Cuando los pájaros cantan en griego

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Cuando los pájaros cantan en griego
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Cuando los pájaros

cantan en griego

Aida Míguez Barciela


ISBN: 978-84-16876-22-8

© Aida Míguez Barciela, 2017.

© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2017

Todos los derechos reservados.

Publicado por Punto de Vista Editores

info@puntodevistaeditores.com

www.puntodevistaeditores.com

@puntodevistaed

Diseño de cubierta: Joaquín Gallego

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Sobre el autor

Aida Míguez Barciela es doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos. Es autora de La visión de la Odisea (2014) y Mortal y fúnebre. Leer la Ilíada (2016).

Índice

I

La frialdad de Balzac

Inmoral y divertida

Paneles kafkianos

Robinson Crusoe, o por qué es tan odioso el hombre moderno

Swift, o los límites de la razón moderna

Henry James y el problema de la vida propia

Las mujeres de Defoe

II

Troya es un recuerdo

Coger la vida al vuelo

La verdad yace en el fondo de un pozo oscuro

Abismo fue esa cima

De enebros y dunas

Dornröschen o una excusa

Los buenos siempre lloran

Extremadamente clínica

Adherencias

Indecente Hardy

Retrato de una dama o un intervalo cualquiera

III

Amor sin pasión

La heroína íntegra de Jane Austen

Una chispa en el espacio

Mr. Singer o el hechizo del silencio

El puñal de Henry James

La vida y el arte

La crueldad de Mishima

El soborno de la tierra

Odi et amo

La brizna y la muerte

Querido Tadzio…

La espera de un paisaje

Bosques, raíces, lluvia, ríos, montañas

Cuando los pájaros cantan en griego

Referencias

Nota

La mayoría de estos ensayos fueron publicados originalmente en una revista digital entre los años 2010 y 2015. «Troya es un recuerdo» fue leído en Barcelona en dos ocasiones (octubre de 2010 y junio de 2013).

But a literary critic should have no emotions except those immediately provoked by a work of art —and these are, when valid, perhaps not to be called emotions at all.

T. S. Eliot, The Sacred Wood

I

La frialdad de Balzac

Cualquier lector de Nietzsche se da cuenta enseguida de que la prima Bette es el retrato consumado de lo que este pensador llama el «espíritu de venganza». En ella están la maldad de los débiles y los desfavorecidos, la envidia de los deformes y los lisiados, el odio de los impotentes y los infelices. En ella está el rencor de la criatura incapaz de olvidar todas las cosas malas que le hicieron de pequeña, así como la astucia y el espíritu taimado que desarrollan siempre los pobres y los resentidos, que nada podrían lograr de otra manera. Todas las acciones que Bette emprende en la novela tienen su origen en el hecho de que, mientras su prima Adeline disfrutaba de mil privilegios por ser bonita, a ella le ordenaban cavar el jardín y trabajar para vivir, pero no para vivir a lo grande, como lo hizo durante algún tiempo Adeline, quien de campesina se convierte en baronesa, sino para vivir en la pobreza y en la oscuridad completamente sola. No, la prima Bette no podía digerir ser la prima Bette, relegada siempre en un segundo plano, y es justo la mezquindad que supura su alma herida, es el odio a todo lo que no es tan pequeño y desgraciado como ella, el brazo gigantesco que empuja la novela. Balzac nos dice, como Nietzsche: no temáis a los fuertes y los orgullosos; no os inquieten los felices, que no pondrán sobre vosotros jamás su mano, pues nada necesitan. Temed a los pequeños, a los infelices. Temed a los débiles. Temed a todos aquellos a los que la vida se les atraganta. Temed a los que han sido heridos y no han podido olvidarlo. No son las existencias favorecidas; son las vidas envenenadas las que amenazan con envenenar y aniquilar las otras.

Ahora bien, precisamente por ser lo que es (la virgen impotente y desfavorecida), la prima Bette necesita aliarse con un contrario poderoso si quiere hacer añicos a los bellos, buenos y felices, y este contrario suyo no es otro que esa ramera burguesa, casada y de lujo llamada Valérie. Ahí está la espantosa meretriz, como una mantis al acecho; la prima Bette será quien conduzca a su guarida uno tras otro los bichitos masculinos para que se los coma, incluido su querido conde polaco, pues la familia Hulot se lo ha arrebatado de las manos tal como el rico que tenía mil rebaños arrebató el cordero único al pastor pobre. O así lo piensa Bette.

Por lo demás, el conde Steinbock es un joven escultor que sucumbe demasiado pronto a las tentaciones que acechan siempre la existencia del artista: el conde posee grandes talentos, pero ninguna constancia; tiene grandes ambiciones, pero ningunas ganas de trabajar de firme. Wenceslas es en La cousine Bette lo que Lucien era en las Illusions Perdues: el contrario interno del artista verdadero, ese animal feroz que no suelta nunca su presa, ese monomaníaco que lo desprecia todo excepto una sola cosa. El artista auténtico es un látigo despiadado restallando cada día en un taller, en un escritorio, en un antro cualquiera. El artista genuino es ese para quien la palabra «mañana» no existe, pues la urgencia de la obra dice siempre ahora, hoy, ahora. El artista no es simplemente un individuo que tiene grandes talentos, sino, sobre todo, quien posee la energía y la determinación para lo grande. Lucien, Steinbock y los demás ven en su cabeza el objetivo, pero carecen del arrojo y el coraje necesarios para ponerlo en obra.

Así pues, para consumar su venganza de Adeline, que le empañó la niñez, y de Hortense, que le quitó su consuelo polaco, la virgen se alía con la cortesana burguesa, lo cual no solo da rienda suelta a su odio inveterado, sino que además le procura una bonita renta, pues (Balzac lo sabe bien) la Virtud viste andrajos y el Vicio púrpuras, la Probidad duerme en las chabolas y la Indecencia en los palacios. ¡Esto es París!, le dice la cantante a un Hulot en bancarrota, destructor de su propia familia, tres veces asesino, corrupto, lascivo y malversador, cuyo nombre no es sino una cruel ironía (Héctor nunca traicionaría a Andrómaca). ¡Esto es París, una nueva Nínive, una nueva Babilonia!

Pero Balzac no pierde el tiempo preguntándose por qué tiene el Vicio que ser rico y la Virtud pobre; no parece quejarse demasiado porque la Belleza resulte ser una horrible cortesana y la Fealdad una erinia enloquecida, pues lo suyo es un estudio fidedigno (el «documentado y estremecedor estudio de las costumbres parisinas»), y además, según parece, ya tiene las respuestas. Horace Bianchot, el médico ubicuo, afirma que «ese mal tan enraizado» viene de «la carencia de creencias religiosas y de la invasión de las finanzas, que no son sino la consolidación del egoísmo. Antaño, el dinero no lo era todo; se admitía que existían cosas superiores y se les concedía prioridad. Se valoraban la nobleza de carácter, el talento y los servicios prestados al Estado; pero, hoy en día, la ley ha convertido el dinero en el patrón de cuanto existe». La sociedad lo perdonará todo; perdonará la ingratitud, perdonará la mendacidad, el robo y el asesinato, siempre y cuando el capital haya crecido lo bastante para comprar un asiento de prestigio entre los poderosos.

 

Así es «la moralidad de la época»; así es «el orden social de nuestro tiempo». Así es París, donde quien más y quien menos mataría a su madre por un puñado de perlas, y no porque las perlas le importen mucho en sí mismas, sino porque esa es la manera de quedar por encima de la rival de turno. Así es el mundo que Balzac ausculta como un médico ausculta el pecho sibilante de un tísico: no hay nada que esté por encima del dinero. El dinero es el síntoma y es la enfermedad, y el diagnóstico del médico resulta del todo inequívoco: ese mundo en el que campan a sus anchas los corruptos y los sobornados, la concusión y el lenocinio, ese mundo ya está muerto, y lo único que queda todavía por hacerle es firmar el certificado y empezar la autopsia. Y para eso, naturalmente, se necesita dureza, se necesita frialdad, pero no la dureza de una Bette que se resarce arruinando a su familia, lo cual no es más que la forma postrera de la degradación (quien sufre al calor de la desgracia es noble todavía, quien se ha vuelto ruin porque ha sufrido es otra criatura abyecta arrojada al vertedero que compone el mundo), sino la frialdad del que ha sufrido mil penas, mil catástrofes y mil desilusiones sin haberse vuelto por ello infame y mezquino.

Inmoral y divertida

Vanity Fair deja claro desde el primer momento que Becky Sharp es una mujer tan inteligente como sinvergüenza: fascinante, seductora, irreverente, encantadora, astuta, quizá también malvada. Sea como sea, lo cierto es que empezamos la lectura (en la medida en que no tenemos conocimiento previo de la trama) con la curiosidad despierta: deseamos saber cómo se producirá (si se produce) la condena moral de la protagonista, pues si Vanity Fair se presenta en efecto como A Novel without a Hero, no es porque en ella no haya un héroe definido, sino porque los candidatos a héroes no están a la altura, y Becky Sharp no es obviamente una heroína.

No es una heroína. Becky avanza flamante por la ruta de la estafa y la frivolidad, aventajando en astucia y villanía a todos los que la rodean, hasta tal punto que su marido —militar, jugador, duelista y pendenciero— parece un santo a su lado. Pero no nos engañemos. La sátira no recae sobre Rebeca; la sátira recae sobre la sociedad en su conjunto. Rebeca es simplemente el pez que mejor nada en esas aguas ponzoñosas que forman la charca (la feria) de las vanidades. La feria misma es la auténtica protagonista, la verdadera heroína de la novela de Thackeray, y, evidentemente, hablar en términos de feria ya es satirizar. Por eso si Rebeca es una harpía, una oportunista y una depravada —y nadie duda ni un instante que sea todas estas cosas—, entonces una harpía es la reina indiscutible en este mundo de vanidad.

Ahora bien (y esto es importante), Becky no podría ser jamás la figura dominante de la feria si no fuese por la propia mezquindad y la propia vanidad de los participantes. Son las propias faltas, las manías, las obsesiones y las ambiciones de la gente que pulula a su alrededor eso que Rebeca explota hábilmente para lograr sus fines. La presunción de Sir Pitt, la flaqueza de Lady Jane, la boba admiración de su marido no son debilidades suyas, son las debilidades de la gente, y lo que hace Becky es poner todo eso a su servicio. Porque así son las cosas. Después de lamentar con alguna trillada frase hecha la muerte de la vieja tía de turno los personajes llenan sus estómagos con asado de cordero y vino de clarete. Nada perturba su apetito. Nada les impide dormir. Así que si Becky es inmoral, por lo menos es divertida, mientras que los habitantes de la feria no solo son inmorales, también son insulsos y fariseos, tal como demuestran (el novelista lo demuestra) sus jamás perturbadas ganas de comer y de beber a las correspondientes horas, pase lo que pase y muera quien se muera.

Cuando Rebeca le descubre a Amelia quién era realmente su marido (sin andarse por las ramas, sin emplear palabras dulces) no podemos dejar de pensar: bien dicho. Es divertido que el narrador nos permita reírnos de esa pobre niña tonta llamándola al final de la novela «tierno y dulce parásito». Porque Becky podrá ser una mujer falsa y sin escrúpulos, podrá ser una víbora astuta, pero es con Becky con quien preferiríamos pasar la tarde o la noche; es con ella con quien preferiríamos reírnos, de ningún modo con sus víctimas (no con la insípida y simple Amelia), que además parecen estar pidiendo a gritos ser descuartizadas. Nadie se libra de la sátira. Ni siquiera el mayor Doblin, quien tiene sin embargo las dos cosas, tanto corazón como intelecto, puede evitar ser el blanco de la crítica, pues en el fondo es tan hipócrita y tan vano como los otros, por más que en la novela se diga que no recurriría jamás a la mentira aun cuando le beneficiase.

Becky no es la condenada, sino el mecanismo del que la novela se sirve para condenarlo todo. Es ella quien permite que la caricatura sea tanto más mordaz, la sátira tanto más merecida. No en vano el novelista la retrata no solo como una mujer inteligente y bien informada de la realidad del mundo en el que vive, sino también como una gran actriz, una gran imitadora cómica (los estudiantes alemanes se ríen de sus imitaciones). Ella es el alma misma de la novela, su espíritu satírico y ridiculizante. Por eso no nos extraña que el momento climático en la carrera de esa genialísima embustera y tremenda comediante se sitúe justo en el contexto de la representación de una obra dramática. Becky representa a Clitemnestra (¡a quién si no!), la despiadada mujer de Agamenón, la esposa sin escrúpulos, la madre-anti-madre, la temible asesina, que no vacila en agarrar el acero con sus manos cuando al pobre varón que tiene por amante le tiembla vergonzosamente el pulso.

La Gran Farsante es desenmascarada en una repulsiva escena de adulterio en la que el antiguo canalla representa el papel de puro y honesto marido. Como ocurre siempre, la ambición ha llegado al tope de su borrachera; la piel de la rana se ha tensado demasiado, se ha vuelto transparente, y Rebeca termina más o menos allí donde empezaba. Pero la caída no es sino una bufonada, pues es ahora cuando Rebeca es más realmente ella misma: una pícara bohemia y vagabunda, sin amigos ni familia, sin dinero, vestida con un vestido viejo y mucho colorete, pero sin rastro de amargura, sobrellevando su suerte con una carcajada.

No, pensamos, Thackeray no castiga a esa Calculadora Nata que es Rebeca Sharp, sino que la deja bastante bien situada al final de su novela. No podía ser de otra manera. Becky era la Gran Nadadora, la Gran Seductora, la Gran Feriante, la Reina de esa feria que en realidad es mercado. Pues si comportarse bien —pensaba Becky— depende de tener suficiente dinero en el bolsillo o, en su defecto, crédito suficiente, entonces quizá sea mejor dejar la bondad para otro momento.

Paneles kafkianos

En Der Verschollene el protagonista es transportado de un espacio a otro como si de diversos paneles en un videojuego se tratase. Cada panel tiene un escenario diferente, un ambiente diferente, unos personajes diferentes, pero unas reglas de juego extrañamente similares. Primero, un barco lleno de pasillos en los que Karl está indefenso; sigue el puerto de New York, la casa de su tío, los caminos que se alejan hacia no se sabe dónde, un hotel, un apartamento, Oklahoma. Los paneles se suceden los unos a los otros no exactamente al azar ni exactamente por capricho, sino según una regla que resulta ser la falta misma de regla: la regla del «no-hay-regla», o, si se quiere, la ausencia de regla que es en el fondo la violencia gratuita.

Karl Rossmann, en principio un sujeto tan libre como cualquier otro, pasa de manera imprevisible y sin quererlo de una situación violenta a otra situación violenta. Kafkiano es por de pronto el hecho de que sea justamente el tío, su único familiar en América, quien lo aleja de sí de esa forma humillante y dolorosa (no me escribas, no contactes conmigo a través de terceros, nada, esfúmate, desaparece). Dos veces pierde Karl la vinculación con la familia por la pura arbitrariedad de sus familiares (¿y quién es su tío sino un rico comerciante con mala reputación que se ha cambiado el apellido?), de modo que ahora, en América, no solamente sus vínculos de origen europeo no valen nada; tampoco sus cinco años de formación europea valen nada; su buena voluntad europea no vale nada, ni siquiera su propio esfuerzo vale nada, todo lo cual no deja de ser en cierto modo una aclaración del hecho mismo de que Karl esté en América, espacio al que viaja no por propia iniciativa, sino porque ha sido expulsado de Europa por sus padres. Como K. en Der Schloss, Karl ha perdido los lazos con su suelo natal, y con ellos la posibilidad de orientación y referencia (allí donde están ahora ni Karl ni K. son capaces de orientarse en absoluto).

Ya hemos dicho que los paneles kafkianos tienen cada uno una decoración, un escenario, unas reglas de juego. En los paneles de Der Verschollene el fondo es siempre la multitud: la anónima, bestial, frenética, inconmensurable multitud de ese país inconmensurable que es América. El tráfico de New York, el gentío en el restaurante, las miríadas de ascensoristas en el hotel, la muchedumbre que se agolpa en las calles bajo el balcón de Brunelda. Importante en cualquier caso es el extrañamiento entre K. y los paneles. K. como protagonista y el mundo como serie de paneles constituyen algo así como vías que, corriendo en paralelo, no se encuentran nunca. Karl dice: me confundes con otro. El panel dice: eras tú. Así de sencillo. No hay nada que hacer. A diferencia de lo que ocurre en ciertos juegos ordinarios, aquí el héroe no tiene ningún poder específico, ni tampoco capacidad alguna de adquirir poderes. Karl parte de una situación inicial de pérdida y despojamiento (su maleta es objeto de inspección y de saqueo desde el principio), pero incluso en ese despojamiento y en esa pérdida sigue siempre perdiendo y siendo despojado.

De cada mundo-panel Karl es expulsado habiendo sufrido eso que quizá llamaríamos una vulneración de sus «derechos fundamentales». La invasión de su intimidad es constante, la imposición de normas y espacios extraños (pasillos, puertas, colas, incluso luz y oscuridad son elementos que Karl no controla) es básica; el secuestro; también la agresión física es continuada. Todo es brutalidad, todo es coacción imprevisible. En los paneles no kafkianos la libertad del protagonista consiste en contar con un equipo propio y ciertas posibilidades de hacer uso del mismo; el protagonista no kafkiano cuenta y se encuentra con cosas y es capaz de sacar partido de esas cosas para sus propios fines. En alguna medida esto funciona también en Der Verschollene, pues de lo contrario no habría posibilidad de avance, pero se lo ha reducido al mínimo. Karl se encuentra por ejemplo con una «jefa de cocina» (parte de la pesadilla consiste en el hecho de que las personas hayan desaparecido; lo que hay son en cambio profesionales: taberneras, secretarios, agrimensores, médicos, abogados), encuentro que hace posible transitar de «restaurante-multitud» a «cocina-jefa de cocina» (notemos que «jefa de cocina» no es lo mismo que «cocinera»). El encuentro en la pensión conducía del entorno neoyorkino al «camino a B.», de donde, mediante la mencionada jefa de cocina, Karl va a parar al Hotel Occidental. Reaparece uno de los falsos amigos, lo cual hace posible el cambio (la expulsión) al panel «habitación de Delamarche», y de aquí, finalmente, al encierro en el balcón. (Que no encontremos ningún panel «cárcel» no hace sino reforzar la idea de que todo es aquí cárcel: Karl ha sido prisionero de su tío, de los amigos de su tío, de su trabajo como ascensorista, de sus falsos amigos.)

Después del desayuno de Brunelda el relato se interrumpe. Como es sabido, Der Verschollene es una novela inacabada, y no solo en el sentido trivial de que Kafka no terminase de escribirla. Kafka mismo dijo (en carta a Felice) que su «historia americana» estaba diseñada para «continuar hasta el infinito». Esto quizá sea importante.

Por un lado, en las llamadas novelas de Kafka las cosas parecen no acabarse nunca. Después de un camino viene otro, después de un pasillo viene otro, después de un plato de comida viene siempre otro y otro y otro. El problema kafkiano es el no-se-acaba-nunca típicamente moderno. Es por esto que el así llamado detallismo de Kafka no es en manera alguna tranquilidad kafkiana o naturalidad kafkiana; todo lo contrario: es exasperación y crispación kafkiana, es infinitud y desasosiego, es un no-ver-nunca-el-final y un no-acabarse-nunca (a diferencia del antiguo, por ejemplo el griego, el detallismo moderno es angustiante y desesperante). Por otro lado, la ilimitación tanto en la forma como en el contenido tiene que ver con que el relato aparezca como una secuencia de aventuras explorando la vieja fórmula (radicalmente modernizada) «héroe supera fase y cambia a siguiente», solo que aquí el «héroe» no supera sino que más bien es superado. En cualquier caso, los fragmentos que las ediciones reúnen al final de la novela no parecen ser sino variaciones de un mismo patrón: suciedad insuperable de los espacios multitudinarios en los que Karl se encuentra; desorientación; traición; policía y restricción de la libertad de movimiento; deseo de lo más simple: poder acceder en igualdad de condiciones a una vida cualquiera, nada extraordinario, nada exquisito, algo absolutamente corriente, algo a lo que todo el mundo podría aspirar llegado el momento, algo transparente y democrático obtenido según reglas transparentes y democráticas, es decir, justas en vez de injustas, públicas en vez de clandestinas, en suma: reglas en vez de pura y simple arbitrariedad. Esta y no otra es la aspiración del protagonista: poder vivir en paz en algún lugar del mundo (digamos: del gran teatro de Oklahoma), pero justo esto es lo que no puede cumplirse (la lógica de contratación del teatro resulta viciosa), ni siquiera en América.

 

Se ha sugerido que los personajes de Kafka son relevantes precisamente por su irrelevancia, su falta de carácter, su anonimato, etcétera. Ahora bien, en la medida en que esto sea cierto, la irrelevancia no podrá ser entendida meramente como obstáculo sino, en cierto sentido, también como meta. Al protagonista de Der Schloss las cosas le van mal porque es un nadie, un cualquiera, y sin embargo, a lo que K. y otros aspiran es justamente a ser en verdad nadie y en verdad cualquiera, así como a recibir el mismo trato que cualquiera sometiéndose a las mismas reglas que cualquiera, pues lo otro no será sino arbitrariedad y despotismo. La irrelevancia es esencial porque la abstracción es esencial para que pueda hablarse de justicia. Como un punto cualquiera en una línea uniforme e ilimitada, el protagonista kafkiano es en cierto modo impersonal y vacío, carece de rasgos particularizantes, pero es que tiene que ser como entidad abstracta y sin particularidades propias que el protagonista detente el derecho a eso a lo que en efecto aspira a tener derecho. La despersonalización no es por lo tanto algo de lo que quejarse (qué ridículo perder el sueño para exhortar a los hombres a que sean más «humanos», más «personales»), sino algo con lo que exigimos consecuencia. Si uno no es nadie, entonces nadie debería importunarle a uno (¿por qué yo y no todos?, esa es la pregunta, esa es la injusticia). Si somos cualquiera, que podamos por lo menos disfrutar de todas las ventajas de serlo.

El mundo de Kafka no es ese en el que no es posible dormir, sino ese en el que te impiden dormir sin justificación alguna (en Der Schloss alguien despierta a K. porque así se le antoja). Un mundo es «kafkiano» no solo por la burocracia presuntamente impersonal, sino por la arbitrariedad cruda y descarada, por la falta de derechos y de garantías, por la situación en la que nadie sabe a qué atenerse ni nada está asegurado. En el mundo de Kafka te dicen «ven aquí» cuando lo cierto es que no quieren que vayas. Te dicen: ejercerás como ingeniero, pero solo a condición de que hayas ejercido de ingeniero previamente, lo cual no solo es demencial y deprimente, no solo es prisión y secuestro, también es algo profundamente antimoderno, pues un mundo que te condena a ser para siempre lo que ya eras no deja de ser antimoderno. Ahora bien, ese mundo «kafkiano», ¿en qué sentido es «de» Kafka?

Walter Benjamin se refirió al «madriguerismo» de Kafka. Habría quizá que introducir aquí matices. Primero: en la madriguera uno no busca estar; se está ya ahí, se está ya en la madriguera. El terror consiste justamente en esto: estar en una madriguera sin túnel de salida. Y si la madriguera es el mundo moderno en el que inevitablemente estamos atrapados, entonces la tarea del escritor moderno consistirá no en construir un túnel de salida (qué vanidad, qué despropósito), sino más bien en arrojar en la propia madriguera la luz de una salida, pues sin alguien que encienda una luz en la oscuridad ni siquiera sería posible referirse a la madriguera como madriguera, ni tampoco decirnos a nosotros mismos cómo es el mundo aquí, en nuestra madriguera. Si Kafka supo describir tan bien la madriguera moderna, sus túneles interminables, sus paredes podridas, sus laberintos sucios y depravados, es porque no estaba pese a todo en lo oscuro de la misma, sino en un cierto claro de luz.

El mundo «de» Kafka no es simplemente el mundo que Kafka ha inventado, sino el mundo que Kafka ha descubierto y reconocido como suyo. Si Kafka no es exactamente un novelista, sino más bien, como se ha dicho (Hannah Arendt lo ha dicho), un maquetista o un arquitecto, no es porque sus planos proyecten un edificio que no existe y es preciso construir, sino porque ponen al descubierto y en la vergüenza la estructura de un edificio que ya existe. El edificio, como la madriguera, siempre ya existe, solo que no lo vemos ni entendemos. Necesitamos arquitectos, no arquitectos de mundos nuevos, mundos mejores, sino arquitectos inversos, maquetistas cuyos planos mejor expongan las entrañas del edificio que habitamos sin saberlo, los que con más contundencia nos arrojen sus esquemas a la cara para que podamos comprenderlo.