¿Seguirá soñando?

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Aus der Reihe: Colección literatura coreana #316
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Justo la semana pasada le había mostrado a su hijo las ofertas de matrimonio que aún estaban vigentes. No hacía muchos días había ido al templo a rezar por el alma de su nuera en el tercer aniversario de su muerte. Fue precisamente por los días en que Jyok-Chu acababa de pasar la primera noche con Mun-Kyong y estaba esperando la ocasión para discutir con su madre cómo traerla a casa. Había sido mala suerte, especialmente para Mun-Kyong, que la señora Juang hubiese introducido el tema de las segundas nupcias. Aun así, hubo varias oportunidades para hablarle de ella antes de que su madre sacase fotos y empezase a hablar en detalle de las posibles novias: cuántos años tenían, de qué universidades habían egresado, quiénes eran sus padres… Una vez que su madre mencionó el tema, habría sido fácil decirle que ya estaba comprometido, pero Jyok-Chu dejó pasar el momento.

—¿Serán todas vírgenes?, ¿querrá una virgen convertirse en la esposa de un viudo? —había preguntado sólo por curiosidad.

—¿No pensarás que son falsas? Sólo tienes 35 años. Es natural que te cases con una virgen. Siento un poco de pena de que todas sean solteronas, pues si no fuese por Si-Ne, se presentarían vírgenes de menor edad.

Como las cosas se habían presentado así, le resultó muy difícil hablar de casarse con una divorciada de su misma edad y también se le hizo menos apetecible la idea.

Tampoco era que desde el principio hubiese calculado que Mun-Kyong fuese una mujer para gozar y desechar. Hasta la noche en que se sorprendió tanto al ver el crucifijo, Jyok-Chu pensaba casarse con ella; no había ningún resquicio de mala intención mentirosa en su alma.

El vivaz carmín de los 35 tallos de rosa no duró ni una semana. Había pensado que perdurarían más tiempo por haberlas comprado frescas en un mercado al por mayor, pero a los cuatro días los botones abrieron completamente y pronto empezaron a declinar y a marchitarse.

El ramo de rosas que había sacado del florero para tirarlo horadaba sin piedad los brazos desnudos de Mun-Kyong. Aun después de que las flores habían perdido la original y sensual forma que a todos agrada, las espinas estaban todavía afiladas y desafiantes. Las orgullosas espinas que serían las últimas en quemarse incluso si fuesen arrojadas a una hoguera… Ay, qué cosas tan inútiles, pero tan llenas de hostilidad…

Lamentando más el dolor que sentía en su interior que en los brazos, Mun-Kyong arrojó el ramo de rosas al basurero.

Las flores del cerezo, que al marchitarse caían poniéndolo todo en desorden, con pétalos desperdigados por doquier, habían desaparecido sin dejar rastro y afuera la primavera se alejaba con prisa.

“No puede ser, no puede ser que ese hombre sea tan poco fiable.” Cada vez que la mujer pensaba que había sido engañada por Jyok-Chu hacía todo lo posible por borrar esa idea. Durante las temporadas en que no se veían, le llamaba, a lo sumo cada dos días. Y día a día la mujer esperaba con emoción que le dijese algo importante, pero él no comentaba nada, sólo saludaba como siempre o se quejaba de su aburrida y monótona vida de hombre asalariado. Sin embargo, después de escuchar las quejas, tan ajenas a su angustiada esperanza, ella no se desanimaba. Al contrario, suspiraba ligeramente con alivio. En el importante asunto que aguardaba estaba incluido el presentimiento de la separación. ¿Por qué estoy así? No sabía qué hacer consigo misma. En algunos momentos presentía la ruptura, aunque luego terminaba agradecida de que todavía continuara la relación.

—¿Quieres que hagamos mañana alguna excursión? Estoy aburrido… —dijo sin convicción cuando la llamó bien entrada la noche del viernes. Era una voz desganada en la cual se adivinaba el tedio que sentía. Qué bueno sería si hablase con un tono de voz más emotivo y alegre, aunque no lo sintiese, de la posibilidad de un viaje. Para no darse oportunidad de arrepentirse, ella se apresuró a contestar:

—No. No hace falta.

Jyok-Chu tampoco añadió más al respecto y continuó hablando de cosas insignificantes y aburridas. Luego, con un bostezo sonoro, colgó el teléfono. Era cierto, no había llamado para planear el viaje. Sin embargo, la mujer pensó que había hecho bien en rechazar la excursión. Por si las dudas de que el viaje fuese el indicio de un favor hecho con intención de plantear la separación o de declararla. Entonces quería dilatar lo más posible el momento, aunque presentía con certeza la ruptura.

La mujer tenía ya demasiados años y demasiado orgullo para aplicarse a sí misma, sin revisión alguna, ese dicho común de que, aun una pareja que hubiera hecho un pacto solemne, tan firme como forjado con hierro y piedra, una vez llevado a cabo el acto sexual, el hombre seguramente cambiaría de parecer. En cuanto fuera posible, ella quería ganar tiempo suficiente para desilusionarse de él, aunque la relación terminara. Lo que de verdad deseaba era evitar a toda costa la separación. No importaba si tenía que doblegar por entero su orgullo.

El día siguiente a la vaga referencia del viaje era sábado. Sin embargo, Jyok-Chu no habló ni apareció. Pasadas las nueve, la mujer empezó a comer sola. Devoró como una glotona toda la comida que había preparado para él: frituras de langostinos, pescado asado, ensaladas con aderezo… Finalmente, Jyok-Chu llamó cuando ella estaba viendo una telenovela en estado de aletargamiento después de haber engullido toda la comida con la cual intentaba satisfacer una extraña hambre.

—Hubo una cena inesperada. Lo siento.

Luego de comunicarle el escueto mensaje, colgó el teléfono. Toda la semana siguiente no recibió noticias suyas. No había razones para que la mujer no lo llamara e indagara si vendría o no ese fin de semana. Los dos intercambiaban llamadas con la misma frecuencia, pero sentir que ese acto sería degradante fue un cambio, si es que así se podía llamar, que ocurrió después de pasar la noche con él. Mientras preparaba un montón de comida, daba voz a la incertidumbre no sólo de un futuro remoto al lado de Jyok-Chu, sino también a la posibilidad de encontrarse esa misma noche diciéndose innecesariamente de tanto en tanto: “¿Acaso no tengo boca también?”

Por suerte, Jyok-Chu apareció antes de que ella devorase sola toda la comida. Quizá porque ella lo creía así, parecía cansado y su piel lucía marchita. Él no cooperaba con los esfuerzos que ella hacía para crear un ambiente acogedor y tranquilo. Desde el principio daba rodeos, como si estuviese pensando en otra cosa, y con frecuencia desviaba la atención.

—¿Era importante la cena que tuvo la semana pasada? —le preguntó no con ánimo de pedir una explicación de por qué no había acudido el sábado anterior, sino simplemente por conversar, pero él se molestó.

—No me canses. No me pidas explicaciones.

Su molestia no estaba en relación alguna con la situación. Con todo, al irse a la cama trató de complacerlo más que nunca con caricias. Casi con desesperación esperaba, mediante alguna técnica amatoria o algún atractivo sexual, impedir que él se alejase. Pero tampoco tenía habilidades especiales en ese terreno, y ni siquiera estaba interesada en ese tipo de cosas. Es más, como había vivido con indiferencia la época de soltera, se encontraba más ciega que otras en este terreno. Era una de esas que, hasta entonces, no había escuchado con atención las charlas acerca de si una mujer en particular tenía una sensualidad especial, y hasta había pensado que eran mitos o rumores vacíos entre hombres. Era imposible que de la noche a la mañana consiguiera esa sexualidad o el aura mágica que le diera poder sobre alguno. No obstante, logró comunicarle su desesperación.

Retuvo con una voz anhelante a Jyok-Chu, que salía luego de haberse vestido con artificial lentitud y le preguntó:

—¿Todavía nos quedará alguna esperanza?

Quiso retrotraer las palabras que él mismo había emitido la vez pasada. El rostro de Jyok-Chu se llenó de una profunda compasión. Era una compasión un tanto sospechosa. La expresión, más clara y cruel que cualquier palabra, terminó por aplastar sus esperanzas. Al aceptar lo imposible como tal, y antes de que reaccionara con enojo, sintió vergüenza de las caricias y de los esfuerzos que había hecho.

Era exactamente lo presentido. Acordaron encontrarse cada fin de semana, pero tras el breve salto de la primera vez, y después de transcurrida la siguiente semana, disminuyó la posibilidad de su enlace. Por supuesto, fueron los acontecimientos en casa de Jyok-Chu y nada podía hacer ella para evitarlos. Él, por su parte, pensaba que había hecho lo que estaba a su alcance. Sin embargo, siendo realistas, no puso ningún empeño: era verdad que se había angustiado, pero había dejado pasar cada momento oportuno al permitir que lo arrastrase su madre, la señora Juang.

Aunque Mun-Kyong estaba en desventaja comparada con las posibles novias en cuanto a edad y otras condiciones, si Jyok-Chu hubiese pensado que no podría vivir sin ella, o si le hubiese dado importancia al compromiso, le habría explicado a su madre. Tener miedo de su posible reacción de cólera, sin hablarle primero, se debió a que pudo observar sin amor y con frialdad las condiciones de Mun-Kyong. Con sólo compararlas, ella estaba en la peor de las posiciones. Sin darse cuenta, Jyok-Chu se había convertido en un frío observador.

Lo último que intentó fue esperar una ocasión para explicarle a su madre que Mun-Kyong era maestra. Pensaba que aprobaría que ella trabajara. A la señora Juang le gustaban las labores domésticas, y cuando vivía la madre de Si-Ne hubo no pocos encontrones para determinar quién tendría el control de la casa. Su deseo de vivir bien era tan fuerte como el de cualquier joven, y siempre comentaba que en esta época la única manera de conseguirlo era que tanto la mujer como el marido trabajasen. Como ser maestra era una profesión irreprochable, aun para una vieja obstinada, Jyok-Chu asumió que ésta sería la última carta para invertir la situación a su favor. Pero durante esta temporada lo único que hizo con sus conflictos interiores, entre preocupaciones y optimismo, fue perder las oportunidades.

 

1 Sopa picante de col con carne de cerdo.

2

Un día la señora Juang, con mucha alegría, le presentó a Jyok-Chu, la nueva pretendiente. Tenía 31 años y, aunque mayor que otras, era tan bella como inteligente y, además, experta en asuntos comerciales. Poseía una tienda de ropa de su propia marca en la galería comercial de un hotel y una o dos tiendas más en el centro. Así fue como a Jyok-Chu se le escapó la posibilidad de hablar de Mun-Kyong a su madre. En estas circunstancias, no era posible culpar a nadie, sino concluir que la mujer tenía pésima suerte, esto si pudiera hacerse a un lado la actitud de Jyok-Chu, quien al compararla con la nueva pretendiente, su ex novia le parecía muy pobre y nada adecuada.

Durante la siguiente semana, la mujer se la pasó pensando en la compasiva e inquietante mirada de Jyok-Chu, y no dejó de sentir un dolor penetrante. Sin embargo, no esperó su llamada ni le preparó una cena especial el fin de semana. Como lo había previsto, no apareció. Cuanto más tiempo transcurría sin verlo, se confirmaba más su traición. No obstante, pensó que todo había sido por diversión, el más barato y vulgar de los remedios para apaciguar las heridas de una divorciada como ella.

Empero, como no había sido un vínculo cuyo propósito fuera el divertimento, sino el establecimiento de una relación amorosa y de fe, con sueños de nuevo comienzo y felicidad, no quería dejar las cosas a la deriva. Era necesario encontrarse con él, por última vez, para desarraigar de sí cualquier sentimiento que tuviera por él, para ver con claridad lo que cegada por el amor no había podido dilucidar. Pese a todo, la furia que sentía era tan ardiente como el amor, y esperaba aquietarse un poco para evitar otro tipo de ceguera. Ya no podía cambiar el pasado y resultaba imposible pensarlo fiel o no haberse enamorado; además, quería evitar la posibilidad de mirarlo como una serpiente y vivir toda la vida estremeciéndose. Ansiaba darle a Jyok-Chu, por lo menos, una oportunidad de justificarse y, más que nada, por amor propio, no deseaba que el desenlace tuviese ni un ápice de escándalo. Antes de que se calmara lo suficiente para llevar a cabo este propósito, la mujer empezó a percibir cambios en su cuerpo. Pensó que estaba embarazada.

Durante su primer matrimonio no llegó a quedar encinta, y no gracias a procedimientos naturales, sino a anticonceptivos. Obedeció a su marido, acató la sugerencia de evitar los hijos hasta que tuvieran casa propia. También, como él sabía más del asunto y era más activo, ella no tuvo que preocuparse especialmente al respecto. En cuanto consiguieron un pequeño apartamento con el dinero que ambos ganaban, su marido se marchó a Estados Unidos para continuar sus estudios. Por la correspondencia que sostenían, un día se enteró de que había abandonado los estudios para conseguir empleo. De un momento a otro dejó de recibir cartas y, en muy poco tiempo, le llegó, como un relámpago, un anuncio en el que le decía que había encontrado una buena mujer y que le concediese el divorcio. Explicaba que aquella mujer, además de tener la ciudadanía estadunidense, estaba embarazada.

En estas circunstancias, Mun-Kyong se había divorciado y no había tenido siquiera la oportunidad de embarazarse. Aun así, la familia del marido, que intervino para arreglar los asuntos del divorcio, poner en orden el registro y hacerse cargo de la pensión alimenticia o dinero de consolación, fue unánime al comentar:

—Si sólo hubieses tenido un hijo, no te habrías visto envuelta en esta situación… Una mujer sólo adquiere el derecho de convertirse aunque sea en el fantasma de la familia del marido teniendo al menos uno… —palabras que parecían expresar al mismo tiempo excusa y conmiseración.

En parte estaba de acuerdo con lo que decían. Ni su marido ni la familia de él eran personas crueles. Tampoco la vida con él había sido tan mala, aunque habían tenido que luchar mucho para comprar la casa. Sin embargo, la mujer tuvo que ceder y, al mismo tiempo, asumir la responsabilidad de acontecimientos en los cuales no era culpable, y esto la había ofendido en grado sumo.

Quizá se había acostado con Jyok-Chu despreocupada, sin miedo y sin esperanza alguna de embarazarse, porque esa experiencia inmerecida le había dejado una huella inconsciente de que le era imposible concebir.

Después de confirmar el embarazo en el consultorio médico, se quedó ligeramente agitada y tensa, como si le hubiesen puesto al descubierto una pasión escondida. Era principio del verano y el día relucía hasta marear. Tal vez por el embarazo a los treinta y tantos, la doctora, una mujer mayor, le aconsejó y le explicó en detalle varias cosas sobre las cuales debía cuidarse, pero la mujer ni las recordaba ni le preocupaban para nada. La confianza en su propia salud se traslucía en una esplendorosa sonrisa que brotaba de sus labios a cada rato.

Junio era una época excelente. Un hombre, enfundado en una sudadera azul y camiseta anaranjada, se acercaba desde lejos con un niño en hombros. El pequeño contorsionaba las caderas y reía a carcajadas. Él fruncía el entrecejo por el trabajo que le costaba llevarlo, y también por el peligro que corría el niño. No obstante, cuanto más se acercaba, se notaba que también se divertía. Por el peso del niño, su camiseta estaba jalada hacia atrás, y los pantalones se le habían bajado un poco, revelando parte del estómago que tenía forma de una pelota de rugby. Al notar el ombligo hendido, la mujer no pudo contener la risa. El hombre, al verla, también rió. El niño agarrado de su cabellera gritaba animosamente: “¡Mi padre es el mejor!” ¿Será el mejor porque lo lleva muy bien en hombros? ¿Será un elogio porque le habrá prometido llevarlo el domingo al campo o a un parque de diversiones? No importaba la razón. El joven padre, aún más animado con los elogios del niño, encogió los hombros, continuó caminando al ritmo de los movimientos del pequeño y se alejó. La mujer, como si los extrañase, los miró hasta que desaparecieron por un recodo. Se estremeció de emoción al observar la actitud con que este hombre jugaba a ser un padre normal.

A pesar de la vida que empezaba a gestarse en su interior, la mujer no sentía nada. No se mareaba, tenía buena digestión y se sentía cómoda. Estaba agradecida, pero al mismo tiempo lo lamentaba un poco. Por ello, vagaba con frecuencia sin hacer nada, e indefensa intentaba escuchar el sonido de las células que germinaban dentro de su vientre. Cuando por fin percibió una forma del tamaño de una pulgada en su estómago, que hasta entonces había permanecido tan plano como desmintiendo el embarazo, el verano ya empezaba a arder sin freno.

Exámenes finales, entregar notas, pedir el dinero para el semestre siguiente, aceptar la solicitud para un viaje de camping en grupo… Era la época más ocupada para los maestros. Así las cosas, ella se cansaba y jadeaba más que nunca. Siempre se sentía acosada por el trabajo y se ponía molesta por el calor, pero tampoco añoraba disfrutar las vacaciones de verano, que pronto llegarían, para poner fin a esa difícil temporada. Puesto que siempre había una montaña tras otra de dificultades, las vacaciones de verano sólo amenazaban como otra montaña más que tendría que escalar jadeando hasta vencer. Para Mun-Kyong, la suya no era una reacción típica. La mujer sobresalía tanto en los asuntos académicos como en los administrativos, y nunca había sentido como un fardo las responsabilidades asociadas por ser la maestra encargada de una sección. Eso no quería decir que obedeciera sin protestar por los quehaceres que no tenían ningún valor académico ni tenían que ver con la calidad de la enseñanza, sino que parecían existir sólo por costumbre y para molestar a los maestros. Su aptitud consistía en reducir al mínimo y tratar superficialmente los asuntos extraacadémicos. Su habilidad no se había visto reducida de repente este semestre. Manejaba mejor que nadie estos asuntos y los terminaba antes que los otros, pero no dejaba de sentir que escapaba de algo. “¿Por qué me siento así?”, se preguntaba a veces, pero terminaba por confirmar que se sentía perseguida, sin poder explicar qué era lo que la acosaba.

Al acudir por segunda vez al consultorio que antes había visitado, la doctora le informó que tanto ella como el feto se encontraban bien. La palabra “feto”, que escuchó por primera vez, le sonó mejor que la palabra “embarazo”.

—¿El feto? —la mujer levantó la voz al preguntar emocionada. Y sin esperar respuesta, se rió a carcajadas para sí misma.

—Está usted muy contenta. Como es su primer embarazo a los 35 años, debe haberlo anhelado durante mucho tiempo —en los ojos un tanto cansados y profesionales de la doctora se reveló por un instante una benevolencia maternal.

Desde allí la mujer tomó un taxi y fue hasta la oficina de Jyok-Chu. Todavía quedaban dos horas para que él terminara la jornada de trabajo. Como no tenía intención de interrumpirlo durante sus labores, no debía haberse dado tanta prisa. La sensación de sentirse perseguida la había conducido a actuar de este modo. No era la primera vez que visitaba el café subterráneo del edificio donde estaba localizada la oficina de Jyok-Chu. De novios, algunas veces, aunque no con frecuencia, había llegado unas dos horas antes para esperarlo, como ahora. No obstante, en este momento se sentía muy incómoda. Echó una ojeada al lugar y fue a sentarse en una mesa detrás de una columna que quedaba oculta de la entrada. No deseaba toparse con alguien que la conociera mientras aguardaba. Aunque no tenía de qué preocuparse, puesto que Jyok-Chu nunca la presentó formalmente a sus colegas. Sin embargo, le parecía conocer a todos los hombres de la edad de él y, por ello, no osaba levantar la cabeza. Estuvo así casi una hora y, finalmente, decidió llamar a la oficina.

—El señor Kim, jefe de la sección de computación, por favor.

—Jefe, es para usted. Es una mujer —dijo claramente una voz, aunque se escuchaba a la distancia.

Entonces se dio cuenta de que había llamado sin pensar primero en qué decir ni cómo decirlo. Era un asunto demasiado importante para discutir sin un parlamento preparado de antemano. Iba a colgar el teléfono para planear desde ahora el guión, pero…

—Soy yo —era la voz de Jyok-Chu.

—Soy yo, Mun-Kyong… —balbuceó. Y mientras esperaba el tono de su reacción, se puso tan tensa y nerviosa, como si se le hubieran contraído los riñones. Jyok-Chu no dijo nada. El momento de silencio no fue tan largo, pero ella no pudo esperar, y con voz apresurada le explicó la situación—. Estoy en el café subterráneo. El que está debajo de su oficina… Quiero verlo. Esperaré hasta que finalice sus labores. Terminará en una hora, ¿verdad?

—Pues… una empresa no es un lugar de trabajo donde las horas sean fijas… —la voz de Jyok-Chu ya no era aquella con la que había contestado al principio, llena de simpatía y expectación. Era una voz hostil, que claramente dejaba ver el esfuerzo que estaba haciendo para contener la furia y mantener el mínimo de cortesía ante las miradas de los demás empleados.

—Lo esperaré hasta que termine con sus obligaciones. No importa si tarda en bajar.

La mujer ya no hablaba con una voz trémula. Pensó que tendría que esperar al menos dos horas y volvió a sentarse, medio escondida en la esquina formada por la columna y una pecera; intentaba apaciguar su nerviosismo. Concluyó que debía preparar tres o cuatro parlamentos para cada situación, según la voz o el semblante que adoptara él al saludarla, pero sin que ella pudiera terminar ni siquiera el primero, llegó él, y sin mediar palabra, se sentó frente a ella. No habían transcurrido ni 30 minutos.

—¿Puede salir tan temprano del trabajo? —dijo la mujer medio levantándose, un tanto apenada y, al mismo tiempo, agradecida.

—Salí un poco antes porque tengo una cita después —dijo Jyok-Chu en un tono severo que le comunicaba con firmeza que no le concedería más de 30 minutos.

—Debe ser una cita importante —dijo la mujer al tiempo que bajaba la mirada y le daba vueltas a la taza de té.

Jyok-Chu no le hizo caso, como si con su silencio declarara que no tenía necesidad de darle explicaciones a una mujer como ella, y empezó a fumarse con calma un cigarrillo. En el café sonaba con estruendo la canción La mujer fuera de la ventana, de Yong-Pil Cho. Ella miraba ausente la pecera, que parecía un mundo silenciosamente independiente, y de repente dijo:

 

—¿Nos cambiamos de sitio? Vamos a un lugar más tranquilo…

—Le dije que no tenía tiempo para eso.

Al contestar con brusquedad, le hizo señas a la camarera para que le bajase el volumen a la música.

—¿Por qué es tan formal conmigo?

—¿Desde cuándo es un crimen ser formal?

—No es un crimen, pero usted se porta como si nunca hubiésemos pasado tiempo como pareja.

—Estamos debajo de la oficina. Prefiero que me hable sólo del asunto que la ha traído hasta aquí —dijo Jyok-Chu, mientras con impaciencia apagaba el cigarrillo, como si se hubiese quemado. Era un cigarrillo largo que sólo había aspirado dos o tres veces.

La mujer no pudo contener la ira al adivinar que se había molestado por que había empleado la palabra “pareja” y añadió con claridad:

—Sólo le explicaré cómo están las cosas. Estoy embarazada. De usted. Aun así, ¿fingirá que no ha existido nada entre nosotros?

Hubo tanta suspicacia en el tono de su voz, que ni ella misma creyó que fuera la suya. Al principio, Jyok-Chu la miró con cara de tonto, como si no comprendiese. Luego su semblante fue adquiriendo gravedad y, finalmente, con los dedos entrelazados, se pegó dos o tres veces en la frente y la miró con fijeza.

—¿Es lo único que se le ocurrió a una maestra que ha recibido hasta educación superior? ¿Pensaba engañarme con algo tan común y vulgar? Su plan no tiene asidero.

La reacción de Jyok-Chu fue más violenta de lo que la mujer esperaba.

—¿No quiere usted creerlo?

—¿Entonces pensaba que le iba a creer sin ofrecer ninguna resistencia?

—Aunque usted se niegue a creerlo, eso no cambia en nada la verdad.

La mujer sollozaba. El resentimiento la remordía con tristeza.

—Después de no ponerse en contacto durante tanto tiempo, supuse que era una mujer bien educada que sabía terminar limpiamente una relación. Jamás se me ocurrió que estuviera planeando algo tan bajo.

Sin entender cómo una persona podía tener una mirada tan llena de frialdad y de odio, Mun-Kyong se atemorizó de la actitud inhumana que por primera vez observaba en Jyok-Chu y se apresuró a explicarle:

—No lo estoy engañando, es la verdad. Ahora también a mí me disgusta tener un hijo de un ser humano como usted y me arrepiento, pero ¿qué puedo hacer frente a esta irrefutable verdad?

—¡Ja!, no le creo. ¿Como educadora no piensa que es una vergüenza intentar atrapar a un hombre con una táctica tan pasada de moda?

—Por favor, no hable más ni de educación superior ni de mi profesión. A menos que haya diferencia en la manera en que procrean hijos los que han recibido educación superior y los ignorantes, debe aceptar como irrefutable este hecho. No le estoy pidiendo que asuma la responsabilidad, ¿por qué se asusta tanto? —dijo la mujer en voz baja, que de no haber sido por las miradas ajenas no habría podido contener el fuerte deseo de escupirlo.

—No lo puedo creer. Está haciendo uso de todos los trucos disponibles. Primero las amenazas, ahora los sermones. Como si temiese que alguien le dijese que no es maestra.

La mujer se levantó bruscamente y gritó:

—Salga de aquí. Váyase ahora mismo, antes de que arme un escándalo que lo avergüence.

Al ver sus ojos enfurecidos, Jyok-Chu por fin se dio cuenta de que el lugar no le convenía para nada. Notó que el rostro lleno de curiosidad de la dueña del café, con la que se topaba día y noche, se desviaba de pronto, y no pudo más que obedecer a los deseos de Mun-Kyong.

Para la mujer no eran los insultos personales, sino los profesionales, los que la habían hecho explotar. Ella respetaba y amaba su carrera. Su profesión, además de garantizarle una vida honorable, le había ofrecido algo de lo que se sentía orgullosa. Era asunto aparte si los otros no lo reconocían, pero para ella era cuestión de principios. Aunque era difícil, y a veces se sentía sola al intentar conservar el orgullo en una sociedad que cada vez más tendía a menospreciar la profesión de maestro, mantenía la altivez por tener esa cualidad sorprendente que sólo ella poseía.

La mujer empezó a llorar en cuanto abrió la puerta de su casa. Lamentó mucho que el feto tuviera un padre tan cruel y por eso sollozaba de manera tan triste. “¡Ay!, este niño crecerá sin conocer la infantil felicidad que produce ser llevado sobre los hombros de un padre. ¡Ay, pobre hijo mío!”

A esta misma hora, también Jyok-Chu estaba de regreso en su casa. La señora Juang le abrió la puerta, lo siguió y le preguntó con cuidado:

—¿Te ha ocurrido algo malo en la oficina? Te veo muy pálido.

—No, no es nada, madre.

—Entonces, ¿por qué has regresado tan temprano? ¿No era hoy el día de tu cita con la señorita Chong?

La mujer a quien Jyok-Chu había conocido después de dejar de visitar a Mun-Kyong, se llamaba E-Suk Chong y ya habían decidido la fecha para pedir su mano. Por ser una mujer bella, con habilidades comerciales, y además solterona, se pensaría que era extrovertida y un tanto vana. Al contrario, se avergonzaba con facilidad y, además, era muy obediente. Cuando cenaban juntos, nunca pedía nada a su gusto. Ordene usted primero, señor Kim, y luego pida lo mismo para mí. Al decirlo con esa voz bajita, sin duda alguna parecía una provinciana recién venida a la ciudad. Jyok-Chu, tenso por la imagen estereotipada que tenía de una mujer de negocios, estaba un poco decepcionado, pero se amoldó rápidamente. Incluso en los asuntos relacionados con los negocios, en los que tenía más interés su madre que él mismo, ella se mostraba bastante humilde.

—No es algo en lo que piense ocuparme de por vida. Cuando me case, puedo dejar de trabajar —lo decía a la ligera, sin emoción, como si se tratara de un trabajo que hiciera por diversión, de unos 100 000 o 200 000 wones de ganancias.

—Se dice que tiene éxito con las dos tiendas. La envidio. Parece que ha nacido con talento de empresaria. ¿Podrá vivir y manejar la casa sólo con mi salario?

Aun cuando Jyok-Chu mostraba de esta manera interés hacia el negocio de E-Suk Chong, la respuesta era sencilla.

—Creo que los trabajos domésticos me mantendrán entretenida.

—Dicen que el poder económico es la primera condición para alcanzar la felicidad. En vez de verla cansada con el manejo de la casa y con lo que gano, regañándome a cada rato, prefiero que usted le deje los quehaceres domésticos a mi madre y siga trabajando en lo que le plazca.

Lo había dicho varias veces, explícitamente para alabar de este modo la aptitud comercial que poseía E-Suk Chong.

—Como usted ve, no tengo personalidad para los negocios, pero el dinero me sigue. Eso dicen en mi casa: que el dinero me sigue y que, haga lo que haga, siempre tendré éxito. Cuando ponga en orden mis negocios, aun después de devolver a mis padres el dinero que me prestaron, me quedará bastante. Aunque permanezca en casa sin trabajar, no crea que dejaré el dinero sin invertir. Lo pondré a producir en algo con la confianza de que continuará siguiéndome.

Esa confianza de E-Suk Chong acerca de que el dinero la perseguía sin que ella hiciera esfuerzo alguno sorprendió y abrumó a Jyok-Chu. Era el aspecto que más sobresalía, entre otras cualidades también ventajosas, como la belleza, su personalidad dócil y obediente… Para alguien que esperaba una cantidad fija no muy grande cada mes como asalariado, la posibilidad de conseguir dinero de manera automática era cosa de sueños.

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