Identidad y disidencia en la cultura estadounidense

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Frederic Church, The Heart of the Andes

Junto a los pintores antes mencionados podrían citarse otros artistas pertenecientes a la llamada segunda generación de la Escuela del río Hudson, surgida como corriente estética alrededor de 1860. A estos pintores también se les conoce con el nombre de Luministas, por su interés en recrear los efectos atmosféricos de la luz en los paisajes representados. Entre ellos, cabe destacar a Fitz Lane o John Kensett que se dedicaron con éxito a la representación de escenas marinas; mientras que Martin Heade, al igual que Frederic Church, se sintió atraído por la exuberante naturaleza de Sudamérica y se especializó en su exótica flora y fauna. Otros notables pintores luministas son Sanford Gifford y Jasper Cropsey.

La Escuela del río Hudson empezó a perder vitalidad artística tras la guerra civil norteamericana (1861-65) y, hacia 1880, puede afirmarse que era un movimiento desfasado, si no olvidado. Ello se debió, en buena medida, al declive del idealismo romántico que siguió a esta cruenta guerra de secesión así como a la creciente influencia del impresionismo francés, cuya estética fue imponiéndose en Estados Unidos de la mano de pintores como Winslow Homer o John Sargent.

Si en términos pictóricos, la Escuela del río Hudson fue instrumental en el proceso conservacionista que se inicia a mediados del siglo XIX, a Henry David Thoreau se le suele citar como al primer escritor estadounidense que reflexiona seriamente sobre la interacción entre el individuo y la naturaleza, y la importancia que ésta tiene en el bienestar espiritual del hombre. No es de extrañar, pues, que a Thoreau, quien declara en su ensayo “Walking” (1862) que “en la naturaleza salvaje se halla la preservación del mundo” (534), se le considere el precursor de la tradición literaria medioambiental. Como señala Max Oelschlaeger: “Thoreau inspiró no sólo a luminarias del siglo XIX como Frederick Law Olmstead y John Muir, sino también a figuras del siglo XX, como Aldo Leopold y Joseph Wood Krutch” (3).7

La visión que de la naturaleza tiene Thoreau está influida por el pensamiento filosófico transcendentalista y, por tanto, se aleja radicalmente de la concepción calvinista de los primeros puritanos que demonizaban todo “lo salvaje” al asociar la naturaleza indómita con el oscuro y maligno territorio de Satán. Para Thoreau, como para Emerson, “los particulares hechos naturales son símbolos de hechos espirituales [y] la naturaleza es el símbolo del espíritu.” (“Nature”, 190). Así pues, este autor ve en la naturaleza una manifestación simbólica de la divinidad, un espacio virgen donde el ser humano puede hallar, de forma compendiada, las leyes universales que rigen el cosmos.

La búsqueda transcendental de esa verdad universal que brota de la naturaleza salvaje hizo que Thoreau se recluyera dos años (1845-47) en el entorno natural del lago Walden (cerca de Concord, Massachussetts). Resultado de dicha estancia sería Walden, or Life in the Woods donde relata la solitaria y austera vida que allí llevó con el propósito de “cultivarse” a sí mismo en contacto con la naturaleza.8 Según sus propias palabras: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, a fin de hacer frente a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñarme; para no descubrir, en el momento de morir, que no había vivido” (Walden, 135).

Junto a Thoreau, George Perkins Marsh es otro temprano autor norteamericano preocupado por el impacto medioambiental que la revolución industrial de mediados del siglo XIX traía consigo. En Man and Nature, su libro más conocido, argumenta que el progreso industrial provoca la deforestación y la desertización y, por tanto, pone en peligro la sostenibilidad ecológica y los recursos naturales de los ecosistemas. Según Marsh: “el hombre es un agente perturbador allí donde va. Donde planta el pie, distorsiona la harmonía de la naturaleza” (36).

De Moby-Dick a Moby-Duck:

La ética medioambiental de Melville y Hohn

Si Thoreau y Marsh han sido celebrados por la ecocrítica como pioneros de la ética conservacionista, Herman Melville no ha corrido la misma suerte, ya que Moby-Dick, su obra más señera, ha sido generalmente interpretada como una apología de “el honor y la gloria” de la caza ballenera; actividad que grupos y organizaciones ecologistas abiertamente condenan. Sin embargo, en mi opinión, una lectura más atenta de Moby-Dick permite intuir que Melville no carecía, ni mucho menos, de la que hoy podríamos denominar conciencia medioambiental.

Donald Worster señala en su libro Nature’s Economy: A History of Ecological Ideas que, en la Norteamérica del siglo XIX, hay dos perspectivas dominantes con respecto a la naturaleza. La primera de ellas asociada, según lo entiende este crítico, con el subjetivismo transcendentalista, y la segunda con el objetivismo científico. Ambos enfoques están presentes en Moby-Dick, pero, como se verá más adelante, Melville se muestra escéptico con respecto a ambas interpretaciones.

Aunque Melville nunca gravitó en la órbita del transcendentalismo, estaba familiarizado, si no tanto con la propia obra de Thoreau, sí con la de Emerson, con quien compartía la idea de que “toda la naturaleza es una metáfora de la mente humana” (194). Quizás, por ello, los personajes centrales de Melville —Ismael (el narrador) y Ahab (el capitán del Pequod)— en determinados momentos reaccionan ante la naturaleza en términos transcendentales, meditativos o especulativos.

Así, por ejemplo, en el capítulo 35, Ismael hace su turno de guardia en la cofa del barco y, mecido por la cadencia de las olas, “toma el místico océano a sus pies por la imagen visible de esa profunda alma azul y sin fondo que penetra la humanidad y la naturaleza” (Valverde, 196).9 Y, Ahab, por su parte, declara en el capítulo 70: “¡Ah, naturaleza, y, oh alma del hombre!, cuánto más allá de toda expresión están tus analogías emparejadas; no se mueve ni vive el más pequeño átomo de materia sin que tenga en la mente su hábil duplicado” (Valverde, 368); palabras que sintetizan a la perfección la filosofía transcendentalista de Emerson.

El subjetivismo especulativo de la novela también se refleja en los distintos modos en que Ismael, Ahab y otros personajes interpretan la ballena blanca. Para Ismael, este enorme cetáceo representa un irresoluble enigma. Para Ahab, un veterano marino de 58 años al que le falta una pierna desde que Moby-Dick se la arrancó en un viaje anterior, esta ballena albina representa la encarnación de todas las fuerzas malignas, un satánico leviatán al que se debe aniquilar a toda costa. Y, según Starbuck, el primer oficial del Pequod, Moby-Dick es un “animal estúpido” que atacó a su capitán “simplemente por su instinto más ciego” (Valverde, 202).

Ahora bien, como antes señalaba, Melville también incorpora en su narración el enfoque objetivo y científico, dado que antes de embarcarse en la composición de Moby-Dick, se documentó ampliamente sobre cetología y la pesca ballenera que, a mediados del siglo XIX, se había convertido en una pujante industria en Estados Unidos. Estas lecturas, junto a su experiencia personal a bordo del ballenero Acushnet, sin duda le resultaron muy útiles para describir las distintas especies de ballenas y otras criaturas marinas que desde el Pequod se divisan.

Sin olvidar que Moby-Dick es una obra de creación literaria y no un tratado científico, 17 de los 135 capítulos de la novela están dedicados a la descripción biológica, anatómica, taxonómica y etológica de las ballenas. Adicionalmente, Ismael también dará cuenta de estos mamíferos acuáticos desde el punto de vista histórico, mitológico, religioso, pictórico y literario. Sin embargo, y a pesar de su exhaustiva exploración de las ballenas, Ismael termina reconociendo que estos cetáceos, al igual que el mar o el color blanco que distingue a Moby-Dick, son “una perenne terra incognita” (Valverde, 327).

En todo caso, lo que sí parece saber Ismael a ciencia cierta es que todas las especies se rigen por la teoría darwinista de la selección natural y la supervivencia del más fuerte.10 Esta convicción del joven marino se evidencia en el capítulo 59 cuando se dirige al lector y le pide que considere “el canibalismo universal del mar, cuyas criaturas se devoran unas a otras, manteniendo eterna guerra desde que empezó el mundo” (Valverde, 328). La conclusión de la novela también viene a reforzar esta teoría darwinista, pues en la batalla final entre Moby-Dick y el Pequod, la ballena blanca, personificación del indómito poder de la naturaleza, destruye el casco del barco y acaba con la vida de sus perseguidores. Sólo Ismael sobrevivirá al naufragio del Pequod para relatarnos esta historia sobre las trágicas consecuencias de desafiar la naturaleza salvaje.

Como he señalado, en determinados momentos Melville presenta el mundo marino a través de la óptica transcendentalista y en otros por medio de la observación científica. Pero, en última instancia, ninguno de estos enfoques parece resultarle enteramente satisfactorio y así, opta por una tercera vía interpretativa que evidencia su conciencia medioambiental. En esencia, su posición con respecto a la relación hombre―naturaleza se fundamenta en la idea de que el desarrollo industrial capitalista (personificado en la pesca ballenera) ha deshumanizado al hombre y, por tanto, ha degradado su primigenia relación con la naturaleza. En este sentido, la novela de Melville, lejos de glorificar la ballenería, denuncia la implacable explotación del mar y sus recursos naturales que tal práctica supone.11

 

Cuando Melville escribe Moby-Dick, la industria ballenera americana se encontraba en pleno apogeo, pues se calcula que unos 17.000 hombres trabajaban en ella y contaba con una flota de unos 700 barcos, que zarpaban principalmente de los puertos de New Bedford y Nantucket en Massachusetts. La caza de ballenas era, sin duda, un oficio duro y peligroso. Melville nos lo recuerda cuando Ismael entra en la Capilla de New Bedford en el capítulo 7 y observa varias lápidas de mármol en recuerdo de aquéllos que perdieron sus vidas tratando de capturar ballenas en alta mar. Sin embargo, la ballenería también era un negocio rentable, pues de estos cetáceos se extraía la grasa necesaria para elaborar velas, jabones, cosméticos y otros productos derivados. Este interés económico y comercial es el que impulsa al Pequod, y a otros barcos balleneros mencionados en la novela, a hacerse a la mar.

Para los norteamericanos de mediados del siglo XIX, el mar era una inextinguible fuente de recursos, pero Melville parece anticipar en su obra la que más tarde se convertiría en preocupación medioambiental por tan limitada visión. De hecho, en distintas ocasiones de la novela, Melville apela al lector para hacerlo consciente de la repercusión ecológica de la actividad ballenera; actividad, que por otra parte, a menudo se presenta como brutal e inhumana.

Para enfatizar esta idea, Melville introduce numerosos símiles, alusiones o metáforas que asocian la apariencia y el comportamiento humano con el de los animales, especialmente aquéllos de más fuerte instinto depredador. Así, por ejemplo, Ahab llama “leopardos” a los arponeros del Pequod; Fleece, el cocinero, se refiere a Stubb, el segundo oficial, como a un tiburón; mientras que a Ahab se lo describe o compara con un lobo, un tigre, un oso o un león marino.

La naturaleza depredadora del hombre, sugerida por estas comparaciones, se refuerza con escenas en que se describe, en toda su crudeza, la sanguinaria captura de ballenas. En el capítulo 61, Ismael relata la agónica muerte de una de ellas en estos términos:

La inundación roja brotaba de todos los costados del monstruo como los arroyuelos por una montaña. Su cuerpo atormentado no flotaba en el agua, sino en sangre, que burbujeaba y hervía [. . .] Y mientras tanto, chorro tras chorro de humo blanco se disparaba en agonía por el respiradero del cetáceo. (Valverde, 340)

Otro ejemplo que ilustra los terribles efectos de la caza ballenera lo hallamos en el capítulo 87, donde se describe a un cachalote herido en la cola por un cable arponero y que “atormentado hasta la locura [. . .] hería y asesinaba a sus propios compañeros” (Valverde, 452).

Con el propósito de que el lector se identifique con el sufrimiento de las ballenas y vea al hombre como un salvaje agente de su exterminio, Melville también “humaniza” a las ballenas dotándolas de sentimientos afectivos. Una buena ilustración la encontramos en este mismo capítulo 87, donde Ismael contempla el cariñoso comportamiento materno-filial entre un grupo de ballenas:

Suspendidas en esas bóvedas acuosas, flotaban las figuras de las madres nutricias de los cetáceos, y de aquéllas que, por su enorme circunferencia, parecían próximas a ser madres. El lago, como he sugerido, era muy transparente hasta una considerable profundidad; y así como los lactantes humanos, mientras maman, miran de modo tranquilo y fijo lejos del pecho, igual que si llevaran dos vidas diferentes a un tiempo y, a la vez que toman alimento mortal, disfrutaran en espíritu el festín de alguna reminiscencia supraterrenal, del mismo modo, los pequeños de esos cetáceos parecían levantar su mirada hacia nosotros [. . .] Flotando a su lado, también las madres parecían observarnos tranquilamente. (Valverde, 450)

Esta tierna descripción maternal se complementa con una nota a pie de página donde Melville apela a la sensibilidad de sus lectores al sugerir que la muerte de estas ballenas madre suponía también la muerte de sus crías lactantes que, al no poder seguir siendo amamantadas, estaban irrevocablemente condenadas a perecer (Valverde, 451).

La conciencia medioambiental de Melville se constata asimismo cuando Ismael deja entrever que, al igual que la conquista del Oeste trajo consigo el exterminio de ingentes cantidades de bisontes, así también las ballenas corren el peligro de desaparecer debido al acelerado desarrollo industrial de la pesca ballenera. Así, en el capítulo 105, leemos:

Comparando los jibosos rebaños de ballenas con los jibosos rebaños de búfalos que, no hace cuarenta años, se extendían en decenas de millares por las praderas de Illinois y Missouri, y agitaban sus férreas melenas y miraban hurañamente con sus frentes cuajadas de truenos los asentamientos de las populosas ciudades fluviales, donde ahora el cortés agente os vende tierra a dólar la pulgada, tal comparación parecería ofrecer un argumento irresistible para mostrar que la perseguida ballena ya no puede escapar su rápida destrucción. (Valverde, 529)

Moby-Dick sí escapará con vida al final de la novela para subrayar simbólicamente que la naturaleza es más poderosa que el hombre. Sin embargo, no por ello, Melville deja de mostrar su sensibilidad medioambiental ante el cruel e indiscriminado exterminio de ballenas en aras del beneficio económico. Starbuck ilustra muy bien esta actitud cuando Ahab anuncia públicamente que el propósito principal del Pequod es dar muerte a Moby-Dick y el primer oficial le espeta estas palabras: “he venido aquí a cazar ballenas y no para la venganza de mi jefe. ¿Cuántos barriles le dará la venganza, aunque la consiga, capitán Ahab? No le producirá gran cosa en nuestro mercado de Nantucket” (Valverde, 201).

La sed de venganza de Ahab y el interés económico de Starbuck contrastan con la respetuosa tolerancia que Ismael siente hacia Moby-Dick y hacia las ballenas en general. Esta actitud medioambientalista de Ismael, fundamentada en la armónica coexistencia del hombre y la naturaleza, es la que Melville también suscribe y la que pretende trasladar a sus lectores. El hecho de que Ismael sea el único que sobreviva al feroz ataque de la ballena blanca y que, posteriormente y ya a la deriva, los tiburones pasen a su lado “como si llevasen candados en la boca” (Valverde, 648) enfatiza la idea de que la naturaleza protege a quien sabe respetarla.

Hubo que esperar hasta 1986 para que la caza comercial de ballenas fuera prohibida por la Comisión Ballenera Internacional, aunque diversas excepciones han permitido a países como Japón, Islandia y Noruega continuar con las capturas. Organizaciones como Greenpeace o Sea Shepherd, liderada por Paul Watson, dedican sus esfuerzos a boicotear dichas capturas y a proteger la sostenibilidad marina. No obstante, en el contexto literario norteamericano, no sería desatinado ver en Melville y Moby-Dick el germen de esta ideología bioética que, hoy en día, grupos ecologistas y organizaciones medioambientales abiertamente defienden.

Desde mediados del siglo XIX hasta nuestros días, la tradición literaria medioambiental ha ido consolidándose firmemente en Estados Unidos gracias, en buena medida, a escritores y activistas como John Muir, Aldo Leopold, Rachel Carson, Edward Abbey, Peter Matthiesen, Barry López, Wendell Berry o Al Gore, entre otros. En esta nómina de escritores comprometidos con la defensa de la naturaleza y el medioambiente cabe también incluir a Donovan Hohn, autor de Moby-Duck: la verdadera historia de 28.800 patitos y otros muñecos de goma perdidos en el mar, y de los oceanógrafos, los ecologistas y los lunáticos que salieron en su busca (2011).

A pesar de su jocoso título, Moby-Duck tiene como referente literario la obra maestra de Melville. Ello se aprecia no sólo en el título principal que elige Hohn para su primer libro, un claro guiño al autor de Moby-Dick, sino también en los títulos de tres de los capítulos de su obra (Primera Cacería, Segunda Cacería, Tercera Cacería) y que traen a la memoria los tres últimos capítulos de Moby-Dick (La Caza: Primer Día, La Caza: Segundo Día, La Caza: Tercer Día). Por otra parte, Hohn abre varios de los ocho capítulos en que divide su libro con epígrafes tomados de Moby-Dick. Y, al igual que hace Melville en su novela, también concluye su libro con un “Epílogo” donde Hohn reflexiona sobre el tema de la paternidad en Moby-Dick para interrelacionarla con la suya propia. A nivel estructural, Moby-Duck también se articula de forma parecida a Moby-Dick, ya que ambas obras pueden describirse como novelas de aprendizaje o formación propiciadas por un largo viaje transoceánico.

Moby-Duck carece de la dimensión épica y el calado literario de la sexta novela de Melville. Pero, como Moby-Dick, el libro de Hohn se mueve a medio camino entre el objetivismo científico y la novela de aventuras para transmitir un urgente mensaje en defensa de la naturaleza marina.

La historia que narra Donovan Hohn se remonta al 10 de enero de 1992, cuando una violenta tormenta sorprendió, cerca de las Islas Aleutianas, a un carguero (Ever Laurel) que cruzaba el océano Pacífico desde Hong Kong a Tacoma, Washington. A consecuencia del fuerte oleaje, que a punto estuvo de hundir al buque, uno de los contenedores almacenados en la cubierta cayó al mar y liberó 28.800 juguetes de plástico fabricados por una empresa china. Empujados por el viento y las corrientes marinas, los miles de patitos amarillos, ranas verdes, castores rojos y tortugas azules, que componían la carga, navegaron a la deriva y nunca llegarían a su destino final: las bañeras infantiles de Norteamérica.

Donovan Hohn leyó esta sorprendente noticia, que apareció brevemente recogida en la prensa, y se propuso escribir una crónica pormenorizada sobre el increíble viaje de los juguetes de baño perdidos en el mar. Sin embargo, pronto comprendió que para seguir el rastro de estos náufragos muñecos de goma, él mismo debía embarcarse en su busca. Así, en 2005, empezó su propia odisea marina como “aprendiz de arqueólogo de lo ordinario” (Hohn, 19); una odisea que, a lo largo de cinco años, lo llevaría a China, Alaska, Groenlandia, Hawái y el Ártico a bordo de todo tipo de embarcaciones y, a veces, bajo extremas circunstancias climatológicas.

Relatada en primera persona, Moby-Duck narra la búsqueda de este cargamento multicolor de juguetes de plástico que, aún hoy, veinte años después, no ha llegado a su fin. A lo largo de estos años, el seguimiento científico de estos animalitos de plástico, que han aparecido en lugares tan distantes como Alaska, el Ártico o Escocia, ha permitido a los oceanógrafos estudiar el movimiento de las corrientes oceánicas. Pero, este hallazgo resulta nimio comparado con las catastróficas consecuencias que para el mar y la fauna acuática supone el plástico del que están compuestos estos animalitos y la mayoría de los vertidos que flotan sobre la superficie del mar. Según las estimaciones de Hohn, “producimos globalmente 300 millones de toneladas de plástico al año” (219) y una ingente cantidad de este plástico acaba en los ríos y los océanos. Este plástico, al ser ingerido por los peces y otras criaturas marinas, es causante de incontables muertes por envenenamiento.

Hohn ilustra el pernicioso efecto medioambiental del plástico haciendo referencia al albatros de Laysan, un ave autóctona de Hawái. Según Hohn, en las colonias de estas aves marinas se han recogido de tres a cuatro millones de encendedores de plástico y, recientemente, unos naturalistas extrajeron 252 objetos de plástico del cadáver de uno de estos albatros (90).


Albatros de Laysan

Otro dramático ejemplo que cita Hohn es el de una ballena gris de once metros que, en la primavera de 2010, apareció varada y muerta cerca de Seattle. Entre los objetos que se encontraron en el interior de su estómago había: cinta aislante, sedal de pesca, 26 piezas de material variado de bolsas de plástico, una bolsa de zumo, un cilindro de plástico rojo, cuerda trenzada de nailon y un guante quirúrgico (434). Como observa Hohn: “Las mismas características que hacen del plástico el material perfecto para juguetes de baño —¡tan flotante, tan maleable, tan suave, tan coloreado, tan higiénico!— también lo convierten en un colosal contaminante de los mares” (219).

 

En una reseña sobre Moby-Duck, publicada en el diario El País, Antonio Muñoz Molina señala lo siguiente:

La ballena blanca de la búsqueda [de Donovan Hohn] eran aquellos animalitos de juguete, pero el apocalipsis con el que fue encontrándose se reveló más aterrador que las cacerías que hacia finales del siglo XIX estaban a punto de exterminar a los grandes cetáceos. (<Apocalipsis de plástico>)

Este comentario es ciertamente oportuno porque de forma paralela a la búsqueda de estos juguetes infantiles, Hohn se propone llamar la atención del lector sobre los devastadores efectos que, para el océano y su fauna, representan los residuos vertidos al mar. Estos contaminantes marinos, como observa Muñoz Molina, aún cuando tengan forma de inofensivos muñecos de plástico, son en la actualidad más letales que el masivo exterminio de ballenas en la época de Melville. Esta caótica situación medioambiental requiere una toma de conciencia colectiva que frene este “apocalipsis” ecológico, y éste es el propósito subyacente de Moby-Duck. En este sentido, el libro de Donovan Hohn entronca con la corriente literaria ecologista contemporánea inaugurada por la bióloga Rachel Carson y autora de obras tan influyentes como Under the Sea-Wind, The Sea Around Us, The Edge of the Sea o Silent Spring. Según el autor de Moby-Duck:

Cada año caen por la borda de los cargueros miles de contenedores. Nadie sabe con exactitud cuántos, quizás dos mil, quizás hasta diez mil. Nadie lo sabe porque las navieras y sus abogados, temerosos de la mala publicidad o de su imputable responsabilidad, prefieren guardar silencio acerca de la pérdida de contenedores. (47)

Lo que sí se sabe, porque hay prueba de ello, es que estos cargamentos caídos al mar representan una terrible fuerza contaminante. Algunos de estos vertidos, arrastrados por las corrientes, acaban encallados en remotas costas donde rastreadores de playas y grupos ecologistas han recogido numerosas muestras. De hecho, será en Gore Point (Alaska), y entre esos desechos residuales, donde casualmente Hohn encuentre uno de esos animalitos de plástico. Sin embargo, muchos de estos residuos de pos-consumo nunca llegan a tierra y quedan flotando a la deriva en el mar. Según Hohn, es difícil saber cuántos peces y otras especies marinas mueren al enredarse en estos residuos o al ingerirlos, pero “un cálculo muy citado, aunque sospechosamente redondo, estima que la tasa de víctimas está en cien mil animales al año” (134). En opinión de los oceanógrafos no hay forma de saber con exactitud cuánta basura flotante hay en el océano, pero de lo que sí hay certeza es que una de las zonas marinas más contaminadas del planeta es la que se ha dado en llamar “la mancha de basura del Pacífico norte”. Se trata de una extensión equivalente a la de Texas, cuya franja oriental se extendería más o menos a medio camino entre Hawái y California y, en su franja occidental, más o menos entre Hawái y Japón (Hohn, 50).

Charles Moore, el capitán del buque oceanográfico Alguita, y al que Hohn tiene oportunidad de conocer, fue el descubridor de este inmenso “basurero marino” cuando, en 1997, navegaba a unas 800 millas de California. En las palabras de Moore que Hohn transcribe:

Me enfrenté con una panorámica de plástico hasta donde llegaba la vista. Parecía increíble, pero no encontré ni un solo hueco limpio [. . .] lo único que se veía por todas partes eran residuos de plástico flotando: botellas, tapones de botella, plástico de embalar, fragmentos de plástico. (58-9)

El vertido de basura al mar es ilegal en la mayor parte del mundo desarrollado y existen distintas leyes internacionales que prohíben esta práctica, pero la contaminación marina, como evidencia la mancha de basura del Pacífico, es un hecho constatable. Hasta la fecha, de los 28.800 juguetes extraviados en el mar en 1992, los rastreadores de playas tan sólo han recuperado un millar. Con respecto al paradero de los demás muñecos de plástico nada se sabe, pero Hohn especula que:

Siguen por ahí, girando alrededor del golfo de Alaska, navegando sobre un témpano de hielo a través del Ártico o hundidos bajo las algas y la arena en alguna caverna apartada del océano. Y al menos uno o dos podrían estar flotando en la gran mancha de basura del Pacífico, dando vueltas alrededor de redes fantasmas, boyas de pesca y puertas de frigoríficos. (91)

Entre la publicación de Moby-Dick y Moby-Duck han transcurrido 160 años. A lo largo de este periodo de tiempo, las aguas de nuestros mares se han ido degradando de forma alarmante por los contaminantes de origen humano que ponen en serio peligro la subsistencia y reproducción de las diferentes especies marinas. A mediados del siglo XIX, la ballena blanca de Melville pudo escapar del arpón del capitán Ahab. Sin embargo, hoy en día, seguramente estaría muerta por el impacto medioambiental de los vertidos de petróleo, por los residuos de los cargueros caídos al mar o la ingesta masiva del plástico que flota a la deriva en los océanos.

Biólogos marinos, oceanógrafos, ecologistas y escritores comprometidos con la defensa del medioambiente llevan décadas alertándonos de estos peligrosos agentes contaminantes del mar que en la época de Melville eran impensables. Con todo y ello, el autor de Moby-Dick se anticipa a su tiempo al denunciar la indiscriminada caza de ballenas y al sugerir, a través de Ismael, que sólo una respetuosa relación entre el hombre y la naturaleza puede garantizar la pervivencia de ambos. El mensaje que transmite Donovan Hohn en Moby-Duck es, sin duda, más explícito que el de Moby-Dick, ya que revela con numerosos datos científicos los catastróficos efectos que el plástico ocasiona en la fauna marina. No obstante, el libro de Donovan Hohn puede leerse como una versión contemporánea de Moby-Dick y un homenaje a su autor que, ya en 1851, supo anticipar la necesidad de proteger la naturaleza del poder destructivo del hombre.

Andrew Delbanco, en su libro Melville: His World and Work, describe con estas palabras el ímpetu vital que la experiencia personal de Melville en el mar le confirió a su escritura: “Lo que Melville encontró en el mar fue lo que otros escritores encontraron en la guerra: un sentimiento de contacto con el mundo que lo sacudió, por igual, con momentos de deseo y pavor. Abandonó nociones y teorías aprendidas de libros y se convirtió en [. . .] un comprometido partícipe de la vida” (58). Algo similar podría decirse de Donovan Hohn que dejó su trabajo como profesor de escuela y se despidió de su comprensiva esposa embarazada de su primer hijo para intentar averiguar de primera mano el enigmático paradero de los juguetes de plástico extraviados. Esa búsqueda, ese contacto directo con el mar, como el experimentado por Melville, sería determinante no sólo para publicar Moby-Duck, su único libro hasta la fecha, sino también para transformarlo en un escritor comprometido con la defensa de la naturaleza marina.12

A modo de conclusión cabe afirmar que si la filosofía transcendentalista, canalizada a través de la pintura paisajista de Escuela del río Hudson y de la obra literaria de Thoreau o Marsh, abrió el debate sobre la necesidad de preservar la naturaleza salvaje americana del implacable desarrollo industrial; otro tanto puede decirse de la ética medioambiental que emana de las páginas de Moby-Dick. En esta novela, Melville pretende sensibilizar al lector con respecto al masivo exterminio de cetáceos y propone como alternativa ética la armónica coexistencia entre naturaleza y hombre. En Moby-Duck, Donovan Hohn revitaliza esta filosofía melvilliana y, como un Ismael del siglo XXI, documenta, con un claro propósito medioambiental, el destructivo poder de los residuos plásticos para el mar, sus criaturas y la propia supervivencia del hombre.

Bibliografía

Cooper, James F. The Pioneers. Oxford: Oxford University Press, 1991.

Delbanco, Andrew. Melville: His World and Work. Nueva York: Knopf, 2005.

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