Derecho penal de principios (Volumen II)

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Aus der Reihe: Palestra del Bicentenario #6
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En nuestra consideración, el derecho penal del Estado social y democrático constitucional de derecho —el cual se orienta no solo por la libertad individual, sino también por un principio de igualdad material en la sociedad— no puede desconocer los tradicionales delitos patrimoniales y los delitos que afectan a las libertades individuales. Sin embargo, tampoco puede desconocer los nuevos fenómenos criminales, especialmente los vinculados a los sectores sociales con gran poder económico y político y que producen un grave daño social (por encima del daño ocasionado por la criminalidad patrimonial)27, socavando incluso las propias bases de la convivencia democrática. El garantismo tampoco puede ignorar la complejidad del trabajo interpretativo de los jueces hoy, quienes, en no pocas ocasiones, enfrentan casos de gran complejidad y deben releer los tipos penales en el contexto de principios constitucionales que entran en conflicto28. La apuesta por la racionalidad y los límites de la intervención punitiva del actual Estado democrático constitucional no puede reproducir la perspectiva restrictiva, basada en la simple subsunción, heredada del pensamiento penal liberal29.

B. Con relación a su modelo constitucional de cobertura

El garantismo de Ferrajoli se asienta, como hemos mencionado al final del acápite 1.3.1. de este texto, en una especial concepción del constitucionalismo, a la cual él denomina constitucionalismo garantista. Señalábamos, en esa sección, que ese constitucionalismo garantista parte fundamentalmente de tres premisas que la diferencian del constitucionalismo pospositivista que postulan, con algunos pequeños matices, Dworkin, Alexy, Atienza, Zagrebelsky, Moreso y otros —y que, en gran medida, compartimos en este texto—. Esas tres premisas —de las cuales nos distanciamos— son las siguientes: a) separación entre derecho y moral, de modo tal que la moral solo cumple una función de crítica externa al derecho positivo; b) no división de las normas entre principios y reglas, con lo cual todas las estructuras normativas (incluso los principios) operan como reglas; y c) residualidad y excepcionalidad de la ponderación como mecanismo de la argumentación jurídica, dando prioridad al mecanismo de la subsunción.

Como hemos mencionado, Ferrajoli (2011, pp. 24-50) considera que estas características, en el contexto de un constitucionalismo rígido, le permiten salvaguardar mejor los derechos individuales y la seguridad de las personas. Por el contrario, el mismo autor estima que, en un constitucionalismo pospositivista (denominado por él «constitucionalismo ético»), la salvaguarda o la seguridad de los derechos o las libertades personales no son debidamente protegidas, de modo tal que se abre un campo propicio para el abuso del poder punitivo del Estado, expresado tanto en el Poder Legislativo penal como en el poder de los jueces. Así, en primer lugar, postular una relación necesaria entre derecho y moral, especialmente a nivel de los principios, como lo hace el constitucionalismo pospositivista, permitiría introducir, en el contenido del derecho, una dimensión valorativa o moral que, en esencia, para Ferrajoli, es puramente subjetiva y permitiría la arbitrariedad del poder del Estado. En segundo lugar, la división de las normas entre normas-principio y normas-regla —caracterizando las primeras como mandatos de optimización— conllevaría, según Ferrajoli, a relativizar la fuerza normativa de los principios y a convertirlos, prácticamente, en meras directrices de actuación del Estado. Finalmente, la preponderancia del mecanismo ponderativo —que, según Ferrajoli, es propia de los enfoques pospositivistas30— en desmedro del mecanismo subsuntivo o aplicativo otorgaría al juez un poder inusitado de creación de normas y, con ello, de arbitrariedad en su actuación, en desmedro del principio histórico de separación de poderes.

Una primera observación a los cuestionamientos formulados desde el constitucionalismo garantista es que tales cuestionamientos son formulados a posturas que han sido exacerbadas o desnaturalizadas por el garantismo. Como dice Atienza, Ferrajoli atribuye al constitucionalismo pospositivista posiciones que, en estricto, no se han asumido; lo cual no significa que no haya diferencias en los enfoques. Veamos, entonces, cuál es la real dimensión de las posiciones del constitucionalismo pospositivista y, a partir de allí, intentemos deducir el papel que los principios o derechos fundamentales cumplen en el derecho penal.

En primer lugar —con relación al cuestionamiento referido a la dimensión axiológica o moral de los principios y a su contenido subjetivo y discrecional—, cabe compartir con Atienza una concepción objetivista de la moral, entendida como aquella instancia que ofrece criterios de argumentación racional sobre un tema determinado. Como dice Atienza, «lo objetivamente correcto sería aquello a lo que se llegaría por consenso, como fruto de una discusión en la que se respetan determinadas condiciones relacionadas con la imparcialidad» (2017, p. 212). No es difícil llegar a acuerdos hipotéticos objetivos sobre el valor de la dignidad y su comprensión como prohibición de instrumentalización o cosificación de una persona (p. 215). Sobre el derecho o principio de la vida humana, a su vez, no es difícil comprender que uno de los núcleos claros de su prohibición está en toda muerte arbitraria. En ese sentido, parecen claros atentados contra la dignidad o la vida, por ejemplo, la práctica de la tortura y las ejecuciones extrajudiciales, respectivamente. Igual razonamiento puede sostenerse con respecto al principio constitucional (implícito) de culpabilidad, el cual, entre una de sus prohibiciones, establece la proscripción de la responsabilidad objetiva. Los principios, entonces, no solo tienen una dimensión autoritativa (que no es posible negar), sino también una dimensión axiológica cuyo contenido objetivable se puede llegar alcanzar, temporalmente, apelando a razones en su argumentación.

Desde esta perspectiva, no es cierto que en todos los casos los jueces puedan apelar a una especie de creación normativa (in novo) desde esa dimensión axiológia. En efecto, muchos casos, especialmente los cotidianos y fáciles, se resuelven acudiendo a las normas-regla de manera directa (subsumiendo el caso en el supuesto de hecho), a pesar de que detrás de la referida regla se articulan principios en conflicto preestablecidos por el legislador. Así, por ejemplo, en los casos comunes o cotidianos de homicidio no hay duda de que se operará con un mecanismo simple de subsunción a la norma-regla del delito de homicidio. Sin embargo, ello no es así de fácil en situaciones menos frecuentes —como algunos casos de eutanasia indirecta u omisiva—, en los cuales el juicio previo de ponderación resulta imperioso. Igualmente, en no pocos casos claros y fáciles, los principios pueden aplicarse de manera directa, en buena medida sin necesidad de acudir a una ponderación. Por ejemplo, como hemos mencionado, no cabe duda de que un caso ordinario de ejecución extrajudicial por parte de agentes estatales contra un ciudadano, esta está prohibida, claramente, por el derecho fundamental a la vida. Así, no necesitamos ponderar dicho derecho con otros principios para poder afirmar ese mandato prohibitivo.

De esta manera, resulta erróneo considerar que los principios, en la concepción constitucionalista pospositivista, carecen de la fimeza de una prescripción normativa (dimensión autoritativa). La dimesión axiológica o valorativa del derecho resulta funcional y necesaria, en mayor medida, en los casos complejos (los cuales no son infrecuentes en las sociedades actuales), en donde entran en conflicto, de manera clara e intensa, principios concurrentes. Estos casos complejos no logran ser explicados ni resueltos de manera satisfactoria por el derecho penal en el marco de una concepción constitucionalista positivista (constitucionalismo garantista).

En segundo lugar, con relación a la ponderación y la función recreativa del juez, cabe señalar, antes que nada, la naturaleza racional de este tipo de argumentación, la cual no resulta tan diferente a otros mecanimos de argumentación (como, por ejemplo, la intrepretación teleológica). Por racional debe entenderse, como hemos mencionado, aquello que sigue el procedimiento de motivar o justificar una decisión a través de una estructura ordenada de criterios que se exponen con la pretensión de ser aceptados por cualquier sujeto racional. Efectivamente, la ponderación sigue una estructura muy bien determinada por el principio de proporcionalidad (idoneidad, necesidad y proporcionalidad en estricto), lo que permite una argumentación adecuada y reduce los márgenes de arbitrariedad31.

Asimismo, debe reiterarse que el mecanismo ponderativo es un método necesario en el procedimiento legislativo para establecer las reglas del Código Penal (tipos penales). Sin embargo, no es un mecanismo que tenga que utilizarse siempre, en todos los casos, en el ámbito de la jurisdicción. Hemos mencionado que en los casos fáciles (donde la ponderación subyacente en la regla es clara frente al caso concreto que se pretende resolver) este mecanismo argumentativo no resulta necesario, dado que el método de subsunción permitiría una solución solvente del caso. Ello no implica dejar de reconocer, como lo hemos mencionado, la necesidad de que, en no pocos casos (cada vez más recurrentes en nuestras sociedades actuales: plurales y complejas), el juez tenga que redefinir los principios en conflicto subyacentes en el enunciado penal.

Efectivamente, las reglas que se determinan a partir de la redefinición de la ponderación subyacente entre principios (bajo el procedimiento mencionado) no tienen por qué conducir a decisiones arbitrarias32. Efectivamente, las reglas que se obtienen de una ponderación adecuada, en muchos casos, determinan el alcance del tipo penal no necesariamente para un caso singular, sino, muchas veces, con proyección para aplicarse en el futuro a casos semejantes (Atienza, 2017, p. 158)33. Esto es lo que ocurre con la ponderación que los jueces han realizado, desde hace un buen tiempo, con respecto al tipo penal del delito de difamación (artículo 132 del Código Penal). Como producto de dicho proceso se ha obtenido una regla específica, casi uniforme, que se viene aplicando a muchos casos semejantes —véase, al respecto, el Acuerdo Plenario 3-2006/CJ-116 de la Corte Suprema de Justicia, el cual trata del conflicto entre los derechos a las libertades comunicativas (expresión e información) y el derecho al honor—. Algo semejante ocurre, como ya hemos mencionado en el acápite 1.3. del primer volumen, con la determinación última de los límites del riesgo permitido en los tipos penales. Este, en tanto criterio de exclusión de la imputación objetiva, es el resultado de una ponderación de intereses (Paredes, 1995, pp. 487ss.) que se basan en los principios o derechos fundamentales.

 

En nuestra consideración, los principios fundamentales del derecho penal, en el marco de un Estado constitucional (entendido desde la perspectiva del consitucionalismo pospositivista), cumplen hoy un nuevo papel —a saber, constituirse como un «mecanismo apto para reubicar el derecho penal (en todos sus niveles) en el marco de la racionalidad» (Yacobucci, 2018, p. 50). Es en el contexto de los principios penales del constitucionalismo pospositivista (principios de legalidad, proporcionalidad, lesividad, non bis in idem, culpabilidad y otros) —orientados no solo a garantizar la libertad y la seguridad de las personas, sino también la igualdad material de todos en el marco de una democracia pluralista— que se enmarcan los nuevos límites y racionalidades del derecho penal. En ese sentido, a pesar que en el presente texto se utilizará aún la nomenclatura “garantías” para hacer alusión a los contenidos de los principios racionalizadores de la potestad punitiva, creemos que resulta más adecuado denominar nuestra perspectiva no como un derecho penal garantista sino como un derecho penal principialista, parafraseando la denominación que Sánchez Ostiz hace de su propuesta sobre los fundamentos de política criminal (Sánchez Ostiz, 2012, p. 35). De hecho coincidimos con este autor quien, desde su construcción de una política criminal principialista, articulada sobre la base tres grandes principios (seguridad de la vida social, legalidad y de respeto a la dignidad), afirma que éstos principios condicionan normativamente la producción y la aplicación de las normas penales de tutela de las realidades valoradas socialmente (bienes jurídicos) (pp. 245 y ss).

4. LOS PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DEL DERECHO PENAL Y SU ALCANCE SOBRE EL DERECHO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR: LA UNIDAD DE LA POTESTAD PUNITIVA DEL ESTADO

El derecho administrativo sancionador puede entenderse, del mismo modo que el derecho penal, desde una perspectiva subjetiva y desde una perspectiva objetiva. Desde la perspectiva subjetiva, el derecho administrativo sancionador constituye la potestad o facultad atribuida a la administración —o, mejor dicho, a las múltiples instituciones o entidades de la administración pública— de imponer sanciones administrativas por la comisión de faltas previstas por el ordenamiento administrativo. Desde una perspectiva objetiva, el derecho administrativo sancionador está compuesto por el conjunto más o menos ordenado de normas jurídicas (principios y reglas) que preveen las infracciones administrativas y que asignan sanciones de índole administrativa ante la comisión de dichas infracciones —como la multa u otras limitaciones de derechos, excluyendo la pena de privación de la libertad—.

El origen del derecho administrativo sancionador responde a diversos factores, de los cuales tal vez el más importante es el «derecho penal de policía» de comienzos del siglo XIX (García y Fernández, 2011, p. 1064). Como señala Alejandro Nieto, este «derecho de policía» aparece, con mayor o menor intensidad, en los diversos Estados europeos como expresión de las diversas formas de incorporar el principio de separación de poderes en sus territorios: «Alemania y Francia, por ejemplo, se procedió a una radical jurisdiccionalización de la potestad sancionadora en cuanto que su ejercicio fue encomendado, con ligeras excepciones, a los tribunales; en otros países, como Suiza, Austria y España, el mismo principio de la separación constitucional de poderes en modo alguno impidió a la administración ser titular de una potestad sancionadora propia» (2015, pp. 45ss.). En consecuencia, a pesar de que el principio de división de poderes determinó que la potestad punitiva se concentrara en sede jurisdiccional, el Poder Ejecutivo mantuvo poderes sancionatorios directos y expeditivos por determinadas infracciones (generalmente propias de la administración local), sin necesidad de mediación de la justicia (García y Fernández, 2011, p. 1064). Ello ocurrió especialemnte en el ámbito de la policía, la cual siempre ha considerado como un corolario imprescindible de su potestad la potestad sancionadora (Nieto, 2015, p. 94).

Posteriormente, durante el siglo XX se ha desarrollado una relación pendular entre, por un lado, un intento de controlar el poder punitivo jurisdiccional expansivo a través de los principios de ultima ratio y de fragmentariedad del derecho penal34 (lo que supone un proceso de descriminalización y un trasvase hacia el derecho administrativo sancionador); y, por otro lado, un proceso relativamente reciente de expansión del derecho penal35, sin que ello suponga un retraimiento del crecimiento de las diversas manifestaciones administrativas del derecho administrativo sancionador. Este último fenómeno ha provocado un aumento de las probabilidades de solapamiento entre algunas infracciones administrativas y otras infracciones de naturaleza penal, como resultado del empleo, por parte del derecho penal, de técnicas de doble adelantamiento en la protección de bienes jurídicos36.

Pues bien, la tendencia sostenida es considerar que los principios constitucionales del derecho penal (desarrollados a los largo de más de dos siglos) deben ser aplicados al derecho administrativo sancionador. No obstante, antes de analizar tales principios y su alcance respecto del derecho administrativo sancionador, cabe —al respecto— plantear nuestra posición sobre el tipo de relación que existe entre la naturaleza de ambos tipos de infracciones (la penal y la administrativa). Es decir, debemos determinar si existe una diferencia cualitativa o cuantitativa entre el derecho penal y el derecho administrativo sancionador. En otras palabras, se trata de dilucidar si existe una naturaleza absolutamente desvinculada del derecho administrativo sancionador con respecto al derecho penal o si es que más bien, a pesar de sus diferencias, existe un fundamento común último entre ambos.

4.1. Tesis de la naturaleza cualitativamente diferente del derecho administrativo sancionador con respecto del derecho penal o tesis de la absoluta desvinculación

Se trata de una posición importante, aunque no mayoritaria, que sostiene que el ilícito administrativo es sustancialmente diferente del ilícito penal. Para demostrar ello, se plantean diversos argumentos (Gómez y Sanz, 2010, pp. 73ss.). Entre ellos, podemos mencionar aquel que sostiene que el ilícito penal supone un reproche ético, mientras el ilícito administrativo se restringe únicamente a la desobediencia a las normas (Gómez y Sanz, 2010, pp. 73ss.)37. Entiendo que este planteamiento se refiere a que, mientras el derecho penal supone un juicio de reproche que se da en la culpabilidad, en el derecho administrativo sancionador dicho juicio no existe. Sin embargo, tal como veremos en la discusión del principio de culpabilidad, considero que ello solo describe el estado anterior al actual con respecto al grado de principios penales aplicables al derecho administrativo sancionador. Hoy en día ya no se niega la aplicación del juicio de culpabilidad en el derecho administrativo sancionador, aunque en la práctica no se evidencia este juicio (véase, al respecto, el artículo 248, inciso 10 del Texto Único Ordenado de la ley 27444 —Ley de Procedimiento Administrativo General—, que reconoce el principio de culpabilidad).

Otro planteamiento que pretende establecer una diferencia sustancial entre ambos órdenes normativos es aquel que plantea que ambos ordenamientos jurídicos tienen diferentes objetos. Así, mientras el derecho penal busca la protección de bienes jurídicos, el derecho administrativo sancionador tendría como objetivo, no tanto la protección de bienes jurídicos, sino «la protección y fomento de intereses generales y colectivos» (Nieto, 2015, p. 25). En términos funcionalistas normativistas, Percy García sigue esta postura al afirmar que mientras «las normas administrativas aseguran las expectativas referidas al funcionamiento global de un sector del tráfico social […], las normas penales protegen las expectativas normativas derivadas de la identidad normativa esencial de la sociedad o, lo que es lo mismo, los aspectos que permiten en el sistema social concreto una realización personal» (2003, p. 71).

Empezando por el último de los autores mencionados, debemos reiterar que no compartimos las bases epistemológicas de las que este parte —esto es, la vigencia de la norma penal como fin último del derecho penal—. Nos remitimos, para tal efecto, a las críticas vertidas en el volumen anterior de esta obra (acápite 4). Sin perjuicio de ello, la diferencia planteada por Percy García no parece denotar una diferencia clara entre ambos órdenes normativos. Efectivamente, no es difícil encontrar dentro de las normas penales pretensiones de asegurar el funcionamiento global de un sector del tráfico social. Así, por ejemplo, se pueden mencionar las normas penales tributarias o las normas penales de seguridad en el tráfico. Igualmente, no puede desconocerse que las normas administrativas sancionatorias tienen como función mediata también la realización personal en el sistema social.

Tal vez resulte posible entender mejor nuestros argumentos si los expresamos en términos de protección de bienes jurídicos. Efectivamente, no creemos que solo el derecho penal protege bienes jurídicos. También el derecho administrativo sancionador protege bienes jurídicos y, en no pocos ámbitos, consideramos que comparten los mismos objetos jurídicos de protección (bienes jurídicos)38. Así, por ejemplo, no tengo duda de que tanto el derecho penal tributario como el derecho administrativo tributario sancionador protegen el mismo bien jurídico: el funcionamiento óptimo de la potestad recaudadora del Estado para financiar el gasto público. Igualmente, diría lo mismo con respecto a las normas de tránsito y los delitos de conducción en estado de ebriedad. En ambos casos se protege la seguridad del tráfico. Las infraciones a la normativa sobre seguridad en el trabajo protegen en último término la vida o la salud de las personas. Afirmar esto no niega ni impide considerar que el derecho administrativo sancionador apela en mayor medida a técnicas referidas a la protección de contextos generales del disfrute de bienes jurídicos (Silva, 2006a, pp. 121ss.).

Asumir, finalmente, la tesis de la diferencia cualitativa trae evidentemente graves concecuencias, como lo han explicado Gómez y Sanz: «la posibilidad de establecer diferentes principios, garantías y criterios de imputación» (2010, p. 79). Esto último genera una situación de riesgo para la seguridad jurídica en situaciones en las que las sanciones administrativas son, a veces, tan graves como la pena privativa de la libertad.

4.2. Tesis de la diferencia cuantitativa entre el derecho penal y el derecho administrativo sancionador

Las posiciones mayoritarias concuerdan en sostener la imposibilidad de encontrar criterios sustanciales que planteen la naturaleza diferente de ambos órdenes normativos39. En su lugar, múltiples autores refieren que se trata de diferencias cuantitativas, es decir, de diferencias de intensidad de la protección, aunque con algunos matices que expondremos críticamente en la líneas siguientes. En ese sentido, concuerdan en sostener que, dependiendo del ámbito de actividad de que se trate, tanto el derecho penal como el derecho administrativo sancionador protegen el mismo bien jurídico40.

Esto nos lleva a sostener la unidad de fundamento del ius puniendi del Estado, a partir del cual se derivan sus dos manifestaciones: el derecho penal de corte jurisdiccional y el derecho administrativo sancionador de carácter disperso en los diversos organismos del Estado que gozan de esta potestad. Existen varias razones para adoptar esta posición: desde el criterio histórico (ambos órdenes sancionatorios son consecuencia de la distribución originada por el principio de división de poderes), hasta el criterio de la misma finalidad u objeto de protección, pasando por su misma definición dogmática y la identidad sustancial entre las consecuencias jurídicas de ambos órdenes sancionatorios. Respecto de la identidad en la finalidad u objeto de protección, hemos referido ya que comparten, en aquellos ámbitos de actividad regulados por ambos órdenes jurídicos, el mismo bien jurídico protegido41.

 

Respecto de la definción dogmática, Gómez y Sanz señalan que es mayoritaria la posición doctrinal que define tanto el delito como la infracción administrativa como una acción típica, antijurídica y culpable (2010, p. 98). Finalmente, respecto de la identidad de las consecuencias jurídicas, cabe decir que —a pesar de lo sostenido en el sentido de que habría una diferencia sustancial (el derecho penal prevee una pena privativa de la libertad, mientras el derecho administrativo sancionador no)— esta no resulta aceptable, dado que también es explicable desde una perspectiva de diferencias cuantitativas. Así, ambos tipos de sanción responden a idénticas formas de reacción. Es decir, los dos tipos suponen la restricción de derechos constitucionales como consecuencia de una acción ilícita (Gómez y Sanz, 2010, p. 100). Incluso, algunas de las sanciones administrativas podrían llegar a ser equiparables a penas privativas de libertad (por ejemplo, en el caso de las personas jurídicas, la posibilidad de disponer la clausura del negocio)42. Es esta identidad sustancial la que nos lleva a sostener que, a pesar de que nuestra Constitución no reconoce de manera taxativa la aplicación de los principios del derecho penal (legalidad, proporcionalidad, non bis in idem y culpabilidad), en el derecho administrativo sancionador tales principios le son aplicables en razón de esa misma identidad —en la doctrina administrativa peruana, comparte esta tesis Pedreschi (2003, p. 517)—. Así lo ha reconocido nuestro Tribunal Constitucional en su sentencia de 16 de abril de 2003 (Expediente 2050-2002-AA/TC):

Sobre el particular es necesario precisar que los principios de culpabilidad, legalidad, tipicidad, entre otros, constituyen principios básicos del derecho sancionador que no solo se aplican al Derecho penal sino también al derecho administrativo sancionador (párrafo 8)43

Este criterio ha sido reiterado en varias sentencias: 02192-2004-AA/TC, fundamento jurídico 4; 03954-2006-PA/TC, fundamento jurídico 34; 00156-2012-PHC/TC, fundamento jurídico 7; entre otras.

Los matices a los cuales hace alusión la posición mayoritaria se refieren a tesis particulares tales como la tesis de las relaciones especiales de sujeción, especialmente en el ámbito de las sanciones disciplinarias. Según esta última tesis, en el caso de la potestad sancionadora aplicada a los servidores y funcionarios públicos por el incumplimiento de sus funciones, no resultarían aplicables algunos principios del derecho penal —especialmente el principio de non bis in idem—, dado que el fundamento de la sanción radicaría en la finalidad disciplinaria y de mantenimiento del sentido de autoridad de la administratición (Nieto, 2015, pp. 465ss.). Sin embargo, tal tesis ha sido criticada por un amplio sector de la doctrina, penal y administrativa, y por la jurisprudencia constitucional española, la cual considera que este tratamiento diferenciado vulnera el principio de igualdad y concluye que al administrado se le deben aplicar todos los derechos y principios fundamentales44.

Todo lo dicho anteriormente no impide reconocer que la diferencia entre los dos órdenes sancionartorios estaría en que apelan a técnicas de protección ampliamente diferentes y a momentos de intervención en general distintos45. De allí que, en muchos casos, el derecho administrativo sancionador prohíba una amplitud de conductas que no son prohibidas en el derecho penal y que solo en algunas ocasiones —es decir, de manera residual— coincidan las prohibiciones penales y las administrativas. Es precisamente en esta área intersecada que es posible invocar la posibilidad de un supuesto de bis idem y denunciar la prohibición de doble sanción.

La jurisprudencia no ha variado en este punto. Solo en el caso de la Contraloría, el Tribunal Constitucional (STC 0020-2015 PI/TC de 25 de abril de 2018) determinó aplicar el principio de taxatividad en el derecho administrativo sancionador de manera equivalente al derecho penal. Este tema será explicado con mayor detenimiento en un acápite posterior.

1 Díaz (1971, pp. 49ss.) indica que J.E. Portalis, uno de los coautores prominentes del referido Código, al interpretar el artículo 4 del título preliminar del Código napoleónico que dispone la obligación de los jueces de no dejar de administrar justicia por vacío o deficiencia de la ley, reconoce la necesidad de acudir a los principios generales del derecho que se reconocen a través de la razón.

2 Sobre lo paradójico y complejo de esta operción de deducir (crear) normas a partir de otras normas en el contexto dominante de una filosofía positivista pura, véase Prieto, 2011a, pp. 209ss.

3 Como veremos, existen también algunos principios fundamentales de carácter implícito reconocidos por el propio Tribunal Constitucional del Perú a partir de una disposición constitucional o de un conjunto de disposiciones constitucionales.

4 Cabe indicar que un enunciado jurídico que contiene una norma puede estar redactado de diversas formas. En ese sentido, no debe tomarse como criterio decisivo que el enunciado tenga una redacción en sí misma prescriptiva —por ejemplo, la prohibición de la tortura: «nadie debe ser víctima de violencia moral, psíquica o física ni sometido a tortura o tratos inhumanos o degradantes», como señala el artículo 2.24.h de la Constitución— o que tenga una redacción más descriptiva —por ejemplo, el derecho a la legalidad penal: «[…] La ley, desde su entrada en vigencia, se aplica a las consecuencias de las relaciones y situaciones jurídias existentes y no tiene fuerza ni efectos retroactivos», como indica el artículo 103 de la Constitución—.

5 Manuel Atienza llama la atención sobre este cambio, así como sobre la transformación acaecida en el pensamiento de Tomás Salvador Vives Antón.

6 Esta es una idea compartida por un amplio abanico de autores que va desde los positivistas constitucionalistas como Ferrajoli (1995, pp. 868- 876) o Prieto (2011a, pp. 77-79) hasta los teóricos del derecho pospositivistas como Atienza (2017, pp. 133-134). La diferencia, como veremos posteriormente, radicaría en el modo en que se evalúa esa condición de validez material; es decir, en si se considera que dicha condición material no solo incluye la dimensión autoritativa de la Constitución, sino también su inevitable dimensión valorativa o moral.

7 Sobre este margen amplio de discreción del legislador y la función de los principios iusfundamentales como límites básicamente negativos, véase Lagodny, 1996, p. 138.

8 Como sostiene Prieto, «[l]a Constitución ya no solo limita al legislador al establecer el modo de producir el derecho y a lo sumo algunas barreras infranqueables, sino que lo limita también al predeterminar amplias esferas de regulación jurídica, en ocasiones, por cierto, de forma no suficientemente unívoca ni concluyente» (2003, p. 130). Igualmente, desde la perspectiva del constitucionalismo pospositivista, Zagrebelsky (2009, pp. 111-120) explica la evolución desde un legislador todopoderoso, sin límites, a un legislador limitado por los marcos valorativos de los principios constitucionales. Desde el penalismo, Quintero, Gonzáles y Fallada (2015, pp. 87-93, 109-114) reconocen los límites del legislador penal al momento de configurar los tipos penales, pero niegan la consideración de que el Código Penal sea una especie de «constitución negativa» en nuestro sistema jurídico. Efectivamente, la Constitución, salvo excepciones en que prescribiría una obligación de criminalizar, solo ofrece un marco normativo dentro del cual el legislador puede articular sus opciones de política criminal (Arroyo, 1987, p. 101).

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