La ejecución de la estatua

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La ejecución de la estatua
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Osorio, Amilcar

La ejecución de la estatua / Amilcar Osorio. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2018

244 p.; 24 cm. -- (Letra x letra)

ISBN : 978-958-720-494-0

1. Novela colombiana. I. Arbeláez, Jotamario, 1940- pról. II. Tít. III. Serie

C863 cd 23 ed.

O837

Universidad EAFIT - Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

La ejecución de la estatua

Primera edición: abril de 2018

© Amílcar Osorio

© Editorial EAFIT

Carrera 49 # 7 Sur - 50, Medellín. Tel. 261 95 23

http//www.eafit.edu.co/fondo

Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-494-0

© De la Presentación, Eduardo Escobar

© Del Prólogo, Jotamario Arbeláez

© Del Epílogo, Juan José Cadavid Ochoa

Coordinación y nota editorial: Felipe Restrepo David

Asesoría: Eduardo Escobar y Jotamario Arbeláez

Corrección y cotejo: Álvaro Molina

Apoyo: María Adelaida Chaverra Restrepo

Diseño y diagramación: Editorial Artes y Letras S.A.S.

Imágenes de carátula y guardas: Foto cortesía de Eduardo Escobar, Imagen de Shutterstock

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional, mediante Resolución 1680 del 16 de marzo de 2010.

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions

stanza

en los muros blancos yace la sombra de la fuente que viene desde el patio, su agua insurgente que refrescara la galería.

en la hornacina está olvidada la cabeza en yeso de un muchacho, una caja sin fósforos, una cadena pequeña.

el piso cruje en las horas de la tarde.

Amílcar Osorio

PRESENTACIÓN

Eduardo Escobar

La ejecución de la estatua es una novela singular primero que todo. Como corresponde al más singular de los escritores del nadaísmo que es su autor. Quizás sea necesario situarla dentro de las llamadas novelas colombianas de la violencia. Y quizás es necesario decir también que no se parece a ninguna de las conocidas dentro de ese subgénero.

Amílcar Osorio rehuyó lo sensiblero, lo obvio, lo fácilmente conjeturable. Y en consecuencia su libro, que en efecto habla y describe ese período deprimente de la historia del siglo veinte colombiano, pretende ser al mismo tiempo el admirable ejercicio de estilo de un muchacho que junto a gonzaloarango, como entonces se firmaba, inventó el nadaísmo en la ciudad más pacata de Colombia, enorme sepulcro blanqueado entonces y ahora.

El relato adopta una variante joyciana del tiempo que consiste en restringir, exprimir y comprimir un presente sin fondo, el presente, mejor dicho. Supongo que la novela transcurre en el Jericó de la Madre Laura y de Manuel Mejía Vallejo, y que cuenta un solo día, como el libro máximo de Joyce, o en todo caso el más famoso de sus poemas: un solo día atroz, como inventado por el diablo.

La novela también debe considerarse como una manera de ostentar la ambigüedad de una personalidad. Conocí bien a Amílcar, nos quisimos entrañablemente desde que éramos dos adolescentes descentrados en la ciudad de Medellín, sin destino y sin ganas de nada, al borde del comienzo de la década de los 60. Y porque lo conocí puedo afirmar, me siento autorizado, que le gustaba lo ambiguo, y sobre todo posar de ambiguo, porque a veces podía ser tierno y claro, y las cosas de doble fondo.

Debo decir antes de que el lector lo descubra por sí mismo que el título de la novela no alude a la creación de una estatua, no existe una ejecución de la estatua, sino más bien a su fusilamiento. Que otros se encarguen de indagar si el libro es una metáfora del complejo de Edipo de Rubén Amílcar Osorio, como creo que en realidad se llamaba. El hecho es que a lo largo del día de mercado de menjunjes de indios y de verduleros y carniceros, y farmacopistas y músicos y soldados, como era en esos pueblos de Antioquia de la segunda infancia del autor, el hecho es que a lo largo del día que cuenta el libro, se prepara la destrucción de la estatua, más bien. El destrozo de la estatua culmina, libera el agobio que es también un placer, el placer de la poesía.

Y juro que mi encomio no está comandado por el amor que siento por este nombre, uno de los muertos de mi predilección. Y que no estoy mintiendo si digo que Amílcar Osorio tenía algo de genio: en todo caso poseyó el genio de la tristeza que nos privó de una obra más vasta porque a veces asumía la forma de la indolencia y el pesimismo radical. Y el genio del amor: porque eso fue lo que más buscó este solitario que a veces escribía cosas como La ejecución de la estatua, para no reventar en el asco de la soledad, que refinó en sus lecturas de Heidegger y Sartre y Abagnano, un autor que trajinamos juntos en una adolescencia remota.

A pesar de los cuentos y de las colecciones de poemas inéditos casi todos todavía, a sus amigos nos hubiera gustado conocer más de su capacidad creadora. Por lo pronto solo queda agradecerle este libro extraño sobre la violencia que jamás llora ni cae en lo patético mientras al mismo tiempo explora el lenguaje popular y el lenguage refinado como por ejemplo al hacer el censo de los instrumentos musicales de ese día infeliz que nos cuenta.

PRÓLOGO
Amílcar, el personaje

Jotamario Arbeláez

Uno de los elementos impactantes del primer nadaísmo fue la firma de su segundo fundador, Amílkar-U, tanto como su deslumbrante poema “Plegaria Nuclear de un coca-colo”. Tal vez por ello nos rebautizamos Jaime Jaramillo y yo, X-504 y J. Mario. Gonzalo nos rompió lo que escribiéramos hasta entonces y U nos señaló cómo continuar.

Muchos de los observadores y seguidores del Nadaísmo sostienen que el exseminarista de Jericó, nacido de padres antioqueños en Santa Rosa de Cabal y en el presente el menos divulgado de la pandilla –aunque para los que lo conocen o lo recuerdan es un autor de culto–, fue el mejor de todos nosotros. El más culto, el más talentoso, el más ambicioso. El excéntrico. Y eso que todos, desde un comienzo, aupados por el “profeta”, quien de esa manera nos capturó de por vida, nos sentíamos pichones de genio. Genios brutos. Que ya tendríamos tiempo de cultivarnos.

A los diecinueve años parecía haber leído todos los libros, por lo menos los que afanó de la Librería Aguirre, donde se desempañaba como librero precoz. Y donde descubrió para sus amigos a Maikovski y a Marinetti, mientras en la intimidad se solazaba con Wallace Stevens y con John Donne. De la lectura de la joven escandalosa francesa Françoise Sagán adoptó el seudónimo de Claudia Santamaría, de quien publicó una serie de cuentos deslumbrantes en la revista Cromos.

Fue la mano derecha y la pluma fuente de Gonzaloarango en la elaboración de los manifiestos. Este lo llevaba por las calles atado de una cadena al cuello y así lo sentaba en el mosaico de los cafés, como un perro, para pasmo o sorna de los parroquianos. Era un acto más de soberbia que de humildad. Quien debería sentir vergüenza era el amo. Pues nunca condescendió con el humanismo que inflamaba al “profeta”. Él quería conducir a su generación por otro sendero, igualmente sin meta pero tal vez más mórbido que satírico. Ni siquiera le interesaba la revolución. Él prefería la abyección, “hacer monstruosa el alma”, como predicaba Rimbaud, ser el francotirador en la torre.

Eso, más algunas indelicadezas rampantes ante el probo Gonzalo, enemigo número uno de la humanidad pero de una ética a prueba de balas, los llevó a separarse. Como varios nadaístas de entonces,1 Amílcar marchó a los Estados Unidos. Allí se integró con algunos beatniks que andaban haciendo el camino, con algunos vagabundos del Dharma de la montaña, con algunos santones zen de los altos hornos. Entre ellos Allan Wats, promotor del Zen, David Howie y Renée Frey, John Sirio, Jim Taylor, Bob Dylan, Allen Ginsberg, Gregory Corso. En ese tiempo escribió una novela que vino a dar a nuestros Sagrados Archivos, La ejecución de la estatua. Inédita, como casi todo lo suyo. Desde hace casi cincuenta años ando con ella como un trofeo o un tesoro, buscando quien la lea o quien la publique. La he perdido por años y la he llorado como a una novia pero la he vuelto a encontrar. Es una asombrosa novela de la violencia en Colombia, escrita con referencia a las maromas lingüísticas de Joyce y el rigor detallista de los objetalistas franceses, y viene a ver la luz apenas cuando en Colombia se columbra la paz. Trabajada y lograda por un nadaísta, precisamente.

 

Casi todos los nadaístas en tránsito tratamos de seguirle en su destreza literaria y sus desplantes, por lo general con menor fortuna. Se nos hacía que su estilo era rutilante, con influencias depuradas dada su rigurosa bibliomanía. Andaba siempre con un lujoso tomo de Rimbaud empastado en francés. Traducía a los surrealistas, en especial a Bretón y a Peret. Devoró Lolita de Nabokov, de la que hizo una parodia con un niño como protagonista gay. Fue quien nos repartió a todos ejemplares dudosamente adquiridos de El cuarteto de Alejandría, ese tratado del amor moderno de Lawrence Durrell, que nos dejó “profundamente herido el sexo, profundamente herida esta conciencia, profundamente herida la manera de comer”, como el mismo Amílcar cantara. Y de paso allí se encontró con el viejo poeta de la ciudad, con Constantino Kavafis, de quien hizo impecables traducciones y convirtió desde entonces en nuestro compañero de farras.

Solo dos libros, casi opúsculos, alcanzaron a publicarse, antes de que sospechosamente se lo tragara la laguna “La Oculta”. Vana stanza, diván selecto, poemas elaborados entre 1962 y 1984 y El yacente de Mantenga, replicado después como Gato o soledad en la lluvia, con cuentos elaborados en diferentes épocas. Cuando los publicara en los suplementos de los periódicos se le consideró un genio sin antecedentes en la literatura colombiana, lo que lo llevó a inferir que sus compatriotas eran unos imbéciles y por eso también se fue. Su primera novela, de altos ribetes sicalípticos, Súbete en todo mí, escrita durante la gira que los nadaístas realizábamos por Colombia en 1960, se la hizo quemar por improcedente un aseñorado español ante quien nuestro portento se descubría, como los demás de la facción sodomita de Medellín. Su obra recuperada es copiosa y exuberante. Está a salvo en la Biblioteca Piloto, de Medellín. Cubre todos los géneros.

El día que se conozca, y ya llegó el día con su novela principal, gracias a la solícita Editorial EAFIT, va a resucitar entre el público el “imbécil” concepto –según él, que era irónico– de que era un genio. Bien merecido se lo tiene.

NOTA EDITORIAL

La historia editorial de La ejecución de la estatua podría ser una fascinante crónica: en 1968 fue finalista del premio Seix Barral de novela; Amílcar, para entonces, tenía veintiocho años: se conocían sus cuentos y poemas, y sus excentricidades como nadaísta. La ejecución no fue publicada ese año, ni tampoco lo sería en las siguientes décadas. Pasó por varias manos y, podría suponerse, por una que otra editorial; los que la conocían, en esa clandestinidad que empezó a crearse a su alrededor, hablaban de ella con entusiasmo, y algunas veces se comparaba, en la forma, con las técnicas que había probado Joyce en Ulises (1922) y Finnengans Wake (1939). Ahora se publica, cincuenta años después, solo que ronda una inquietud que no termina de resolverse: por qué tantos años inédita esta novela. Una respuesta salta a la vista, y es que no se creía en su valor “comercial” porque La Ejecución, más que una novela experimental, es una obra que lleva la lúdica creativa hasta ese lugar en el que el fragmento, lo laberíntico, el caos, la polifonía, el contrapunto y los cruces se convierten en la propia estructura; por eso, quien pedía de La ejecución aquella sucesión clásica de los hechos, unos tras de otros, no encontraba más que simultaneidad y paralelismos en los tiempos y los espacios. Dice Jotamario de La ejecución: “Quién sabe cuántos años la trabajó con dedicación enjundiosa, rodeado de poetas outsider y maestros zen […], por medio siglo ha pernoctado en la mesa de noche de todos mis enganches sentimentales y la he perdido por años y vuelto a recuperar, y la he entregado a editoriales que la devuelven, considerándola un hueso duro de roer, pues entre una novela de la violencia –que era lo que se esperaba en Colombia de los escritores de garra– y un Ulises, cosa que no espera nadie, nuestro hombre se fue por un Ulises de la violencia. Una violencia tal de salvaje que luego de la masacre en el pueblo de Saldeguaca se termina ejecutando la estatua de la Madre en la plaza”. La ejecución es una novela de múltiples escenografías en las que Amílcar fue el escritor y artista que ya era e, incluso, el que llegaría a ser, por el riesgo y la libertad de una prosa que solo hacía concesiones a la potencia de su expresión.

La ejecución sobrevivió como “mecanuscrito”: la copia que llegó a la Editorial EAFIT da cuenta de una batalla que no podía ganarse. En esos cincuenta años, no solo fue leída, sino que fue intervenida; algunos de sus lectores (amigos y conocidos), suponemos que después de la muerte de Amílcar en 1985, se tomaron la licencia, por afecto o deber literarios, de tachar algunas partes, agregar otras, y hasta reordenar, en aquello que juzgaban como el más “correcto” sentido para la comprensión, que tenía que ver con la idea de “aclarar” la lectura, hacerla coherente. Como editores, sabemos que es un gesto más que comprensible: se trataba de un manuscrito susceptible de ser “mejorado”, y mucho más si sus lectores también eran escritores, poetas y narradores; solo que partimos de un principio, que a veces por obvio solemos olvidar: si presentábamos la novela con esas “intervenciones” había ya otro estatus, el de la “reescritura”, el de la “coautoría”, y eso significaba publicar “otra” novela. Así, para esta edición, omitimos esas “tachaduras” y quisimos presentar la novela en la que podría ser su versión “primera”, o, al menos, la versión que pudo haber tenido el mismo Amílcar, aquella de 1968. De esa versión, además, nos propusimos respetar el más importante aspecto que puede respetarse en un manuscrito: su estilo; justo ahí vive la voluntad creativa del escritor; por eso nos abstuvimos de “actualizar” su gramática: tratamos de comprender su “naturaleza” y desde allí editar, corregir, diagramar, incurriendo, como advertimos, en someter la novela a los corsés de un manual de estilo; en otras palabras, evitamos la tentación de domesticar, o al menos no del todo, la escritura de Amílcar, pues ella brilla en su espontaneidad. Como se verá, La ejecución comienza con esta frase (en minúscula): “pueblo trazado…”; y termina en un artículo: “aparecen en los”. Es decir, iniciamos una novela que tuvo su principio mucho antes, y luego al final somos abandonados por ella, pareciera que la historia continúa sin nosotros. La ejecución, toda ella, quiere destruir la obsesión de la totalidad; prefiere la parcialidad, los días que no acaban, las superposiciones de la realidad y la ficción, de las maneras de narrar y de ver.

Finalmente, nuestro mayor desafío: descifrar el paso del tiempo en la copia mecanuscrita que nos llegó; muchas de las páginas mostraban una tinta desleída, quizás, desde el mismo original, como si se tratara de un palimpsesto que hubiera sido raspado en ciertas partes para ser nuevamente escrito. Tras esos cincuenta años, La ejecución es una novela que había comenzado a desaparecer. Entonces, con delicadeza y resignación ante esa voluntad lúdica de Amílcar, procuramos completar algunas de esas palabras y conservar el sentido “incorrecto” de muchas otras. Tal vez, con más información, teniendo a mano la posibilidad de comparar varias “copias” (las más cercanas al original), y con muchos más datos de los protagonistas de esa “crónica editorial”, pudiera algún día editarse una versión “crítica” de La ejecución de la estatua, que ya comienza a hacer parte de unos de los capítulos más cautivantes de la historia literaria y estética de Colombia: el nadaísmo.

Felipe Restrepo David


PUEBLO TRAZADO EN LA COMARCA, techos negros, patios blancos, estatua de La madre acariciando al hijo de mármol que adelanta un paso sobre el pedestal para bajar al parque, luz de velas sobre los chorros de sangres que saltan del cuello de los novillos, el alarido descendiente, el sudar; cerrados los portones y las puertas que dan a la plaza, solo dos postigos dejan entrar la oscuridad, el del teniente y el del padre coadjutor; sobre el polvo rociado de la calle suena el agua, una bandada de brujas escupe desde el cielo, el gallo del gallero canta atado a lo que fuera un estantillo en el patio trasero y empedrado, la intensidad del coro se expande, las tapias multiplican los ecos, el grupo de cantantes en las calles, aumentando a cada paso; don Laureano Lleras entra en su cantina, ajusta la puerta y se pone a lavar los últimos pocillos que de la noche anterior quedaron sucios, asientos de azúcar, cadáveres de moscas, las copas de los aguardientes, los platicos de los pasabocas. “¡Ya entró en la agonía, bendito sea el Señor!”, exclama en voz baja doña Raquel, hermana de doña Lía, viuda de don Genaro Restrepo, agonizante víctima del cáncer; don Evaristo, quien a más de ser el fontanero es hojalatero y maestro de albañilería, abre la puerta, quitadas las trancas, echa a andar por la falda, asegurada la cerradura con la llave que más que artefacto no es sino un detritus de herrumbre, la deposita en uno de los amplios bolsillos de sus pantalones holgados, jadeando cardiacamente repara las cuentas de achiras en su camándula y dirigido al tanque de las aguas; dos hombres primero se levantan, el-queapaga-las-luces y el-que-surte-el-agua, don Evaristo el fontanero, Gilberto Arredondo, el que sale por la puerta de su casa con el palo terminado en gancho para separar las conexiones eléctricas. “¡Acuso las cuarenta!”. “Otra vez volviste a ganar y este es el último porque va a amanecer”. El calor, la luz, un liviano viento amontona las estrellas últimas en cualquier periodo del mundo, la luz malva manifiesta al borde de los montes en los cerros, al otro lado de la cordillera un incendio que se refleja en el cielo, verti caen dos o tres aerolitos, se inclinan matutinas centellas, evanecen cuasistelas, se pagan pulsares, epitelio, carnes, hemorragia, nervios que se retraen en los músculos, tendones, manares de burbujas escarlata que se precipitan en las vasijas chispeando por la luz que viene de las candelas, su reflejo en los cuchillos, vaho acosado de los novillos, rictus de los cuellos, ruptura de las cervices, quebrantar de huesos; adelante van los acólitos bamboleando los incensarios, cabeceando crucifijos y cantando, descienden las escalas del atrio seguidos por el reverendo y la imagen, detrás las velas flatulantes y las voces, sepelio madrugador o procesión báquica: tejiendo van guirnaldas/ llenándolas de amor/ tejiendo van guirnaldas/ llenándolas de amor/ oh celeste aurora/ dame tu fulgor/ oh celeste aurora/ dame tu fulgor/ tejiendo van guirnaldas/ llenándolas de amor/.


Idolillo gótico de la Virgen de Fátima, género y enigmático, cristiano, siniestro y blanco al regreso hay más hombres, más mujeres, más niños, sobre todo más niños y el Reverendo sube al atrio, atediado, las escalas, ni una luz se ve en el horizonte, las candelas están medias, las tres puertas del puerto, abiertas; en el volumen de oscuridad que la plaza encuadra rengloncillos de viento brinconean acariciando los troncos de los árboles, palmoteando las hojas, silbando y fantasmeando, enriqueciendo el rocío, condensándose en el rostro de las estatuas; placas de latón marcan los números de las puertas, aldabones zoomórficos reposan contra las hojas, grafitos ilegibles en varios zócalos y en las puertas mismas (sin luz para descifrarlos), muescas de balas en las tapias, varas cuadradas sobre el empedrado para las mesas, los pies, los cascos, los tejidos, las pieles, los costales con grano, las legumbres frescas; el agente 223247PM llega por la esquina sureste, la de la calle Real mira hacia la Caja de ahorros, hacia el parque, es algo que se mueve, no más que el viento, tira la colilla de su cigarrillo en un sumidero y taconeando atraviesa la calle del Camino viejo, se detiene, mira hacia donde ha venido y girando casi marcialmente camina por el costado oriental, se para al llegar al camión frente a Transportes de las Montañas, levanta la lona e inspecciona el interior, los dos muchachos están dormidos; en la Vecina población dos moradores cruzan la plaza, suenan varios disparos, caen al empedrado, frente a la casa cural, en sus cédulas de ciudadanía consta que se llaman Virgilio Garcés de treinta y cinco años y Luis Gilberto Arredondo, homónimo del-que-apaga-las-luces, de cuarenta y ocho, ambos de filiación liberal, soltero el uno y padre de varios hijos el otro (serán traídos a Saldeguaca en el camión platanero de Pasolento o Saldarriaga, dado que en la población vecina no hay ni alcalde ni juez, es necesario este viaje a cargo de Filiberto Saldarriaga, alias Pasolento, quien se dedica al acarreo de plátanos y muchachas entre un poblado y otro); el camión de Saldarriaga está en la calle del colegio público, en frente del cual vive Emilia, su moza, con quien está acabando de pasar la noche que iniciaran bebiendo en el barrio de las putas; don Próspero el carnicero está en el degolladero sacrificando un ternero, en la casa de esquina, calle del Convento del Santo Sepulcro y en su cocina Rosa Emilia acomoda la hulla en los cuatro reverberos, atiza con una china que hace quince días le mandaron comprar ahí al frente no más, en el toldo de Hermenegildo, las llamas enrojecen sus carrillos y mentón en la oscura cocina que no está alumbrada, sino por las profusas chispas que saltan del fogón y que cuando alguna alcanza cualquiera de sus brazos Rosa Emilia maldice con unas palabras que hace tiempos aprendió en su vereda de origen; en la cama, calle cercana a la del Camino viejo, doña Rosa Emilia Peláez ronca estruendosamente, fetalmente hundida en el colchón que le quedó de su tía Emilia Rosa Rincón, vestidora de santos y adoratriz del Santísimo que murió de un vómito hace algunos años; Pedro Pablo el encerrador y paje reposa envuelto por sus inconscientes delirios en una alcoba de la planta baja, su verga erecta bajo la cobija, el túmulo cubierto con la lana de la cobija apunta al cielorraso envigado y con las vigas deslustradas, doña Emilia le ha rogado tanto a Heriberto para que venga a blanqueársela pero él siempre le dice que no tiene mucho tiempo, que mañana cuando acabe de blanquear lo de Restrepo, sí, que cuando acabe de blanquear lo de Restrepo vendrá con mucho gusto a encalarle las vigas de la pieza de Pedro Pablo y la otra de abajo, la que está junto al solar, pero Heriberto sabe muy bien que doña Rosa Emilia es muy amarrada y que no le pagará más de uno con cincuenta por todo ese trabajo que le puede gastar muy bien toda una tarde; en el patio, varias ranas con sus espaldas cubiertas por el rocío duerme velan bajo las azaleas, rendidas de croar inútilmente por varios estancos nocturnos; don Eleuterio se inclina hacia la poceta después de abrir la canilla y mete su cabeza seca bajo el chorro que don Evaristo tan benevolentemente le acaba de deparar, jadea bajo el golpe helado del agua campesina y bacteriosa, aspira el perfume tibio que el fondo de la poceta emana, turbio, adoración de musgo pantanoso, tierra sedimentada y manteca de cerdo que se ha ido acumulando con las eternas lavadas de platos y ollas; el gallo canta avisando por los primeros, lejanos, suaves, ingenuos, reticentes, endomingados, montañeros, alegrantes, jubilosos, inmarcesibles, beneficiosos, matutinos, emperifollados, alboreantes, rosas que ayuntan en la sierra del horizonte; Plumasfieras canta amarrado al estantillo: cla cla claclaclarín, claclaclariiiin; el enano ronca, una botija desinflándose, deventrándose, expeliendo el vino, vomitándolo, toda su flema se acomoda en la glotis y burbujea espesamente, al lado de su colchón y tirado en el suelo el cenicero emana un hedor a ceniza húmeda, tabaco y estearina derretida; Leonisa, apenas abre los ojos, se aprieta el vientre, se ausculta con su palma tibia, gesticula desesperanzada como si pensara en algo irremediable y apoyándose en las manos se sienta sobre la cama para persignarse: “… spiritusanto amén”. Ágilmente descuelga las piernas hacia el piso, el frío de las baldosas le quema las plantas, un gesto entre pereza y desasosiego, pereza de levantarse adivinando que afuera hace mucho frío y llueve; Atehortúa cierra la puerta de su casa y se va al establo para asegurarse de que no le han robado las vacas, hace dos años le robaron una y estas sí no se las roban. “¡Cuatreros malparidos!”. Observa el bulto blancuzco y dando por cierto que las vacas están aún ahí endereza sus pasos por la pendiente húmeda hacia la iglesia, corre para atravesar la calle, el alero no lo cubre más; doña Doloritas sale acompañada por Pacha, lo saludan en voz baja como si temieran despertar a los vecinos, la verdad es que se levantan muy devotas y como entrambas han hecho voto de silencio por virtud, prefieren hablar susurrando cuando es absolutamente necesario; un gallo canta, el otro vuelve a cantar y el otro, y el de más allá, y de solar en solar se forma un ciclo que va y viene, del solar de Plácido al solar de Benemérito, del solar de Agustín al solar de Encarnación, del solar de Apulio al solar de Germán, del solar de las monjas al solar de los Guzmán, gallos irguiendo el cuello como que sumergidos en la noche se ahogaran, el búho emite su último currucutú y se escapa de la luz al desván de la casa de doña Concepción, una de sus veinte gallinas lo escucha de regreso pero parece sentirse segura en su gallinero de trenzadas cañabravas porque cubre de nuevo sus pupilas con el párpado rosado; la madre se contorsiona, don Vicente la calma poniéndole la palma en la frente, las monjitas respiran contenida y expectantemente, entre nerviosas y alegres porque un niño va a nacer; el sargento que no fue a la comisión se revuelve desnudo en la cama junto al cuerpo de Pubenza, agitado por varios zancudos que han instalado sus taladros en los brazos y el cuello, los hombros; de las chimeneas brincan las chispas y el humo del carbón de piedra queda en las colinas, el aire se ha limpiado de lluvia, si se pudiera ver, los tejados serían nítidos; don Evaristo sin soltar la camándula y sin menguar el jadeo mira con sus pupilas viejas el ojo del estanque, se inclina hacia la llave mayor y con gran esfuerzo la gira haciendo que la compuerta se separe, el agua fluye por el tubo mayor hacia Saldeguaca, se reparte por la red de la tubería hasta las canillas de todo el poblado, excepta la casa de don Jacinto beneficiada por un pozo artesiano, y la de Rosa Velásquez a quien no le dan agua dizque por puta y porque le contagió una sífilis a uno de los hijos de doña Bernarda de Andrade, presidenta consuetudinaria de la Sociedad de mejoras públicas y alcantarillado, la de Rosa Vélez por otras razones. “¿Vea, ent’oos ma’ana yo ‘uelvo po’ esas tripitas, no?”. “Sí Carolita, ma’ana mesmito t’ espero, pero vení tempranito porque vos sabés qu’ entre más tarde’ iay más trabaho”. “Ueno señor, hasta lueguito”. “Adiosito pues”. Carola recoge su costal y descalza camina sobre el empedrado sangrante y sangriento, enmierdado y mierdiento, se va tongonéandose y resbalándose y dando miradas a cada pocos pasos a Jairo que también se la queda mirándola y dándole “últimas” de enamorado de ojo; una recua de mulas entra por el camino de las Guaduas bajo los hijueputazos del arriero y los zurriagazos del zurriago: “Ahentro hijueputas que ya llegamos”. Un olor a café húmedo se expande en derredor cuando las mulas se agitan, aroma de café, llaga, paja, sal, fósforo y chispas que sacan del camino las herraduras al golpear las piedras; Gilberto tira de otra conección, se va la luz en la manzana del norte; la hermana Enriqueta de San Saturnino extiende sobre el altar los paños blancos y enciende las dos velas para la misa rezada en la capilla, las hermanas Julia de la Inmaculada Concepción, Sofía de San Tarsicio, la otra Julia, la de San Juan de la Cruz, Domitila de la Resurrección y la madre Valvanera de todos los Santos, arrodilladas rezan con sus vocecitas la hora prima del Oficio de María Santísima, sor Mónica de África, sor Pascuala de la Resurrección y sor María Magdalena trabajan afanosamente en la cocina: la una ablanda la masa para los panes, la otra sopla el fogón con la china y la última limpia el piso; siete enfermeras dan las cucharadas a ciertos enfermos y sor Cibelina de los Cinco Mil y Más Azotes aplica suero a don Crisóstomo Jaramillo quien está hospitalizado hace cuatro meses y de acuerdo con el Dr. Villa ha de morir en pocos días; el padre Zapata, capellán del Hospital y del colegio, se pasea gravemente por el corredor haciendo crujir las tablas y los soportes, lee la hora prima del Oficio Sagrado de Verano; Bernardo, somnoliento, percibe en su boca y garganta el acre sabor del guayabo y en su verga parada la mano de Enriqueta, voltea su cuerpo sobre ella y se despierta completamente con el frenesí de la eyaculación, se levanta con el chimbo aún parado y baboso y brillante, empieza a vestirse. “¿Qué horas son Quetica?”. “No sé, ya le he dicho que no me llame así. Por qué no se queda otro ratico?”. “No, no puedo, el padre no confiesa sino antes de la misa y creo que ya está muy tarde”. “Bueno mijo, entonces lo espero el sábado”. Don Felipe llega a la puerta de su tienda, mira hacia la torre del reloj, saca de su carriel la enorme llave y la introduce en la cerradura de la puerta verde que da a la calle del Santo Sepulcro o sea la que pasa en frente al templo, entra en la oscuridad olorosa y busca a tientas las trancas que aseguran la puerta de la calle del Camino viejo, y la otra, la que da casi a la esquina por la misma calle, enciende un bombillo, la luz natural es bastante escasa, se pone a contar los bultos de maíz que su hermano recibió por la noche; él maneja la tienda durante el día y su hermano después de las tres de la tarde, hora en que don Felipe se siente muy cansado del trabajo durante todo el día y va a dar un paseo por la carretera o al café de Fabio a tomarse unos tintos, jugar un chico de billar porque según dice: “Uno tampoco se puede matar trabajando”. El enano en su ponchera tiene un vientre abandonado, a punto de estallar, bañado con la luz espesa y grasienta de la vela, un sucio ombligo lo remata, el ojo pardo de un cíclope que se ahogara en la ponchera de Mardoqueo, ciego, cíclope, círculo, ciclo bicicleta, ciclamen, clicio, clicli, cli, cla, clu burbujea la barriguita del enano rojo; don Evaristo se desliza por la barranca, gana el camino de piedra suelta y camanduleando y jadeando y respirocardeando se dirige a la aldea por la calle del Camino viejo, con intención de irse a la misa; el padre Noreña termina sus afeites, abre el breviario y se entreduerme en un asiento del corredor mientras el vientecillo frío que ha empezado a sacudir la amanecida golpea sus mejillas y sus violadas sienes de toro contenido (dentro le tiembla una mujer que suele expresarse con histérica vehemencia en el púlpito después de predicar los precios del café); Virgilio Garcés y Luis Gilberto Arredondo mueren por aguda hemorragia, el primero ha sido alcanzado por dos proyectiles de fusil, fusil como los de la policía, uno se le ha alojado en la silla turca y el otro después de perforar la femoral y romper el cóndilo del fémur ha tropezado con sus potentes ilíacos, al segundo lo han alcanzado cinco y aunque alguna sangre ha logrado salir por los orificios el resto ha inundado el bajo vientre, varias costillas destrozadas, rota la yugular y la gran cardíaca, cartílagos en trizas, uno de los proyectiles lo ha traspasado y se ha detenido en las escalas del atrio rompiendo un baldosín; una película de luz en el matadero cubre los cadáveres, y los movimientos de los matarifes y carniceros, las rellenaderas recogen la sangre en ollas y tarros, lavan las tripas y vociferan ofuscadas por el olor de la mierda, los orines, los excrementos diversos de los diferentes animales, los líquidos, los caldos orgánicos, Ramón descuartiza y tasajea el marrano; por los campos y hacia el río viene un verde, negreante a veces y amarilleante otras, brillante de rocío y evaporante, nítidos los árboles y los matorrales cubiertos con celofán de agua, viene el verde sobre las quebradas en donde lavan los cueros y casi hasta los bramaderos y los degolladeros en donde empieza el patio de tierra parda y floja que en días de calor no es sino polvo amarillo que se levanta hasta los ojos, olor de humo, bramadera, picante en las pupilas, degolladera, color de humo, azul de firmamento; los jugadores de naipes / y los amantes recientes / dormitan al amanecer /ambos empiezan a perder / los unos el dinero/ los otros el placer; don Evaristo, refrescada la amplia calva con agua recogida, terciada la amplia ruana, con un detritus de herrumbre abre la chapa del portón, las claves hacen en el zaguán como si alguien en la noche intentara entrar para robar, suena el reloj despertador, los demás se levantan para el Rosario de la Aurora excepto el jugador, tejiendo van guirnaldas / llenándolas de amor /. “¿Qué horas son?”. “Las horas del Rosario de la Aurora, hay que correr”. Los jugadores las barajas amontonan, dos de los tres se despiden en voces muy bajas y llegando al zaguán se arropan en sus ruanas, y en saliendo a la calle la luz que proyecta el postigo los descubre en la oscuridad como a un par de embozados que madrugaron a delinquir; no bien dejan el foco, el rayo de súbito se apaga y sus dos siluetas negras se funden con el derredor, oh celeste aurora / dame tu fulgor /; Bernardo, apagada la lámpara, se tiende en el sofá para dormitar un rato mientras los niños y la madre van al Rosario; el amante, por postrera vez, se agita sobre la húmeda carne de su Eleonora amada, el gallo del gallero, y el gallo del otro gallero, y el gallo del otro gallero, y el gallo del otro gallero también amarrado y cubierto con un costal en un cuarto de maderas sin pintar; don Genaro yace convulso aunque contenido sobre su lecho en el que por más de dos meses ha padecido el período agudo de su enfermedad, ya no tiene necesidad de confesarse ni de la aplicación de los Santos óleos pues el sacerdote se los untó a las once de la noche al creerse finalmente que estaba ya muriendo, aprieta el crucifijo que le han puesto entre las manos e inclina la cabeza, en la cocina doña Aurora ha puesto a hervir las infusiones de cidrón y café para las mujeres asistentes y excitadas; don Vicente Villa, el doctor, abandona el fórceps y levanta el cuerpo sangrante y mucoso que berrea entre la sala blanca y ante la sonrisa de las sores, la madre vencida; los mendigos Patecoca, Carenalga, Pategüinche, Patecuchara, el poeta y Ladrillo van saliendo de sus respectivas moradas con sus respectivos garrotes y costales y sus respectivas dolencias y suciedades hacia la misa, aún no les llegan los primeros insultos porque en los amaneceres de los pueblos las gentes son más bien pacíficas, pero ya les llegará la hora y es por ello, que sabiéndolo muy bien, se arman cada madrugada de sus garrotes; en la del míster, don Harold, los chinches en silencio avanzan por la pared buscando refugio al presentir el domingo y el día; don Harold se vino a buscar oro, no encontró sino sal, hulla y una putica, se quedó hasta convertirse en el míster, don Eleuterio le alquiló la pieza por veinte pesos mensuales de los trecientos que mensualmente gana por su asesoría en las minas de Quebradabajo, su castellano es soloiquizante, se lleva bien con todo el pueblo y los muchachos lo admiran porque habla protestante; Atehortúa abre uno de los inmensos cajones en donde desde la fundación del pueblo, se guardan ordenada y cuidadosamente los añosos ornamentos, traídos unos de España, los más antiguos y otros confeccionados por las hermanitas Pérez siete viejas solteronas que hacen maravillas con las agujetas, los caladores y los satines, cosen ajeno y consagran gran parte de su quehacer a los ornamentos en reparación, a los nuevos y a los vestidos que lucen los santos en las diversas festividades; tejiendo van guirnalda s/ llenándolas de amor / en las manos empuñadas chorrean las velas, en los ojos somnolientos se reflejan, chisporroteos en los pabilos enviando las sombras de la procesión contra las paredes, puertas, ventanas, postigos, paredes, quicios, alares, aleros, chapas, placas, letreros, aldabones, ventanas, cerraduras, aceras, pisos, tapias, muros, despaciosamente movidas y cantando; va la procesión recorriendo las calles y nutriéndose con los que salen de las puertas acomodándose las ruanas, ajustándose los abrigos, ensortijándose las flores porque tejiendo van guirnaldas / llenándolas de amor / oh celeste aurora / dame tu fulgor; el dragoncillo con sus centenares de lenguas ardientes va inflamando los corazones de los componentes, con voz polifónica va despertando a los durmientes y loando a la virgen de Fátima que no es más que un idolillo de yeso sobre las andas; doña Concepción Zapata viuda de Posada camina por el corredor de tablas gastadas y crujientes, algunas cabezas de clavos salidas por el desajuste que el uso ha provocado en las junturas, las blandas y bien pulidas, cortadas y repulidas tablas por esponjas y jabones de tierra y de barra (el de tierra lo vende Doloritas la de abajo y el de barra don Segismundo en la tienda de la esquina), los pasos de doña Concha chirrean en las tablas, sus pies con babuchas de fieltro marrón; mientras don Laureano enjabona sus utensilios mecánicamente, veinte años en el mismo oficio tecnifican, va revisando el estante en donde tres botellas de aguardiente, ciento veinte y cinco de cerveza, dos docenas de Pielrroja, dos botellas de Ron Antioquia y dos de Ron Medellín, quince cajas de fósforos y siete paqueticos de Sal de Uvas Picot aparecen como Ídolos en un iconostasio ante los ojos de los fieles o habituados y más que todo, tempranos campesinos, que de las veredas vienen a la misa, mercado y borrachera; Bernardo y Enriqueta son mozos hace dos meses, él la visita los sábados después de que ella ha acabado de asistir a sus clientes montañeros que cada ocho días vienen a darle el dinero y la verga para pasar la semana, Bernardo se pone el saco y sale, no sin antes precaverse que por la calle nadie pase; del presbiterio hasta el coro, de ambón a ambón, de fascistol a fascistol, de atril a atril, de devocionario a misal, de boca en boca y del presbiterio hasta el coro las silabicaciones del griego cantan el coro de la culpa, el arrepentimiento temprano y premeditado, en el último ON entre nasal y quinceañero del padre coadjutor el sacristán está pasando el cepillo por la banca de Doloritas, la banca que Simón Pedro hace veinte años le construyó para donación a la iglesia de Nuestra Señora de Los Siete Puñales, en puro comino crespo para que no le entrara el comején, ni los dientes de los niños en muda que son tan amigos de estar mordisqueando todo lo que encuentran y si no veáse la banca de don Pacho que está más llena de impresiones que la dentistería de don Roberto; Kyrie eleison / Kyrie Eleison / Christe eleison / Kyrie eleison / Kyrie Eleison / Christe eleison; don Próspero sube por la calle del Camino viejo con su ternero despedazado entre un costal, don Evaristo cierra la puerta que da acceso al tanque y reanuda su rosario en las pepitas de la camándula, don Felipe abre el cajón en donde guarda la menuda y sacando rápidamente su revólver del carriel lo mete entre las pilas de cinco, veinte y diez centavos que su hermano le ha dejado para poder devolver por la mañana, enciende el radio. “¡Dios Santo!, si está tardísimo, ¿por qué me cogió el día?”. Vuelve a contar los uno… dos… y tres, cuatro… y los diez de allá, catorce y veinte bultos de maíz que todos los sábados le traen de la finca de don Chema, necesarios especialmente los domingos. “¡Pueda ser que no acaben con ellos porque esto va a estar muy duro hoy!”. “¿Está hablando solo don Felipe?”, pregunta don Gabriel Pérez entrando y dirigiéndose hasta el mostrador, poniendo las manos sobre él se inclina hacia don Felipe; el padre Noreña, párroco permanente de Saldeguaca, demoledor de siete iglesias y reconstructor de todas ellas, en calzoncillos aún, se inclina sobre la blanca e impecable palangana de peltre, sumerge sus manos y levanta el agua hacia su rosto para juagarse la espuma de jabón que le ha quedado después de la afeitada, en su radio suena un bambuco, destapa el frasco de loción, se frota la cara, tapa el frasco, lo coloca en la repisa de vidrio que Carola ha instalado, reposan ahí la barbera, el jabón, una medalla de latón con la imagen de Nuestra Señora de los Siete Puñales, un cepillo de dientes, se mira fijamente a los ojos en el espejo como dándose amonestaciones para el día y empieza a ponerse los calzones mientras en el radio suena un nuevo bambuco; Harold Butman, a pesar de su nato sentido de observación, no se ha percatado de las bestezuelas que lo visitan durante la noche, su piel enrojecida por las ronchas cae en la clasificación de “una alergia tropical” y cree que el médico no la puede curar dado que nuestras facultades no están especializadas en enfermedades tropicales, “solo los alemanes, ¡lástima!”, él regresa cansado o borracho de las minas o el barrio, cae en su cama como una piedra o un zapato; los esposos Agudelo Ángel, don Jesús y doña Gabriela reposan en su cama de matrimonio, a él le duele la úlcera pero está dormido, ella tiene ganas de levantarse pero le parece que hace mucho frío y no se atreve a llamar a Rosa por temor a despertar a su marido, sobre todo en las primeras horas de la mañana; ha optado por rezar jaculatorias apuntándolas en su camándula de achiras calientes entre las cobijas y sus carnes desvencijadas; Rigoberto, hijo de ellos, duerme en la pieza contigua, llegó a la una de la mañana del barrio de putas y con una borrachera que le ha hecho vomitar en la esquina, cerca al estanco. “Ahora, por cortesía de Sal de Uvas Picot escucharán el pasillo Aguas de mis montañas y el tango argentino Abandonada, los dos pegaditos”. Suenan unos tiples y guitarras y el reverendo Noreña abre sus ojos sobre el misal, piensa por un momento que se le ha pasado la hora de la misa, apaga el radio y mientras baja las escaleras de traqueante madera escucha el segundo para la misa; Juancito pegado de los lazos, tirando rítmicamente, don Próspero arma su tolda, en el piso empedrado reposan el ternero en cuartos entre el costal de cabuya, la romana de cobre, la ruana, el machete y los cuchillos de tasajear, las hojas de biao, medio limpia la mesa con una camisa de franela que ya no usa y ajusta los armazones, inaugura su toldo en la plaza desierta: “Siempre es el primero en llegar y el último en irse, siempre llega antes de la primera aurora y se va con el último crepúsculo”, dijo de él en alguna ocasión el maestro Ferdinando Sierra, don Ferdinando Sierra, director de la Escuela Pública, poeta de altos méritos y preclaro ciudadano; bruscamente vacía el ternero sobre las tablas y empieza a ordenarlo y tasajearlo: allí los lomos, aquí los huesos, allá las piernas, más allá la cabeza, las entrañas a este lado y a éste el corazón, hígado, riñones y boje, la pajarilla, cuelga la cola de un clavo, es un encargo de doña Bernarda Arbeláez viuda de Andrade, ajusta la balanza atacada por el cardenillo, la pesa, la marca, el plato; el coro de mujeres y niños desvelados por la esperada muerte inician un solo llanto matizado por tres o cuatro ancianas que habituadas a la muerte rezan las oraciones de perdón después de haber rezado durante horas las plegarias de ayudar al moribundo al buen morir, doña Lía en un arranque de madre y esposa se lanza sobre el cadáver y lo besa desesperadamente ante los concurrentes que asisten al rito, las mujeres ancianas retiran a los niños de la alcoba y dicen a los presentes que hay que salir “porque hay que arreglar al difunto”. “Vea don Felipe, ¿sí me consiguió las balitas?”. “No diga eso don Gabriel que usted sabe que las paredes oyen y en este pueblo se sabe todo”. “¡Pero, dígame pues!”. “Sí hombre, aquí se las tengo, ¡no se preocupe que hoy sí acabamos hasta con el nido de la perra! ¿Se las quiere llevar?”. “No, ni riesgos, voy para misa, pero deme algunas por si acaso, el resto me lo da por la tarde”; con Doloritas están doña Catalina y doña Resfa, los niños de ambas, las niñas, y la niña que recogió Doloritas y ocho por cinco son cuarenta multiplica el sacristán, pues es lo que está estipulado como limosna mínima, incluidos los párvulos, con esto van tres cincuenta, Atehortúa retira el cepillo para pasarlo a la banca que sigue, la de don Sinforoso; Eleison y eleison / Señor ten piedad de nosotros / Señor ten piedad de nosotros / Cristo ten piedad de nosotros / Señor de nosotros apiádate; el bombillo de la tienda de don Felipe enmarca la puerta que da a la plaza, la mula de don Federico patea en la acera, la herradura chispea; plam, plam, plam plam plam plam plam plamplamplamplamplamplam plam plam plam plam plam plam plam plam plop plop plam plamplamplampeantemente el ba ta llón va en tran do en la plaza con dir ección al cuar tel / vien en de co mi sión / bo to nes presillas botines sudores heridas cas cas cas cas cos cos cos fusiles sí mi ca pi tán simicapitán simicapitán simicapitán simisargento simiteniente sí señor no señor sí señor no señor sí mi señor simiseñor simiseñor simitenientesimitenietesimitenientelossoldadosvanentrandoenlaplaza entrandoenlaplazaentrandoenlaplaza trando en la pla za san san san san sangre sangre sangre un poquito de sangre y otro poquito de mercurocromo sí mi capitán no le tire-de-frente ti-re-le de lado que es mejor agáchense / agáchense / agáchense que viene llovido / que es puro plomo / ques puroplomo / cuántos cayeron!!! / cuántos se levantaron!!! / a bañarse / a peinarse/ bandolerohijodeputamalparidomatarifeeeeeh!!! /agáchesechus mero agáchesepordios!!! / el muerto viene en la camilla soldado 674832 heroescortadoresdecabezascortadoresdebrazoscortadoresdefranela cortadoresdegüebascortadoresdeliberalescortadoresdeconservadores cortadoresdeojos cortadoresdevergas cortadoresdeniños cortadoresdetetas cortadoresdevientres cortadoresdefetos plam plam plam plan plapla plapam plam plam plam plam plam plam plam cortadores devergasdegüebasdetetasdeojosdenalgasdeculosdepechosdemalparidos liberalesdemalparidosconservadoresdehijosdeputascortadoresheroes entran tran tran trandoenlaplaza desaldeguaca, bdon Federico Estrada sale a la puerta del café Pielrroja para verlos llegar, su copa de aguardiente en la mano, en la otra el limón y la sal y en el carriel el revólver y el cura en la iglesia “Confiteordeomnipotenti”. “Y sí mi sargento y sigan adelante y ya estamos en la plaza ya estamos en la plaza de este jijodeputapueblo de los demonios y sí mi capitán y estodosuyomiteniente”. “¡Qué fatiga su mercé!”. “Su compañero, ¿vendrá muerto?”. “Sí, mi compañero viene muerto”. Cruzan frente a la alcaldía y frente a don Federico Estrada, van al cuartel con la crujiente camilla de guadua que-traquea; Bernardo pasa por la casa número ocho, de ella sale Gildardo. “¡Ah, Bernardo!”. “¡¿Qué hubo hombre?!”. “¿Para dónde vas a estas horas?”. “Pues para misa, hombre”. “Ve, y de dónde venís”. “¿Yo? De por allá”. “Ve, y ¿dónde es por allá?”. “Pues vos sabes hombre, pa’ qué preguntás tanto, ¿ah?”. Don Próspero recoge los cuchillos, los examina con la yema de los dedos, se limpia la mano con la franela que ya no usa, abre el carriel y con la yema de los dedos examina el revólver, abre el taburete plegable y enciende su tabaco, mira cómo el guardia 223247PM se pasea de una esquina a otra por la acera de la alcaldía; las hermanas Pérez se reúnen en la cocina para tomar unos tragos de café antes de salir, las “hermanitas Pérez” como todo Saldeguaca las llama: Zoila de Jesús, Luisa de José, Carmen María, María de Jesús, Jesusa María, Josefa del corazón atravesado y María Carmela; Simón Pedro vacila en la escogencia del color, se decide por el verde, desenvuelve la casulla, doblada la sección en tres, el amito, la estola, el cíngulo, y el alba, el bonete y el manípulo, Juancito deja los lazos de las campanas y va a la sacristía, reza jaculatorias mientras camina por la nave lateral derecha, tropieza en las gradas que separan, caen, los levanta y los sujeta mejor, atraviesa el presbiterio y va a la sacristía, saca su peine y empieza a asentarse el pelo rebelde; doña Concha después de tomar el tinto vuelve a su alcoba para acicalarse y volarse para misa; don Laureano termina de limpiar los pocillos y las copas, los acomoda en el otro pequeño estante, ordena las sillas en las mesas, descubre los dos billares y abre la puerta que da a la calle Real, las otras dos que dan a la plaza, revisa la cafetera; lavarlo, afeitarlo, peinarlo, taquearlo y vestirlo con el hábito de la Virgen del Carmen, las gentes salen del cuarto con los gritos más calmados, las mujeres se tienden en las camas distendidas de las otras alcobas, inician los gemidos que durante todo el día merodearán el velorio, algunas salen para misa, los hombres serios se van dispersando por la acera y van epitafiando al ya cadáver don Genaro. “Tan bueno que era”. “¡Tan generoso!”. “Tan caritativo”. “¡Y sobre todo tan generoso!”. “¡Un marido admirable por lo cumplidor!”. Don Felipe levanta la tapa falsa de un cajón y escoge cinco proyectiles, se levanta, las entrega a don Gabriel atemorizadamente, oye por la calle Real el trote de una mula y ve pasar en ella a don Federico Estrada que viene de la finca. “¡Ahí viene ese hijueputa!”. “¡Tranquilo don Gabriel que ese cae hoy!”. Como haciendo dúo al llanto del niño recién nacido un gallo quiquiriquea en un solar; al despertar, el reverendo se percata que ha dejado el radio prendido porque oye que le cantan un tango, Abandonada, y que él a pesar de su severidad de vez en cuando tararea sin darse cuenta, corre a la consola y se arrodilla para bendecir al Señor que le ha dado un día más de vida y una noche menos de penar, “… de los comunistas, de los masones, de las malas mujeres, de los espíritus del bosque defiéndenos Señor y ayúdanos a cumplir con tu santo ministerio”. Se levanta y va al espejo, se acaricia la barba y busca las cuchillas. “Introibo ad altare Dei…”. “Eleonora, Eleonora es hora de dormir”. “Eleonora, Eleonora, duérmete mi amor”. “Eleonora por favor”. “Duérmete mi niño / duérmete mi amor / antes de que vengan / la chucha y el currucutú/”. Eleonora tiene el cuerpo brillante por el sudor. “¿A qué horas llegó mijito?”. Don Alfonso no responde a su mujer madrugadora, duerme profundamente borracho. “Huele a puro alcohol”. “Mamá, ¿usted sí va al rosario?”. “Sí mija ya me voy a levantar”. Cortado el cordón umbilical el doctor entrega el niño a las monjas para que lo laven, como la luz de los jugadores así se apaga la luz de todos los bombillos de la calle Real cuando Arredondo hala las conexiones con su bidente de diablo madrugador; el enano no mide más de setenta centímetros a la luz del día y lo mismo en su cama en el rincón de la pieza, se despierta de súbito, siempre sobresaltado, con movimientos lentos que parecen rapidísimos dadas sus dimensiones, enciende una vela y velozmente desnudo se mete en la ponchera en la que recoge el agua para su baño; los jugadores caminan en puntillas por los vestíbulos para no despertar a nadie, todos los otros saldeguaqueños se van levantando para el Rosario de la Aurora, unos en las heladas pocetas, otros en los fríos sanitarios, otros por alcobas y pasillos probando trajes, gorras, chaquetas, sacos, suéteres, chalinas, pañoletas, mantos, faldas, calzones, novenas y devocionarios, fundas, sostenes, peinetas, suspensorios, zapatos, cambiados, vahos tumefactos. “Ah bandido ¿de dónde venís a estas horas, ah?”. “¡De por ahí!”. “¿Amaneciste otra vez jugando? Cuánto ganaste ¿ah?”. El muchacho jugador se pierde por un cuarto mientras don Jorge se echa encima la ruana y apresurado sale. “Y a usted, ¡¿en dónde lo cogió la noche. En dónde lo pañó la aurora?!”. “¡A usted qué le importa!”. “No me responda, todavía amanece por ahí haciendo quién sabe qué y de sobremesa viene a responderme. ¡Vaya acuéstese antes de que le reviente esa jeta!”. La lluvia arrecia como si el grupo de hechiceras se nutriera con las de toda la comarca; pequeños montones de bultos oscuros se deslizan por las calles, corriendo, volúmenes sin luz se atraviesan de acera en acera zapateando sobre el empedrado y los charcos, las manchas saltan de las puertas a las aceras, de las aceras a la calle, a los atrios, bajo los aleros, gentes que van al Rosario de la Aurora; la hermanita golpea la puerta con vehemencia, agitada bajo su hábito blanco y negro como los techos y los patios: “Doctor, doctor, un parto inminente”. “Sí hermanita, ya voy, ya voy”. Se va por el corredor con su caminadito, el doctor se levanta de mala gana, se envuelve en su bata y va al pabellón de maternidad, va hasta la cama en donde la monjita inclina su toca sobre una de las mujeres; Plumasfieras quiquiriquea amarrado al pilar, no ve la hora de irse a pelear a la plaza bajo el sol; la lluvia amengua. “¡Habrá rosario si escampa porque con esta lluvia qué imagen se va a sacar!”. “No es sino un aguacerito, ya va a escampar”. Las gentes se amontonan contra el sacristán que trata de abrir la puerta. “¡Esta condenada llave nunca ha servido!”. Los muchachos lo empujan acosados, emparamados, las mujeres esperan quietas y respetuosas a que Atehortúa abra por fin la puerta; si hubiera más luz los árboles del parque brillarían de las ramas a la raíz, las tejas, las campanas, las agujas de las torres; Mardoqueo se levanta, sale de la palangana, frotándose con un trapo sucio murmura las oraciones matinales, se viste a cuanto puede y como si lo estuvieran esperando y fuera a llegar tarde sale velozmente a la calle oscura, murmurando y saltando como una rana va por la calle hacia el templo; al abrir la puerta las palomas revolotean en la nave izquierda o nave del perdón, así la bautizó hace medio siglo el obispo Tangarife en una de sus visitas pastorales; las palomas pasan la noche en la iglesia desde que la virgen de Fátima empezó sus peregrinaciones, sus plumas han curado a mil enfermos; el padre Ildefonso llega apresurado, en la sacristía se pone un roquete y una estola sin reparar en el color y abriendo el breviario se arrodilla mientras los fieles se acumulan, muchos niños van llegando y entrando por la puerta del perdón, se arrodillan y rezan dispersas oraciones, algunas viejas devotas y versadas se rezan un magníficat mientras es hora del rosario; el reverendo Ildefonso calculando que ya hay gente suficiente abandona el breviario sobre el reclinatorio y se pone de pie; venid y vamos todos / con flores a María / con flores a porfía / que madre nuestra es /; por sobre el polvo de la calle va la recua de cantantes, llevan cirios y velas chorreando esperma entre la frialdad de la alborada y el calor que despiden las llamas y las manos, cantan frenéticamente para despertar a todos los durmientes, las avemarías de la voz de contrabajo de las viejas, timbrada de las niñas, ardorosa de los muchachos, rendida del cura, pretenciosa del viejo, por la trama de las calles se pasea el grupo ardiente, la niña preñada también va bajo la llovizna pensando en lo del hijo, en que no está casada, en que con quién se va a casar, Plumasfieras se une al coro, cerrares y abrires de puertas, cuadros y rectángulos como parpadeos poligonales se abren y se cierran doquiera, para que salga el humo, para que entre el aire, para ver pasar la procesión y por un momento unirse al coro, la iluminación de los interiores sale súbita a la calle y súbita se extingue; pasada la lluvia hay un periodo de silencio, aunque no hay calor parece que lo hubiera, parece que se fuera a entintar súbitamente el horizonte, algunos astros al borde de la montaña, el cielo queda limpio después de la lluvia como si las brujas hubieran barrido la opacidad con sus escobas azules, los gallos cantan, las gallinas cacarean, hay un incendio detrás de las montañas, por donde pasa el Cauca… llenándolas de amorsantamariamadrededios...dios tesalvemaria… llenándolas de amor… aldas… or… venid y vamos, se calienta el malva, el violeta se calienta, por las acequias baja el agua, veinte marranos y veinte vacas, colgados de los garfios, manando sangre, al suelo resbaladizo, mierda, sangre, esputos de los matarifes y babas de los novillos, la acequia en donde las mujeres lavan las tripas aún calientes, alumbradas con velas, no pueden ir al rosario porque tienen que recoger la sangre para hacer las morcillas, los cueros amontonados, para los taburetes, forrar las sillas, fabricar los zapatos, de algunas hacas aún surgen luces fatuas en el campo, color de aerolito que se consume en un instante, por el camino de la herradura hay mucho silencio, como que nadie viniera al pueblo; el niño recién nacido, envuelto en pañales por las monjas, chillando incontenidamente; las brujas que en su mayoría son sirvientas atizan los fogones de hulla después de haber atizado sus pailas mochas en los infiernos durante la noche sabatina de aquelarre: Filibertina, Isabelina, Carolina, Fridolina, Avelina, Celina, Angelina, Etelbina, Hemoglobina y Rosa, nombres diminutivos todos y ad usum diaboli, ya que en realidad, notarial y jurídicamente se llaman Filiberta Tangarife (dicha de la familia del obispo), Isabel o Isabela Rentería, Carola Correa, Frida Valbuena, Evelia Vásquez, Cielo Londoño, Ángela Restrepo, Etelba Zuloaga, Hemogloba Herrera y Rosa Rosales, también jurídica y religiosamente hijas naturales excepta Hemogloba Herrera y Rosa o la Rosa quien siempre viste de vestido blanco, es gorda y lleva invariablemente una rosa en el pelo rubio, carillena y palidita (palidita de beber y pichar, susurran los vecinos), palidita y cocina bien y unos dicen que es bruja y otros que no, pero que sí es, un día de estos cae porque son muchos los cintos de San Agustín que doña Gabriela le tiende casi a diario.