, inundada de gatos, cigarrillos, Coca-Cola y una casetera con un catálogo de música de los 90 del siglo XX. Y quizá un par de esos consoladores Tenga, que además de lindos se ven muy prometedores.

Al final de cada domingo, cuando voy en la bicicleta de regreso a casa (o me subo a un camión si el clima me la quiere poner difícil), recuerdo esa última década del siglo XX y de la época de bonanza, colmada de felicidad, cuando estas diferencias no eran tan evidentes. Por supuesto, esa época no me parecía tan divertida con las manchas de sangre de menstruación en la mitad de mi ropa interior, o los cólicos que comenzaban a hacerme sentir maldita por haber nacido mujer. Tan inocente, que pensaba que era lo único por reclamar; si hubiera sabido lo que sé ahora, podría maldecir más fuerte por razones más dolorosas que la estúpida biología. Tampoco sabía, no podemos saber mientras pasa, que la felicidad redonda es una burbuja que explota y no hay manera de inflarla de nuevo. Mis primos de los domingos también estaban conmigo en esos diez años que le dieron punto final a un centenario marcado por dos guerras que realmente nunca terminaron, el rock y el Internet. La música nos mantuvo unidos mucho tiempo: intercambiamos casetes, discos y cedés. Grabamos videos musicales para verlos en la pantalla gigante, paquidérmica, de la casa de mi abuelo, y nuestros padres se alejaban lentamente a la sobremesa de cualquier reunión, porque el grunge les molestaba como si fuera el clasismo que hoy podemos reclamarles: sí, está ahí, obviamente no se va a ir, pero no hay que subirle el volumen pues no a todos les apetece escucharlo a esta hora del día. Uno de mis primos, Cristian, que estudió una ingeniería en sistemas y que le arregla la computadora a mi tía cada fin de semana, se encargaba de las portadas de las mixtapes que hacíamos, todas curadas por mí, para cada uno de los adolescentes de ese momento. No éramos tantos, pero nos sentíamos incontenibles. La música, si aparece en las reuniones en las que ya somos los adultos, es lo que nos sigue acercando, aunque apenas nos esforzamos por mantenernos así. Excepto cuando quieren una buena mesa en el Bar de Beto, entonces me saludan hasta con un abrazo. Uno apretado pero rápido, no como cuando nos acompañaron en la misa posterior al funeral de mi madre.

Ese verano previo a su muerte había hecho el plan de nuestro viaje de cada año, porque si algo tenía en esa época era esperanza. Ciega, inocente, grande y estúpida esperanza en que su cáncer metastásico desaparecería justo a tiempo para subirnos a su vocho 1985 rojo y amontonar papas fritas, cerveza, Coca-Colas, cigarrillos, galletas de chocolate y un maletín de casetes en el asiento trasero para las dos horas que separaban nuestro departamento junto a las vías del tren del hotel de aguas termales, asediado por arañas y ratones de campo a la orilla de un lago. Pero mi madre no sobrevivió. Ante la sorpresa de todos, y mi propio desconcierto, murió reducida a la mitad de lo que había sido, de manera intempestiva, en otra ciudad. El funeral sucedió allá, lejos, pero la misa que la convención social obliga en nuestro círculo tuvo que ser arreglada por una de mis tías, porque ni mi padre ni mis hermanos ni yo pudimos emitir una frase coherente en esas fechas. Su misa (no hubo novenario, no somos tan fervientes) fue una constelación de equivocaciones, retrasos, canciones incorrectas y una multitud que, honestamente, era una mezcla de amigos y familiares y de pobres parroquianos que solo querían cumplir con la cuota semanal de adoración. Mis primos, todos, asistieron. Algunos ya con bebés, ya de la mano de quienes serían sus parejas eternas años después. Esa fue la última vez que nos vimos con la intensidad que todavía tienen algunos de mis compañeros de la oficina, esos veinteañeros que dicen que nunca se separarán de sus grupos de amigos. Como si la Metástasis del Tiempo fuera un invento de ancianas locas.

Pero ya no somos así. Porque ellos ya están justo ahí, donde se supone que debían estar, y yo estoy acá, en donde no sé si debería. Al pasar los años, mientras se empezaron a acumular estos domingos de desayuno, aprendí cómo se construyó mi lugar. Una epifanía más a la lista. El sitio de la prima que no se entera de todos los chismes porque no está en el chat grupal. Y que tampoco quiere estar ahí, por dios. La silla en la mesa para la tía de un montón de niños que no saben su nombre. Y honestamente no los reconocería si se los encuentra en la calle. La sobrina que los más viejos dan por muerta. O por lesbiana, porque no se ha casado. La pariente a la que invitan a algunas bodas, a casi todos los funerales, a ninguna Navidad, pero sí a todos los desayunos dominicales. La que lleva el pan y las cocas, pues. ¿Pero oveja negra? Nah. Más bien incómoda.

De pronto ya es domingo otra vez y estoy pensando en lo mismo, con la mirada perdida, ignorando a no sé quién que acaba de hacer algo que yo no. «Mira, hija», se me acerca la tía anfitriona y me regresa a mi café tibio. Lleva en la mano una foto vieja, más vieja que mis recuerdos de adolescencia, y la deja frente a mí, junto al cenicero improvisado con una servilleta. La imagen está desenfocada, los colores deslavados, es el sueño húmedo de cualquier instagramero que busca el filtro perfecto antes de subir la foto de los huevos benedictinos que acostumbra en su brunch, mientras yo estoy acá, engordando con la deliciosa receta de la abuela. En los bordes blancos aparece una fecha: mayo, 1966. Dios santo, es viejísima. No reconozco a nadie, excepto a una joven que está justo al centro del grupo de otros seis, supongo que son sus amigos. Es mi madre. Así, sin sacarle mucho análisis, reconozco de inmediato su sonrisa torcida y su cabello rojizo. Aparece al final de una fila de tres chicas, todas con falda a la rodilla, y ella es la única con pantalones y una blusa tejida, seguro hecha por mi abuela. Cualquiera puede concluirlo: es la más cool del grupo. Si hubiera sido mi compañera de clases habría intentado unirme a su pandilla, cómo no. Sería la protagonista de sus bromas y sus chistes, me invitaría a caminar por el bosque, a robarnos unos tragos del gabinete de los licores de mi abuelo, a fumar en el jardín de las fiestas a las que iba. También sé que hubiera sido la amiga más sincera, dulce y honesta que pudiera tener. Quizá después de Anto. Ella tampoco se guarda lo que piensa de mí, aunque me duela. «¿De dónde sacaste la foto, tía?», y no es que me importe mucho, nada más quiero dar pie a lo siguiente: que si me la puedo llevar, pero se me adelanta y me dice que la rescató de una de las cajas que había tirado después de su muerte y que ahora ya es parte de su álbum familiar. Con que restregándomelo, ¿verdad?, quiero decirle, sin embargo me contengo, porque mi tía no es de ese tipo y, bueno, la oportunidad la había perdido yo. Mejor le sonrío y miro un momento más a esa jovencita que, según mis cálculos, era mucho más joven en ese mayo de 1966 de lo que soy actualmente, y me esfuerzo en guardármela en la cabeza. Mi tía la regresa a un cajón del comedor (¿es eso un álbum de fotos, acaso?) y en el contonear de sus caderas recuerdo el ritmo de una canción que mi madre cantaba mucho cuando estaba por sentarse a leer uno de sus libros. Las caderas van «¿qué será, será? Whatever wil be, will be. The future is not for us to see. Qué será, será» en perfecta sincronía con la música entre mis oídos.